20.
En vano habíamos tapado el agujero con papel una porción de veces; el director nos fe echaba abajo, nos sorprendía saltando sobre las camas y haciendo pedazos las sillas.
Una noche manifestó empeño Limoëlan de que nos acostásemos y matáramos la luz, sin querer participarnos su proyecto. Al poco rato le oímos levantarse, ir hacia la puerta y volverse en seguida a la cama. Exactamente habría pasado un cuarto de hora, cuando sentimos los pasos del director, que se acercaba de puntillas a nuestro cuarto. Como tenía fundados motivos para sospechar de nosotros, se detuvo a la puerta, estaba en acecho, miró por la cerradura, no vio luz, y...
¿Quién ha hecho esto? exclamó, precipitándose en el cuarto. Al ver a Limoëlan, que estaba ahogándose de risa, y al oír a Gesril decir con voz nasal y de una manera entre cándida y truhanesca, «¿Pues qué sucede señor director?» Saint-Riveul y yo no pudimos menos de soltar el trapo a reír, y nos rebujamos en nuestros cobertores.
No pudieron hacernos confesar la verdad; fuimos unos héroes. El director decretó nuestro arresto, y nos condujeron presos a la bodega. Saint Riveul socavó la tierra por debajo de una puerta que daba a un corral, metió la cabeza por el agujero, y a poco mas fenece entre los colmillos de un marrano: Gesril recorrió las bodegas del colegio, y echó a rodar un tonel de vino. Limoëlan demolió una pared, y yo nuevo Perrin Dandin, me encaramé a una rejilla, y amotiné a la canalla de la calle con mis arengas. El terrible autor de la máquina infernal, jugando una tostada de pillastre a todo un director del colegio, recuerda hasta cierto punto a Cromwell, embadurnando con tinta el semblante de otro regicida, que firmó después de él la sentencia de muerte de Carlos I.
Aun cuando la educación que se daba en el colegio de Rennes, era muy religiosa, mi fervor fue debilitándose poco a poco: el gran número de mis maestros y condiscípulos multiplicaba las ocasiones de distracción; esto no obstante, seguía adelantando en el estudio de las lenguas, y llegué a ser fuerte en matemáticas, hacia las cuales tuve siempre una afición decidida: estoy seguro de que hubiera sido un excelente oficial de marina o de ingenieros. Para todo tenía buena disposición: sensible a las cosas graves, como a las agradables, escribí en verso antes que en prosa: las artes me llenaban de encanto; la arquitectura y la música las he amado con pasión. Aun cuando he sido propenso a cansarme pronto de todo, he tenido una paciencia a toda prueba para descender hasta los mas insignificantes detalles, y mi obstinación en insistir sobre un objeto que me fatigaba, ha sido siempre mas fuerte que mi disgusto. Jamás he abandonado un asunto, cuando merecía la pena de ser concluido: alguno hay detrás del cual he andado quince o veinte años de mi vida, tan lleno de ardor el último día como el primero.
La flexibilidad de mi inteligencia se veía hasta en las cosas mas secundarias; jugaba bastante bien al ajedrez y al billar, y he sido diestro para la caza, y para el manejó de las armas; dibujaba medianamente y hubiera sido un excelente cantante, si hubiesen cuidado mi voz. Unido todo esto a la clase de educación que he recibido, y a mi vida de soldado y de viajero, hace que nunca haya tenido el aire pedantesco y distraído, la falta de aplomo en sociedad, ni el desaseo de los literatos antiguos, y mucho menos la tiesura, la suficiencia, la envidia, ni la vanidad jactanciosa de los modernos escritores.
Pasé dos años en el colegio de Rennes, del cual salió Gesril diez y ocho meses antes que yo, para entrar en la marina. Julia, mi tercera hermana, casó en el intermedio de estos dos años con el conde de Farcy capitán del regimiento de Condé, y se estableció con su marido en Fougéres, en donde residían ya mis dos hermanas mayores, la señora de Marigny y de Québriac. El matrimonio de Julia se, celebró en Combourg: yo asistí a la boda, y en ella vi a la condesa de Tronjoli... que tan célebre se hizo por su intrepidez en el cadalso. Era prima e intima amiga del marqués de la Rouërie, y tomó parte en su conspiración. Todavía no había yo visto la belleza mas que en mi familia; me quedé absorto al contemplarla en una mujer extraña a ella. Cada paso que daba en la vida, me hacia ver nuevos horizontes; oía la voz lejana y seductora de las pasiones, que se acercaban a mí, y me precipitaba al encuentro de aquellas sirenas, como atraído por una misteriosa armonía. Tenía como el gran sacerdote de Eleusis un incienso diferente para cada divinidad: pero ¿podían los himnos que cantaba al quemar estos inciensos, llamarse bálsamos como las poesías del hierophanta?
Vallé-aux-Loups, enero de 1814.
Envíanme a Brest para sufrir el examen de guardia marino.— El puerto de Brest.— Vuelvo a encontrar otra vez a Gesril.— La Perouse.— Mi regreso a Combourg.
Después del casamiento de Julia, partí para Brest. Mi sentimiento al salir del colegio de Rennes, no fue tan grande, como el que experimenté al dejar a Dol: acaso carecía ya de esa inocencia que nos lo hace ver todo encantador: el tiempo había empezado a descorrer el velo que la cubría. Sirviome de Mentor en mi nueva posición, uno de mis tíos maternos, el conde de Boisteilleul, jefe de escuadra, uno de cuyos hijos, oficial muy distinguido de artillería de los ejércitos de Bonaparte, caso con la hija única de mi hermana la condesa de Farcy.
Cuando llegué a Brest, no había venido todavía mi despacho de aspirante, que se había retardado no sé por qué motivo. Permanecí, pues, en ese estado, que se llama de aspirante, y exento por consiguiente e estudios metodizados. Mi lio me puso a pupilo en la calle de Siam con otros aspirantes, y me presentó al comandante de marina el conde Héctor.
Entregado a mi mismo por la primera voz de mi vida, en lugar de relacionarme con mis futuros camaradas, me encerré en mi solitario instinto. Mi sociedad habitual quedo reducida a mi maestro de esgrima, de dibujo y de matemáticas.
Aquel mar que debía volver a ver en tantas playas diferentes, bañaba en Brest la extremidad de la península armoricana: mas allá de este cabo no había mas que un Océano sin limites, y mundos desconocidos; mi imaginación se recreaba vagando por estos espacios. Muchas veces se atado sobre un mástil que estaba tendido junio al muelle de Recouvrance, me entretenía en mirar el activo movimiento del puerto; a cada instante pasaban y repasaban a mi vista constructores, marineros, militares, aduaneros y presidiarios. Presenciaba el embarque y desembargue de los viajeros, las maniobras que mandaban los pilotos, los trabajos de los carpinteros y cordeleros, y la prisa que se daban los grumetes en atizar el fuego que ardía bajo las calderas que despedían un humo espeso, y el saludable olor de la brea. Corrían presurosas las gentes desde la marina a los almacenes y vice-versa, llevando y trayendo fardos de mercancías, sacos de víveres y trenes de artillería. Veíase por un lado una porción de carretas que las hacían retroceder hasta la lengua del agua para recibir cargamentos, y por otro, grupos de trabajadores, levantando pesos enormes con palancas, mientras que las grullas bajaban de los peñascos, y cruzaban los terromonteros, los cura-muelles. Los fuertes repetían las señales, las lanchas iban y venían con rapidez, y los buques que entraban en el puerto, se cruzaban con los que estaban aparejando para darse a la vela.
Este espectáculo aglomeraba en mi imaginación una multitud de ideas vagas sobre la sociedad, y sobre sus males y sus bienes: apoderábase de mí una tristeza inexplicable, y dejando el mástil en que me hallaba sentado, me subía al Penfeld, que parece que va a desplomarse sobre el puerto, y llegaba a un recodo desde donde se pierde de vista el mar. En este sitio, desde el cual no se descubría mas que un valle pantanoso, si bien se percibían el confuso murmulla de las olas, y las voces de los hombres; me tendía al borde de la ría, y pasaba horas enteras mirando correr el agua, siguiendo con la vista el vuelo de la corneja de mar, gozando con el silencio que había en torno mío, o prestando el oído a los golpes del martillo del calafate. Cuando el estrépito del cañón de un buque que se daba a la vela, venia en alas del viento a sacarme de esta contemplación, me estremecía, y las lágrimas humedecían mis ojos.
