47.
A mi regreso nadie se acordaba ya del Despertar de Epiménides, y si alguno hubiere cantado la copla, hubiera hecho un flaco servicio a su autor. Prevalecía Carlos IX, cuya boga se debía principalmente a las circunstancias; aquel toque de rebato, aquel pueblo armado con puñales, aquél odio a los reyes y al clero, eran un ensayo a puerta cerrada de la tragedia que públicamente se estaba representando. Talina, que había hecho su primera salida poco antes, obtenía continuos triunfos.
En tanto que la tragedia ensangrentaba las calles, florecía la literatura bucólica en el teatro: no se oía hablar mas que de inocentes pastores y virginales zagalejos; campos, arroyuelos, prados, corderos, palomillas, siglos de oro en modestas cabañas de bálago, todo esto resucitaba a los sonidos de la zampoña y ante una muchedumbre de Tirsis arrulladores y de cándidas Calceteras que pasaban a aquella diversión desde la de la guillotina. Si el señor Samson hubiese estado mas despacio, habría representado el papel de Colín, y la señorita Théroigac de Méricourt el de Babet. Los convencionales se preciaban de ser gente de condición mansísima, excelentes padres de familia; excelentes hijos y excelentes esposos; llevaban a pasear a su prole; hacían con ella las veces de una nodriza; lloraban enternecidos al ver sus infantiles juegos, y cogiendo en brazos a aquéllos angelitos, los enseñaban el carrito en que iban las víctimas al suplicio. Componían himnos a la naturaleza, a la paz, a la compasión beneficencia, al candor, a las virtudes domésticas entes filantrópicos, que cortaban la cabeza a sus vecinos con la mas exquisita sensibilidad, por el mayor bien de la especie humana.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Revisado en diciembre de 1846.
Cambio e fisionomía de París.— Club de los franciscanos.— Marat.
Ya no tenía París en 1792 la fisionomía de 1789 y 1790: no era aquello una revolución naciente, sino un pueblo que caminaba ebrio hacia su destino, atravesando abismos y por sendas tortuosas. En el aspecto de la población no predominaban el tumulto, la curiosidad ni la prisa, sino la amenaza. Por las calles solo se encontraban rostros espantados o feroces; gente que se deslizaba junto a las paredes para no ser vista, a hombres que rodeaban su presa; ojos tímidos y apagados que se apartaban de todo transeúnte, o duras miradas que en él se fijaban para adivinar su pensamiento y penetrar hasta el fondo de su alma.
Había cesado la variedad de trajes, porque iba desapareciendo el antiguo mundo, y ya todos usaban la casaca uniforme del mundo nuevo, casaca que entonces era tan solo la última vestimenta: de los futuros sentenciados a muerte. Las licencias sociales que acompañaron al rejuvenecimiento de Francia, las libertades de 1789, libertades caprichosas y desarregladas, propias de todo orden de cosas que se está destruyendo sin haber llegado aun a la anarquía, nivelábanse poco a poco bajo el cetro popular y era fácil conocer que venia acercándose una tiranía plebeya, joven fecunda y llena de esperanzas, pero harto mas formidable que el despotismo caduco de la antigua potestad regia; pues como el pueblo soberano se halla en todas partes, cuando se erige un tirano, llega también a todas partes la tiranía; presencia universal de un universal Tiberio.
A la población parisiense se mezclaba otra forastera, compuesta de matones del Mediodía; aquella vanguardia de los marselleses, que iba Danton reuniendo para la jornada del 10 de agosto y el degüello de setiembre, se distinguía por sus andrajos, por su color atezado y por sus trazas de cobardía y crimen, aunque crimen propio de otros climas: in vultu vitium, en el rostro el vicio.
En la Asamblea legislativa no conocí a nadie: Mirabeau y los primeros ídolos de nuestra revolución, no existían ya, o habían caído de sus altares. Para anudar el hilo histórico interrumpido por mi excursión a América, es menester tomar las cosas algo mas atrás.
Ojeada retrospectiva.
La fuga que emprendió el rey en 21 de junio de 1791, hizo dar a la revolución un paso gigantesco. Vuelto contra su voluntad a París, en 25 del mismo mes, quedó por primera vez destronado cuando declaró la Asamblea que sus decretos tenían fuerza de ley sin la sanción o la aceptación regia. Hallábase establecido en Orleans un alto tribunal de justicia, predecesor del revolucionario, y ya en aquella época pedía Mme. Roland la cabeza de la reina, dando tiempo a que la república le pidiese la suya. Los tumultos del campo de Marte fueron producidos por el decreto que suspendió al rey de sus funciones, sin someterlo a juicio, como se deseaba. De nada sirvió el aceptar la Constitución en 14 de setiembre: tratábase de destruir a Luis XVl, y si esto hubiese llegado a suceder, habría ahorrado al pueblo francés el crimen de 21 de enero, y fuera otra su posición respecto de la monarquía y de la posteridad. Creyeron los constituyentes que oponiéndose, a la destitución, salvaban la corona, y la perdieron, al paso que los que se proponían perderla, solicitando aquel despojo la hubieran salvado. En política casi siempre el resultado produce efectos contrarios a la previsión.
El 30 del mismo mes de setiembre de 1791 celebró la Asamblea constituyente su última sesión; la Convención nació del imprudente decreto de 17 de mayo anterior, que prohibía la reelección de los individuos salientes, ¡No hay cosa mas peligrosa, mas insuficiente ni mas inaplicable a los negocios generales, que las resoluciones peculiares a individuos o a corporaciones, aun cuando particularmente les honren.
El decreto de 29 de setiembre, encaminado a reglamentar las sociedades populares, sirvió solo para hacerlas mas violentas. Aquel fue el acto postrero de la Asamblea constituyente, que se separó al siguiente día, legando una revolución a Francia.
Asamblea legislativa.— Clubs.
La Asamblea legislativa, instalada en 1.° de octubre de 1791, fue comprendida en el torbellino que debía arrastrar después a los vivos y a los muertos. En algunos departamentos estallaron sangrientos disturbios: el populacho de Caen cometió horribles degüellos y se comió el corazón de Mr. de Belzunce.
El rey opuso su veto a la ley contra los emigrados, y a la que privaba de todo salario a los eclesiásticos no juramentados. Estos actos legales dieron pábulo a la agitación de París, cuyo maire era Pétion. La Asamblea decretó en 1.° de enero de 1792 la acusación de los príncipes emigrados, y en 2 del mismo señaló el principio de aquel año como el del IV de la libertad. Hacia el 13 de febrero empezaron a dejarse ver por las calles de la capital los gorros colorados, y mandó la municipalidad fabricar lanzas. El manifiesto de los emigrados apareció en 1.° de marzo. Austria armaba tropas, en tanto que París se dividía en secciones mas o menos hostiles unas a otras. En 20 de marzo de 1792 adoptó la Asamblea legislativa aquella máquina sepulcral, sin la cual no hubieran podido llevarse a efecto las sentencias del Terror, y cuyos primeros ensayos se hicieron en cadáveres, para que aprendiese el verdugo a ejecutar su faena. Licito es hablar de este instrumento como de un verdugo, ya que ha habido persona tan agradecida a sus servicios, que le regalara cantidades de dinero para que se conservase ágil. La invención de la máquina de matar, en momentos en que era necesaria al crimen, suministra una prueba memorable de la acción oculta de la Providencia cuando quiere cambiar la faz de los imperios.
El ministro Roland había sido llamado al consejo del rey por instigación de los girondinos. En 20 de abril se declaró guerra al monarca de Hungría y de Bohemia, al mismo tiempo que empezaba Marat a publicar el Amigo del pueblo, a pesar del decreto minado contra su persona. Desertaron los regimientos Real Alemán y Berchini: Isnard clamaba contra la perfidia de la corte, Gensonné y Brissot denunciaban el comité austriaco, y la guardia del rey recibía su licencia, a efecto de una insurreccion popular. En 28 de mayo se constituyó la Asamblea en sesión permanente, y el 20 de junio inmediato sufrió el palacio de las Tullerías una invasión de las turbas que poblaban los barrios de San Antonio y San Marcelo, producida por la negativa de Luis XVl a sancionar la proscripción de los sacerdotes. La vida del rey se vio seriamente amenazada aquel día. Declarose a la patria en peligro; se quemó en estatua a Mr. de Lafayette; y llegaron a París los individuos de la segunda confederación, precediendo a los marsellés que había llamado Danton, y que entraron en la capital el día 30 de julio, siendo alojados por Pétion en los Franciscanos.
Los franciscanos.
Cerca de la tribuna nacional se elevaban otras dos tribunas competidoras; la una de los jacobinos, y la de los franciscanos; mas poderosa entonces esta última por haber dado individuos a la famosa municipalidad de París. Si no se hubiese constituido el ayuntamiento, la capital se habría dividido por falta de un punto de concentración, y cada maire hubiera formado una potencia rival de las otras.
El club de los franciscanos celebraba sus reuniones en el monasterio de este nombre, cuya iglesia se construyó con cierta multa impuesta en expiación de un asesinato, reinando San Luis, en el año de 1259 48: en 1590 se hizo refugio de los coligados mas famosos.
Hay sitios que parecen destinados desde luego a ser laboratorio de las diversas facciones. «El duque de Mayenné tuvo noticia, dice L'Estoile (12 de julio de 1593) de la llegada a París de doscientos franciscanos, que andaban reuniendo armas y estaban de acuerdo con los Diez y seis, los cuales celebraban consejos diarios en el convento de Mínimos, de la capital...» Aquel día se despojaron de sus armas los dichos Diez y seis, reunidos en los Mínimos, de manera que los fanáticos individuos de la liga, cedieron a puestos revolucionarios filosóficos el convento de franciscanos, como el torno de una cárcel.
Los cuadros, las imágenes, tanto esculpidas como pintadas, los velos y las cortinas del convento habían desaparecido: de aquella basílica desconchada, solo quedaba la armazón. En el testero de la iglesia, por cuyos rosetones faltos de vidrios penetraban el viento. y la lluvia, se veían algunos bancos de carpintero que servían de mesa al presidente cuando se celebraba allí la junta. Sobre ellos había siempre cierta cantidad de gorros colorados, para uso de los oradores que subían a la tribuna. Consistía esta en cuatro palos cruzados y una tabla, que colocada sobre su tijera daba al conjunto el aspecto de un cadalso. A espaldas del presidente y junto a una estatua de la Libertad, estaban los supuestos instrumentos de la antigua justicia, instrumentos suplidos por una sola máquina de sangre, como se suple un complicado mecanismo con el ariete hidráulico. El club de los jacobinos purificados adoptó algunas de estas disposiciones de los franciscanos.
Oradores.
Los oradores; que siempre estaban de acuerdo para destruir, no se entendían cuando se trataba de elegir jefes, y mutuamente se llamaban pillos, rateros, salteadores y asesinos, en medio de la cacofonía de silbidos y aullidos de los diferentes grupos de sus partidarios. Las metáforas se buscaban en la matanza; en los mas inmundos objetos de toda especie de sentinas y estercoleras, y en los sitios consagrados a la prostitución de hombres y mujeres, Estas imágenes se hacían sensibles por medio de ademanes; a todo se llamaba por su nombre, con el cinismo de los perros y la mas obscena e impía pompa de votos y blasfemias. Destruir y producir muerte y generación; nada mas se sacaba en limpio de aquella jerga feroz y atronadora. Los acentos ya chillones, ya imponentes de cada orador, sufrían además de las interrupciones de sus adversarios, las de los mochuelos de aquel claustro sin monjes y de aquel campanario sin campanas; prole alada que cortaba la palabra a los tribunos, solazándose en las ventanas rotas en la expectativa de un botín. Comenzábase por llamarlos al orden con el sonido de la impotente campanilla; más como ellos no suspendiesen sus chillidos se hacia preciso matarlos a escopetazos para que callaran, y entonces caían por los aires palpitantes, ensangrentados y fatídicos, en medio de aquel pandemonio. Multitud de vigas, bancos cojos, sillas de coro destartaladas y pedazos de estatuas de santos, tumbados en el suelo o apoyados en las paredes, servían de asiento a los espectadores llenos de barro, de polvo, de vino y de sudor, que con su carmañola llena de agujeros, acudían unos armados con lanzas y otros cruzando Los desnudos brazos.
Los mas deformes de la partida eran los que de preferencia obtenían la palabra. Los defectos del alma y del cuerpo salieron a hacer papel en nuestras turbulencias; mas de una vez ha producido el amor propio ofendido grandes revoluciones.
Marat y sus amigos.
Con arreglo a estos privilegios de fealdad aparecía sucesivamente y se mezclaba con los espectros de los Diez y seis, una serie de cabezas gorgonias. El antiguo médico de los guardias de corps del conde de Artois, el embrión suizo de Marat, que calzaba sus desnudos pies con zuecos de madera o zapatos claveteados, peroraba primero en virtud de sus incontestables derechos, monopolizando el cargo de bufón de la corte popular, gritaba con fisionomía estúpida y con cierta sonrisita superficial y galante que la educación antigua había dado a todos los semblantes: «¡Pueblo, te hace falta cortar doscientas setenta mil cabezas!» A este Calígula de callejuela sucedía el zapatero ateo Chaquete, en pos del cual asomaba el fiscal de la linterna, Camilo Desmoulins, Cicerón tartamudo, consejero público de asesinatos, extenuado por la crápula, republicano frívolo dado a decir chistes y a jugar del vocablo, cancionero del cementerio, que declaraba que la degollación de setiembre se había verificado con el mayor orden, y consentía en vivir a lo espartano, con tal de que el fondista Mèot se encargara de componerle un sencillo caldo negro.
Fouché, que a toda prisa había acudido desde Juilly y Nantes, se educaba con estos doctores: parecía una hiena vestida de hombre, entre aquella turba de animales feroces que rondaban alrededor de la carne. Aspiraba ya los futuros efluvios de sangre, y olía el incienso de las procesiones de idiotas y verdugos ínterin llegaba el día, en que lanzado del club de los jacobinos por ladrón, ateo y asesino, se le nombrara ministro. No bien descendía Marat de su tribuna, convertías en Triboulet político, para servir de juguete a sus amos; unos le daban capirotazos, otros le pisaban o le desviaban a empujones en medio de universales silbidos, lo cual no fue parte para impedir que se erigiera en jefe de la muchedumbre, qué subiera al reloj del Hotel-de-Ville para tocar a la general matanza, y triunfase en el tribunal revolucionario.
