8.
¡Cuántas cosas concluyen en el mundo como los amores de mi tía ture lure!
Mi abuela confiaba a su hermana los cuidados de la casa. Comía a las once de la mañana, y dormía siesta: se despertaba a la una y la llevaban al pie de los terrados del jardín, bajo los sauces de la fuente, donde hacia calceta, rodeada de su hermana, sus hijos y sus nietos. En aquella época, la vejez era una dignidad, hoy es una carga. A las cuatro volvían a conducir a mi abuela a un salón, y Pedro, su criado, traía una mesa de juego. La señorita de Boisteilleul golpeaba con las tenazas en la plancha de la chimenea, y algunos instantes después se veían entrar otras tres viejas solteronas, que Vivian en la casa contigua y que acudían a la señal de mi tía. Estas tres hermanas se llamaban las señoritas Vildeneux: hijas de un pobre hidalgo que les había dejado una corta herencia, prefirieron disfrutarla juntas a dividirla, y no se habían separado jamás, ni salido nunca de su aldea. Unidas a mi abuela desde la infancia con los vínculos de la amistad, Vivian pared por medio; y al oír en la chimenea la señal concertada, pasaban diariamente a hacer la partida a su amiga. Principiaba el juego; las buenas señoras reían y disputaban mucho; este era el único acontecimiento de su vida, el único instante en que la igualdad de su humor se alteraba. A las ocho venía la cena a restablecer la tranquilidad. Mi tío Bedée asistía muchas veces con su hijo y sus tres hijas a la cena de mi abuela, la cual contaba mil anécdotas antiguas: mi tío refería a la vez la batalla de Fontenoy, en la cual se había encontrado; y después de ponderar sus brillantes hazañas, concluía por contar cuentos un tanto licenciosos, que hacían reír mucho a aquellas honestas señoritas. A las nueve después de terminada la cena, entraban los criados, se ponían todos de rodillas, y la señorita de Boísteilleul rezaba el rosario en voz alta. A las diez, todas las gentes de la casa dormían, menos mi abuela y su doncella, a la cual hacia leer hasta la una de la mañana.
Esta sociedad, la primera a que asistí en mi vida, ha sido la primera también que ha desaparecido a mis ojos. Yo he visto a la muerte entrar bajo aquel techo de paz y de bendición, dejarlo solitario poco a poco, y cerrar una, tras otra todas sus habitaciones para no volver a abrirlas jamás. He visto a mi abuela precisada a renunciar a su partida de juego, porque habían ido faltando todas sus tertulianas; he visto disminuirse el número de sus amigas, hasta que le tocó la vez: mi abuela fue la última de todas. Su hermana y ella se habían prometido llamarse desde la otra vida, en el instante mismo en que faltase una de las dos: cumplieron fielmente su palabra; y la señora de Bedée sobrevivió tan solo poco más de un mes a la señorita Boisteilleul. Quizás soy el único hombre en el mundo que sepa que han existido todas estas personas. Veinte veces he hecho esta observación desde aquella época, y otras tantas he visto: formarse y disolverse sociedades en derredor mío. Esa imposibilidad de duración y consistencia en: los vínculos, humanos, ese olvido profundo que viene en pos de nosotros, ese invencible silencia que se apodera de nuestra tumba y que se hace extensivo hasta nuestra casa y me impele constantemente a la necesidad del aislamiento. Cualquiera mano es buena para darnos el vaso de agua que podamos necesitar, cuando nos veamos postrados por la fiebre de la muerte. ¡Ah! ¡plegue al cielo que no sea para nosotros demasiado cara! Porque, ¿cómo abandonar sin desconsuelo la mano que hemos cubierto de besos, y que quisiéramos tener posada eternamente sobre nuestro corazón?