Un día me dirigí paseando hacia el extremo exterior del puerto, por la orilla del mar: hacia mucho calor, y habiéndome tendido sobre la arena, me quedé dormido. Despertome de repente un majestuoso estruendo: abro los ojos, y se ofreció a mi vista un espectáculo semejante al que presenció Augusto en los surgideros de la Sicilia después de la victoria de Sexto Pompeyo: sucedíanle con rapidez los disparos de artillería: la rada estaba plagada de navíos; la gran escuadra francesa verificaba su entrada en el puerto después de haberse firmado la paz. Los buques maniobraban a vela tendida, se cubrían de fuego, enarbolaban sus pabellones, presentaban la popa, la proa, el flanco, y se detenían echando el áncora en medio de su carrera, o continuaban volteando sobre las olas. Nada me había dado hasta entonces una idea tan elevada del espíritu humano; en aquel momento, no parecía sino que el hombre había recibido prestada la omnipotencia de aquel que dijo al mar: «No pasarás de aquí.» Non procedes amplius.
Todo Brest corrió a presenciar tan majestuosa escena. Destacáronse de la flota una multitud de lanchas con dirección al muelle. Los oficiales que venían en ellas, traían el semblante tostada por el sol, tenían ese aire extranjero peculiar de todos los que llegan de otro hemisferio, y un no sé qué de alegre, arrogante y orgulloso, que revelaba a los hombres que acababan de restablecer el honor del pabellón nacional Aquel cuerpo de marina, de tan relevante mérito, tan ilustre, aquellos compañeros de los Suffren, de los Lamothe-Piquet, de los del Couëdic, y de los d’Estaing, que escaparon incólumes de los golpes del enemigo, debían sucumbir a los golpes de los franceses!
Miraba desfilar la valerosa tropa, cuando uno de los oficiales, que se separó de sus camaradas, se acercó a mí, y me echó los brazos al cuello: era Gesril. Mi compañero de colegio había crecido mucho; pero estaba pálido y débil de resultas de una estocada que había recibido en el pecho. Aquella misma tarde salió de Brest para volver al seno de su familia; y desde entonces no volví a verlo sino una sola vez, poco tiempo antes de su muerte heroica: mas adelante diré cómo y cuándo. La aparición y repentina marcha de Gesril me decidieron a tomar una resolución, que cambió el curso de mí vida: estaba escrito que aquel joven había de tener un imperio absoluto sobre mi destino.
Véase, pues, de qué modo se iba formando mi carácter, el giro que tomaban mis ideas, y cuales fueron los primeros golpes que recibió mi genio, del cual puedo hablar como de una desgracia, haya sido vulgar o extraordinario, y merezca o no merezca el nombre que le doy a falta de otra palabra mas comprensible. Si yo no hubiese sido tan distinto de los demás hombres, seria mucho mas feliz; aquel, que sin destituirme completamente del raciocinio, hubiera llegado a matar lo que, se llama mi talento, me hubiera hecho un gran favor, y tendría incontestables derechos a mi amistad.
Cuando el conde de Boisteilleul me llevaba a casa de Mr. Héctor, oía referir sus campañas a los marinos viejos y jóvenes, y hablar de los países que habían recorrido: el uno acababa de llegar de la India, y el otro de la América: este iba a aparejar para dar la vuelta al mundo, y aquel se aprestaba para visitar las costas de la Grecia. Mi tío me enseñó a La Perouse, nuevo Cook, cuya muerte es el secreto de las tempestades. Yo lo escuchaba y lo miraba todo sin decir una palabra; pero a la noche siguiente, huyó de mis párpados el sueño, y la pasé pensando en los combates y en el descubrimiento de países desconocidos.
Fuese por lo que fuese, lo cierto es que al ver marchar a Gesril a casa de sus padres, me ocurrió la idea de que nadie me impedía a mí hacer otro tanto. El servir en la marina, me hubiera gustado extraordinariamente, si la independencia de mi carácter no me hubiese alejado de toda clase de servicio: la obediencia era para mi punto menos que imposible. Tenía una afición decidida a los viajes, pero estaba seguro de que no me gustarían, sino haciéndolos solo, y siguiendo mi capricho. Finalmente, una mañana dando la primera prueba de mi inconstancia, sin avisar a mi tío Ravenel, sin escribir a mis padres, sin pedir a nadie permiso, y sin aguardar mi despacho de aspirante, partí para Combourg, donde llegué como llovido del cielo.
Todavía me admiro cómo me atreví a tomar tan temeraria resolución, siendo tan grande el miedo que me inspiraba mi padre; pero lo que hubo en esto de mas sorprendente fue la manera con que me recibieron. En lugar de los arrebatos de cólera que yo esperaba, encontré bondad y dulzura. Mi padre se contentó con sacudir la cabeza de un lado a otro, como si hubiera querido decirme: «No me disgusta la calaverada.» Mi madre me abrazó refunfuñando, pero de todo corazón, y mi Lucila con un enajenamiento de verdadera alegría.
Montboissier, julio de 1817.
Paseo.— Aparición de Combourg.
Desde la última fecha de estas memorias en La Vallée-aux-Loups (enero de 1814) hasta la de hoy, en Montboissier (julio de 1817), han trascurrido tres años y diez meses. ¿Habéis oído caer el imperio? No; nada ha turbado el reposo de estos lugares. El imperio, sin embargo, se ha hundido en el abismo: sus ruinas inmensas se han desplomado sobre mi vida, como esos restos romanos que interrumpen el curso de un ignorado arroyuelo. Pero los sucesos importan poco para aquellos que no sufren sus consecuencias; algunos años escapados de la mano del Eterno harán justicia a todos estos rumores, condenándoles a un silencio sin fin.
El libro precedente fue escrito bajo la espirante tiranía de Bonaparte, y a la luz de los últimos destellos de su gloria: el actual empiezo a escribirle bajo el reinado de Luis XVlll. He visto a los reyes muy de cerca, y mis ilusiones políticas se han desvanecido como las quimeras mas halagüeñas, cuya narración voy a continuar. Digamos primero lo que me obliga a tomar la pluma. El corazón humano es juguete de todo, y seria difícil prever qué circunstancia frívola causa sus goces o sus sentimientos. Montaigne lo ha notado: «No es necesario que haya causa conocida, ha dicho este célebre escritor, para agitar nuestra alma; una ilusión, una quimera, la conmueve y subyuga sin motivo alguno.»
Hállome ahora en Montboissier y en los confines de la Beauce y del Perche. El castillo de estos dominios, de la pertenencia de la señora condesa de Montboissier, fue vendido y demolido durante la revolución: únicamente quedan de él dos pabellones separados por una verja, los que antes constituían la habitación del conserje. El parque trazado a la inglesa actualmente, conserva todavía algunos vestigios de su antigua regularidad francesa: sus calles rectas y perfectamente alineadas, y sus sotos formando cuadros de olmedillas, le comunican un aspecto grave; hoy se detiene el viajero a contemplarlos con el mismo placer que inspira una ruina.
Ayer tarde estuve pascando en él, enteramente solo: el cielo se parecía a un cielo de otoño, y soplaba por intervalos un viento frio. Detúveme un rato en una abertura que formaba la maleza para mirar al sol que iba escondiéndose entre las nubes por encima de la torre de Alluye, desde donde Gabriela, que la había habitado en otro tiempo, presenció el ocaso del mismo sol, hace doscientos años. ¿Qué ha sido de Gabriela y de Enrique? Lo que será de mí cuando vean la luz estas memorias.
El gorjeo de un tordo que se hallaba empinado en las ramas mas elevadas de un álamo, vino a sacarme de estas reflexiones. Sus mágicos acentos hicieron reaparecer al instante a mis ojos el dominio paternal; olvidé las catástrofes de que acababa de ser testigo, y trasportándome súbitamente a lo pasado, volví a ver los campos donde tantas veces había oído los deliciosos cánticos de aquella ave. Cuando los escuchaba en esta época, estaba triste como hoy lo estoy; pero aquella tristeza procedía de ese vago deseo de felicidad que nos aqueja cuando somos jóvenes e inexpertos, y mi tristeza de hoy proviene del conocimiento y apreciación de las cosas. El cántico del tordo en los bosques de Combourg, me hacia pensar en una felicidad, que creía conseguir algún día, y el mismo cántico en el parque de Montboissier me recordaba los días perdidos en persecución de aquella felicidad inasequible. Ya no me queda nada que aprender: he caminado mas ligero que otros, y he dado la vuelta de la vida. Las horas huyen arrastrándome en pos de si, y no tengo siquiera la certidumbre de poder acabar estas memorias. He principiado a escribirlas en una porción de lugares distintos: ¿dónde las acabare? ¿Cuánto tiempo permaneceré paseándome al lado de los bosques? Aprovechemos, pues, los instantes que nos restan; quiero apresurarme a pintar mi juventud, ahora que Loco todavía en ella; el navegante, al dejar una playa querida, escribe su diario al frente de la tierra que deja, y que va a desaparecer pronto de su vista.