Marat fue violado por la muerte como el pecado de Milton. Chenier escribió su apoteosis; David lo pintó en el baño teñido con su sangre, y hubo quien lo comparó con el divino autor del Evangelio. Se compuso para él una canción que decía: «¡Corazón de Jesús, corazón de Marat! ¡Oh sagrado corazón de Jesús, ¡oh sagrado corazón de Marat!» A este corazón de Marat sirvió de custodia una preciosa copa que había pertenecido a las joyas de la corona; y en un cenotafio de césped construido en la plaza de Carrousel, se veneraron el busto, el baño, la lámpara y el escritorio de la divinidad. Después cambió el viento; la inmundicia pasó de su urna de ágata a otro vaso, y fue vaciada en el albañal.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Danton.— Camilo de Desmoulins.— Fabre D’Eglantine
En las escenas de los franciscanos que presencié tres o cuatro veces, predominaba y presidia Danton, huno con corpulencia de godo, romo y abierto de nariz, de contornos angulosos y rostro de gendarme o fiscal lúbrico y cruel. Organizó bajo la nave de su iglesia, como en un esqueleto de los siglos, los asesinatos de setiembre, auxiliado por sus tres furias masculinas, Camilo Desmoulins, Marat y Fabre d'Eglantine. Billaud de Verennes propuso prender fuego a las cárceles para quemar cuanto hubiese dentro: otro convencional fue de dictamen que se echasen al rió todos los presos, Marat se declaró por un degüello general. Cuando imploraban a Daulon en favor de las víctimas, respondía: «¡Que se fastidien!» Fue autor de la circular comunal, e invitó a los hombres libres a repetir en los departamentos las atrocidades cometidas en las Carmelitas y en la Abadía.
Téngase presente la historia: Sixto V puso el parangón, en cuanto a su importancia para el bienestar humano, la abnegación de Jacobo Clemente con el misterio de la Encarnación, del mismo modo que se comparó luego a Marat con el Salvador del Mundo; Carlos IX escribió a los gobernadores de provincia que imitasen los degüellos del día de San Bartolomé, como Danton encargó a los patriotas que copiasen los de setiembre. Los jacobinos eran unos plagiarios; fuéronlo también cuando inmolaron a Luis XVl a ejemplo de Carlos I. Como en aquel gran movimiento social se cometieron tantos excesos, se ha dado en decir que de estos crímenes provino la grandeza, de la revolución, cuando fueron solo horribles aditamentos de ella; pero los ánimos apasionados o sistemáticos no han sabido admirar en la agonía de una naturaleza bella mas que sus convulsiones.
Más franco Danton que los ingleses, decía: «No juzgaremos al rey, sino que le mataremos.» Y añadía: «Esos eclesiásticos y esos nobles no son en verdad culpables, pero deben morir porque se hallan fuera de su puesto, entorpecen el movimiento de las cosas, y se oponen a una completa regeneración...» con todas sus espantosas apariencias de profundidad, no tienen estas palabras ninguna grandeza, pues suponen que la inocencia nada significa, y que se puede suprimir el orden moral del orden político sin que el segundo perezca, lo cual no es cierto.
Danton no estaba convencido de los principios que sostenía, y vestía la capa de revolucionario tan solo por conquistar fortuna. ¡Venid a desgañitaros con nosotros, aconsejaba a cierto joven, y luego que seáis rico haréis lo que se os antoje...» Confesó que el no haberse vendido a la corte fue porque no quisieren pagarle bastante, descaro propio de una incapacidad que sabe lo que es, y de una corrupción que no teme proclamarse a voz en grito.
Inferior a Mirabeau, hasta en lo feo, su antiguo agente Danton fue superior a Robespierre; y no legó, como él su propio nombre a los crímenes que le mancillaron. Conservaba el sentimiento religioso. «No hemos destruido, decía, la superstición para fundar el ateísmo.» Sus pasiones pudieron haber sido buenas por la razón de que al fin eran pasiones.
En todos los actos humanos debe tomarse en cuenta el carácter individual; los culpables de imaginación, como Danton, parece por lo mismo que exageran sus dichos y sus excesos, mas perversos que los culpables a sangre fría, y en realidad lo son menos. Esta observación es también aplicable al pueblo, el que, tomado colectivamente, siempre es un poeta, autor o actor sobrado irritable del drama que representa o que le obligan a representar. Sus excesos no proceden tanto de instinto natural de crueldad como del delirio que se apodera de las turbas y las embriaga. Danton cayó en la trampa armada por sus propias manos. De nada le sirvió tirar migas de pan a las narices de sus jueces, ni responder con valor y nobleza, ni hacer vacilar al tribunal, ni llevar el peligro y el espanto al seno de la Convención, ni raciocinar lógicamente sobre desafueros que habían servido para crear el mismo poderío de sus enemigos, ni exclamar con un arrepentimiento estéril. «¡Por mí se instituyó ese tribunal infame: el cielo y los hombres me lo perdonen!» frase plagiada numerosas veces. Antes de comparecer ante el tribunal, debió Danton notarle de infamia.
Restábale solo el mostrarse tan impasible para su propia muerte como para la de sus víctimas, y llevar mas alta la frente que la cuchilla del suplicio. Así lo hizo en efecto: puesto en aquel escenario del terror, al que se adherían sus pies con los coágulos de la sangre vertida el día anterior, lanzó una mirada de desprecio y autoridad sobre la muchedumbre, y dijo al verdugo: «Enseña luego mi cabeza al pueblo, que bien lo merece.» Quedó aquella cabeza en manos del ejecutor, y la acéfala sombra marcho a reunirse con los espectros, también decapitados, de sus víctimas; especie de igualdad hasta en la tumba.
Camilo Desmoulins y Fabre d’Eglantine, diácono el uno y subdiácono el otro de Danton, murieron del mismo modo su gran sacerdote.
En aquella época, en que se asignaban pensiones a la máquina de muerte y se lucia como una flor en el ojal de las carmañolas ya una pequeña guillotina de oro, ya un pedacito de corazón de guillotina; en aquella época en que se gritaba: ¡Viva el infierno! en que se celebraban las alegres orgias de la sangre, el acero y la rabia, en que se brindaba a la nada y se bailaba en cueros la danza de los difuntos, para que no costara ni aun el trabajo de desnudarse el ir a reunirse con ellos; en aquella época exigía el bien parecer que, al sentarse en el último banquete, prorrumpiera cada cual en el último chiste del dolor. Desmoulins fue convidado a morir por el tribunal de Fouquier Tinville. «—¿Qué edad tienes? le preguntó el presidente.— La del descamisado Jesús,» respondió Camilo burlándose. Una ley implacable y vengadora obligaba a aquellos asesinos de cristianos a confesar continuamente el nombre de Cristo.
Injusto fuera omitir que Camilo Desmoulins so atrevió a arrostrar la cólera de Robespierre y a espiar a fuerza de arrojo sus extravíos. El dio la señal de reacción contra a terror; una mujer, joven, bellísima y llena de energía, le hizo capaz, al mismo tiempo que de amor, de virtud y de sacrificios. La indignación prestó elocuencia a la intrépida y libertina ironía del tribuno, cuando gallardamente atacaba los cadalsos con su auxilio construidos. Y tan de acuerdo estuvo su conducta con sus palabras, que no consintiendo en ir al suplicio, se agarró con el verdugo en la carreta, y llego medio destrozado al borde del postrimer abismo.
Fabre d'Eglantine, autor de una obra dramática apreciable, demostró por el contrario de Desmoulins, la mas insigne cobardía. Tampoco pudo resignarse a la cuerda Juan Rousseau, verdugo de París, ahorcado en tiempo de la Liga por haber, secundado con su ministerio a los asesinos del presidente Brisson. Parece que no se aprende a morir matando.
Los debates de los franciscanos indicaban claramente la disolución del orden social. Había visto a la Asamblea constituyente comenzar en 1789 y 1790 el exterminio de la potestad real; en 1792 hallé ya hecha cadáver la vieja monarquía, disecada y abierta en canal, aunque caliente aun, por mano de los matachines legisladores, en las salas bajas de sus clubs, como en otro tiempo descuartizaron quemaron los alabarderos el cuerpo de Guisa acuchillado en las boardillas del palacio de Blois.
De cuantos hombres acabo de mencionar, Danton, Marat, Camilo Desmoulins, Fabre d’ Eglantine y Robespierre, no queda uno vivo. Solo los vi breves instantes entre una sociedad naciente de América y otra sociedad moribunda de Europa, entre las selvas del Nuevo Mundo y las soledades del destierro. En los pocos meses que pasé en tierra extraña, ya habían sucumbido aquellos amantes de la muerte, extenuados al par de ella. A la distancia en que ahora me encuentro de aquel tiempo, me parece que bajé en mi juventud al infierno, y que conservo recuerdos confusos de las sombras que están errantes a orillas del Cocito: ellas completan el cuadro vaciado mi vida, acudiendo a inscribir su nombre en mi libro de Memorias de Ultra-Tumba.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Opinión de Mr. de Malesherbes sobre la emigración.
Tuve una gran satisfacción en ver a Mr. de Malesherbes y hablarle de mis antiguos proyectos. Traía de América el plan de un segundo viaje que debía durar nueve años; antes solo me faltaba hacer una corta excursión a Alemania para reunirme a los príncipes y volver a escape a derrocar la república. Terminada esta empresa en dos o tres meses tendería mis velas y tomaría la vuelta del Nuevo Mundo con una revolución menos y un matrimonio mas en mi existencia.
Mi celo, sin embargo, excedía a mi fe, porque no te me ocultaba que la emigración era una necedad; una locura. «Indócil a todas las manos, dice Montaigne, en los gibelinos fui güelfo y en los güelfos gibelino.» Mi escasa afición a la monarquía absoluta no me permitía abrigar la menor ilusión acerca del partido que iba a tomar; tenía, por el contrario escrúpulos, y aunque firmemente resuelto a sacrificarme al honor, quería saber lo que Mr. de Malesherbes pensaba sobre la emigración. Lo hallé muy animado: los crímenes que continuamente presenciaba habían acabado con la tolerancia política del amigo de Rousseau el que no podía vacilar entre las victimas y los verdugos. En su opinión, cualquier cosa era mejor que el régimen existente, y pasando de aquí a mi situación particular, afirmaba que ningún hombre que ciñese espada podía dispensarse de acudir a donde estaban los hermanos de un rey oprimido y entregado a sus enemigos. Aprobaba también mi regreso a América, e instaba a mi hermano a que partiese en mi compañía.
Hícele las objeciones comunes sobre la alianza con los extranjeros, los intereses de la patria, etc., etc. Contestó a ellas, y descendiendo de los raciocinios generales a pormenores, me citó ejemplos de bastante fuerza. Me presentó en Italia a los güelfos y a los gibelinos, apoyándose los unos en las tropas del emperador y los otros en las del papa; en Inglaterra a los barones rebelados contra Juan sin Tierra, y en fecha mas reciente a la república de los Estados Unidos, implorando el apoyo de Francia. De suerte, decía Mr. de Malesherbes que los hombres mas decididos por la libertad y la filosofía, los republicanos y los protestantes, no se juzgaron culpables por tomar prestada una fuerza que pudiera contribuir al triunfo de sus ideas. ¿Estaría hoy emancipado el Nuevo Mundo sin nuestro oro, nuestros buques y nuestros soldados?
Yo mismo, que en este momento os hablo, recibí en 1776 a Franklin cuando vino a reanudar las negociaciones de Sitas Deane. ¿Y era Franklin traidor por eso? ¿Se deshonró la libertad americana porque la apoyase Lafayette y la conquistaran los granaderos franceses? Todo gobierno que en vez de ofrecer garantías a las leyes fundamentales de la sociedad, extralimita las de la equidad y la justicia, deja de existir y devuelve al hombre la libertad del estado natural. Lícito es entonces que se defienda como pueda, y recurra a los medios mas oportunos para derrocar la tiranía y restablecerlos derechos individuales y generales.»
Los principios del derecho natural, enunciados por los mas eminentes publicistas, explanados por un hombre como Mr. de Malesherbes, y corroborados con numerosos ejemplos históricos, hicieron mella en mi ánimo, pero no me convencieron: cedí únicamente, si he de hablar con verdad, a los ímpetus de mis años y al pundonor. A estos casos, citados por Mr. de Malesherbes, pueden añadirse otros posteriores: durante la guerra de España de 1823, marchó el partido republicano francés a servir bajo la bandera de las Cortes, y no tuvo escrúpulo alguno en llevar las armas contra su patria; los polacos y los italianos constitucionales solicitaron en 1830 y 1831 el auxilio de Francia, y los portugueses deja Carta entraron en su nación con dinero y soldados extranjeros. Cada individuo tiene dos pesos y dos medidas; para una idea, un sistema, un interés o un hombre, aprueba lo que baldonaría si de otra idea, otro sistema, otro interés a otro hombre se tratara.
Londres, de abril 4 setiembre de 1822.
Juego y pierdo.— Aventura del coche de alquiler.— Madama Roland.— Barrére en la ermita.— Segunda confederación de 14 de julio.— Preparativos de emigración.
Estas conversaciones con el ilustre defensor del rey, ocurrían en casa de mi cuñada la que acababa de dar a luz el segundo de sus hijos: le apadrinó Mr. de Malesherbes, dándole su propio nombre de Cristian. También yo asistí al bautizo de aquel niño, destinado a no conocer sus padres sino a la edad en que la vida no tiene recuerdos y se aparece de lejos como un sueño de fecha inmemorial. Los preparativos de mi viaje iban poco a poco: creyeron al casarme que me proporcionaban una opulenta dote, y luego se averiguó que los bienes de mi mujer consistían en rentas eclesiásticas, administradas por la nación que las pasaba a su modo. Además de esto, había prestado Mme. de Chateaubriand, con el consentimiento de sus tutores, una crecida parte de estas rentas a su hermana la condesa de Plesis-Parseau, que andaba emigrada. Faltábanos, pues, dinero: y fue preciso tomarlo a préstamo.
Un escribano nos proporcionó 10,000 francos en asignados; iba yo con ellos a mi casa, sita en el callejón Férou, cuando quiso mi estrella que encontrase en la calle dé Richelieu al conde Achard, antiguo compañero mío en el regimiento de Navarra, y gran jugador. Propúsome que le acompañara a casa de M..., donde podríamos charlar un rato; caí en la tentación, subí, jugué y lo perdí todo, excepto 1,500 francos, con los cuáles me metí lleno de remordimientos y de vergüenza, en el primer coche que hallé al paso. Nunca había yo jugado; sentía una especie de dolorosa embriaguez, y quedé convencido de que si alguna vez me hubiese entregado a la pasión del juego, habría parado en loco. Al apearme medio trastornado en San Sulpicio, se me olvidó coger, del carruaje los restos de mi tesoro; corrí a casa y conté que había perdido en un coche de alquiler los 10,000 francos.
Inmediatamente volví a salir; bajé por la calle Dauphine, atravesé el Puente Nuevo, no sin tentaciones de arrojarme al rio, y llegué al Pálais-Royal donde había tomado mi fatal alquilón. Allí pregunté a los saboyanos, que dan aguar a las bestias, y describiéndoles el coche, logré que me indicaran un número a la ventura. El comisario de policía del barrio me manifestó que aquel número pertenecía a un alquilador que vivía en lo último del arrabal de San Dionisio. Corrí allá y pasé la noche en la caballeriza aguardando el regreso de los diferentes carruajes, que poco a poco fueron llegando, hasta que por fin a las dos de la mañana pareció el mío. Apenas tuve tiempo para conocer mis dos corceles blancos; las pobres bestias cayeron tiesas y derrengadas sobre la paja, oprimidas por sus arreos y estiradas las patas cual si estuvieran muertas.