El castillo del conde de Bedée se hallaba situado a una legua de Plancouet, y en una altura desde la cual se descubría un delicioso paisaje. Todo respiraba en él felicidad y regocijo. El buen humor de mi tío no tenía fin. Sus tres hijas, Carolina, Maria y Flora, y su hijo el conde de la Bouëtardais, consejero en el parlamento, participaban igualmente de la ternura de su corazón. Un sin número de primos que Vivian en las inmediaciones, invadían con frecuencia a Monchoix, donde se tocaba, se bailaba, se emprendían cacerías y se bromeaba desde la mañana asta la noche. Mi tía, la señora de Bedée, a la cual no se le ocultaba que mi tío iba consumiendo alegremente sus fondos y su renta, se incomodaba con sobrada razón; pero no se le hacia caso, y su atrabiliario genio aumentaba el buen humor de su familia; verdad es que ella era también un tanto maniática, y entre otras rarezas tenía la de dejar que se acostase en su falda un enorme perro de caza muy arisco, y la de que fuese en su seguimiento un jabalí domesticado, cuyos gruñidos atronaban el castillo. Cuando yo iba desde la casa paterna, tan sombría y silenciosa, a esta casa de bullicio y de diversiones, me hallaba en un verdadero paraíso. Este contraste llegó a ser para mí mucho mayor, cuando mi familia se fue a vivir al campo. Pasar de Combourg a Monchoix era pasar del desierto al mundo, del castillo de un barón de la edad media, a la casa de recreo de un príncipe romano.
El día de la Ascensión del año de 1775 partí para nuestra señora de Nazareth en compañía de mi abuela, mi madre, mi tía de Boisteilleul, mi tío de Bedée y sus hijos, y de mí nodriza y mi hermano de leche. Tenía una levita blanca, zapatos, guantes, un sombrero blanco, y un cinturón de seda azul. Llegamos a la Abadía a las diez de la mañana. Una calle de olmos del tiempo de Juan V de Bretaña envejecía el convento que se halla situado al lado del camino. Esta calle conducía al cementerio; para entrar en la iglesia, el cristiano tenía que atravesar la región de los sepulcros: la muerte conduce a la presencia de los religiosos ocupaban ya en el coro sus respectivas sillas; ardían en el altar multitud de cirios, y de las diferentes bóvedas pendían una porción de lámparas; en los edificios góticos hay lontananzas, y descubre la vista una especie de horizontes sucesivos. Los maceros salieron a recibirme a la puerta, vestidos de ceremonia, y me condujeron al coro, donde estaban preparados tres asientos; yo me coloqué en el del medio: mi nodriza se sentó a mi izquierda, y mi hermano de leche a mi derecha.
Empezó la misa: en el ofertorio se volvió hacia mí el celebrante, y leyó algunas oraciones; después de lo cual me desnudaron de mis hábitos blancos, que quedaron colgados en ex-voto encima de una imagen de la Virgen. Revistiéronme en seguir a con un hábito morado, y el prior pronunció un discurso sobre la eficacia de los votos: recordó la historia del barón de Chateaubriand, que acompañó a San Luis al Oriente; y me dijo que acaso visitaría yo también en la Palestina a aquella Virgen de Nazareth, a quien debía la vida por la intercesión de las plegarias del pobre, agradables siempre a los ojos de Dios. Aquel monje, que me contaba la historia de mi familia, como el abuelo del Dante le contaba la de sus abuelos, hubiera podido añadir también, como Cacciaguida, la predicción de mi destierro.
Tu proverai si come sá disale
Il pane altrui, e com' e duro calle
Lo scendere e'l salir por l‘ áltrui scale.
E quel che piú ti gravera le spalle,
Sará la compagnia malvagia e scompia,
Con la qual tu cadrai in questa valle;
Che tutta ingrata, tutta matta ed empia Si fará contra te
Di sua bestialitate il suo processo
Sará la praova: si ch‘ a te fia bello
Averti fatta parte, per te stesso.
«Tú aprenderás lo salado que sabe el pan ajeno, y lo duro que es el subir y bajar las escaleras de otros. Pero lo que ha de pesar mas sobre tus hombros, será la compañía depravada e insensata que te arrastrará en su caída, y la que se volverá contra ti, haciendo alarde de ingratitud, de locura e impiedad.
«Su conducta será la mejor prueba de su estupidez, en tu mano está por lo tanto adoptar el mejor camino.»
Desde la exhortación del monje, he estado soñando siempre con la peregrinación a Jerusalén, hasta que al fin me decidí a emprenderla.
Fui consagrado a la religión y los despojos de mi inocencia quedaron sobre sus altares; en la actualidad no son mis vestidos los que habrán de suspenderse en los templos, sino mis miserias.