Colegio de Dinan.— Broussais.— Vuelto a casa de mis padres.
Ya he referido mi regreso a Combourg, y la acogida que me hicieron mi padre, mi madre y mi hermana Lucila.
El lector no habrá olvidado probablemente, que mis otras tres hermanas se habían casado, y que Vivian en las posesiones de sus nuevas familias, en las cercanías de Fougeres. Mi hermano, cuya ambición empezaba a desarrollarse, estaba mas frecuentemente en París que en Rennes; habiendo comprado una plaza de agente fiscal, la volvió a vender para entrar en la carrera militar, y fue destinado al regimiento Real de caballería; hiciéronla después agregado del cuerpo diplomático, y estuvo con el conde de La Luzerne en Londres, en donde se encontró con Andrés Chénier: cuando estallaron nuestras turbulencias, tenía probabilidades de obtener la embajada de Viena; mas tarde, solicitó la de Constantinopla, pero halló un rival temible en Mirabeau, a quien prometieron esta embajada en precio de su adhesión al partido de la corte. Mi hermano había salido de Combourg pocos días antes de mi llegada al castillo.
Mi padre, apoltronado en él, no salía jamás ni aun durante la reunión de los Estados. Mi madre iba todos los años, por Pascua Florida, a pasar seis semanas en Saint-Malo, y esperaba este momento como el de su libertad, porque detestaba a Combourg. Un mes antes de emprender el viaje, se hablaba de él, como de una empresa arriesgada, se hacían preparativos y se dejaban descansar los caballos La víspera del día de marcha, se acostaba todo el mundo a las siete de la noche, para levantarse a las dos de la madrugada. Mi madre se ponía en camino a las tres, llena de júbilo y contento, y empleaba todo el día para hacer una jornada de doce leguas.
Lucila, que había sido recibida canonesa en el capítulo de la Argentiere, debía trasladare al de Remiremont, y esperaba, sepultada en el campo, la concesión de esta gracia.
Por mi parte, signifiqué mi voluntad, después de mi escapatoria de Brest, de abrazar el estado eclesiástico; la verdad es que mi único objeto era ganar tiempo, porque ignoraba lo que quería. Enviáronme al colegio de Dinan a concluir las humanidades, y sabia el latín mejor que mis maestros; pero en cambio empecé a estudiar el hebreo. El rector del colegio era el abate de Rouillac, y el abate Duhamel mi profesor.
Dinan, poblada de seculares árboles, y defendida por viejos torreones, está situada en una posición muy pintoresca sobre una colina al pie de la cual corre, el Rance, que desagua en el mar, y desde donde se dominan una porción de valles cubiertos de árboles. Las aguas minerales de Dinan no dejan de tener alguna fama. Esta ciudad, llena de recuerdos históricos, y patria de Duclos, mostraba entre sus antigüedades el corazón de Duguesclin; polvo heroico, que habiendo permanecido oculto durante la revolución, corrió el riesgo de ser molido para hacer pintura: ¿seria su animo destinarla a los cuadros de las victorias que alcanzó contra los enemigos de la patria?
Mr. Broussais, mi compatriota, estudió conmigo en Dinan: durante el verano conducían al bailo a los colegiales todos los jueves, como a los clérigos en el pontificado de Adrian l, o todos los domingos, cómo a los prisioneros en tiempo del emperador Honorio. Una vez estuve a punto de ahogarme. Mr. Broussais fue atacado otro día por una porción de sanguijuelas que le dieron un mal rato. Dinan se halla situada a igual distancia de Combourg y de Plancouët; yo iba alternativamente a ver a mi tío de Bedée a Monchoix, y a Combourg a visitará mi familia. Mr. de Chateaubriand, que creía mas económico el retenerme a su lado, y mi madre, que deseaba que persistiese en mi vocación religiosa, si bien tenía escrúpulos de impelerme a ella, no insistieron mas sobre mi residencia en el colegio, y me hallé por lo tanto instalado insensiblemente en el hogar paterno.
Yo me complacería en recordar las costumbres de mis padres, aun cuando no fuese mas que por rendir un tributo a su memoria; pero voy a reproducir este cuadro con tanto mas gusto, cuanto que estoy seguro de que parecerá calcado sobre las viñetas de los manuscritos de la edad media: del tiempo presente a los tiempos que voy a describir hay siglos de distancia.
Montboissier, julio de 1817.
Revisado en diciembre de 1846.
Vida en Combourg.— Distribución del día y de la noche.
A mi regreso de Brest, habitaban en el castillo de Combourg cuatro individuos de la familia (mi padre, mi madre, mi hermana y yo). Una cocinera, una doncella, dos lacayos y un cochero, componían toda la servidumbre; en un rincón de las caballerizas estaban atadas dos yeguas viejas y un perro de caza. Estos doce seres vivientes desaparecían en una vivienda, en la que estarían muy anchos cien caballeros, con sus damas, sus escuderos, sus lacayos, sus palafrenes, y la traílla de perros del rey Dagoberto.
Ningún forastero se presentaba en el castillo en el discurso del año, exceptuando algunos nobles, el marqués de Montlouet, y el conde de Goyon Beaufort, quienes pedían hospitalidad cuando iban a París a pleitear en el parlamento. Regularmente solían pasar por Combourg en invierno a caballo, con pistolas en el arzón, armados de un cuchillo de monte, y escoltados por un lacayo que iba a caballo también, y el que llevaba a la grupa una abultada maleta de librea.
Mi padre, cumplimentero y ceremonioso en grado heroico y eminente, salía a recibirlos con la cabeza descubierta hasta la gradería, arrostrando la lluvia y el viento. Conducíamos a las habitaciones del castillo, y los hidalgos referían entonces sus campañas de Hannover, hablaban de sus asuntos de familia, y referían la historia de su pleito. Por la noche los acompañaba mi padre hasta la habitación de la reina Cristina, situada en la torre del Norte, cámara de honor en la que había una cama de siete pies de ancho, y otros tantos de largo, con cortinas dobles de gasa verde y soda carmesí, y sostenida por cuatro amores dorados. A la mañana siguiente, cuando bajaba yo a la sala principal, y miraba por las ventanas el campo inundado, o cubierto de escarcha, únicamente veía dos o tres viajeros sobre la calzada solitaria del estanque, que eran nuestros huéspedes, que iban cabalgando hacia Rennes.
Estos forasteros solían no estar muy al corriente acerca de las cosas de la vida; pero nuestra previsión atendía a sus necesidades hasta algunas leguas mas allá del horizonte de nuestros bosques. Desde el momento en que salían del castillo, volvíamos a quedar reducidos al circulo de familia los días de trabajo, y los domingos a la sociedad de algunos plebeyos de la aldea y de los hidalgos de las inmediaciones.
Los días festivos, cuando hacia buen tiempo, mi madre, Lucila y yo, nos dirigíamos a la parroquia por un camino campestre que atravesaba el pequeño Mail: cuando llovía, íbamos por el detestable camino de Combourg; pero nuestro pesado carruaje no iba tirado, como el ligero carricoche del abate Marolles, por cuatro caballos blancos, cogidos a los turcos en Hungría. Mi padre no bajaba a la parroquia mas que una vez al año, por Pascuas, los demás días oía misa en la capilla del castillo. Colocados en el banco señorial recibíamos el incienso y las preces que se hacían enfrente del sepulcro de mármol negro de Renato de Rohan, situado al pie del altar mayor: a esto quedan reducidos los honores del hombre; ¡algunos granos de incienso quemados ante un ataúd!
Las distracciones del domingo terminaban con el día, y no eran metódicas. Durante el invierno se pasaban meses enteros sin que llamase criatura humana a las puertas de nuestra fortaleza Si la tristeza que reinaba en los matorrales de Combourg era grande, todavía era mucho mayor la que reinaba en el castillo: al penetrar bajo aquellas bóvedas, se experimentaba la misma sensación que al entrar; en la Cartuja de Grenoble. Cuando visité esta en 1805, atravesé un desierto que iba dilatándose a medida que yo avanzaba y que creí que terminaría en el monasterio; pero los jardines de la Cartuja, que estaban tocando a las paredes del convento, se hallaban mas abandonados aun que los bosques. Finalmente, en el centro del monumento hallé envuelto entre los pliegues de aquellas soledades, el antiguo osario de los cenobitas, santuario desde el cual extendía su poder el silencio eterno; divinidad de aquel lugar, sobre las montañas y selvas circunvecinas.