El cochero se acordó de mí; después había cargado con un ciudadano que se apeó en los jacobinos; al ciudadano siguió una señora que paró en la calle de Clery, núm. 13; y a la señora un caballero, que iba al convento de Recoletos, sito en la calle de San Martin. Prometí una propina a mi auriga, y en cuanto amaneció me eché a buscar los 1,500 francos, como antes el paso Noroestee. Me parecía evidente que el ciudadano de los jacobinos era quien los había confiscado en uso de su soberanía. La señora de la calle de Clery afirmó no haber visto nada en el carruaje. Llegue a la tercera estación ya sin esperanza, y el cochero dio bien o mal las señas de la persona a quien había conducido el día anterior, a lo cual respondieron de la portería: «Ese debe ser el padre fulano.» Con esto me llevaron, atravesando corredores y cuartos desalquilados, a la habitación de un recoleto, el único que había en el convento, y que estaba inventariando los muebles. Vestido con una levita llena de polvo, y sentado sobre un montón de ruinas, oyó el religioso mi narración. «¿Sois el caballero de Chateaubriand? me preguntó cuando hube concluido.— Si tal.— Aquí está vuestra cartera, replicó; pensaba llevárosla en acabando de trabajar, a las señas que en ella he Leído.» A aquel monje, expulsado de su casa, despojado de sus bienes y ocupado tan concienzudamente en enumerar para otros las reliquias de su claustro, a aquel pobre monje debí los 1,500 francos que había de llevar a mi destierro. Sin tan escasa cantidad se frustraba mi plan de emigración. ¿Y qué hubiera sido entonces de mi? Cambiaba toda mi vida. Si hoy diera un solo paso para reparar la pérdida de un millón, consiento en que me ahorquen
Esto pasó en 16 de junio de 1792.
Fiel a mis instintos, había vuelto de América para ofrecer mi espada a Luis XVl, mas no para asociarme a intrigas de partido. El licenciamiento de la nueva guardia del rey, a la cual pertenecía Murat, los ministerios sucesivos de Roland, Dumouriez y Duport du Tertre; los mezquinas conspiraciones de la corte y los grandes movimientos populares, solo me inspiraban hastío y desprecio. Oía hablar mucho de madame Roland, a la que nunca vi: sus Memorias prueban que poseía un vigor de espíritu extraordinario.
Se decía que era de trato sumamente ameno; pero falta saber si bastaba para hacer soportar el cinismo de sus virtudes, tan ajenas a la naturaleza. Y en verdad, la mujer que al pie de la guillotina pide pluma y tinta para anotar los últimos momentos de su viaje mundano, y los descubrimientos hechos en su tránsito desde la Conserjería a la plaza de la Revolución, esa mujer demuestra un amor al porvenir y un desprecio a la vida, de que hay pocos ejemplos. Madame Roland tenía firmeza de carácter mas bien que genio, y de la primera cualidad puede nacer la segunda; mas no esta de aquella.
El 19 de junio fui al valle de Montmorency a visitar la casa de J. J. Rousseau, llamada la «Ermita ;» no porque me entusiasmasen los recuerdos de Madama de Epinay y de toda aquella sociedad facticia y depravada, sino porque quería dar el último adiós a la soledad de un nombre cuyas costumbres fueron antipáticas a las mías, pero cuyo talento supo agitar mas de una vez mi juventud. El día siguiente 20, hallándome todavía en la Ermita, vi dos hombres que indiferentes, según yo suponía, a los negocios del mundo, se paseaban en aquel desierto durante unos momentos tan fatales a la monarquía: el uno era Mr. Maret, que se distinguió en el Imperio; el otro era Mr. Barrére, célebre en la República.
El atildado Barrére había ido con su filosofía sentimental lejos del ruido mundano, a decir galanterías revolucionarias a la sombra de Julia. Trovador de la guillotina y redactor de un informe en virtud del cual declaró la Convención que el terror estaba al orden del día, se sustrajo a este mismo terror, ocultándose en el cesto destinado a recibir las cabezas cortadas, ¡Y sin embargo, aun allí en el cubo de sangre, debajo del patíbulo, sus roncos clamores evocaban solamente a la muerte! Barrére pertenecía a aquella especie de tigres a quienes Oppiano creyó hijos del ligero soplo del viento: Velocis Zephuri proles.
Ginguené, Champfort y todos los literatos, mis antiguos amigos estaban entusiasmados con la jornada de 20 de junio. Laharpe gritaba con voz estentórea, continuando sus lecciones en el Liceo: «¡Insensatos! A todas las peticiones del pueblo, respondíais: ¡Bayonetas! ¡Bayonetas! ¡Pues ahí tenéis las bayonetas!» Aunque mi viaje a América me había hecho algo menos insignificante, no podía yo sin embargo elevarme a tan grande altura de principios y de elocuencia. Fontanes corría peligro por sus antiguas relaciones con la Sociedad monárquica, y mi hermano formaba parte de un club de aristócratas rabiosos. Los prusianos avanzaban en virtud de un convenio entre los gabinetes de Viena y Berlín, habiéndose ya dado una acción bastante reñida entre franceses y austríacos por la parte de Mons. Urgiá, pues, tomar una determinación.
En vista de esto nos proporcionamos mi hermano y yo pasaportes falsos para Lila, convirtiéndonos en almacenistas de vino e individuos de la guardia nacional (cuyo uniforme vestíamos), que iban a hacerse contratistas del ejército. El ayuda de cámara de mi hermano, llamado Luis Paullain, y por apodo San Luis, viajaba con su propio nombre, pasando a Flandes a ver a sus parientes, aunque no los tenía sino en Lamballe de la baja-Bretaña, donde había nacido. Señalamos para nuestra emigración el día 15 de julio; en el anterior se verificó la segunda confederación. Nosotros le pasamos con la familia de Rosambo, mis hermanas y mi esposa en el jardín de Tívoli, propio de Mr. Boutin, con cuya hija se había casado Mr. de Malesherbes. Al caer la tarde vimos volver unos tras otros gran número de confederados, que llevaban en el sombrero esta inscripción, trazada con yeso: «¡Pétion o muerte!» Tívoli, punto de partida para mi destierro, estaba destinado a ser mas adelante teatro de continuas distracciones y fiestas. Nuestros parientes. nos vieron marchar sin sentimiento; creían que emprendíamos un viajé de pura diversión, y los 1,500 francos recuperados por mí, les parecieron un tesoro mas que suficiente para hacerme volver triunfante a París.
Londres; de abril a setiembre de 1822.
Emigro con mi hermano.— Aventura de San Luis.— Pasamos la frontera.
El 15 de julio a las seis de la mañana subimos a la diligencia, en la que habíamos tomado dos asientos de berlina, junto al mayoral; el ayuda de cámara, a quien fingíamos no conocer, se metió en el interior con otros viajeros. San Luis era sonámbulo, y en París solía salir de noche a buscar a su amo con los ojos abiertos, aunque completamente dormido; en el mismo estado desnudaba a mi hermano y le ayudaba a meterse en la cama, respondiendo a cuanto le decían durante sus accesos: Ya estoy, ya estoy, y sin que hubiera otro medio para despertarlo que rociarle el rostro con agua fría. Tendría a la sazón unos cuarenta años; su estatura llegaba a cerca de seis pies franceses, y era tan feo como corpulento. El pobre hombre no había servido en su vida a otro amo qué a mi hermano, y el profundo respeto con que lo miraba padeció no poco cuando a la hora de cenar le fue preciso sentarse a la mesa con nosotros. Creció su terror al oír hablar a los viajeros, todos patriotas, de la cuelga general de aristócratas, con que debían adornarse los faroles, y acabó de trastornarlo la idea de que al término de la posada tendría que pasar por en medio del ejército austríaco para ir a combatir en el de los príncipes. Para aturdirse, bebió mucho vino: con él se subió a su asiento y nosotros a nuestra berlina. Era la media noche cuando oímos a los viajeros gritar sacando la cabeza por el ventanillo: «Alto, postillón, alto». Paró el coche, abriose la portezuela del interior, y sonó un clamor general de hombres y mugeres: «Abajo, ciudadano, abajo, ¡esto no se puede aguantar! ¿Fuera de aquí, sucio, bergante! ¡Abajo, abajo!» A estos gritos nos apeamos, y vimos a San Luis, que a fuerza de empujones caía precipitado de la diligencia, volvía a levantarse, miraba en torno suyo con tanto ojo, pero dormido, y abandonando el sombrero, echaba a correr a todo escape por el camino de París. No podíamos reclamarlo sin descubrirnos, y fue preciso abandonarlo a su destino. Detenido y preso en la primera población, declaró que era criado del señor conde de Chateaubriand, y que vivía en Paris, calle de Bondy. La guardia de caminos lo condujo de brigada en brigada a casa del presidente Rosambo; y las declaraciones de aquel infeliz sirvieron luego para probar nuestra emigración y enviar a mi hermano y mi cuñada al cadalso. Cuando en la mañana siguiente se reunieron los viajeros a almorzar, oímos repetir veinte veces la historia. «Aquel hombre tenía la imaginación trastornada, soñaba alto, decía cosas de las mas chocantes, y era sin duda algún conspirador o asesino prófugo de la justicia.» Las ciudadanas de alguna educación se ponían coloradas, cubriéndose el semblante con grandes abanicos de papel verde, llamados a la constitución. En los diversos relatos reconocimos fácilmente los efectos del sonambulismo, del miedo y del vino.
Llegados a Lila, buscamos a la persona que debía ayudarnos para pasar la frontera, pues la emigración tenía organizados sus agentes de salvamento aunque lo fueron de perdición por él resultado. El partido monárquico era todavía poderos, la cuestión no se hallaba decidida, y entre tanto que ocurriesen acontecimientos definitivos, servían de algo los débiles y los cobardes.
Salimos de Lila antes de cerrarse las puertas, hicimos alto en una casa aislada, y a las diez de la noche rompimos la marchar, cuando ya la oscuridad era completa. Nada llevábamos mas que un bastón en la mano: un año antes había seguido, yo del mismo modo a mi guía holandés en las selvas americanas.
Íbamos atravesando unos sembrados de trigo, cruzados por estrechas veredas que apenas se distinguían. Las patrullas francesas y austriacas rondaban los contornos; podíamos caer en manos de las unas y de las otras, o encontrarnos de pronto amenazados por la pistola de un escucha. A lo lejos veíamos soldados de caballería desparramados, inmóviles y con el arma al hombro; percibíamos pasos de caballos por sendas donde los repetía el eco, y aplicando el oído a la tierra, sentimos el raido acompasado de una marcha de infantería. Después de tres horas de camino, unas veces corriendo a escape y otras andando lentamente y de puntillas, llegamos a una encrucijada en medio de cierto bosque donde cantaban algunos ruiseñores rezagados. Una compañía de ulanos que se escondían a espaldas de una cerca, cayó sobre nosotros con el sable en mano. Somos oficiales les dijimos, y vamos en busca de los príncipes. Pedimos en seguida que nos llevaran a Tournay, prometiendo presentar papeles que identificasen nuestras personas, y el comandante de la avanzada consintió en ello colocándonos por precaución en medio de toda su caballería.
Luego que amaneció, advirtieron los ulanos que debajo del sobretodo llevábamos uniforme de guardias nacionales, y prorrumpieron en insultos contra aquellos colores, que poco después debía Francia imponer a la avasallada Europa.
Clodoveo residió en el Tournasis, primitivo imperio de los francos, durante los primeros años de su reinado. Llamado a la conquista de las Galias, partió se Tournay con sus compañeros: «Las armas, dice Tácito, atraen así todos los derechos.» Aquella ciudad de donde salió, en 846 el primer rey de la primera raza para fundar su vasta y poderosa monarquía, me vio pasar en 1792, cuando iba a buscar en suelo extranjero a los príncipes de la raza tercera; y otra vez la visité en 1814, a tiempo que el último monarca de los franceses abandonaba los dominios del primer soberano de los francos; amnia migrant.
Dejé en Tournay que mi hermano se entendiese con las autoridades, y marché a visitar la catedral, bajo la inspección de un soldado. Hubo un tiempo en que Odón de Orleans maestreescuela de aquella catedral, se sentaba por las noches en el atrio de la iglesia y enseñaba a sus discípulos la marcha de los orbes, señalándolos con el dedo la vía láctea y las estrellas. Mejor hubiera querido encontrar en Tóurnay a aquel sencillo astrónomo del siglo XI, que a los panduros que a la sazón la ocupaban. Plácenme los tiempos como aquellos, cuyas crónicas cuestan que en Normandía se transformó un hombre en asno: esto era por los años de 1049. lo mismo, poco mas o menos, estuvo a punto de sucederme a mí, según ha visto el lector, en casa de las señoritas Couppart, mis maestras de lectura: Hildeberto vio en 1114 una joven de cuyas orejas salían espigas de trigo; quizá seria Ceres. El Mosa, rio que en el punto a que llego de mi narración, tenía yo que atravesar pronto, quedó colgado en el aire el año de 1118, según lo atestiguan Guillermo de Nangis y AIberico. Afirma Rigord que en 1194 cayó entre Compiegne y Clemont del Beauves una granizada revuelta con cuervos; que llevaban ascuas en las garras e iban prendiendo fuego.
Y aunque Gervasio de Tilbury quite fuerza a esta tempestad, diciendo que no podía apagar una luz puesta en la ventana del priorato de San Miguel de Camissa, nos refiere en cambio que en la diócesis de Uzés había una fuente pura y hermosa, que mudaba de sitio siempre que en ella echaban alguna cosa sucia; las conciencias de hoy día no se incomodan por tan poco. Lector, no quiero hacerte perder tiempo; estaba charlando para entretenerle durante las negociaciones de mi hermano; pero ya le veo volver, después de haberse explicado a satisfacción del comandante austríaco. Por fin podemos pasar a Bruselas, destierro comprado a costa de hartos desvelos.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Bruselas.— Comida en casa del barón de Breteuil.— Rivarol.— Salida para el ejército de los príncipes.—Camino.— Encuentro con el ejército prusiano.— Llego a Tréveris.