Volvieron a conducirme a Saint-Malo, que no es seguramente el Aleth de la notitia imperii: los romanos fundaron un Aleth, pero no en el barrio de Saint-Servand, sino en el puerto militar llamado Solidor a la embocadura del Rance. Enfrente de Aleth hacia una roca, est in conspectu Tenedos, la cual no era el refugio de los pérfidos griegos, sino él retiro del ermitaño Aaron, que fijó su residencia en esta isla el año 507: de esta misma fecha data la victoria de Clovis sobre Alarico: el uno fundó mi reducido convento y el otro una vasta monarquía; ambos edificios se han desplomado a un tiempo.
Malo, en latín Maclovius, Macutus, Machutes, fue hecho obispo de Aleth en 541, y visitó a Aaron atraído por su fama. Después de la muerte del santo, fue capellán del oratorio de esta ermita, y se erigió una iglesia cenobita in proedio Machutis. Dio su nombre a la isla primeramente, y después lo tomó también la ciudad Maclovium Maclopolis.
Desde Saint-Malo, primer obispo de Aleth, hasta el beato Juan, llamado de la Parrilla, que fue consagrado en 1140, y que hizo edificar la catedral, ocuparon la silla cuarenta y cinco obispos. Habiendo quedado Aleth casi enteramente abandonado, Juan de la Parrilla trasladó la silla episcopal de la ciudad romana, a la ciudad bretona, que iba extendiéndose sobre la roca Aaron.
Saint-Malo sufrió mucho en las guerras que sobrevinieron entre los reyes de Francia e Inglaterra.
El conde de Richemont, después Enrique VII de Inglaterra, en cuyo reinado terminaron los partidos de la Rosa blanca y de la Rosa encarnada, fue conducido a Saint-Malo. El duque de Bretaña lo entregó a los embajadores de Ricardo, y estos lo iban a llevar a Londres para darle allí la muerte; pero consiguió escaparte, burlando la vigilancia de sus guardas, y se refugió en la catedral, Asylum quod in ed urbe est inviolatissimum: este derecho de asilo se remontaba hasta los druidas, primeros sacerdotes de la isla de Aaron.
Un obispo de Saint-Malo fue uno de los tres favoritos, (los otros dos eran Arturo de Montauban y Juan Hingaut) que perdieron al infortunado Gil de Bretaña: así consta en la historia lastimosa de Gil, señor de Chateaubriand y de Chantocé, príncipe de la sangre de Francia y Bretaña, estrangulado en la prisión por los ministros del favorito el 24 de abril de 1450.
Existe una capitulación magnífica entre Enrique IV y Saint-Malo: la ciudad trató de potencia a potencia; protegió a los refugiados dentro de sus muros, y obtuvo, en virtud de una cédula de Filiberto de la Guiche, gran maestre de la artillería de Francia, autorización para fundir cien cañones. Nada se parecía tanto a Venecia (exceptuando el sol y las artes) por su religión, sus riquezas, y su orden de caballería marítima, como la pequeña república de Saint-Malo, la cual apoyó la expedición de Carlos y a África, y auxilió a Luis XIII en el sitio de la Rochela; su pabellón ondeaba sobre todos los mares; tenía relaciones con Moka, Surate, Pondichery, y exploraba el mar del Sur una compañía formada en su seno.
Mi ciudad natal se distinguió desde el reinado de Enrique IV por su adhesión a la Francia. Los ingleses la bombardearon en 1693, y el 29 de noviembre del mismo año lanzaron sobre ella una máquina infernal, con cuyos restos he jugado muchas veces con mis compañeros de infancia. En 1758 la bombardearon otra vez.
Los habitantes de Saint-Malo prestaron a Luis XIV considerables sumas durante la guerra de 1701, y en recompensa de este servicio, les fue confirmado el privilegio de defenderse por sí mismos; el rey quiso además que el primer navío de la marina real fuese tripulado exclusivamente por marineros de Saint-Malo y de su matrícula.
En 1771 renovaron su sacrificio e hicieron a Luis XV un empréstito de treinta millones. El famoso almirante Anson desembarcó en Cancale en 4758, y quemó a Saint-Servan. La Chalotais escribió en el castillo de Saint-Malo sobre un lienzo, con un mondadientes y con hollín desleído en agua, las memorias que tanto alborotaron entonces, y de las cuales nadie se acuerda hoy. Los sucesores borran los sucesos; son inscripciones grabadas sobre otras inscripciones, que forman las páginas de la historia de los palimpsestos.