El humor insociable y taciturno de mi padre aumentaba la silenciosa calma de Combourg. En lugar de reunir su familia y sus criados en derredor suyo, les había dispersado, relegándoles a los diversos ángulos del edificio. Tenía su dormitorio en la torrecilla del Este, y su gabinete en la del Oeste. Los muebles de esta habitación consistían en tres sillas de baqueta y una mesa, cubierta de títulos y pergaminos. Un árbol genealógico de la familia de los Chateaubriand, serbia de tapir al lienzo de pared donde estaba la chimenea, y en el huero de una ventana se veían armas de todas clases, desde la pistola hasta la espingola. La habitación de mi madre, situada encima de la sala principal entre las dos torrecillas, estaba ensamblada y adornada con espejos de Venecia de dobles labores. Mi hermana habitaba un gabinete contiguo al de mi madre. La doncella dormía lejos de sus señoras, en el cuerpo del edificio donde estaban las torres grandes. Yo tenía mi nicho en una especie de celda aislada en lo alto de la torrecilla de la escalera, que facilitaba la comunicación del patio interior con las diversas artes del castillo. Debajo de esta escalera y en una especie de cuevas abovedadas dormían el ayuda de cámara de mi padre y los cocheros, la cocinera guarnecía la gran torre del Oeste.
Mi padre se levantaba a las cuatro de la mañana, lo mismo en verano que en invierno, y lo primero que hacia era dirigirse al pie de la escalera del patio interior, desde donde llamaba a su ayuda de cámara.
A las cinco le servían el café, y después trabajaba en su gabinete hasta el medio día. Mi hermana y mi madre se desayunaban en sus respectivas habitaciones, a las ocho de la mañana. Yo no tenía hora fija para levantarme ni para el desayuno: hacia como que estudiaba en mi cuarto hasta el medio día: pero en realidad no hacia nada la mayor parte del tiempo.
A las once y media se tocaba a comer, y nos sentábamos a la mesa a las doce en punto. La sala principal serbia a la vez de comedor y de salón de recibo: comíamos y cenábamos en el extremo del Este, y cuando se levantaba la mesa, íbamos a colocarnos al extremo opuesto ante una grande, chimenea. Esta habitación tenía artesonado de madera, estaba pintada de Maneo mate, y adornada de antiguos retratos de familia desde el reinado de Francisco l hasta el de Luis XlV; entre estos retratos llamaban la atención Los de Condé y Turena; encima de la chimenea había un cuadro que representaba a Héctor muerto por Aquiles al pie de los muros de Troya.
Después de comer, permanecía reunida la familia hasta las dos, a cuya hora, si era en el verano, se divertía mi padre en pescar, o salía a dar una vuelta por los jardines, extendiendo sus paseos a la distancia del vuelo de un capón; si era en invierno o en otoño, se iba de caza, y mi madre se retiraba a la capilla, donde permanecía algunas horas haciendo oración. Esta capilla era un oratorio sombrío, adornado con magníficos cuadros de los mejores pintores, que nadie creería hallar en un castillo feudal, situado en el fondo de la Bretaña. Actualmente conservo en mi poder una santa familia de la Albania, pintada en cobre, y cuyo cuadro, que fue sacado de la capilla, es la única que me queda de Combourg.
Después que se marchaba mi padre de caza, y so iba mi madre a rezar, Lucila se encerraba en su cuarto, y yo me dirigía a mi celdilla, o salía a correr por el campo.
A las ocho se anunciaba la cena a toque de campana, y si hacia buen tiempo salíamos después a sentarnos un rato, en la gradería. MI padre, armado de su escopeta tiraba a los mochuelos que salían de las almenas al anochecer. Mi madre, Lucila y yo nos entreteníamos en mirar el cielo, los bosques, los últimos rayos del sol, y las primeras estrellas. A las diez entrábamos en el castillo y nos íbamos a acostar.
Las noches de otoño y de invierno las pasábamos de muy distinto modo. Concluida la cena, y restituidos los cuatro individuos de la familia a la chimenea, mi madre se dejaba caer suspirando sobre un viejo sillón, y le ponían delante un velador con una bugía, Lucila y yo nos sentábamos junto al fuego; los criados alzaban fa mesa y se retiraban en seguida. Mi padre empezaba entonces a pasearse a lo largo de la sala, y estos paseos duraban hasta la hora de acostarse. Vestía un traje de ratina blanca, o mas bien una especie de capa que no he visto a nadie mas que a él. Llevaba cubierta su cabeza medio calva con un gorro blanco acallado en punta. El salón, alumbrado con una sola bugía, estaba tan oscuro, que cuando se alejaba paseando de la chimenea, no se le veía; únicamente se oía en las tinieblas el ruido de sus pasos: después venia lentamente hacia la luz, y su pálido semblante iba destacándose poco a poco de la oscuridad como un espectro. Lucila y yo nos dirigíamos algunas palabras en voz baja cuando se hallaba ni otro extremo del salón, y callábamos cuando se acercaba hacia donde nosotros estábamos. Al pasar junto a nosotros; nos decía: «¿De qué hablabais?» Lucila y yo enmudecíamos de miedo y él continuaba sus paseos. En lo restante de la velada, ninguna otra cosa turbaba el silencio del castillo, a excepción del ruido mesurado de sus pasos, los suspiros de mi madre y el zumbido del viento.
Cuando el reloj del castillo daba las diez, mi padre hacia alto, como si detuviera sus pasos el misma resorte que levantaba el martillo del reloj: sacaba en seguida el suyo de la faldriquera, le daba cuerda, cogía un grande candelero de plata, en el que ardía una gran bugía, entraba un momento en la torrecilla del este, volvía después con el candelero en la mano, y sé dirigía a su dormitorio, que, como he dicho, estaba en la torrecilla del Este, Lucila y yo salíamos a su encuentro, y le abrazábamos dándole las buenas noches; inclinaba hacia nosotros su enjuta mejilla sin responder ni una sola palabra, continuaba su marcha, y se retiraba a la torre, cuyas puertas oíamos cerrar después que entraba.
El talismán perdía entonces sus virtudes; mí madre, mi hermana y yo, transformados en estatuas por la presencia de mi padre, recobrábamos las funciones de la vida. Los primeros efectos de nuestro desencantamiento se manifestaban por un turbión de palabras: si el silencio nos había oprimido, también nos lo pagaba bien caro.
Así que pasaba aquel torrente de palabras, llamaba a la doncella, y conducía a mi hermana y a mí madre a su habitación. Antes de retirarme, me hacían mirar debajo de las camas, y detrás de las puertas, y registrar las chimeneas, la escalera, los pasadizos y los corredores inmediatos. Todas las tradiciones del castillo, referentes a espectros y ladrones seles venían a la memoria. Los habitantes de la aldea estaban muy persuadidos de que un cierto conde de Combourg que tenía una pierna de palo, y que había muerto hacia tres siglos, se aparecía en determinadas épocas, y de que lo habían encontrado en la escalera grande de la torrecilla; su pierna de palo se paseaba sola. También algunas veces con un gato negro.
Montboissier, agosto de 1817.
Mi torreón.
Estos cuentos se referían mientras se acostaban mi madre y mi hermana, quienes se metían en la cama muertas de miedo; yo me retiraba a lo alto de mi torreón, la cocinera entraba en la torre grande, y los criados bajaban a su subterráneo.
La ventana de mi aposento daba al patio interior; de día, la única perspectiva que se ofrecía a mis ojos, eran las almenas de la cortina de enfrente, en las cuales vegetaban algunas escolopendras y crecía un espino silvestre. Algunos vencejos, que durante el verano se metían chillando en los agujeros de las murallas eran mis únicos compañeros. Por la noche no veía mas que un corto pedazo de cielo y algunas estrellas. Cuando brillaba la luna, e iba descendiendo hacia el occidente, me lo revelaban sus rayos que penetraban en mi lecho a través de las grietas de la ventana. Los mochuelos que revoloteaban de un lado a otro, pasando y repasando entre la luna y yo, dibujaban en mis cortinas la sombra movible de sus alas. Relegado al sitio mus desierto del edificio, próximo a la abertura de las galerías, no perdía ni el mas imperceptible murmullo de las tinieblas. El zumbido del viento se parecía algunas veces al ruido que producirían los precipitados pasos de una persona, y podía equivocarse otras con lastimeros ayes; de repente y cuando estaba mas descuidado, crujía con violencia la puerta de mi aposento y exhalaban los subterráneos profundos gemidos; poco después iban espirando gradualmente todos estos rumores para volver a empezar de nuevo. A las cuatro de la mañana, la voz del señor del castillo que llamaba a su ayuda de cámara desde la entrada de las bóvedas seculares, llegaba a mis oídos como la del último fantasma de la noche. Aquella voz reemplazaba en mí la dulce armonía, al sonido de la cual despertaba a su hijo el padre de Montaigne.