Era Bruselas el cuartel general de la alta emigración; las señoras mas elegantes de París y los hombres mas de moda, que no podían figurar en las marchas sino como edecanes, aguardaban allí en medio de sus placeres el momento del triunfo. Gastaban uniformes hermosos y nuevecitos, y hacían alarde de vestir con todo el rigor propio de su frivolidad. En pocos días disiparon cantidades enormes, con las cuales hubieran podido vivir años enteros; no había para que economizar, puesto que de un momento a otro se iba a entrar en París... Aquella turba de brillantes caballeros se preparaba a la gloria con los triunfos del amor, al revés de la antigua caballería, y nos miraba desdeñosamente caminar, a pie y con el morral a la espalda, a nosotros miserables hidalgüelos de provincia, o pobres oficiales convertidos en soldados rasos. Hércules enamorados, hilaban al pie de sus Omfales en las ruecas que nos habían enviado, y que al pasar les devolvíamos, contentándonos con nuestras espadas.
Encontré en Bruselas mi corto equipaje, llegado de contrabando antes que yo: consistía en mi uniforme del regimiento de Navarra, un poco de ropa blanca y mis preciosos papelotes, de los que no acertaba a separarme.
El barón de Breteuil habiéndonos convidado a comer a mí hermano y a mí, vi en su casa a Mme. de Montmorency, joven hermosa entonces, y que ahora se está muriendo; algunos obispos mártires, vestidos con sotana de seda, y ornados con cruces de oro; magistrados franceses en la flor de sus años, convertidos en coroneles húngaros, y a Rivarol, a quien solo aquella vez he dirigido la palabra. Como no me habían dicho su nombre, llamaba mi atención el lenguaje de un ser que peroraba solo y se hacia escuchar, no sin algún derecho, como un oráculo. La agudeza de Rivarol perjudicaba a su talento, y sus palabras a su pluma. De las revoluciones decía: «Su primer golpe da en el dios; pero el segundo solo hiere un mármol insensible.» Vestía yo el traje de triste subteniente de infantería, porque en acabando la comida debía de partir, y había dejado la mochila a la puerta; me hallaba todavía tostado por el sol americano y por los aires del mar, y tenía el cabello negro y cálido sobre las sienes. Mi cara y mi silencio sorprendieron a Rivarol; el barón de Breteuil notó su inquieta curiosidad, y la satisfizo preguntando a mi hermano: «¿De dónde viene vuestro hermano el caballero?—Del Niágara, respondí.—¡De la catarata! exclamó Rivarol: mas viendo que no le contestaba, volvió a preguntar:—Y ahora vais...—Adonde haya guerra.» interrumpí, y nos levantamos de la mesa.
Yo odiaba aquella fatua emigración; suspiraba ya por el momento de verme entre mis iguales, los emigrados de 600 libras de renta. Cierto que éramos muy estúpidos, pero si quiera andábamos con estoque en mano, y en caso de haber obtenido triunfos, no hubiéramos sido los que se aprovecharan de la victoria.
Mi hermano se quedó en Bruselas con el barón de Montboissier, de quien fue nombrado ayudante, y yo marché solo a Coblenza.
Pocas cosas hay tan históricas como el camino que seguí: a cada paso hallaba un recuerdo o una grandeza de Francia. Vi a Lieja, república municipal de las que tantas veces se sublevaron contra sus obispos o contra los condes de Flandes: Luis XI, aliado de los liejenses, tuvo que asistir al saco de aquella ciudad, por sustraerse a su ridículo encarcelamiento de Perona.
Yo sin embargo, iba a reunirme y a igualarme con los hombres de guerra que fundan su orgullo en semejantes cosas. En 1792 eran mas pacificas las relaciones entre Francia y Lieja: el abad de Saint-Buber tena obligación de enviar dos perros de caza cada año a los sucesores del rey Dagoberto.
En Aquisgrán existía otro donativo, pero procedente de Francia: todo paño mortuorio que figurase en el entierro de un rey cristianísimo, pasaba al sepulcro de Carlomagno, como los pendones solariegos al feudo dominante. Así prestaban nuestros monarcas su pleito homenaje al tomar posesión de la herencia de la eternidad, prometiendo sobre las rodillas de la muerte, su señora, que la serian fieles después de haberle dado el beso feudal en la boca. Pero esta es la única soberanía a cuyo vasallaje se sometió Francia. La catedral de Aquisgrán fue fundada por Karl o Carlomagno, y consagrada por León III. Habiendo faltado a la ceremonia dos prelados, aparecieron en su lugar otros tantos obispos de Maëstricht, muertos mucho antes, y que exprofeso resucitaron. Una vez perdió el gran emperador a una linda joven, a quien amaba mucho, y fue tal su sentimiento, que se abrazó estrechamente a ella sin querer soltarla. Atribuida esta pasión a hechizo, y reconocido el cadáver, se halló una perla de poco tamaño debajo de la lengua. Esta perla fue arrojada a un pantano, del que se enamoró Carlomagno, hasta el punto de mandar cegarlo y construir sobre, él un palacio y una iglesia, donde pasó el resto de sus días. Las autoridades que esto cuentan son el arzobispo Turpin y Petrarca.
En Colonia admiré la catedral que, si estuviese concluida, seria el monumento gótico mas bello de Europa. Los frailes eran al mismo tiempo pintores, arquitectos, escultores y albañiles de sus basílicas, y se honraban con este último título: «caementarius.»
Singular espectáculo presenta hoy una cáfila de filósofos ignorantes y de demócratas charlatanes, que claman contra los religiosos, como si estos proletarios vestidos de hábito, como si esas órdenes mendicantes, a las cuales se debe casi todo lo que poseemos, hubieran nacido en noble cuna.
Colonia me trajo a la memoria a Calígula y San Bruno; vi lo que queda de los diques del primero en Baies, y la celda abandonada del segundo en la Gran Cartuja.
Subí por el Rhin hasta Coblenza: (Confluencia.) Ya no se hallaba allí el ejército de los príncipes; atravesé reinos vacíos inania regna, y vi el hermoso valle del Rhin. Tempe de las musas bárbaras, en el cuál se aparecen los caballeros junto a las ruinas de los castillos, y se oye de noche el estridor de las armas siempre que está próxima alguna guerra.
Entre Coblenza y Tréveris tropecé con el ejército prusiano; iba yo desfilando a lo largo de la columna, cuando al llegar a los guardias noté que marchaban en batalla con los cañones en línea; componían el cuadro los granaderos veteranos de Federico, y el rey y el duque de Brunswick ocupaban su centro. Mi uniforme blanco excitó la atención del monarca; mandó que me llamaran, y en unión con el duque de Brunswick se quitó el sombrero, saludando en mi persona al antiguo ejército francés. Preguntáronme mi nombre, mi regimiento, y el sitio donde pensaba ir para reunirme con los príncipes. Conmovido por aquella militar acogida, contesté, que habiendo sabido en América las desgracias de mi rey, volvía a verter mi sangre en servicio suyo. Los generales y oficiales que rodeaban a Federico Guillermo hicieron un movimiento de aprobación, y el monarca prusiano me dijo: «Siempre se deja conocer la nobleza de Francia por sus sentimientos.» Con esto volvió a descubrirse, y permaneció quieto y con el sombrero en la mano, hasta que hube desaparecido detrás de los granaderos. Mucho se clama ahora contra los emigrados, «tigres que desgarraban el seno de su madre;» pero en aquella época se seguían todavía los ejemplos antiguos, y el honor significaba tanto como la patria. En 1792 aun pasaba por un deber la fidelidad a los juramentos; hoy se ha encarecido tanto, que pasa por una virtud.
Estuve a pique de volverme atrás, de resultas de una rara escena que ya habían presenciado otros muchos. El ejército de los príncipes había llegado a Tréveris; pero se me cerraban las puertas de la ciudad. Era yo uno de los hombres que estudian de dónde viene el viento antes de decidirse; debía llevar tres años de campaña, y me presentaba cuando ya estaba asegurado el triunfo. Para nada hacia falta; sobraban auxiliares como yo, valientes después de la batalla. diariamente desertaban escuadrones enteros de caballería la misma artillería se pasaba en masa, y si aquello seguía no habría donde meter tanta gente.»
¡Prodigiosa ilusión de los partidos!
Mi primo Armando de Chateaubriand, a quien encontré en aquél punto, me tomó bajo su protección; congregó a los bretones y abogó por mí. Me llamaron para explicarme; dije que había vuelto de América solo por tener el honor, de servir con mis camaradas; que la campaña, aunque estaba abierta, no había comenzado, y aun era tiempo de entrar en el primer fuego; en suma, que me retiraría si era menester, pero que no lo haría sin obtener satisfacción de un insulto tan inmerecido. Arreglose el negocio, y gracias a mi carácter tratable, se abrieron en breve todas las filas para recibirme, no quedándome ya mas dificultad que la de elegir cuerpo.
Ejército de los príncipes.— Anfiteatro — Atala.— Las camisas de Enrique IV.
El ejército de los príncipes se componía de caballeros clasificados por provincias, que servían en calidad de soldados rasos; la nobleza subía en busca de su origen, y del origen de la monarquía, precisamente cuando estaban espirando una y otra, como un viejo que nuevamente pasa a la infancia. Había además brigadas de oficiales emigrados de diversos regimientos y convertidos también en soldados; a éste número pertenecían mis camaradas de Navarra, mandados por su coronel el marqués de Mortemart. Tentaciones tuve de sentar plaza con La Martiniere, a riesgo de que otra vez se enamorara; pero venciendo el patriotismo armoricano, me alisté en la sétima compañía bretona, mandada por Mr. de Goyon Miniac. La nobleza de mi provincia había dado siete compañías, y otra el estado llano, cuyo uniforme de color de plomo contrastaba con el de las anteriores, que era azul con vueltas blancas. Entre hombres consagrados a la misma causa y expuestos a los mismos peligros, se perpetuaban todavía las desigualdades políticas con odiosas diferencias de traje; los verdaderos héroes eran los soldados plebeyos, en cuyo sacrificio no influía ningún interés personal.
La organización de nuestro pequeño ejército era esta:
Infantería de soldados nobles y de oficiales; cuatro compañías de desertores, vertidos con los diversos uniformes de sus regimientos; una brigada de artillería; algunos oficiales de ingenieros, con unos cuantos cañones, obuses y morteros de diferentes calibres. (La artillería y el cuerpo de ingenieros abrazaron casi en su totalidad la causa de la revolución, y la proporcionaron sus principales triunfos en el exterior.) Nos apoyaba una brillante caballería de carabineros alemanes, de mosqueteros, a las órdenes del anciano marqués de Montmorin, y de oficiales de marina de Brest, Rochefort y Tolon. La emigración general de estos últimos produjo en la Francia marítima aquella postración de que Luis XVl la había sacado. Nunca habían tenido nuestras escuadras mas brillo desde los tiempos de Duquesne y Tourville. Pese al gozo de mis compañeros, a mi se me saltaban las lágrimas cuando veía pasar aquellos dragones del Océano, que va no gobernaban los buques con que humillaron a los ingleses y libertaron a América. En vez de ir a buscar nuevos continentes para Francia, los compañeros de la Perouse se hundían en el fango de Alemania, montando, es cierto, el caballo consagrado a Neptuno, pero fuera de su elemento: la tierra no les estaba bien. En vano ostentaba el comandante a su cabeza el desgarrado pabellón de la Belle Poule, reliquia santa de la bandera blanca, de cuyos girones pendía todavía el honor, pero en los cuales ya no se veía la victoria.
Llevábamos tiendas; mas a excepción de esto, carecíamos de todo. Nuestros fusiles, de fábrica alemana, armamento de deshecho y de pesadez espantosa, nos abrumaba los hombros, y a veces ni siquiera podían disparar. Yo hice toda la campaña con uno de estos mosquetes, cuyo gatillo no tenía juego.
Pasamos en Tréveris dos días, sirviéndome de gran satisfacción el ver sus ruinas romanas, después de haber visto las ruinas sin nombre del Ohio, y el visitar aquella población, saqueada tan a menudo, y de la cual decía Salvia no: «Fugitivos de Tréveris: queréis teatros, pedís un circo a los emperadores: ¿para qué estado? decídmelo; ¿para qué pueblo, para qué ciudad?» ¿Theatro igitur quaeritis, circum a principibus postulatis? ¿Cui, quaeso, statui, cui populo, cui civitati?
¿En donde estaba el pueblo para el cual queríamos nosotros, fugitivos de Francia, restablecerlos monumentos de San Luis?
Sentado en medio de las ruinas con el fusil al lado, sacaba, de mi mochila el manuscrito de mi viaje a América, colocaba sus sueltas hojas sobre la yerba, y repasaba o corregía la descripción de una selva o un trozo de la Atala, sobre los escombros de un anfiteatro romano: así me preparaba para conquistar a Francia. En seguida volvía a guardar mi precioso tesoro, cuyo peso, unido al de las camisas; el capote, la fiambrera de hoja de lata, el frasco guarnecido de mimbres y un Homero portátil, me hacían echar sangre por la boca. Si alguna vez guardaba a Atala en la cartuchera con mis inútiles municiones, se reían mis compañeros de mí, y arrancaban las hojas que salían por debajo de la tapa de cuero. La Providencia acudió en mi auxilio: al despertar una mañana en un granero, hallé que me habían robado las camisas, dejándome los mamotretos. Di gracias a Dios de todo corazón; aquel incidente, que aseguró mi gloria, me salvó también la vida, porque indudablemente las sesenta libras que llevaba a cuestas me hubieran dañado el pecho.—¿Cuántas camisas tengo? preguntaba Enrique IV a su ayuda de cámara.— Señor, una docena, y de esas algunas rotas.—¿Y pañuelos, no son ocho?— Por ahora no pasan de cinco.— El Bearnés ganó sin camisas la batalla de Ivry; y yo no pude reconquistar su reino para sus nietos al perder las mías.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Vida de soldado.— Últimos representantes de la antigua Francia militar.
Habiendo llegado órdenes de marchar sobre Thionville, echamos a andar, haciendo jornadas de cinco a seis leguas, con un tiempo horrible, y entonando entre la lluvia y el lodo la canción de ¡Oh Richard! ¡Oh mon roi! o el ¡Pauvre Jacques! Como no teníamos furgones ni víveres, nos era precisó en cada campamento ir a buscar comida en las granjas y pueblos inmediatos con unos asnos que seguían a la columna, lo mismo que en una caravana árabe. Pagábamos escrupulosamente el gasto; recuerdo que cierto día me castigaron con dos horas de centinela por haber cogido sin reparar en ello, dos peras en el jardín de una quinta. Un gran campanario, un gran rio y un gran señor, dice el adagio, son malos vecinos.
Sin orden ninguno armábamos nuestras tiendas, golpeando, antes fuertemente el lienzo para que so aplastaran los hilos y penetrase con menos facilidad la lluvia. Para cada tienda había diez soldados que turnaban en el servicio de cocina; uno se encargaba de la carne, otro del pan, otro de la leña y otro de la paja. Yo componía el rancho perfectamente, y mas de una vez fui felicitado por ello, especialmente cuando añadía al bodrio leche y coles, al estilo de Bretaña. Entre los iroqueses había aprendido a andar entre el humo, y no me costaba trabajo manejarme, aunque la lumbrada fuese de ramas húmedas y verdes. Era muy divertida aquella vida; se me figuraba que todavía estaba con los indios. Ínterin vaciábamos nuestra olla, me hacían mis compañeros que les relatase historias de mis viajes, correspondiéndome con lindos cuentos: todos mentíamos como cabos de escuadra en la cantina, cuando un recluta paga la patente.