Saint-Malo surtía a nuestra armada de los mejores marineros; véase, si no, el rol general en el tomo en folio publicado en 1682 bajo este título: Rol general de los oficiales, marineros de guerra y marineros mercantes de Saint-Malo. Hay también un tratado titulado Fueros de Saint-Malo, impreso en la colección general de los mismos. Los archivos de la ciudad están riquísimos de datos útiles para la historia y para el derecho marítimo.
Santiago Cartier, el Cristóbal Colon de la Francia, que descubrió el Canadá, fue hijo de Saint-Malo. Los naturales de esta ciudad señalaron también al extremo opuesto de la América, las islas que llevan su nombre: Islas Malvinas.
Saint-Malo es la ciudad natal de Duguay-Trouin, uno de los mejores marinos que han existido; en nuestros días ha dado a Surcouf a la Francia. El célebre Mahé de la Bourdonnaie, gobernador de la isla de Francia, nació también en Saint-Malo, así como Lamettrie, Maupertuis, y el abate Trublet, de quien Voltaire hizo bastante burla: todo lo cual no es poco para un recinto que escasamente iguala al jardín de las Tullerías.
El abate Lamennais ha dejado atrás estas escasas celebridades literarias de mi patria: Broussais, y mi noble amigo el conde de La Ferronnays, son igualmente hijos de Saint-Malo.
Por último, para no omitir nada, haré mención también de los dogos que formaban parte de la guarnición de Saint-Malo, los cuales descendían de aquellos famosos perros, granujas de los galos, que, según Estrabón, presentaban a los romanos en unión con sus dueños, batallas campales. Alberto el Grande, religioso de la orden de Santo Domingo, y autor tan grave como el filósofo griego, declara que «la custodia de una plaza tan importante como era la de Saint-Malo, estaba confiada a la fidelidad de algunos dogos, que patrullaban todas las noches con una vigilancia y un celo sorprendentes.» Mas tarde fueron condenados a pena capital por haber tenido la desgracia de comerse inconsideradamente las piernas de un hidalgo: de aquí debe su origen la canción compuesta en nuestros días, con el titulo de Buen viaje. De todo se hace burla. Los criminales fueron puestos en prisión; uno de ellos se negó a tomar el alimento de las manos de su guardián, a quien hacían verter lágrimas: el noble animal se dejó morir de hambre: los perros, como los hombres, suelen ser castigados por su fidelidad. La custodia del Capitolio, así como la de mi Délos, estaba confiada también a algunos perros, los cuales no ladraban cuando Escipión el Africano iba al despuntar el alba a implorar a los dioses.
Circundada de murallas de distintas épocas, que se dividen en pequeñas y grandes, y sobre las cuales se han hecho paseos, Saint-Malo está defendida además por el castillo de que ya hemos hablado, y cuyas fortificaciones aumentó la duquesa Ana con torres, bastiones y fosos. La ciudad insular, mirada desde fuera, parece una ciudadela de granito.
El punto de reunión de los muchachos era la arenosa playa, que queda cuando baja la marea, entre el castillo y el Fort-Royal: allí es donde yo me he educado, teniendo por compañeros a los vientos y a las aguas. Uno de mis principales gustos consistía en luchar con las tempestades, y en jugar con las olas que huían a mi vista, o que corrían en pos de mí a ganar la orilla. Otra de mis diversiones era construir con la arena de la playa monumentos, a los cuales daban mis amigos el nombre de hornos. Después de aquella época he visto edificar muchos castillos, cuya duración debía ser tanta como la del mundo, y han venido al suelo antes que mis palacios de arena.
Como mi suerte estaba fijada de una manera irrevocable, me entregaron a una infancia ociosa. Algunas nociones de dibujo, de lengua inglesa, hidrografía y de matemáticas, se creyeron mas que suficientes para a educación de un rapaz, destinado de antemano a la trabajosa vida de la marina.
Iba creciendo entre mi familia sin estudiar nada: ya no habitábamos la casa en que yo había nacido; mi madre tomó otra, situada en la plaza de San Vicenta, casi en frente de la puerta que da al Surco. Los pilluelos de la ciudad habían llegado a ser mis amigos predilectos, y los traía a jugar al patio y a la escalera de mi casa. Parecíame a ellos en un todo; hablaba su mismo lenguaje; tenía su mismo modo de andar; vestía como ellos, y como ellos iba desabotonado y desarrapado; mis camisas estaban cayéndose siempre a pedazos; jamás había teñido un par de medias que no estuviesen llenas puntos; llevaba arrastrando las mas veces unos malditos zapatos caídos hacia atrás, que a cada paso se me escapaban de los pies; solía perder con frecuencia el sombrero y algunas veces hasta la casaca. Tenía la cara chafarrinada, y llena de arañones y cardenales; las manos negras como el carbón. Era tan rara mi cara, que mi madre, a pesar de su cólera, no podía menos de reírse y de exclamar: ¡Qué feo es!