La tenacidad del conde de Chateaubriand en obligar a un muchacho a dormir solo en lo alto densa torre, podía tener sus inconvenientes; pero esto redundaba, por el contrario, en provecho mío. Aquella manera violenta de tratarme me dio el valor de un hombre, sin quitarme esa sensibilidad de imaginación, de la cual se querría privar actualmente a la juventud. En lugar de tratar de convencerme de que no había aparecidos, se me obligó a desafiarlos. Cuando mi padre me decía con una sonrisa irónica, «¿Tendría miedo por ventura el caballero?» Hubiera sido capaz de acostarme con un difunto: cuando mi excelente madre me decía con dulzura, «Hijo mío, nada sucede en el mundo sin permisión de Dios; de consiguiente, siendo buen cristiano, nada tienes que temer de los malos espíritus» me tranquilizaba mejor que podrían hacerlo todos los argumentos de la filosofía. Mi triunfo fue tan completo, que los vientos de la noche que azotaban mi torre deshabitada, únicamente servían de juguete a mis caprichos, y de alas a mis sueños. Mi imaginación ardiente, que iba saltando de objeto en objeto, sin hallar pasto suficiente en ninguna parte, hubiera devorado el cielo y la tierra. He aquí el estado moral que es preciso describir ahora. Replegándome a mi juventud, voy a ver si puedo apoderarme de mi pasado, y mostrarme tal cual era entonces: época que quizás eche de menos a pesar de los tormentos que he sufrido.
Tránsito desde el estado de la infancia al del hombre.
No bien había regresado de Brest a Combourg, cuando se verificó en mí existencia una revolución; el niño había desaparecido, y se mostró en su lugar el hombre con sus goces pasajeros y sus disgustos perdurables.
Al principio, y mientras estaba aguardando a las pasiones, todo se convirtió en pasión en mí. Cuando, después de una comida silenciosa, durante la cual no me había atrevido A hablar, ni aun a comer siquiera, llegaba a escaparme, mis trasportes eran increíbles: no podía bajar la gradería de escalón en escalón, porque mi impaciencia me impelía a sallarlos todos de un golpe. Véame, pues, precisado a sentarme en el primero para dar tiempo a que se calmase mi agitación; pero así que llegaba al Patio Verde y a los bosques, principiaba a correr, saltar, bailotear y a regocijarme hasta que agotadas mis fuerzas, caía al suelo jadeando, y embriagado de locura y de libertad.
Mi padre solía llevarme consigo a caza algunas veces; la afición que llegué a tener a este entretenimiento era tan estrenada, que rayaba en delirio: todavía se me figura estar viendo el sitio en que maté la primera liebre. Muchas veces permanecía en otoño cuatro o cinco horas metido en agua hasta la cintura, por tirar las ánades que iban a posarse a la orilla de un estanque; hoy no puedo ver aun con sangre fría a un perro que se planta de muestra. Con todo, en mi primera afición a la caza, entraba por algo el deseo de independencia, saltar las zanjas, recorrer los campos, las marismas y los matorrales, y hallarme con una escopeta en un sitio desierto, es decir, con fuerza y soledad, era en mí una segunda naturaleza. Mis excursiones se alargaban tanto algunas veces, que quedaba imposibilitado de volver al castillo, y se veían precisados los guardas a traerme en una camilla improvisada con ramas de árboles.
Sin embargo, el placer de la caza no me satisfacía completamente: agitáname un vago deseo de felicidad que no alcanzaba a regular ni a comprender; mi corazón y mi espíritu acababan de formarse como dos templos vacios, sin altares y sin víctimas: todavía se ignoraba a qué dios se adoraría en ellos. Entre tanto seguía creciendo al lado de mi hermana Lucila; nuestra amistad constituía las delicias de nuestra vida.
Lucila.
Lucila era alta, y de una belleza notable, aunque grave al mismo tiempo. Sus largos cabellos negros, hacían resaltar la palidez de su semblante: sus miradas llenas de fuego unas veces, y melancólicas otras, se elevaban al cielo, o vagaban en torno suyo. Su continente, su voz, su sonrisa y su fisonomía revelaban su genio sufrido e inclinado a la contemplación.
Lucila y yo éramos enteramente inútiles el uno para el otro. Cuando hablábamos del mundo, nos referíamos al que teníamos delante, que se parecía muy poco al mundo verdadero. Ella veía en mí a su protector, y yo la consideraba como una amiga. Frecuentemente se apoderaban de su imaginación pensamientos siniestros, que yo no lograba disipar sino a fuerza de mucho trabajo: a los diez y siete años deploraba la pérdida de los años de su juventud, y quería sepultarse en un claustro. Todo la era indiferente, o la causaba penas y sentimientos: una expresión que interpretaba a su modo, o una quimera que se forjaba en su imaginación, la atormentaban meses enteros. Muchas veces la he visto, con un brazo echado sobre su cabeza, permanecer horas enteras inmóvil e inanimada en un profundo arrobamiento: cuando se retiraba al fondo de su corazón, no daba ninguna señal exterior de vida, ni se veían las palpitaciones de su seno. Su actitud, su melancolía y su severa belleza, la daban el aire de un genio fúnebre. Yo intentaba entonces consolarla, y a los pocos momentos era presa también de una desesperación inexplicable.
Lucila tenía estrenada afición a leer a solas al anochecer en un libro devoto: su oratorio predilecto era la encrucijada de dos caminos campestres, donde había una cruz de piedra, y un álamo cuya cima se elevaba al cielo como la aguja de un campanario. Mi devota madre encantada con la conducta de su hija, decía que esta le representaba a una cristiana de la primitiva iglesia, rezando las estaciones conocidas con el nombre de Lauros.
La concentración del alma producía en el espíritu de mi hermana efectos extraordinarios: cuando dormía tenía sueños profundos, cuando estaba despierta parecía que se hallaba abierto ante sus ojos el libro del porvenir. En una meseta de la escalera de la torre había una péndola que marcaba el tiempo en silencio: Lucila iba a sentarse en sus insomnios en uno de los escalones, se colocaba al frente del reloj, y miraba la muestra a la luz de su lámpara que dejaba en el suelo. Cuando las dos agujas, unidas a media noche, daban a la luz, como resultado de su formidable maridaje, la hora de los crímenes y de los desórdenes, Lucila oía ciertos rumores que la revelaban muertes lejanas. Hallándose en Paris algunos días antes del 10 de agosto con mis otras tres hermanas que Vivian junto al convento del Carmen, fijó la vista en un espejo, y exclamó dando un penetrante grito: «Acabo de ver entrar a la muerte.» En los espesos bosques de la Caledonia, Lucila hubiera sido una de esas mugeres celestiales de Walter Scott, dotadas de segunda vista: en los matorrales de la península armoricana, no era mas que una solitaria de prodigiosa belleza, de genio, y perseguida por la desgracia.
Primer soplo de la musa.
La vida que hacíamos en Combourg mi hermana y yo, aumentaba la exaltación de nuestra alma y de nuestro carácter. Nuestra principal diversión consistía en pasearnos por el lado del grand Mail, en la primavera sobre un tapiz de velloritas, en otoño sobre un lecho de hojas secas, y en invierno sobre un manto de nieve bordado con la huella de los pájaros, de las ardillas, y de los armiños. Jóvenes como las velloritas, tristes como las hojas secas, y puros como la nieve recién caída, los objetos que constituían nuestro recreo armonizaban con nosotros.
En uno de estos paseos Fue, cuando oyéndome hablar Lucila con entusiasmo de la soledad, me dijo: «Tú deberías pintar todo esto.» Esta palabra me reveló la musa; encendió mi alma un soplo divino, y empecé a hablar en verso, como si hubiese sido mi idioma natural: día y noche los pasaba cantando mis placeres, es decir, cantando mis bosques y mis valles: recuerdo que hice una porción de idilios, o cuadros de la naturaleza 21. He escrito en verso mucho tiempo antes que en prosa. Mr. de Fontanés decía, que yo había recibido ambos instrumentos.
