La curiosidad de un guardia civil
Los proyectiles de artillería y las bombas de aviación llegaban al suelo a velocidad endiablada y, cuando no estañaban y daban contra una tierra de labor, quedaban enterradas, con su amenaza oculta, hasta que, años más tarde, chocara con ellas la reja del arado.
Un día de 1995, el payés que había encontrado una de estas bombas en Villalba dels Arcs llegó al cuartel de la Guardia Civil para avisar y pedir que retirasen aquel peligro de su campo. El brigada Francisco Cabrera había llegado hacía poco tiempo para mandar la línea de Gandesa, que comprendía los pueblos de alrededor, más o menos, el territorio de batalla de la que no había oído hablar en toda su vida.
Francisco decidió tomar precauciones; por sus servicios en la Guardia Civil había visto fusiles, pistolas y cartuchos, pero bombas ninguna. No sabía ni cómo eran y extremó las precauciones.
Acordonó el lugar, impidió que nadie se acercara y telefoneó a sus superiores. Mientras tanto, llegaron periodistas locales, faltos de sucesos, que tomaron fotos e hicieron preguntas hasta que reunieron material para llenar su página. Al cabo de bastante tiempo apreció un destacamento militar destinado a desactivar el artefacto, porque entonces no existían en la zona los TEDAX, los desactivadores de la Guardia Civil y de la Policía.
Por el tiempo que perdieron todos hasta que quedó listo el trámite, comprendió que los payeses sólo comunicaban hallazgos similares cuando los artefactos eran muy voluminosos o parecían entrañar serio peligro. Cal aban en los demás casos, resolviendo la situación como Dios les daba entender, generalmente metiendo el recuerdo bajo una piedra y olvidándolo.
El brigada se acostumbró, poco a poco, a los hallazgos y les tomó confianza hasta el punto de apartar los ingenios explosivos con sus propias manos. También comenzó a interesarse por la dichosa batalla. Primero leyó el libro de Lluís Mezquina (La batalla del Ebro) y, luego, todo cuando le fue cayendo en las manos. Y mientras el servicio le hacía recorrer el territorio, conocía también los restos de las fortificaciones, la mayor parte de tierra y muy pocas de cemento.
Era un hombre emprendedor que ya había montado en Gandesa un grupo cultural y una revista, llamados La Serena por un animal fantástico inventado por el novelista Joan Perucho, que había sido juez en el pueblo. Francisco Cabrera era presidente del grupo y publicó algunos artículos ante la extrañeza de la gente, que nunca había visto a un guardia civil metido en tales cosas. En cambio, nadie hablaba de la batalla del Ebro, que había dejado demasiados recuerdos amargos en aquel pueblo. Sólo los coleccionistas parecían preocupados por el episodio, recorrían la comarca en busca de materiales, que escondían por temor a que los decomisara la Guardia Civil y, siempre de tapadillo, vendían, compraban e intercambiaban piezas.