Y sin embargo me gustaba entonces, y me ha gustado siempre el aseo, y aun la elegancia. Por la noche solía dedicarme a componer mis guiñapos; la buena Villenueve y mi Lucila me ayudaban a arreglarlos para ahorrarme castigos y reprimendas; pero sus corcusidos únicamente servían para hacer resaltar mas mi extravagante facha. Lo que mas me hacia sufrir, era el ponerme con mis andrajos al lado de los muchachos que se presentaban orgullosos con su ropa nueva.
El carácter y costumbres de mis compatriotas armonizaban hasta cierto punto con las de los habitantes de algunas ciudades de España. Muchas familias de Saint-Malo se hallaban establecidas en Cádiz, y otras muchas de Cádiz residían en Saint-Malo. La posición insular, la calzada, la arquitectura, las casas, los aljibes y las murallas de granito de Saint-Malo, le dan cierta semejanza a Cádiz; cuando yo vi esta última ciudad, no pude menos de recordar a la primera.
Encerrados por la noche bajo la misma llave en su ciudad, los habitantes de Saint-Malo no componían mas que una sola familia. Sus costumbres eran tan sencillas y patriarcales, que las jóvenes que mandaban traer de París cintas y gasas, pasaban plaza de mundanas entre sus compañeras, las cuáles huían de aquellas por no contaminarse. Una debilidad era cosa tan inaudita, que habiéndose concebido sospechas de cierta condesa de Abbeville, se hicieron sobré este asunto unas coplas que se cantaban haciendo la señal de la cruz. El poeta, sin embargo, fiel a pesar suyo a las tradiciones de los trovadores, se declaró en contra del marido, al cual apellidaba monstruo bárbaro.
En ciertos días del año, los habitantes del campo y los de la ciudad se reunían en las ferias, que se llamaban asambleas; y las cuales se verificaban a la sazón en las islas y fuertes, situados alrededor de Saint- Malo: las gentes iban a pie cuando estaba baja la marea y embarcadas cuando acontecía lo contrario. La multitud de marineros y lugareños; los carros entoldados; las recuas de caballos, burros y muletos; la concurrencia de traficantes; las tiendas que se elevaban a la orilla del mar, las procesiones de frailes y de hermandades que serpenteaban entre las turbas con sus pendones y sus cruces; las lanchas de remo y de vela que se veían cruzar de un lado a otro; los Duques que entraban en el puerto, o que se hallaban anclados en la rada; las salvas de artillería; las campanas echadas a vuelo, todo contribuía a prestar a aquellas reuniones, animación, ruido, movimiento y variedad.
Yo era el único testigo de aquellas fiestas sin participar del general regocijo, porque no tenía dinero para comprar juguetes y golosinas. Deseando evitar el desprecio, compañero inseparable de la mala fortuna, iba a colocarme lejos de la gente, y junto a charcos de agua que conserva y renueva la mar en las concavidades de las rocas. Allí me entretenía en ver volar las aves acuáticas, en mirar con la boca abierta los azulados horizontes, en recoger conchas, y en escuchar los lamentos de las olas al estrellarse contra los escollos. Llegaba la noche, y la suerte no me era propicia. Tenía gran repugnancia a ciertos manjares, y sin embargo, me obligaban a comer de ellos. Muchas veces imploraba con la vista la protección del criado La-France, el cual me quitaba el plato con una destreza admirable cuando mi padre se descuidaba en volver la cabeza. Respecto a la lumbre, guardaban conmigo el misino rigor: me estaba terminantemente prohibido el aproximarme a la chimenea. De la severidad de los padres de aquel tiempo, a la indulgencia de los padrazos de hoy, hay una gran distancia.
Pero si es verdad que yo padecía algunas penas que desconoce la moderna infancia, también lo es que disfrutaba en cambio algunos placeres ignorados de ella.