Lo que mas me molestaba era lavarla ropa blanca, cosa que tenía que hacer muy a menudo, porque mis benéficos ladrones no me hablan dejado mas camisas que una de mí primo Armando, y la puesta. Siempre que jabonaba mis calcetas, mis pañuelos y mi camisa a orillas de algún arroyo, con la cabeza baja y el espinazo encorvado, me daban vahídos, causándome además el movimiento de mis brazos un dolor insufrible en el pecho, de manera que necesitaba sentarme entre los berros y las colas de caballo que en la margen crecían, y ponerme a contemplar, en medio del movimiento de la guerra, cómo, corría apacible el agua. Lope de Vega presenta a una pastor, lavando la venda del Amor: no me hubiera venido mal aquella zagala para cierto turbante de tela de abedul que me habían regalado mis dos floridianas.
Generalmente se compone un ejército de soldados de edad igual, poco mas o menos, igual estatura e iguales fuerzas. Harto diferente era el nuestro: miscelánea confusa de hombres maduros, viejos y niños que apenas habían soltado sus juguetes, cada uno de los cuales hablaba en su dialecto, ya en normando, ya en bretón, picardo, auverniense, gascón, provenzal o languedociano. Los padres servían con sus hijos, los suegros con los yernos, los tíos con los sobrinos, los hermanos con sus hermanos, y los primos con sus primos. Por mas ridícula que pareciera esta leva, tenía sin embargo un no se qué honroso y tierno, efecto de la sincera convicción que a todos animaba; ofrecía el espectáculo de la caduca monarquía, dando la última representación de un mundo que para siempre pasaba. He visto a mas de un noble anciano, de rostro autorizado y barba canosa, arrastrarse con un bastón en la manó, roto el traje, el morral a cuestas y el fusil echado a la espalda, dándole el brazo alguno de sus hijos: he visto a Mr. de Boishue, padre de aquel camarada mío que cayó muerto a mi lado en los Estados de Rennes, marchar solo, triste y descalzo por el lodo, con sus zapatos en la punta de la bayoneta por no echarlos a perder; he visto, por fin, a hombres en la flor de sus años, próximos a espirar, tendidos al pie de un árbol, y auxiliados por algún capellán, vestido con levita y estola, que los enviaba a San Luis, por cuyos herederos perdían la vida. Toda aquella mísera tropa no cobraba el menor sueldo de los príncipes, y hacia la guerra a sus expensas en tanto que los decretos de la Asamblea acababan de empobrecerla, y enviaban nuestras madres y esposas a los calabozos Los ancianos de otros siglos fueron menos infelices
y se vieron menos aislados que los de esta época; perdían a sus amigos, pero las cosas cambiaban poco alrededor suyo, y aunque extraños a la juventud, no lo eran a la sociedad. El que en la actualidad se arrastra decrépito sobre el mundo, no solo ha visto morir hombres, sino también ideas; principios, costumbres, aficiones, placeres, dolores y sentimientos, son otros que los que él ha conocido. Pertenece a una raza diferente de la raza humana, en medio de la cual concluye sus días.
¡Francia del siglo XIX, aprende sin embargo a estimar a esotra Francia, que valía lo que tú! también llegarás a vieja y te acusarán como a nosotros, de apegarte a ideas rancias. Venciste a tus padres; no re- niegues de ellos, porque vienes de su sangre. Si no hubiesen sido generosamente fieles a las antiguas costumbres, no hubieras bebido tú en aquella fidelidad innata, la energía que en las costumbres modernas constituye tu gloria: solo por la trasformación de una virtud están separadas las dos Francias.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Principia el sitio de Thionville.— El caballero de La Baronnais.
Junto a nuestro campamento indigente y oscuro, existía otro brillante y rico. En el estado mayor no se veían mas que furgones llenos de comestibles, cocineros, criados y edecanes. Con nada podían representarse mejor la corle y la provincia, la monarquía espirante en Versalles y la que moría entre las breñas de Duguesclin. Los ayudantes de estado mayor llegaron a hacérsenos odiosos; siempre que se empeñaba una acción al frente de Thionville, gritábamos; «¡Los ayudantes por delante!» como gritaban los patriotas: «¡Por delante los oficiales!»
Se me oprimió el corazón, cuando al llegar cierto día nublado ante unos bosques que encubrían el horizonte, nos dijeron que aquellos árboles se alzaban en tierra francesa. La idea de pasar con las armas en la mano la frontera de mi país, me causó una sensación que no puedo expresar; sentí como una especie de revelación del porvenir, tanto mas natural, cuanto que no abrigaba las ilusiones de mi camaradas, ni sobre la causa que sostenían, ni sobre el triunfo con que soñaban: me hallaba allí como Falkland en el ejército de Carlos I. No había un caballero de la Mancha, aunque enfermo, inútil y precisado a guardarse del frio con un gorro de algodón, además del tricornio de castor, que no se creyera firmemente capaz de poner en precipitada fuga a cincuenta vigorosos patriotas. No me contagió aquel respetable y ridículo orgullo, que en otras épocas había hecho prodigios, ni me sentí tan convencido de la fuerza de mi invencible brazo.
En 1.° de setiembre llegamos triunfantes al frente de Thionville; verdad es que en el camino no habíamos encontrado a nadie. La caballería se acampó a la derecha y la infantería a la izquierda del camino real que conducía a la ciudad por la parte de la Alemania. Desde la base del campamento no se descubría la fortaleza; pero seiscientos pasos mas allá se llegaba a la cresta de una colina, desde la que se tendía la vista por el valle de Mosela. La caballería de marina enlazaba la derecha de nuestra infantería con el cuerpo austríaco del príncipe de Waldeck, y la izquierda de dicha infantería estaba cubierta por los mil ochocientos caballos de la Maison-Rouge y el Real Alemán. Nos atrincheramos en un foso, a lo largo del cual quedaron armados los pabellones. Las ocho compañías bretonas ocupaban dos calles trasversales del campamento y mas abajo se situó la de oficiales de Navarra, mis camaradas.
Terminados estos trabajos, que duraron tres días, vinieron Monsieur y el conde de Artois, reconocieron la plaza, e hicieron en vano las intimaciones de costumbre, aunque Wimpfen quería al parecer rendirse. No habíamos ganado la batalla de Rocroi como el gran Condé y no pudimos tomar a Thionville; pero ni menos no fuimos derrotados al pié de sus muros como Feuquieres. Nos situamos en el camino real, junto a un caserío que serbia de arrabal a la ciudad, y al abrigo de la fortificación semilunar que defendía el puente del Mosela. Allí se empeñó un vivo tiroteo desde unas casas a otras, y nuestro destacamento conservó las que había ocupado; pero yo no asistí a este primer lance; cupo tal suerte a mi primo Armando, quien se portó muy bien. Ínterin andaban a tiros en el pueblo, fue mi compañía a levantar una batería junto a cierto bosque, situado sobre una eminencia, desde cuyo declive hasta la llanura colindante con las fortificaciones exteriores de Thionville, no había mas que viñas.
El ingeniero que nos dirigía nos mandó construir un caballete cubierto de césped para los cañones, con un ramal paralelo a cielo raso, destinado aponernos al abrigo de las balas. La obra iba poco a poco, porque a fuer de oficiales, y no todos jóvenes, manejábamos con harta torpeza la pala y el pico: faltábannos además carretones, y teníamos que llevar la tierra en nuestros propios fraques, convertidos en sacos. Una luneta, que nos dirigía sus fuegos, nos incomodaba tanto mas, cuanto que no podíamos contestar, pues toda nuestra artillería se reducía a dos piezas de a ocho y un obús a la Cohorn, los que no estaban a tiro. El primer disparo de obús que hicimos cayó fuera de los glasis, y fue recibido con una salva de silbidos de la guarnición. Pocos días después llegaron cañones y artilleros austríacos, y entonces se situó en nuestra batería un destacamento de cien infantes y un piquete de caballería de marina, relevados cada veinte y cuatro horas. Los de adentro proyectaron un ataque; con el telescopio los vimos moverse en las murallas, y cuando llegó la noche salieron por una poterna, formando una columna que, al abrigo del camino cubierto, marchó a la luneta. Mi compañía fue a reforzar la batería; no bien amaneció, empeñaron la acción quinientos o seiscientos patriotas, junto al pueblo y en medio del camino real, hacia la parte superior de la ciudad; luego torcieron a la izquierda, y atravesando las viñas vinieron a atacarnos por el costado. La marina cargó denodadamente; pero fue arrollada y nos dejó en descubierto; y como para romper el fuego teníamos un armamento demasiado malo, preferimos cargará la bayoneta, con lo que se retiraron nuestros adversarios, no sé por qué razón, pues con un poco de constancia nos hubieran desalojado.
Tuvimos numerosos heridos y algunos muertos, entre los que se contó el caballero de La Baronnais, capitán de una compañía bretona. Mi presencia le fue fatal; la bala que le quitó la vida dio en el cañón de mi fusil, y saltó de rechazo a él con tal fuerza, que le atravesó ambas sienes, salpicándome la cara con sus sesos. ¡Víctima inútil y noble de una causa perdida! Cuando el mariscal de Aubeterre celebró los estamentos de Bretaña, pasó por casa de Mr. de La Baronnais, padre, hidalgo pobre, avecindado en Dinad, a las inmediaciones de Saint-Malo. habíale rogado el mariscal que no convidase en su obsequio a nadie, y encontrando al entrar puesta la mesa con veinte y cinco cubierto, le reprendió amistosamente. «Monseñor, respondió Mr. de La Baronnais, no comerá con nosotros nadie mas que mis hijos.» tenía en efecto veinte y dos hijos varones y una hija, todos de la misma madre. La revolución segó está rica cosecha del padre de familia, antes que llegara a madurez.
Londres, de abril a setiembre de 1822
Continuación del asedio.— Contrastes.— Santos en los bosques.— Batalla de Bouvines.— Patrulla.— Encuentro imprevisto.— Efectos de una bala de cañón y de una bomba.
El cuerpo austríaco de Waldeck comenzó sus operaciones y se hizo mas vivo el ataque por nuestra parte. Aquel espectáculo era muy bello por la noche; las obras de la plaza, cubiertas de soldados, estaban iluminadas con alcancías de fuego; las nubes y el cénit azul se teñían de súbitos resplandores cuando disparaban las piezas, y las bombas describían su parábola luminosa, cruzándose en el aire. En el intervalo de las detonaciones se oía el redoble del tambor, el estruendo de las músicas militares y la voz de los centinelas sobre las murallas de Thionville y en nuestras avanzadas; por desgracia, a entrambos lados sonaba en francés el «¡Centinela alerta!»
Si ocurría algún combate al amanecer, respondían los himnos de la alondra al estrépito de la fusilería, en tanto que los ociosos cañones nos contemplaban por sus troneras con la boca abierta. Dijérase que el canto de las aves, recuerdo de la vida pastoril, era una reconvención a la barbarie humana La misma idea me asaltaba siempre que veía algún cadáver en los floridos campos de mielga, o a orillas de algún arroyo cuyas aguas mojaban sus cabellos. En lo bosques encontraba, a pocos pasos de las violencias de la guerra, imágenes de la virgen y de los santos; un cabrero, un pastor o un pordiosero cargado con su alforja, solían completar el cuadro, prosternándose al pie de aquellos pacificadores; y rezando su rosario al lejano estruendo de los cañones. En una ocasión fue todo un pueblo a adornar con ramos la estatua del santo patrón de una parroquia vecina, estatua que se alzaba en una espesura y frente a una fuente. El cura era ciego; soldado de la milicia de Dios, había perdido la vista practicando buenas obras, como un granadero en el campo de batalla. Su teniente dio la comunión por él, pues le hubiera sido imposible colocar la sagrada hostia en los labios de los penitentes: pero durante esta ceremonia bendijo el buen párroco la luz del sol, desde la eterna noche en que él se hallaba sumido.
Nuestros padres creyeron que los patronos de pueblos, como Juan el Silencioso Domingo el Armado, Santiago el Interciso, PabIo el Sencillo, Basilio el Ermitaño y tantos otros, no eran ajenos al triunfo de las armas, con que se protegen las cosechas. El día mismo de la batalla de Bouvines penetraron unos ladrones en cierto convento de Auxerre, puesto bajo la advocación de San German, y robaron los vasos sagrados. El sacristán se presentó ante el nicho del bienaventurado obispo, y le pregunto gimiendo: «German, ¿en donde estabas cuando se atrevieron los forajidos a violar tu santuario?«Y se oyó una voz dentro del nicho que respondía: «Estaba cerca de Cisorng, y no lejos del puente de Bouvines, ayudando con otros santos a los franceses y a su rey, que han obtenido con nuestro auxilio una brillante victoria.»
«Cui fuit auxilio -victoria preestita nostro.»
Cuando salíamos a recorrer la campiña, llegábamos hasta los caseríos defendidos por las primeras fortificaciones de Thionville. El pueblo interpuesto en el camino real, allende el Mosela, se tomaba y perdía sin cesar. Dos veces asistí a estos asaltos. Los patriotas nos trataban de enemigos de la libertad, aristócratas y satélites de Capelo; nosotros los llamábamos a ellos forajidos, corta cabezas, traidores y revolucionarios. A veces se suspendía el ataque, y se efectuaba un duelo, convirtiéndose los combatientes en testigos imparciales: ¡singular carácter francés, que ni aun a las pasiones cede su puesto!
Cierto día que iba de patrulla, noté que un viejo de noble cuna y muy aficionado a la caza, marchaba a veinte pasos dé mi, dando con la punta de su fusil en cada cepa como para levantar las liebres; en seguida dirigía una rápida ojeada a los alrededores, creyendo que iba a saltar corriendo algún patriota: todos conservaban allí sus hábitos o instintos.
Otra vez fui a visitar el campamento austríaco; entre él y el de la caballería de marina se extendía un bosque, contra el cual dirigía la plaza inoportunamente sus fuegos; en general disparaba demasiado, suponiéndonos mas numerosos que éramos en realidad y así se explican los pomposos partes del gobernador de Thionville: Pasando, pues, por aquel bosque, vi cierta cosa que se meneaba entre la yerba; me acerque y hallé a un hombre tendido de bruces en el suelo, y el que solo presentaba a mi vista una descomunal espalda. Creyéndole herido, lo así por el pescuezo y levanté un poco su cabeza: mas no bien abrió los espantados ojos y se incorporó a medias con las manos en el suelo, cuando solté una estrepitosa carcajada; era mi primo Moreau, a quien no había visto desde nuestra visita a Mme. de Chatenay.
