Desorientados en la victoria o en la derrota

Los defensores de Miravet se habían refugiado en el castillo sin que los republicanos pudieran tomarlo. El soldado José Martínez había subido corriendo a la fortaleza para escapar de la sorpresa enemiga, al amanecer se sintió desamparado y, como sus compañeros, agotado por la sed y un sol de justicia, mientras las ametralladoras enemigas batían el castillo. A plena luz del día la situación era desesperante; ya no se oía ningún disparo que permitiera conservar la esperanza de una pronta llegada de socorro. Al apagarse el fuego de los fusiles lejanos, decayó la moral y, a lados del mediodía del día 25, ya sin municiones, agua, ni comida, decidieron rendirse. Estaba muerto de miedo porque esperaba que los republicanos los fusilaran a todos, pero se limitaron a reunirlos en el patio del castillo. Al cabo de unas horas, cruzaron el Ebro en barcas y los llevaron a un campo de concentración. Una dura experiencia, aunque más suave de los que temían.

A pesar de retirarse desordenadamente los soldados de Yagüe lograron salvar casi todas sus piezas de artillería y los republicanos sólo capturaron una batería de 155 milímetros y dos piezas de 75 milímetros. Las fuerzas de la República habían hecho una operación brillante, sorprendiendo y arrollando a las tropas que guarnecían aquel recodo del Ebro, y estableciendo tres cabezas de puente. Las dos más grandes se unieron transcurridas pocas horas del día 25 para formar una gran bolsa entre los ríos Motarraña y Canaletas, amenazando Gandesa y Villalba. Al norte se había formado una bolsa más pequeña, desde las proximidades de Mequinenza hasta Fayón, que no lograría unirse a la anterior.

A las nueve del día de Santiago, Yagüe comenzó a reclamar refuerzos desesperadamente. Le asignaron las Divisiones 4.ª, 82.ª, 84.ª, 74.ª, 102.ª y toda la aviación disponible. Pero las fuerzas que debían auxiliar al Cuerpo del ejército Marroquí se encontraban en los frentes de Tremp, Extremadura, Valencia y Aragón. Tardarían en llegar al campo de batalla y los defensores del Ebro deberían resistir hasta entonces con sus propias fuerzas. La decisión personal de Franco, al enviar al Ebro toda la aviación y buena parte de las reservas, trastocó los planes estratégicos de los nacionales y apagó el optimismo de Mussolini, que consideraba inmediata la caída de Valencia.

A las ocho del día 25 estaba claro que había quedado destrozada la 50.ª división nacional, cuyo cuartel general estaba en Gandesa y guarnecía el terreno del recodo del río. Entre Gandesa y Caspe apenas existían fuerzas nacionales. Una masa de maniobra republicana lanzada al ataque habría roto el frente sin problemas, pero el ejército popular carecía de otras fuerzas disponibles capaces de maniobrar y de suficiente artillería para apoyarlas. Las mejores tropas estaban empeñadas en el paso del río y en la defensa de Valencia. No habría otras bien entrenadas.

Mientras tanto, los nacionales, sorprendidos por el ataque republicano, se encontraban en una situación angustiosa y en la necesidad de defender Gandesa, clave de sus comunicaciones.

Habían perdido el alto de Els Auts, en la bolsa de Mequinenza, y sólo contaban con dos noticias positivas. La primera, que Fayón continuaba resistiendo, lo cual impedía la unión de las dos cabezas de puente republicanas. La segunda, que la 105.ª división nacional había frustrado el intento republicano de cruzar el río en Amposta; su situación eran desahogada que parte de sus fuerzas pudo ser trasladada para reforzar la defensa en el sector de Gandesa.