¿Ha brillado después en mí aquel talento que me prometía la amistad? ¡Cuántas cosas he esperado en vano! Un esclavo, en el Agamenón de Eschylo, fue colocado de centinela en lo alto del palacio de Argos; sus ojos tratan de descubrir la convenida señal del regreso de las naves; canta para hallar algún solaz en sus vigilias, pero las horas vuelan, se ocultan los astros, y la antorcha, entre tanto no brilla. Cuando después de muchos años, apareció su luz tardía sobre las olas, el esclavo se hallaba encorvado ya bajo el peso del tiempo; nada le resta que hacer mas que recoger las desgracias, y el coro le dice: «Que un anciano es una sombra que vaga errante a la claridad del día.»
Manuscrito de Lucila.
En los primeros encantos de mi inspiración, invité a Lucila a que me imitara, y pasábamos los días consultándonos mutuamente, y comunicándonos lo que habíamos hecho y lo que pensábamos hacer. Emprendíamos juntos algunas obras, y guiados por nuestro propio instinto traducíamos los mas bellos y los mas tristes pasajes de Job y de Lucrecio sobre la vida; el Taedet animam meam vitae meae, et Homo natus de muliere, el Tum porro puer, ut saevis projectus ab undis navita, etc. Los pensamientos de Lucila, no; eran mas que sentimientos, que salían de su alma con dificultad; pero cuando conseguía expresarlos no había nada mas sublime. Ha dejado unas treinta páginas manuscritas, que no pueden leerse sin sentir una emoción profunda. La elegancia, la suavidad, el idealismo, y la sensibilidad apasionada de estas páginas, ofrecen una mezcla del genio griego y del germánico.
La aurora.
«¡Qué dulce claridad acaba de iluminar el Oriente! ¿Es acaso la joven Aurora que entreabre al mundo sus hermosos ojos cargados aun con la languidez del sueño? ¡Date prisa, encantadora diosa! deja el tálamo nupcial, y viste el traje de purpura: reténgalo entre sus nudos un muelle cinturón que no oprima sus delicados pies calzado de ninguna especie: que no profane adorno alguno sus lindas manos destiladas a entreabrir las puertas del día. Pero ya veo que te vas levantando sobre una colina umbrosa. Tus cabellos de oro caen en húmedos bucles sobre tu sonrosado cuello. Tu boca exhala un aliento puro y perfumado, ¡Tierna deidad! la naturaleza entera sonríe a tu presencia: tú sola viertes lágrimas, y nacen las flores.»
A la luna.
«¡Casta diosa! diosa tan pura, que ni aun las rosas de pudor se mezclan a tus tiernos resplandores, yo me atrevo a tomarte por confidente de mis sentimientos. Yo tampoco tengo, como tú, por qué ruborizarme de mi propio corazón. Pero el recuerdo del juicio injusto y obcecado de los hombres, cubre a veces mi frente de nubes, como suele estarlo también la tuya. Los errores y las miserias de éste mundo me inspiran mis sueños, lo mismo que a ti. Pero mas feliz que yo, tú, ciudadana de los cielos, conservas siempre la serenidad; las tempestades y borrascas que se elevan de nuestro globo, no alcanzan a tu pacífico disco. Amable diosa, en cuya contemplación se recrea mi tristeza, vierte tu frio reposo sobre mi alma.»
La inocencia.
«Hija del cielo, amable inocencia, si me atreviese a hacer una débil pintura de algunos de tus rasgos, diría que ocupas el lugar de la virtud en la infancia, el de la prudencia en la primavera de la vida, el de la belleza en la vejez, y el de la felicidad en el infortunio: que extraña a nuestros errores, no viertes mas que lágrimas llenas de pureza y que tu sonrisa es celestial. ¡Bella inocencia! ¿Temblarías tú aun cuando te vieses rodeada de peligros, y aun cuando te asestase sus tiros la envidia? ¿tratarías de sustraerte, modesta inocencia, a los peligros que te amenazan? No; yo te estoy viendo, en pie, dormida, y con la cabeza apoyada sobre un altar.»
Mi hermano concedía algunas veces cortos instantes a los ermitaños de Combourg, y solía traer conmigo un joven consejero del parlamento de Bretaña, a Mr. de Malfilátre, primo del infortunado poeta de este nombre. Yo creo que Lucila concibió, sin saberlo, una pasión secreta hacia este amigo de mi hermano, y que aquella pasión sofocada era el origen de la melancolía de mi hermana: Lucila adolecía además de la misma manía que Rousseau, aunque no tenía su orgullo: estaba en la creencia de que todo el mundo se había conjurado contra ella. Vino a París en 1789 en compañía de aquella hermana Julia, cuya pérdida ha deplorado con una ternura que rayaba en lo sublime. Todos cuantos la conocieron la admiraron, desde Mr. de Malesherbes, hasta Champfort. Habiéndose lanzado en las criptas revolucionarias en Rennes, estuvo a riesgo de ser encerrada en el castillo de Combourg, convertido en calabozo durante el terror. Después de libertarse de ser conducida a una prisión, casó con Mr. de Caud, del cual quedó viuda al año de su casamiento. Cuando regresé de mi emigración, volví a ver a la amiga de mi infancia: mas adelante diré cómo desapareció, y cuánto plugo a Dios afligirme por este motivo.
Vallée-aux-Loups, noviembre de 1817.
Ultimas líneas escritas en la ValIée-aux-Loups.— Revelación sobre el misterio de mi vida.
Acabo de regresar de Montboissier, y he aquí las últimas líneas que trazaré en mi ermita; fuerza es abandonarla, llevando grabado en mi corazón el recuerdo de estos hermosos adolescentes, que principiaban ya a ocultar y coronar a su padre entre sus espesas filas. Ya no veré mas la magnolia que prometía su rosa a la tumba de mi Floridiana, el pino de Jerusalén y el cedro del Líbano consagrados a la memoria de Gerónimo, el laurel de Granada, el plátano de la Grecia, ni la encina de la Armórica, al pie de los cuales pinté a Blanca canté a Cymodocea, e inventé a Velleda. Estos árboles que han nacido y crecido con mis meditaciones, y que eran las hamadryades, van a pasar al imperio de otros: ¿los amará su nuevo dueño como yo los amaba? Tal vez los dejará perecer; ¿quién sabe si hasta los echará por tierra? Ya no debo conservar nada sobre este suelo. Al dar mi postrer adiós a los bosques de Aulnay, no podrá menos de ocurrirse a mi memoria mi última despedida a los bosques de Combourg.
El gusto que Lucila me inspiró hacia la poesía vi no a producir en mí los mismos efectos que el aceite arrojado al fuego. Mis sentimientos adquirieron un nuevo grado de fuerza; cruzó por mi espíritu un vanidoso deseo de renombre; creí un instante en mi talento; pero habiendo recobrado pronto una justa desconfianza de mí mismo, principié a dudar de él como he dudado siempre. Empecé a considerar mi trabajo como una mata tentación, y quería mal a Lucila por haber hecho nacer en mí una inclinación desgraciada; cesé de escribir, y me puse a llorar mi gloria venidera como otro pudiera llorar la pérdida de sus pasadas glorias.
Vuelto a mi primera ociosidad, sentí ahora mucho mas que antes lo que faltaba a mi juventud; yo era un misterio para mí mismo. No podía ver una mujer sin turbarme, y me ruborizaba si ella me dirigía la palabra. Mi excesiva timidez con todo el mundo era tan grande cuando estaba entre el bello sexo, que hubiera preferido cualquier tormento al hallarme a solas con una mujer; pero inmediatamente que esta ge separaba de mi lado, principiaba a llamarla con todas mis fuerzas. Las descripciones de Virgilio, de Tibulo y de Massillon, se presentaban clara y distintamente a mi memoria; pero la imagen de mi madre y hermana hacia mas espesa el velo que la naturaleza trataba de descorrer, abriéndolo todo con su pureza: la ternura filial y fraternal engañaba mis ideas acerca de otra ternura menos desinteresada. Si me hubieran entregado las esclavas mas hermosas de un serrallo, no hubiera sabido qué pedirles. La casualidad vino a ilustrarme sobre este punto.