Habiendo caído al suelo al estallido de una bomba, no pudo levantarse luego; y aun con mi auxilio le costó trabajo ponerse de pie: su enorme panza había adquirido triplicado volumen. Me dijo que serbia en provisiones, y que iba a proponer la adquisición de unas vacas al príncipe de Waldeck. Es de advertir que llevaba encima un rosario: Hugo Métel habla de cierto lobo que resolvió adoptar la vida monástica; pero no pudiendo acostumbrarse a comer de vigilia, se hizo canónigo.
Cuando volví al campamento, pasó a mi lado un oficial de ingenieros con su caballo de la rienda; de pronto llegó una bala de canon, y dando a la bestia en a parte mas angosta del pescuezo, se lo cortó de raíz; cabeza y cuello quedaron colgando de la mano del oficial, y con su peso lo derribaron en tierra. Ya antes había yo visto caer una bomba en medio de un corro de oficiales de marina que estaban comiendo; la olla desapareció, y cada hijo de Neptuno fue rodando por su lado cubierto de tierra, y gritando como aquel antiguo capitán de navío: «¡Fuego a babor! ¡Fuego a estribor! ¡Fuego en todas partes! ¡Fuego en mi peluca!» Estos singulares disparos parece que son habituales en Thionville: en 1558 sitió Francisco de Guisa aquella plaza, y el mariscal Strozzi fue muerto hablando en la trinchera con el dicho señor de Guisa, que a la sazón le tenía puesta la mano sobre el hombro.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Mercado del campamento
Detrás de nuestro campamento había una especie de mercado. Los labriegos iban a él con sus cuarterolas de vino blanco del Mosela, y lo vendían sin descargarlo: en tanto que los caballos pastaban, atados a un extremo de los carros, bebía la gente en el opuesto. Ardían diversas fogatas; a un lado se veía freír salchicha en anchas sartenes; al otro cocer gachas en cazos, asar pasteles sobre planchas de hierro, o apiñar buñuelos en cestos. Se vendían bollos anisados, panecillos de centeno a cuarto cada uno, tortas de maíz, manzanas verdes, huevos encarnados y blancos, pipas y tabaco, al pie de los árboles, de cuyas ramas pendían capotes de paño burdo, también en venta. Las aldeanas, puestas a horcajadas sobre banquillos; ordeñaban sus vacas e iban llenando de leche las tazas que por turno se les presentaban. Por delante de los hornos, pasaban cantineros de blusa, militares de uniforme y aguardenteras que pregonaban su mercancía, ya en francés, ya en alemán. Unos grupos estaban de pie, otros sentados, al rededor de mesas de pino, asentadas de mala manera sobre un suelo desigual. Para guarecerse del sol o de la lluvia se usaba la lona de los fardos o ramas cortadas en el bosque, como en tiempo de Pascua Florida. Y aun creo que los furgones entoldados fueron testigos de amorosos enlaces, sin duda en conmemoración de los reyes francos. Fácilmente hubieran podido los patriotas robar, como Mayoriano, la carroza de alguna recién casada. Rapit esseda victor nubentemque nurum. (Sidonio Apolinar). Quien cantaba, quien reía y quien fumaba; esta escena era todavía mas alegre cuando llegaba la noche y se iluminaba la tierra con hogueras, y con estrellas el cielo.
Siempre que no me tocaba estar de guardia en las baterías o de servicio en la tienda iba a cenar a aquella especie de feria, donde se relataban también historias como en el campamento; aunque animadas por la broma y el mosto, crecía al doble su atractivo.
Uno de nuestros camaradas, capitán con real despacho, y cuyo nombre se ha confundido en mi memoria con el de Dínarzada, que le pusimos por apodo, se hizo célebre por sus cuentos; mas correcto habría sido llamarle Sheherazada, pero no reparábamos tanto. No bien aparecía corríamos a su encuentro y nos lo disputábamos para que hiciera rancho con nosotros. Bajo de estatura, largo de piernas, enjutó de rostro, los bigotes mustios, los ojos algo torcidos hacia el ángulo externo, la voz cavernosa, la espada enorme y metida en una vaina de color de café con leche, el garbo de poeta militar, entre suicida y gracioso de teatro, era Dinarzada tan serio y tan decidor que ni se le veía reír jamás, ni se le podía mirar sin soltar la carcajada. Figuraba como testigo obligado en todos los desafíos, y como amante titular junto a todos los mostradores donde había muchachas: tomaba por el tono trágico cuando decía, y no interrumpía su narración mas que para dar un tiento a la botella, encender su pipa o meterse en la boca una salchicha.
Cierta noche que lloviznaba, nos hallábamos en corro junto a la espita de un tonel, inclinado hacia nosotros sobre una carreta, la cual tenía las varas hacia arriba. Nos daba la luz una vela de sebo pegaba a las ramas, y nos serbia de toldo un pedazo de arpillera, que desde las susodichas varas del carro se extendía hasta dos palos clavados en el suelo. Dinarzada, puesto de pie entre una rueda y las ancas de un caballo, y con la espada atravesada al modo de Federico II, refería una historia en medio del universal aplauso. Las mismas cantineras que nos traían la pitanza, sé quedaban paradas para escuchar a nuestro árabe; aquella atenta tropa de bacantes y silenos formaba coro, acompañando la narración con ademanes de sorpresa, de aprobación o de disgusto.
Señores, decía el narrador, todos conocisteis al caballero Verde que vivió en tiempos del rey Juan:
Y el coro respondía: «Sí, si;» en tanto que Dinarzada engullía una torta de un solo bocado.
«Este caballero Verde, señores, como todos sabéis, supuesto que lo conocisteis, fue un arrogante mozo: cuando se levantaba con el viento su melena roja, que salía por debajo del casco, parecía un torzal de estopa al rededor de un turbante verde.»
«¡Bravo!» exclamaba la asamblea.»
«Cierta noche de mayo tocó la corneta al pie del puente levadizo de un castillo que había en Picardía o en Auvernia; esto no es del caso. En aquel castillo vivía la Dama de las grandes compañías, quien recibió muy bien al caballero, dispuso que lo desarmaran y lo condujesen al baño, y luego fue a sentarse con él ante una magnífica mesa; pero es de advertir que ella no comía, y que los pajes que la servían eran mudos.»
«¡HoIa, hola!» murmuraba la asamblea.»
«Pues señor, la dueña del castillo era muy alta, muy flaca, y seca y descoyuntada como la mujer del mayor; pero tenía el semblante sumamente expresivo y los ademanes hechiceros. Cuando al reírse dejaba ver aquellos dientes tan largos debajo de aquella nariz tan corta, no se sabia Io que le pasaba. Es, pues, el caso, que se enamoró del caballero y el caballero de ella, aunque le causaba miedo.»
Aquí vació Dinarzada la ceniza de su pipa sobre las llantas de la rueda, y quiso volver a cargarla; mas la impaciencia del público no se lo permitió:
«El caballero Verde enteramente anonadado, resolvió abandonar aquel castillo; pero antes exigió que la castellana le explicase una porción de cosas a cual mas sorprendentes, y le hizo formal promesa de matrimonio siempre que ella no fuera una bruja.»
Dinarzada tenía su espadón recto y sostenido entre las rodillas; sentados nosotros a su alrededor, e inclinados hacia adelante, le formábamos con nuestras pipas una especie de guirnalda de puntos luminosos, como el anillo de Saturno. De repente exclamó con voz espantosa:
«¡Pues señor, la dama de las grandes compañías era la muerte!»
Y arrojándose fuera del corro a los gritos de «¡la muerte, la muerte!» puso en precipitada fuga a las cantineras. Levantose la sesión en medio de un tumulto indecible y de sonoras risas, y nos acercamos a Thionville al ruido de los cañones de la plaza.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Noche al pie de los pabellones.— Perros holandeses.— Recuerdo de los mártires.— Quien me acompañaba en los puestos avanzados.— Eudoro.— Ulises.
Continuaba el sitio, o por mejor decir, aun no había empezado, pues no se abría trinchera y faltaban tropas para atacar en regla la plaza. Se confiaba en algunos confidentes, y se aguardaba, sobre todo, a que llegaran noticias de los triunfos del ejército prusiano o del de Clairfayt, al que se había reunido el cuerpo francés del duque de Borbón. Nuestros escasos recursos iban acabando; París se alejaba poco a poco: no cesaba el mal tiempo, y estábamos aislados en medio de nuestros trabajos. Alguna vez desperté en un foso con el agua hasta el cuello; al día siguiente no podía moverme.
Entre mis compatriotas encontré a Ferron de la Sigoniere, antiguo camarada mío del colegio de Dinan. En la tienda dormíamos a disgusto, pues como nuestras cabezas llegaban mas allá del lienzo, recibían la lluvia de aquella especie de goteras: así es que en muchas ocasiones me levantaba e iba con Ferron a pasearme junio a los pabellones de armas, porque no todas las noches eran tan alegres como las de Dinarzada. Marchábamos silenciosos, oyendo la voz de los centinelas y contemplando las luces con que se alumbraban las calles de tiendas, como en otro tiempo los faroles de los corredores del colegio: hablábamos de lo pasado y del porvenir, de los errores que se habían cometido, y de los que iban a cometerse, y deplorábamos la ceguedad de los príncipes, que creían posible volver a su patria con un puñado de leales, y afirmar con brazos extranjeros la corona en las sienes de su hermano. Recuerdo haber dicho a mí cama- rada en aquellas conversaciones que Francia imitaría a Inglaterra, que el rey perecería en el cadalso, y que probablemente seria nuestra marcha a Thionville uno de los principales capítulos de acusación contra Luis XVI. Esta predicción, que fue la primera de mi vida, sorprendió a mi amigo. Desde entonces he hecho otras mil, no menos ciertas ni mas atendidas, y al verlas realizadas, todos se han refugiado a donde han podido, abandonándome a mí a la desgracia que había previsto. Cuando corren los holandeses un temporal en alta mar, se retiran a lo interior del buque, cierran las escotillas, y beben ponche, dejando sobre cubierta un perro que ladre a la tempestad; mas luego que pasa el peligro, vuelve Leal a su rincón en el fondo de la bodega, y el capitán sube a gozar del buen tiempo sobre el castillo de popa. Yo he sido el perro holandés de la nave de la legitimidad.
Los recuerdos de la vida militar se han grabado profundamente en mi memoria; en el libro sesto de Los Mártires he reproducido alguno.
Incorporado al real de los príncipes como un bárbaro de la Armórica, llevaba mi ejemplar de Homero con mi espada y prefería mi patria, la pobre y pequeña isla de Aaron, a las cien ciudades de Creta. Decía como Telémaco: «El agreste país que solo apacienta cabras» es para mí mas agradable que aquellos en que se crían caballos.» Mis palabras hubieran arrancado una sonrisa al cándido Menelao.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Paso de Mosela.— Combate.— La sordo-muda Libba.—Ataque a Thionville.
Por fin se propagó la voz de que se iba a dar una acción; el príncipe de Waldeck debía intentar un asalto, en tanto que nosotros atravesáramos el rio y distrajéramos a los sitiados con un ataqué en falso por la parte de Francia.
Se escogieron para este servicio cinco compañías bretonas, inclusa la mía; otra de oficiales de Picardía y Navarra, y el regimiento de voluntarios, compuesta de aldeanos loreneses y desertores de diversos cuerpos. Debían sostenernos el Real Alemán, los escuadrones de mosqueteros y los dragones que cubrían nuestra izquierda en esta caballería se hallaba mi hermano con el barón de Montboissier, quien estaba casado con una hija de Mr. de Malesberbes, hermana de Mme. de Rosambo, y tía por consiguiente de mi cuñada. Dábamos escolta a tres compañías de artilleros austríacos con algunas piezas de grueso calibre y una batería de tres morteros.
A las seis de la tarde rompimos la marcha; a las diez de la noche pasábamos el Mosela, mas arriba de Thionville, con pontones de cobre.
Amoena fluenta.
Subterlabentis tacito rumoro Mosellae. (Ausonio.)
Al amanecer estábamos en batalla sobre la orilla izquierda, con la caballería pesada escalonada en las dos alas, y la ligera a la cabeza. Haciendo un segundo movimiento formamos en columna y empezamos a desfilar.
A eso de las nueve oímos a nuestra izquierda el ruido de una descarga. Llegó a rienda suelta un oficial de carabineros, y nos dijo que un destacamento del ejército de Kellermann venia muy próximo a atajarnos, y que ya se había trabado la acción entre las guerrillas. El caballo de aquel oficial acababa de recibir un balazo en la testera, y se encabritaba a cada paso, echando espuma por la boca y sangre por las narices; montado sobre él el carabinero, con su sable en la mano, estaba sublime. El cuerpo que había salido de Metz maniobraba ya para atacamos por el costado, y alcanzó con los disparos de sus piezas de campaña al regimiento de voluntarios. Llegaron a mi oído los ayes de algunos reclutas mortalmente heridos últimos gritos de la juventud arrancada al mundo, sobrándole la vida; al oírlos se apoderó de mí una compasión profunda, porque pensé en sus pobres madres.
Dando los tambores la señal de carga, marchamos en desorden al enemigo. Tanto nos acercamos, que el humo no nos impedía ver La expresión del rostro de nuestros contrarios, siempre terrible en el hombre que ansia verter la sangre de quien lo mira. Aun no habían adquirido los patriotas aquel aplomo, hijo de la larga costumbre de combatir y vencer; sus movimientos eran flojos e indecisos, y cuando cincuenta granaderos de la guardia veterana hubiesen bastado para arrollar la heterogénea masa que les aponíamos, compuesta de nobles; unos jóvenes y otros viejos, pero igualmente indisciplinados, mil o mil doscientos infantes cedieron a algunos cañonazos de la artillería pesada austríaca, y se retiraron perseguidos por nuestra caballería en el espacio de dos leguas.
Una sordo-muda alemana, llamada Libbe o Libba, había tomado cariño a mi primo Armando y le seguía a la guerra. La hallé sentada sobre la yerba, que manchaba con sangre su vestido, apoyados los codos sobre sus dobladas y erguidas rodillas, y sostenida la cabeza por una de sus manos que se escondía entre sus rubios cabellos, azotados por el viento. Estaba llorando con los ojos fijos en tres o cuatro muertos ya, sordo-mudos también que a su lado yacían. No había oído el estallido de aquel rayo cuyos efectos veía, ni percibía el eco de los suspiros que de sus propios labios se escapaban siempre que divisaba a Armando: ni podía conocer el sonido de la voz de su amado, ni debía escuchar el primer grito de la criatura que en su seno llevaba; si la tumba no contuviese otra cosa que silencio, hubiera sido el destino de Libba bajar a ella sin advertirlo.
Por lo demás, en todas partes hay campos de muerte; veinte y siete mil sepulcros y doscientos treinta mil cadáveres nos enseñaron en el cementerio, oriental de París: ¡qué batallas da la muerte todos los días a nuestras puertas!