Al terminar el día 25, en la pequeña bolsa de Mequinenza, los republicanos ocupaban el alto de Els Auts y el cruce de Gilabert, hasta cerca de Fayón. En la segunda bolsa, la más grande e importante, había llegado hasta las alturas de la Pobla de Masaluca y su línea de frente corría paralela a la carretera que unía Villalba con Gandesa, desbordándola en el sur, tras haber ocupado la importante altura de Puig Aliga. Habían hecho unos 3.000 prisioneros, entre ellos varios jefes y oficiales, causando numerosas bajas y capturando un importante material de guerra. Estaban en su poder los pueblos de Riba y Pinell, además de las importantes alturas de las sierras de Pandols y Cavalls. Todo esto a costa únicamente de 600 bajas, entre muertos y heridos. El éxito se debía a una maniobra exclusivamente de infantería, porque la artillería, los carros y los transportes estaban todavía en la otra orilla del Ebro. Por si fuera poco, la ofensiva nacional contra Valencia había quedado detenida ante las noticias de lo ocurrido en el Ebro. Un viento de euforia recorrió la retaguardia republicana. Sin embrago, aquel mismo día 25 habían comenzado a moverse las reservas nacionalistas desde Levante, Centro y Extremadura y su aviación trasladaba sus bases.

El biberón Josep Florit y Bargalló, después de pasarse a los nacionales y ser internado en un campo de concentración de Santoña, había conseguido la libertad. No le obligaron a incorporarse al ejército, porque su quinta no había sido movilizada por los nacionales, para quienes no se encontraba en «edad militar». Ahora pretendía llegar a Flix, su pueblo, durante la noche del 25. Por la mañana le sorprendió un abundante movimiento de tropas, oyó decir que los rojos habían pasado el río y consiguió que lo dejaran montar en la caja de un camión militar que marchaba a Gandesa. Por el camino comprendió que la situación era grave, adelantaban a las largas filas de soldados nacionales, que caminaban cargados con su equipo bajo un sol de justicia y molestos con las nubes de polvo que levantaba un numerosos tráfico militar de camiones y automóviles y motoso con sidecar que marchaba hacia el frente. En sentido contrario venían numerosos civiles huyendo de la guerra, angustiados grupos de mujeres, niños, viejos y muchachos con sus carros atiborrados con las pertenencias más preciosas y, sobre todo, sus colchones, imprescindibles para lograr un mínimo descanso en su peregrinar por la retaguardia. Otras muchas personas huían a pie, con sus pobres pertenencias metidas en un saco, una vieja maleta o un pañuelo fardero.

Una vez en Gandesa acudió a la comandancia para averiguar si podría continuar el viaje hasta su pueblo. No se lo permitieron, aconsejándole que se desplazara a Bot, que parecía más seguro. El conductor de otro camión militar le permitió viajar en la caja, en dirección contraria a las gentes que escapaban de la guerra, hasta que llegó a Bot sobre las seis de la tarde. La autoridad militar había dictado un bando para que todos los hombres entre 17 y 35 años se concentraran en la plaza y allí estaban, formados frente a la iglesia, serios, preocupados, algunos llorando. Cerca de la formación esperaban varios de sus familiares y algunas mujeres sufrían ataques de histeria. Los gritos, los llantos y los quejidos se mezclaron con las maldiciones hasta las nueve de la noche, cuando un sargento se llevó a la formación de hombres aterrados hacia las afueras del pueblo, a cavar trincheras y levantar parapetos.

Durmió aquella noche en la caja del camión, mientras la mayoría de los habitantes se preparaba para huir a Zaragoza en un tren que debía pasar a las ocho de la mañana. El conductor del camión había desaparecido y él estaba sin comer desde que salió de Santoña. Todavía vestía el uniforme, sin divisas, del Ejército Popular, calzaba unas viejas alpargatas que tenían la suela rota, carecía de comida y de dinero. Deambuló por Bot en busca de algo que comer hasta que llegó el tren y subió, mezclado con la masa atemorizada que pretendía llegar a Zaragoza. Una persona compasiva le dio algo de comida, que devoró con ansia, luego mendigo hasta recaudar 4.60 pesetas. Pensó que podrían servirle para comprar alpargatas nuevas. Tenía los pies llagados de tanto andar sobre sus destrozadas suelas de esparto.

Aunque me tires el puente
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