Actualmente no es fácil formarse una idea de lo que eran aquellas solemnidades religiosas y de familia, en las cuales parecía que la patria entera y el Dios de esta patria, estaban llenos de regocijo: la Nochebuena, Año nuevo, los Reyes Pascua florida, Pentecostés y San Juan, eran para mí días de prosperidad y de contento. Quizá haya influido algo la roca sobre a cual nací, en mis sentimientos y en mis estudios. Desde el año 1015, los naturales de Saint-Malo hicieron voto de contribuir con sus recursos y con el trabajo de sus manos a levantar los campanarios de la catedral de Chartres: ¿no he trabajado yo también con mis propias manos en alzar del suelo las abatidas cúpulas de la vieja basílica cristiana? «El sol, dice el padre Maunoir, no ha alumbrado jamás cantón alguno donde haya sido venerada la verdadera fe con una fidelidad tan constante e invariable, como en el de Bretaña. Tres siglos hace que no ha manchado infidelidad alguna la lengua que les ha predicado a Jesucristo, y aun está por nacer el hombre que haya oído a un bretón legítimo predicar otra religión que la católica.»
Durante los días festivos que acabo de mencionar, me llevaban mis hermanas a recorrer con ellas las estaciones a diferentes santuarios de la ciudad; a la capilla de San Aaron, y al convento de la Victoria; las dulces voces de algunas mugeres invisibles, herían agradablemente mis oídos: la armonía de sus cánticos se mezclaba con el bramido de las olas. Guando se llenaba de gente en el invierno la catedral al toque de oraciones, cuando se arrodillaban los viejos marineros, y las jóvenes leían, sus horas con fervor a la luz de las candelas, cuando al echar la bendición repetía la multitud, el Tantum ergo, cuando en los intermedios de sus cánticos azotaban las ráfagas de viento los vidrios de la basílica y hacían temblar las bóvedas de aquella nave, en la que resonaron las voces robustas de Santiago Cartier y de Duguay-Trouin, mi corazón experimentaba un sentimiento extraordinario de fervor religioso. Entonces no tenía necesidad de que la Villeneuve me dijese que juntara las manos para invocar a Dios, con todos los nombres que me había enseñado mi madre; veía el cielo abierto, y a los ángeles ofreciendo nuestro incienso y nuestros votos; inclinaba mi frente, la cual no se hallaba agobiada aun bajo el peso de los infortunios que nos afligen de una manera tan horrible, que casi le dan a uno tentación de no levantar la cabeza, cuando la ha inclinado una vez al pie de los altares.
Había marino que al salir de estos religiosos ejercicios se embarcaba con el espíritu fortalecido contra la noche, al mismo tiempo que otros entraban en el puerto guiados por la iluminada cúpula de la iglesia: así es que estaba viendo continuamente la religión y los peligros en presencia la una de los otros, y sus imágenes ocupaban a la vez mi imaginación. Apenas había nacido, cuando empecé a oír hablar de la muerte; por la noche recorría un hombre todas las calles tocando una campanilla para oscilar a los cristianos a que rogasen por sus hermanos difuntos. Casi todos los años veía naufragar y perderse buques a mis ojos; y cuando salía a pasearme a lo largo del arenal, arrojaba el mar a mis pies los cadáveres de algunos extranjeros que habían espirado lejos de su patria. Madame de Chateaubriand me decía, como Santa Mónica a su hijo: Nihil longe est a Deo. «Nada hay distante de Dios.» Mi educación fue confiada a la Providencia, y a la verdad no me escaseaba sus lecciones.
Devoto de la Virgen, a quien me habían ofrecido, conocía y amaba a mi protectora, confundiéndola con mi ángel de la guarda: a la cabecera de mi cama tenía clavada con cuatro alfileres una imagen suya que me compró la Villeneuve por medio sueldo. Yo debiera haber nacido en aquel tiempo en que oraba ante la madre de Dios, diciéndola: «Dulce señora de cielo «y tierra, madre de piedad, fuente de todos los bienes, «que habéis llevado en vuestro precioso seno a Jesucristo hermosa y dulcísima señora, yo os doy gracias, «é imploro, vuestro auxilio.»
Lo primero que aprendí de memoria, fue una canción de marinero que empezaba así:
Je mets ma confiance,
Vierge, en votre secours,
Servez-moi de defense,
Prenez soin de mes jours;
Et quand ma derniere heure
Viendra finir mon sort,
Obtenez que de meure De la plus sante mort