Después de una detención bastante prolongada, rompimos nuevamente la marcha, y llegamos al anochecer al pie de los muros de Thionville.
Ya no sonaban los tambores, y todas las voces de mando se daban en voz baja. Con el fin de rechazar cualquier salida, fue silenciosamente la caballería a colocarse, costeando camino y cercas, junto a la puerta, contra la cual debían dirigirse los fuegos. Protegida la artillería austríaca por nuestros infantes, tomó posición a veinte y cinco toesas de las obras avanzadas, detrás de unos gaviones preparados a toda prisa. A la una de la mañana del 6 de setiembre dio la señal un cohete disparado en el campamento del príncipe de Waldeck, a la parte opuesta de la plaza. El príncipe empeñó un nutrido fuego, al cual contestó la guarnición vigorosamente. En seguida comenzaron nuestros disparos.
No habiendo creído los sitiados que tuviésemos tropas por aquella parte y cogiéndolos desprevenidos este insulto, se hallaban sin defensa las murallas del Mediodía; pero nada perdimos por esté retraso; en breve armó la guarnición una batería doble y traspasó con ella nuestros gaviones, desmontándonos dos piezas. El cielo estaba de color de fuego, y densos torrentes de humo inundaban nuestras cabezas. Aquella noche fui un pequeño Alejandro; abrumado de cansancio, me dormí profundamente casi bajo las ruedas de las cureñas cuya guardia se me había confiado.
Una bomba que reventó a seis pulgadas de distancia, me envió un pedazo al muslo derecho. Despierto al golpe, pero sin sentir dolor alguno, y conociendo solamente que estaba herido por la sangre que derramaba, me vendé la herida con mi pañuelo. En el ataque de la pradera me habían ya alcanzado dos balas a la mochila durante un movimiento de conversión. Afortunadamente; Atala, a fuer de amante hija, se interpuso entre su padre y el plomo enemigo: faltábale sostener el fuego del abate Morellet.
A las cuatro de la mañana cesaron los disparos del príncipe de Waldeck; al principio creímos que se había rendido la plaza; pero como no se abrieron las puertas tuvimos que retirarnos, llegando a nuestras posiciones después de una penosa marcha de tres días.
El príncipe de Waldeck había llegado hasta la misma orilla de los fosos con intención de pasarlos, y contando con la rendición mediante un ataque simultáneo, porque se suponía que hubiese divisiones en la ciudad, y que el partido realista saliera a entregar las llaves. Como los austríacos tiraban tan de cerca, fue grande el destrozo en ellos causado; el mismo príncipe de Waldeck perdió un brazo. Ínterin corrían algunas gotas de sangre junto a las murallas de Thionville, vertíanse arroyos de ella en los calabozos de París; el peligro de mi esposa y mis hermanos era mayor que él mío.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Se levanta el sitio.— Entrada en Verdun.— Enfermedad prusiana.— Retirada.— Viruelas.
Levantamos el sitio de Thionville y marchamos a Verdun, que en 2 de setiembre se había rendido a los aliados. Longwy, patria de Francisco de Mercy, sucumbió antes, el día 28 de agosto. Mil festones y coronas de flores indicaban en todas partes, la presencia de Federico Guillermo.
En medio de aquellos pacíficos trofeos, figuraba el águila de Prusia puesta sobre las fortificaciones de Vauban; no debía parar allí mucho tiempo; y en cuanto a las flores, estaban destinadas a ver marchitarse tan pronto como ellas las inocentes criaturas que las habían cogido. La muerte de las jóvenes de Verdun fue uno de los mas atroces actos del terror Catorce jóvenes de Verdun, dice Riouffe, dotadas de sin igual candor, y adornadas como vírgenes para un festejó público, subieron juntas al cadalso. Segadas en su primavera, desaparecieron de repente y la plaza de las mugeres quedó el día siguiente a su muerte como un pensil destrozado por la tempestad. Nunca he visto entre nosotros desesperación parecida a la que causó aquella barbarie.
Verdun es célebre por los sacrificios de sus mugeres. Queriendo Deuterico libertar a su hija de la persecución de Théodoberlo, la puso, según cuenta Gregorio de Tours, en un carretón tirado por dos bueyes bravíos, y la precipitó en el Mosa. Fue instigador del asesinato de las Catorce jóvenes, el poetastro regicida, Pons de Verdun, sangriento enemigo de su ciudad natal. Son innumerables los agentes que dio al terror el Almanaque de las Musas: la vanidad de las medianías deprimidas produjo tantos revolucionarios como el orgullo ofendido de los impedidos y de los seres deformes; efectos análogos del despecho causado por las imperfecciones del alma y las del cuerpo. Viendo la poca fuerza de sus epigramas, diósela Pons con la punta de un puñal. Fiel en la apariencia a las tradiciones griegas, quiso ofrecer a sus dioses sangre virginal solamente, pues a petición suya decretó la Convención que ninguna mujer embarazada pudiera ser sometida a juicio. Hizo también que se anulase la sentencia de muerte fulminada contra Mme. de Bonchamp, viuda del célebre general vendeano. ¡Ay! los realistas que acompañábamos a los príncipes, llegamos a tiempo para sufrir los desastres de la Vendée, pero no compartirnos sus glorias.
No teníamos por pasatiempo en Verdun «á aquella famosa condesa de Saint-Balmont, la cual después de quitarse el traje femenil, montaba a caballo y escoltaba a las señoras que iban con ella, y a quienes había dejado en su propio carruaje...» Ni éramos tampoco apasionados del antiguo idioma galo, ni escribíamos esquelas de amor en la lengua de Amadís. (Arnauld).
La enfermedad de los prusianos se comunicó nuestro escaso ejército, y me alcanzó a mí. Nuestra caballería había ido a reunirse en Valmy con Federico Guillermo; ignorábamos lo que pasaba, y de un momento a otro esperábanlos la orden de avanzar; solo recibimos la de retirarnos.
En extremo débil y aquejado por el dolor de mi incómoda herida siempre que daba un paso, me arrastré como pude en pos de mi compañía que se desbandó a poco. Juan Belue, hijo de un molinero de Verdun, salió muy joven de casa de sus padres, en compañía de un fraile que le echó a cuestas su alforja. Al salir de Verdun, la colina del vado, según Saumaise, (ver dunum) llevaba yo encima la alforja de la monarquía; mas no he llegado a ser ni superintendente de hacienda, ni obispo, ni cardenal, como el molinero.
Si en mis novelas he puesto algo de mi propia historia, en las historias que he contado he ingerido recuerdos de la historia viviente en que tomé parte. Así, por ejemplo, en la vida del duque de Berry tracé algunas escenas que a mi vista habían pasado.
Siempre que se licencia un ejército, regresa este a sus hogares; ¿pero qué hogares tenían los soldados del ejército de Condé? ¿A dónde debía guiarlos el báculo que a duras penas se les permitía cortar en los árboles de Alemania, después de haber soltado el fusil que empuñaron en defensa de su rey?
Llegó el momento de separarse. Los hermanos de armas se dieron el último adiós, y tomaron diversas sendas, sobre la tierra. Antes de partir fueron todos a saludar a su padre y capitán. Condé, el anciano de blancos cabellos, patriarca de la gloria, bendijo a sus hijos; lloró sobre su tribu dispersa, y vio desaparecer las tiendas de su campamento con el dolor de un hombre que mirara derrocarse el techo paterno.»
Menos de veinte años después, Bonaparte, el jefe del nuevo ejército francés, se despidió también de sus compañeros: ¡tan aprisa pasan los hombres y los imperios! Tan cierto es que la celebridad mas extraordinaria no se salva del destino mas vulgar.
Salimos, pues, de Verdun. La lluvia había inutilizado los caminos; por todas partes se encontraban armones, cureñas, cañones atascados, carros volcados, cantineras con sus hijos a la espalda, y soldados moribundos o muertos entre el fango. Al pasar por una tierra labrada me hundí hasta las rodillas; Ferron y otro compañero me sacaron de allí, a pesar de mis súplicas, pues no quería pasar adelante; prefería morir.
Mr. de Goyon Miniac, capitán de mi compañía, me expidió en el campamento de Longwy, a 16 de octubre, una certificación sumamente honorífica. Al llegar a Arlon vimos en el camino real una larga fila de carretas enganchadas a sus caballos; unos estaban de pie, otros de rodillas y otros con el hocico en tierra; no había uno vivo: cada cadáver se conservaba tieso entre las dos varas, como sombras de una batalla acampadas a orillas de la Estígia. Ferron me preguntó lo que pensaba hacer. «Si puedo llegar a Ostende, le respondí, me embarcaré para Jersey en busca de mi tío Bedeé, y desde allí me será fácil reunirme a los realistas de Bretaña.»
La calentura me consumía, y apenas podía sostenerme sobre mi hinchado muslo. A mayor abundamiento me atacó otra enfermedad: después de veinte y cuatro horas de vómitos, tuve una erupción que me cubría el cuerpo y la cara, y se declaró en mí un ataque de viruelas confluyentes, que alternativamente se retiraban y aparecían, según las impresiones del aire. En tan buen estado emprendí a pie un viaje de doscientas leguas con diez y ocho libras tornesas en el bolsillo; todo por la mayor gloria de la monarquía. Ferron, que fue quien me prestó mis seis escuditos de a tres francos, sé separó de mí, porque le aguardaban en la provincia de Luxemburgo.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Revisado en febrero de 1845.
Las Ardenas.
Al salir de Arlon me recibió un aldeano en su carreta por la cantidad de cuatro sueldos, y me dejó a cinco leguas de allí, sobre un montón de piedras. Di renqueando algunos pasos, apoyado en mi muleta, y lavé los trapos de mi rozadura, convertida en úlcera, en un arroyo que manaba a orillas del camino, lo que me sirvió de mucho alivio. Las viruelas habían brotado completamente, y ya no me incomodaban tanto. Continuaba cargado con mi morral, cuyas correas me desollaban los hombros.
Pasé la primera noche en una granja, donde no tomé ningún alimento. La mujer del dueño se negó a cobrar el valor de la cama, y me dio al amanecer una gran escudilla de café con leche y un negro bodigo que me pareció excelente. Con esto seguí mi camino, ya remozado, aunque cayéndome a cada paso. Cuatro o cinco compañeros que me alcanzaron, se hicieron cargo de mi morral; también ellos iban gravemente enfermos: dimos con unos lugareños, y de carreta en carreta adelantamos en cinco días por las Ardenas lo bastante para llegar a Attert, Flamizoul y BelIevue. Al sesto día volví a quedarme solo. Mis viruelas iban cediendo y poniéndose blancas.
Después de andar dos leguas, que me costaron seis horas de tiempo, vi una familia de gitanos, instalada con dos cabras y un asno, detrás de una zanja y en tomo a una lumbrada de maleza. Apenas llegué donde estaban, caí desplomado al suelo; por fortuna aquellas raras criaturas me dieron prontos auxilios. Una joven, vestida de harapos, morena, viva y revoltosa, se puso a saltar y brincar delante de mí con su hijo atravesado sobre el seno, cual si fuera una gaita con que animase sus danzas; luego se sentaba sobre los talones pegada a mí, me miró curiosamente al resplandor de la lumbre, y cogió mi mano moribunda para decirme la buena ventura por un cuartito, precio, en verdad, sobradamente caro. Difícil creo reunir mas facundia, mas gracia y mas miseria que mi sibila de las Ardenas. No sé cuando, se separaron de mí los nómadas, a cuya familia pude pertenecer dignamente; mas ya no los vi cuando al amanecer salí de mi letargo. La adivina se había marchado llevándose el secreto de mi porvenir. A cambio del cuarto dejó a unto a mi cabeza una manzana que me sirvió para refrescar la boca. En seguida me desperecé, como el Juan Conejo de La Fontaine entre los tomillos y el rocío; mas no pude, como, él rumiar, ni brincar, ni dar muchas vueltas. Con todo esto, me levanté para hacer mi corté a la aurora. Hermosa estaba la diosa, tan hermosa como yo feo; su rostro sonrosado indicaba su buena salud; no le sucedía lo mismo al pobre Céfalo de la Armórica. Aunque jóvenes entrambos, ya éramos antiguos amigos, y me figuré que sus lágrimas corrían por mí aquella mañana.
Algo menos triste, me interné en la selva; porque con la soledad había cobrado nuevos bríos mi naturaleza; iba tarareando aquella canción del desgraciado Cazotte.
Elévase en las Ardenas,
sobre una roca un castillo, etc..
¿Seria en el torreón de aquel castillo de fantasmas, donde mandó el rey Felipe II de España encerrar a mi compatriota el capitán La Noue, que tuvo a una Chateaubriand por abuela? Consentía Felipe en devolver su libertad al ilustre preso, si éste se conformaba con que le sacasen los ojos, y La Noue estuvo muy cerca de aceptar la proposición: ¡tal ansia tenía de volver a su amada Bretaña! ¡Ah! Yo también sentía los mismos deseos, y para perder la vista no necesitaba mas que la enfermedad que Dios había querido enviarme. No encontré al noble Enguerrando, de vuelta de España, sino a miserables traficantes de feria, que, como yo llevaban todos sus bienes al hombro. Un leñador con rodilleras de fieltro, pasó por el bosque: debió tomarme por una rama seca y derribarme de un hachazo. Algunas cornejas y alondras y una caterva de pinzones, daban saltos por el camino o se quedaban parados sobre los linderos de piedra, atentos al gavilán que tendía su vuelo circular por el cielo. De vez en cuando resonaba el cuerno de un porquero que guardaba en el encinar sus cerdos y sus lebroncillos. Hice alto para descansar en la casilla ambulante de un pastor, donde encontré por único huésped un gato que me recibió con mil amables caricias. El dueño estaba de pie a lo lejos en medio de un campo, con sus perros sentados a diferentes distancias alrededor de los carneros: durante él día cogía simples, y era un médico o un mago; por la noche contemplaba las estrellas y se convertía en pastor caldeo.
Media legua mas allá me paré en unos pastos de ciervos, por cuyo extremo pasaban varios cazadores. Brotaba a mis pies una fuente; en su fondo, y en aquélla misma selva, vio Orlando innamorato (no furioso), un palacio de cristal poblado de señoras y caballeros. Sí el paladín que marchó a reunirse con las brillantes náyades, me hubiera dejado al menos su Rienda de oro a orillas del manantial; si Shakespeare me hubiese enviado a Rosalinda y al duque proscripto; gran favor me hubieran hecho entrambos.