Un vecino del dominio de Combourg vino al castillo con su mujer, que era muy linda, a pasar algunos días con nosotros. No me acuerdo que cosa ocurrió repentinamente en la aldea, que todo el mundo se encaminó corriendo a la ventana para enterarse de lo que sucedía. Yo llegué el primero de todos, y sintiendo detrás de mi los pasos de la forastera, me volví hacia ella, deseando cederle el sitio; pero me cerró involuntariamente el paso, y me sentí oprimido entre ella y la ventana. Ignoro lo que pasó entonces en mi interior.
Desde aquel momento entreví que el amar y ser amado de una manera que era para mí desconocida, debía ser la suprema felicidad. Si yo hubiese hecho lo que hacen lo demás hombres, bien pronto hubiera conocido los placeres y las penas de la pasión, cuyo germen encerraba mi pecho; pero todo tomaba en mi un carácter extraordinario. El ardor de mi imaginación, mi timidez y soledad fueron causa de que en lugar de demostrar mis pensamientos, me replegase sobre mí mismo; a falta de un objeto real, evoqué con el poder de mis vagos deseos, un fantasma, que no me abandonó jamás. No sé si la historia del corazón humano ofrece otro ejemplo de esta naturaleza.
Fantasma de amor.
Yo me formé a mi antojo una mujer, de todas cuantas había conocido: tenía el talle, el cabello y la sonrisa de la forastera que me oprimió contra su seno, y le di los ojos de una joven de la aldea, y la frescura de otra. Los retratos de las grandes señoras del tiempo de Francisco I, de Enrique IV y de Luis XIV, que adornaban el salón, me proporcionaron algunos otros rasgos, y había ido a hartar gracias hasta a los cuadros de las vírgenes suspendidos en las iglesias.
Esta encantadora me seguía invisible a todas partes; hablaba con ella como con un ser real, y la variaba a medida de mi capricho. Aphroditis sin velo, Diana vestida de azul y rosa. Talía con su mascara risueña, y Hebé con la copa de la juventud, venia a ser frecuentemente una hada que la naturaleza había sometido a mi voluntad. A cada paso estaba retocando mi lienzo y quitaba a mi deidad una de sus gracias para reemplazarla con otra. Algunas veces cambiaba también sus adornos, tomándolos prestados de todos los países, de todos los siglos, de todas las artes y de todas las religiones. Después, cuando había hecho una obra maestra, esparcía de nuevo mis dibujos y mis colores, mi mujer única se transformaba en una multitud de mugeres, en las que idolatraba por separado los encantos que había adorado en conjunto.
Pygmaleon estuvo menos enamorada de su estatua; traíame, sin embargo bastante inquieto el modo de agradar a la mía. No reconociendo en mí mismo nada de lo que era preciso para ser amado, me prodigaba todo aquello que me hacia falta. Montaba a caballo como Castor y Polux; pulsaba la lira como Apolo; Marte manejaba sus armas con menos fuerzas y destreza que yo; convertíame en héroe de novela o de historia, y ¡cuántas ficticias aventuras no aglomeraba sobre estás ficciones! Las sombras de las hijas de Morven, las sultanas de Bagdad y de Granada, las castellanas de las antiguas viviendas feudales, baños, perfumes, danzas, delicias del Asia, todo me lo apropiaba por medio de una varita magnetizada.
He aquí una joven reina, que viene adornada con diamantes y flores (esta era siempre mi sílfide); que me busca a media noche, al través de los jardines de naranjos, en las galerías de un palacio bañada por las olas del mar, situado en las embalsamadas playas de Nápoles o de Messina, bajo un cielo de amor, que el astro de Endymion ilumina con su luz: estatua animada de Praxiteles, avanza por entre sus estatuas inmóviles, los pálidos cuadros, y los frescos silenciosamente blanqueados por los rayos de la luna: el leve rumor de sus pasos sobre los mosaicos de los mármoles, se mezcla con el murmullo insensible de los campos de la oleada. Vémonos rodeados de amaranto por todas partes. Yo me precipito a los pies de la soberana de Enna, y las sedosas ondas de su suelta diadema vienen a acariciar mi frente cuando inclina sobre mi rostro su cabeza de diez y seis años, y cuando sus manos se posan sobre mi seno palpitante de respeto y de voluptuosidad.
Cuando al salir de estos ensueños, me volvía a encontrar hecho un pobre bretoncillo oscuro, sin gloria, sin belleza, sin talentos, que no atraería las miradas de nadie, que pasaría ignorado, y a quien ninguna mujer amaría jamás, se apoderaba de mí la desesperación; y no osaba levantar los ojos sobre la brillante imagen que yo traía en seguimiento de mis pasos.
Dos años de delirio.— Ocupaciones y quimeras.
Este delirio le tuve dos años enteros, durante los cuales llegaron las facultades de mi alma al mas alto grado de exaltación. Yo hablaba poco, y dejé de hablar; solía estudiar también, y abandoné los libros: mi inclinación a la soledad se redobló entonces. Tenía todos los síntomas de una pasión violenta; mis ojos se iban hundiendo, y enflaquecía por grados; no dormía, estaba distraído, triste, enardecido y huraño. Mis días se deslizaban de una manera salvaje, rara, insensata, y sin embargo llena de delicias.
Al Norte del castillo había un arenal inculto sembrado de piedras druídicas, en una de las cuales iba a sentarme al ponerse el sol. Las doradas cimas de los bosques, el esplendor de la tierra, y la estrella crepuscular, que centelleaba al través de las nubes volvían a traerme mis ilusiones. Hubiera querido gozar de este espectáculo con el objeto ideal de mis ansias. Seguía con mi pensamiento al astro del día, y le fiaba la conducción de mi deidad, para que la presentase radiante como él al universo, y recogiese sus homenajes. El viento de la tarde que rompía la redecilla tendida por el insecto sobre la punta de las yerbas, y la alondra que se posaba sobre un canto, me devolvía la realidad: entonces dirigía mis pasos hacia el castillo, con el corazón oprimido y abatido el semblante.
En verano, cuando había tempestad, me subía a lo alto de la gran torre del Oeste. El trueno que retumbaba por encima de los caballetes del castillo, los torrentes de lluvia que caían haciendo un ruido sordo, los techos piramidales de las torres, y el relámpago que surcaba la nube, y marcaba con su llama eléctrica las veletas de metal, oscilaban mi entusiasmo, llamaba al rayo como lsmen sobre las murallas de Jerusalén, porque esperaba que me traería a mí Armida.
¿Y cuándo estaba el tiempo sereno? entonces atravesaba el grand Mail, al rededor del cual había unas praderas corladas por setos de sauces. En uno de estos sauces había hecho un asiento que venia a ser una especie de nido, y allí aislado entre el cielo y la tierra, pasaba horas enteras con las silvias: mi ninfa estaba a mi lado. También asociaba su imagen a la belleza de aquellas noches de primavera impregnadas de la frescura del rocío, de los suspiros del ruiseñor y del murmullo de las brisas.
Otras veces, siguiendo mi camino desamparado, una onda alomada con sus plantas ribulares, escuchaba los rumores que salen de los sitios no frecuentados; aplicaba el oído a cada árbol; creía oír cantar en los bosques a la claridad de la luna; quería repetir estos placeres, y espiraban las palabras en mis labios. Sin saber cómo, volvía a encontrar a mi diosa en los acentos de la voz, en la vibración de las cuerdas de una harpa, y en los sonidos aterciopelados o líquidos de una trompa o de una armónica. Seria demasiado largo el referir los viajes que hacia con mi flor de amor; como visitábamos mano a mano las ruinas célebres. de Venecia, Roma, Atenas, Jerusalén, Memphis y Cartago; como atravesábamos los mares; cómo pedíamos la felicidad a las palmeras de Otahiti, y a los bosques embalsamados de Amboina y de Tidor; cómo íbamos a despertar a la aurora a la cima del Himalaya, cómo bajábamos los ríos santos cuyas esparcidas ondas circuyen las pagodas con bulas de oro: y como dormíamos, por último en las orillas del Ganges, mientras que el bengalí, perchado sobre el mástil de una cama de bambú cantaba su barcarola indiana.
La tierra y el cielo eran para mí como sino existieran; habíame olvidado especialmente del último; pero si yo no le dirigía mis votos, escuchaba en cambio la voz de mi secreta miseria, porque yo sufría, y mis padecimientos equivalen a las plegarias.
Mis diversiones en el otoño.
Cuanto mas triste era la estación, mas en armonía estaba conmigo: el tiempo de los hielos entorpece las comunicaciones, y deja aislados por consiguiente a los habitantes de los campos: entonces nos solemos encontrar mas al abrigo de los hombres.
