Mi regimiento, que estaba de guarnición en Rouen, conservó la disciplina hasta bastante tarde. Sostuvo una lucha con el pueblo cuando se ajustició al cómico Bordier, víctima de la última sentencia de la potestad parlamentaria; le ahorcaron entonces, y le habrían glorificado como un héroe si hubiese vivido veinte y cuatro horas mas. Pero al fin cundió también la insurreccion entre tos soldados de Navarra. El marqués de Mortemart emigró seguido de la mayor parte de los oficiales; yo, que no había adoptado ni desechado. las nuevas opiniones; yo, que estaba tan poco predispuesto a atacarlas como a favorecerlas, no quise emigrar ni continué en la carrera militar, y me retiré del servicio.

Libre de todo lazo político, sostenía por una parte disputas bien acaloradas con mi hermano y el presidente de Rosambo, y por la otra discusiones no menos acervas con Ginguené, Laharpe y Chamfort. La imparcialidad, de que desde mi juventud quise hacer alarde, no agradaba a nadie. Debo añadir que tampoco concedía importancia a las cuestiones que entonces se debatian, sino por las ideas generales de libertad y de dignidad humana que predominaban en ellas; la política personal me causaba hastío; mi verdadera vida estaba en mas altas regiones.

La multitud de gente que día y noche discurría por las calles de París, no me permitía entregarme ya a mis solitarios paseos. Para dar con el desierto tenía que refugiarme al teatro; me instalaba en un palco, y allí me abandonaba a mis meditaciones sobre los versos de Racine, la música de Sacchini y los bailes de la Opera. Era tal mi intrepidez, que vi veinte veces seguidas el Barba azul y el Zucco perdido en los italianos, aburriéndome a trueque de distraerme, como un búho en un agujero. Se estaba desplomando la monarquía, en mi rincón no oía al menos el crujir de las añosas bóvedas, ni los aullidos de las canciones del Vaudeville, ni la tronante voz de Mirabeau en la tribuna, ni la de Colin, que cantaba a Babet en la escena.