Repuesto ya, continué mi camino. Bullían las ideas debilitadas en mi cerebro con una vaguedad no exenta de encanto; mis antiguos fantasmas, que me circundaban y se despedían de mi, apenas tenían ya la consistencia de sombras disipadas en sus tres cuartas partes. Ni siquiera me quedaba la fuerza de los recuerdos; divisaba en una distancia lejana y confusa, y mezcladas con imágenes desconocidas, las formas aéreas de mis padres y amigos. Cuando me sentaba sobre un guardacantón del camino, me parecía ver rostros que me contemplaban sonriéndose al umbral de distantes cabañas, entre el humo azulado que salía por el techo de las chozas, en las copas de los árboles, en la trasparencia de las nubes y en los haces luminosos del sol, que tendía sus rayos por encima de las zarzas, como un rastrillo de oro. Aquellas apariciones eran las musas, que iban a asistir a la muerte del poeta; mi tumba abierta con el hostil de sus liras, al pie de alguna encina de las Ardenas, hubiera cuadrado bien al soldado y al viajero. Solo algunas perdices descarriadas en viveros de liebres al pie de las alheñas, formaban con los insectos, murmullos en torno mío, vidas todas tan fugaces y tan ignoradas como mi vida. Ya no podía andar; estaba cada vez peor, y las viruelas, que se habían retirado, me sofocaban.
Al caer la tarde me acostó de espaldas en el fondo de una zanja, con la cabeza sobre el morral de Atala, la muleta al lado y los ojos fijos en el sol cuyas miradas se iban apagando, como las mías. Saludó con toda la suavidad de mis pensamientos al astro que alumbró mi primera juventud en los arenales paternos; juntos nos acostábamos: él para levantarse mas glorioso; y yo para nunca despertar, según las apariencias. Al fin me desmayé absorto en un sentimiento de religión; los últimos rumores que oí fueron la caída de una hoja y el silbido de un pajarillo.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Furgones del príncipe de Ligne.— Mugeres de Namur.— Encuentro a mi hermano en Bruselas.— Nuestra última despedida.
Parece que estuve desmayado como unas dos horas. Pasando por allí los furgones del príncipe de Ligne, se detuvo uno de los carreteros a cortar un vástago de abedul, y tropezó conmigo sin verme: entonces creyó que estaba muerto, y me empujó con el pie, mas notando en mí alguna señal de vida, llamó a sus camaradas, los que movidos a compasión, me echaron en uno de sus carros. El traqueteo me hizo recobrar el conocimiento; hablé a mis salvadores, les dije que era un soldado del ejército de los príncipes, y que si querían llevarme hasta Bruselas, donde iban, les pagaría su trabajo. «Corriente, compañero, respondió uno de ellos, pero en Namur tendrás que apearte, porque nos han prohibido que carguemos con nadie. Volverás a subir a la salida de la ciudad.» Pedí algo de beber, y me dieron algunas gotas de aguardiente, con lo cual salieron nuevamente al cutis los síntomas de mi mal, dejándome libre el pecho; la naturaleza me había dotado de una fuerza extraordinaria.
A las diez de la mañana llegamos a los arrabales de Nemur, allí eché pie a tierra y quise seguir de lejos los carros, pero pronto los perdí de vista. En la puerta de la ciudad tuve que pararme y tomar asiento en tanto que examinaban mis papeles. Los soldados, al ver mi uniforme, me ofrecieron un mendrugo de pan de munición, y el cabo me presentó en un cortadillo de vidrio azul un trago de aguardiente fortalecido con pimienta. Como yo hiciese algunos reparos antes de beber en la copa de la hospitalidad militar: «¡Tómalo!» exclamó colérico, y acompañó su intimación con un Sacrament der teufel (sacramento del diablo.)
Mi travesía por Namur me fatigó mucho; a cada paso tenía que apoyarme en las paredes. La primera mujer que me vio así salió de su tienda, cogió mi brazo con el semblante conmovido, y me ayudó a andar; la insté para que se marchara dándole las gracias; pero ella respondía; «No, no, militar.» En breve acudieron mas mugeres con pan, vino, fruta, leche, caldo, trapos y mantas «Ésta herido,» decían unas en su jerga franco-bravanzona. «¡Tiene viruelas!» exclamaban otras apartando a sus niños. «Pero, joven, ¡no vais a poder dar un paso; vais a moriros en el camino; quedaos en el hospital!» Y querían llevarme a él. Así fueron relevándose de puerta en puerta, hasta que me dejaron en la de la ciudad, fuera de la cual encontré los furgones. Acabo de decir como me socorrió una pobre mujer; luego se verá cómo me recogió otra en Guernesey. ¡Mugeres que me auxiliasteis en mi desgracia, si vivís todavía, ampare Dios vuestra ancianidad y alivie vuestros dolores! Y si ya habéis salido del mundo, ojalá que vuestros hijos gocen la felicidad que por tanto tiempo me ha negado el cielo.
Las mugeres de Namur me ayudaron a subir al furgón, me recomendaron al carretero, y me obligaron a aceptar una manta de lana. Noté que me trataban con cierta especie de respeto y deferencia; en la naturaleza del francés hay seguramente cierta cosa superior y delicada que los demás pueblos reconocen. La gente del príncipe de Ligné volvió a dejarme en el camino, a las puertas de Bruselas, y se negó a tomar mi ultimo escudo.
Ningún fondista en Bruselas quiso recibirme en su casa. El Judío Errante, Orestes popular, a quien conduce el romance a aquella misma población,
Cuando estuvo en la ciudad
de Bruselas de Brabante
obtuvo mejor acogida que yo, porque siempre llevaba seis cuartos en el bolsillo. Llamé, a muchas casas, abrían. y al verme exclamaban: «¡A otra parte!» y me daban con las puertas en la cara. Me echaron hasta de un café. Los cabellos me caían sobre el rostro, cubierto enteramente de barba: tenía rodeado al muslo un manojo de paja de heno, y encima de mi andrajoso uniforme la manta de las namurienses, atada al pescuezo a manera de capa. El mendigo de la Odisea era mas insolente, pero no tan pobre como yo.
Aunque ya me había presentado inútilmente en la fonda donde meses antes había vivido con mi hermano, determiné hacer otra tentativa. Justamente cuando me acerqué a la puerta estaba el conde de Chateaubriand apeándose de un carruaje con el barón de Montboissier: me vio y se asustó de mí como de un espectro. Hubo qué buscar un cuarto fuera de la fonda, porqué el patrón sé negó rotundamente a recibirme. Cierto peluquero me franqueó un tugurio, digno de mi miseria, y mi hermano volvía a poco con un médico y un cirujano. Había recibido cartas de París, en q que Mr. de Malesherbes le aconsejaba que volviera a Francia. El me contó la jornada del 10 de agosto, los degüellos de setiembre, y otras noticias políticas de que yo no sabia una palabra. Aprobé mi proyecto de pasar a Ostende, y me anticipó veinte y cinco luises. Mis débiles miradas apenas podían divisar las facciones de mi desventurado hermano; creí que aquellas tinieblas emanaban de mi, y eran Las sombras que la eternidad tendía ya en torno de su cabeza; no sabíamos que aquella era nuestra última entrevista. Nadie posee, mientras vivo, mas que el minuto presente; el que ha de seguir pertenece a Dios, y hay siempre dos probabilidades para no hallar en adelante al amigo de quien una vez nos separamos; nuestra muerte, o la suya. ¡Cuántos hombres no han vuelto a subir por la escalera de que bajaron con indiferencia!
Cuando fallece un amigo, la muerte obra mas sobre nuestra vida anterior que sobre la que resta. Se desprende de nosotros una parte de nuestro propio ser; se disipa un mundo de recuerdos infantiles, de intimidades de familia, de afectos y de intereses: Mi hermano me precedió en el seno de mi madre; fue el primero que habitó aquellas santas entrañas, de que salí después que él: antes que yo se sentó al hogar paterno, y me aguardó muchos años para recibirme en el mundo, darme mi nombre en Jesucristo, y unirse a toda mi juventud. Mi sangre, mezclada a la suya en el vaso revolucionario, hubiera tenido un mismo sabor, como la leche producida por pastos de una misma montaña. Mas si los hombres derribaron la cabeza de mi hermanó mayor y mi padrino antes de llegar su hora, los años no perdonarán la mía; ya se despuebla mi frente y siento al tiempo, nuevo Ugolino, cebarse en mí y roerme el cráneo:
come l'pan per fame si manduca.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Ostende.— Paso a Jersey.— Me sacan a tierra en Guernesey.— La mujer del piloto.— Jersey.— Mi tío Bedée y su familia.— Descripción de la isla.— El duque de Berry.— Desaparecen los parientes y amigos.— Desgracia de envejecer.— Paso a Inglaterra.— Ultimo encuentro con Gesril.
El facultativo estaba asombrado de aquellas viruelas que salían y se retiraban sin matarme ni llegar a ninguna de sus crisis naturales, considerándolas como un fenómeno no conocido en medicina. Mi herida se había gangrenado, y fue preciso curarla con polvos de quinina. Recibidos estos primeros socorros, me empeñé en marchar a Ostende, porque odiaba a Bruselas, y anhelaba salir de aquella ciudad, que nuevamente se iba llenando con los héroes de la domesticidad, prófugos de Verdun en elegantes carruajes, y a quienes no volví a ver en aquel mismo Bruselas cuando seguí al rey durante los Cien Días.
Por los canales llegué poco a poco a Ostende, en donde encontré algunos bretones, mis compañeros de armas. Fletamos por nuestra cuenta una embarcación menor, y entramos en el Canal de la Mancha. Dormíamos en la bodega, sobre los guijarros que servían de lastre: el vigor de mi temperamento se agotó por fin, y rendido con los vaivenes de aquel mar agitado, perdí hasta el habla. Me costaba trabajo tragar algunas gotas de agua de limón; en tal manera, que cuando el temporal ríos obligó a arribar a Guernesey, creyeron que iba a espirar, y un sacerdote emigrado me dijo las oraciones de los agonizantes. No queriendo el capitán que muriese a bordo mandó que me sacasen al muelle, donde me pusieron sentado al sol con la espalda apoyada en una pared y la cabeza vuelta al mar, al frente de aquella isla de Aurigny, donde ocho meses antes había visto la muerte bajo diversa forma.
Parece que yo estaba consagrado a la compasión. Acertó a pasar la mujer de un piloto inglés; conmovida de mi aspecto, llamó a su marido, quien me trasladó con el auxilio de dos o tres marineros a una casa de pescadores; a mi, ¡al amigo de las olas! Me pusieron en una buena cama, con sábanas blancas como la nieve, y la joven marinera no omitió desvelo ninguno por cuidar al forastero que hoy la debe la vida. Al día siguiente me llevaron nuevamente a la embarcación, lo que enterneció tanto a mi huéspeda, que casi derramaba lágrimas al separarse de su enfermo. Todas las mugeres tienen un instinto celestial para la desgracia. Cuando mi rubia y bellísima enfermera, parecida a las figuras de algunos antiguos grabados ingleses, estrechaba mis hinchadas y ardientes manos entre las suyas frescas y largas, me daba vergüenza de acercar tanta infelicidad a tantos atractivos.
Nos hicimos a la vela, y llegamos a la punta occidental de Jersey. Uno de mis compañeros, Mr. du Tilleul, marchó a Saint-Hélier a ver a mi tío Bedée el que envió al día siguiente un carruaje a buscarme. En él atravesé toda la isla, y aunque moribundo quedé admirado de sus florestas, y dije mil disparates acerca de ellas, porque me hallaba en un completo delirio.
Pasé cuatro meses entre la vida y la muerte, relevándose a mi cabecera mi tío, su esposa, su hijo y sus tres hijas. Mi aposento pertenecía a una de las casas que entonces comenzaban a alzarse a orillas del puerto, y cómo las ventanas llegaban hasta el mismo suelo, veía por ellas el mar desde mi cama. El médico, Mr. Delattre, prohibió que me hablasen de ningún asunto grave, y sobre todo de política. Uno de los últimos días de enero de 1793 entró a visitarme mi tío vestido de luto rigoroso: pregunté asustado si habíamos perdido algún individuo de la familia, y me notificó la muerte de Luis XVl. Sin extrañar este hecho, porque ya lo había pronosticado, pedí noticias de mis parientes: mis hermanas y mi esposa habían vuelto a Bretaña, después de los degüellos de aquella provincia, costándoles no poca dificultad el salir de París: mi hermano, que ya estaba en Francia, se había retirado a la posesión de Malesherbes.
Por entonces empezaba yo a levantarme: las viruelas se habían ya curado: pero me dolía el pecho y conservaba una debilidad que me ha durado largo tiempo.
Jersey, la Caesarea del itinerario de Antonino, quedó sujeta a la corona de Inglaterra desde la muerte de Roberto, duque de Normandía, y aunque en diferentes épocas intentaron conquistarla los franceses, nunca lo han conseguido. Esta isla es un resto de nuestra primitiva historia; en ella descansaban los santos que iban a Hibernia y Albión a la Bretaña-Armórica.
El solitario San Hélier vivió en las rocas de Caesarea, donde fue degollado por los vándalos. Queda todavía en Jersey una muestra de los antiguos normandos, pareciendo a veces que se oye hablar a Guillermo el Bastardo, o al autor de la novela de Rou.
La isla, que es muy fecunda; tiene dos ciudades y doce parroquias, y está cubierta de casas de campo y ganados. Los vientos del Océano, como para desmentir su rudeza, dan a Jersey miel exquisita, crema de suavidad extraordinaria, y manteca de color amarillo subido y de olor de violeta. Bernardino de Saint-Pierre presume que el manzano vino de Jersey, pero se equivoca; la manzana y la pera se importaron de Grecia, como el abridor de Persia, el limón de la Media, la ciruela de Siria, la cereza de Cerasonte, la castaña de Cástana, o el membrillo de Cidon y la granada de Chipre.
Tuve un indecible placer cuando por primera vez salí a la calle, a principios de mayo. La primavera conserva en Jersey toda su rozagante juventud; y bien merece llamarse primavera, nombre que al caer en desuso en el idioma francés, ha dejado a su hija la primera flor con que se corona.
Copiaré aquí dos páginas de la vida del duque de Berry, lo que será seguir refiriendo la mía:
«Después de veinte y los años de lucha, la barrera de bronce que cerraba el acceso a Francia quedó por fin forzada: acercábase la hora de la Restauración y nuestros príncipes abandonaron su retiro. Cada uno de ellos marchó a un punto diferente de la frontera, como aquellos viajeros que, arriesgando su vida, pretenden penetrar en un país del cual se cuentan maravillas. Monsieur fue a Suiza, el duque de Angulema a España, y su hermano a Jersey. En esta isla, en que algunos jueces de Carlos I murieron ignorados de la tierra» encontró el duque de Berry varios realistas franceses, envejecidos en el destierro y olvidados por sus virtudes como los regicidas ingleses, por sus crímenes. Allí vio ancianos sacerdotes, ya para siempre consagrados a la soledad, con los cuales realizó la ficción del poeta que hizo a un Borbón desembarcar en Jersey después de una tempestad. Algún confesor y mártir pudo decir al heredero de Enrique IV lo que el ermitaño de Jersey a este gran monarca:
Loin de in cour alors, dans cette grotte obscure
de ma religión je viens pleorer l’ínjurie.
(HENRIADA)