Las escenas del otoño participan de cierto carácter moral; aquellas hojas, que caen como nuestros años; aquellas flores que se marchitan como nuestras horas; aquellas nubes que huyen como nuestras ilusiones; aquella luz que se debilita como nuestra inteligencia, aquel sol que se entibia cómo nuestros amores; y aquellos ríos que se congelan como nuestra vida, tienen relaciones secretas con nuestros destinos.
Yo veía con un placer extraordinario la vuelta de la estación de las tempestades, el tránsito de las palomas torcaces y de los cisnes, y la reunión de los grajos en la pradera del estanque para ir a encaramarse a la entrada de la noche sobre las mas altas encinas del grand Mail. Cuando se elevaba por la noche un vapor azulado en las encrucijadas de los bosques, y los ayes, o las canciones lastimeras del viento se oían en las dobladas puntas de los árboles, entraba yo en plena posesión de las simpatías de mi naturaleza. Si encontraba algún labrador en el extremo de un barbecho, me detenía para mirar a este hombre que había brotado a la sombra de las espigas, entre las cuales debía ser segado, y cuyo sudor ardiente se mezclaba con las heladas lluvias del otoño, cuando revolvía la tierra de su tumba con la reja del arado: el surco que iba abriendo, era el monumento destinado a sobrevivirle. ¿Qué hacia entretanto mi elegante demonio? Trasportábame por medio de su magia a las orillas del Nilo, mostrábame la pirámide egipcia sumergida en la arena, como el surco armoricano estaba oculto algún día bajo los matorrales: yo me aplaudía el haber colocado los ilusorios cuentos de mi felicidad fuera del círculo de las realidades humanas.
Por la noche me embarcaba en el estanque y conducía yo solo mi batel por entre los juncos y las anchas hojas flotantes de nenúfar. Allí se reunían también las golondrinas, para irse a invernar a otras regiones:
Yo no perdía ni el mas imperceptible de sus cánticos; Tavernier, cuando era niño, escuchaba con menos atención las relaciones de un viajero. A la caída del sol, jugueteaban sobre el agua, perseguían los insectos, se lanzaban reunidas al espacio, como para probar sus alas, precipitábamos después hasta rozarse con la superficie del lago, e iban a posarse en seguida sobre las cañas, que apenas encorvaba su peso, y que se impregnaban de sus confusos cánticos.
Encantamiento.
Caía la noche: las cañas agitaban sus campos de ruecas y espadas, entre las que dormían en silencio la caravana volátil, las pollas de agua, las cercetas, las arbelas, y las gallinetas ciegas: el lago batía sus orillas; las voces imponentes del otoño salían de las marismas y de los bosques; yo amarraba mi batel y regresaba al castillo. Daban las diez. No bien me había retirado a mi aposento, cuando, abriendo mi ventana y fijando mis miradas en el cielo, empezaba mi encanto. Remontábame en brazos de mi maga sobre las nubes: envuelto entre sus cabellos y sus velos, iba a merced de las tempestades, a agitar las cimas de los bosques, a conmover las crestas de las montañas o a levantar torbellinos en los mares. Ora me balancease en el espacio, ora descendiese del trono de Dios a las puertas del abismo, los mundos estaban entregados al poder de mis amores. En medio del desorden de los elementos, casaba con embriaguez el pensamiento del placer con el del peligro. Los soplos del aquilón me traían únicamente los suspiros de la voluptuosidad; el ruido de la lluvia me invitaba a entregarme al sueño sobre el seno de una mujer. Las palabras que a esta dirigía, hubieran sido bailantes para devolver a la vejez el fuego de la juventud, y para enardecer el inanimado mármol de las tumbas. Ignorándolo todo, y sabiéndolo todo, virgen y amante a la vez, Eva inocente y Eva culpable; la encantadora que me traía vuelto el juicio era una mezcla de misterios y de pasiones: yo la colocaba sobre un altar, y la tributaba mi adoración. El orgullo de ser amado de ella daba a mi amor nuevos quilates. Cuando la veía andar, me precipitaba a sus pies para que me pisoteara o para besar sus huellas. Turbábame al ver su sonrisa; el eco de su voz me hacia temblar, y me estremecía cuando tocaba lo que ella había tocado. El hálito que exhalaba su húmeda boca penetraba hasta la médula de mis huesos, y corría por mis venas en lugar de sangre. Una sola de sus miradas me hubiera hecho volar del uno al otro extremo de la tierra; ¡qué desierto no hubiera bastado con ella a mi amor! A su lado, se hubiera convertido en palacio para mi el antro de los leones, y hubiesen sido demasiado cortos dos millones de siglos para apagar el fuego que me abrasaba el alma.
Este furor iba acompañado de una idolatría moral: gracias a otro giro de mi imaginación, aquella Phryné que me estrechaba en sus brazos, era también para mí la gloria, y el honor especialmente; la virtud cuando pone en práctica sus nobles sacrificios, y el genio cuando produce el mas extraordinario pensamiento, apenas podrían dar una idea de otra especie de felicidad. Mi creación maravillosa me proporcionaba a la vez todos los halagos de los sentidos, y todos los goces del alma. Abrumado y sumergido en cieno modo por estas dobles delicias, no sabia ya cuál era mi verdadera existencia era hombre y no lo era, creíame a veces una nube, el viento, el ruido; era un puro espíritu un ser aéreo que cantaba la suprema felicidad. Despojábame de mi humana naturaleza para fundirme con la hija de mis deseos, para transformarme en ella, para tocar mas íntimamente la belleza, para ser a un tiempo la pasión dada y recibida, el amor y el objeto del amor.
De repente, y notando mi locura, me precipitaba sobre mi colcha, me envolvía en mi dolor, y regaba mi lecho de hirvientes lágrimas, que nadie veía, y que corrían miserables por una nada.
Tentación.
A los pocos instantes y siéndome insoportable la permanencia en mi aposento, bajaba al través de las tinieblas, abría furtivamente la puerta de la gradería como si fuera un asesino, y me iba a vagar errante por el gran bosque.
Después de haber caminado algún tiempo a la aventura, agitando mis manos, y abrazando los vientos que se me escapaban como la sombra que era objeto de mis persecuciones, me apoyaba en el tronco de una haya: miraba a los cuervos que huían volando del árbol a que yo me acercaba para posarse en otro, o la luna que derramaba su pálida luz, sobre las peladas cimas de los árboles: de buen grado hubiera querido habitaren aquel mundo muerto donde se reflejaba la palidez del sepulcro. No sentía la humedad niel frio de la noche; el mismo hálito glacial del alba no hubiera conseguido sacarme del fondo de mis pensamientos si no hubiese llegado entonces a mis oídos el eco de la campana de la aldea.
En la mayor parte de los lugarcillos de la Bretaña se toca a difunto a la venida del día. Este toque compuesto de tres notas repetidas, viene a formar un aire monótono melancólico y campestre. A mi alma herida y enferma nada cuadraba mejor que el ser restituida ¿las tribulaciones de la existencia por la campana que anunciaba su fin. Representábame en mi imaginación al pastor que había espirado en su cabaña desconocida, y cuyo cadáver iba a ser depositado después en un cementerio no menos ignorado: ¿qué misión fue la de este hombre sobre la tierra? ¿Qué hacia yo mismo en este mundo? Puesto que debía emigrar de él, ¿no valía mas partir con el fresco de la mañana y llegar a buena hora, que terminar el viaje abrumado bajo el peso y el calor del día? Asomose a mi rostro el carmín del deseo, y la idea de no ser despertó en mi corazón un gozo súbito. En tiempo de los errores de mi juventud he deseado muchas veces no sobrevivir a la felicidad: había en el primer triunfo una dicha tan grande, que me hacia aspirar a la destrucción.
Ligado cada vez mas fuertemente a mi fantasma, y no pudiendo gozar de lo que no existía, mi estado era muy parecido al de esos hombres mutilados que suenan bellezas imposibles para ellos, y que se crean un sueno ilusorio, cuyos placeres igualan a los tormentos del infierno. Aquejábame además el presentimiento de las miserias de mi futuro destino, y era tan ingenioso en forjarme padecimientos, que me había colocado entre dos desesperaciones: creíame unas veces un ser nulo e incapaz de elevarme sobre los hombres vulgares al paso que otras me parecía poseer algunas prendas que no serian apreciadas jamás. Predecíame no secreto instinto, que a medida que fuera avanzando en el mundo no encontraría nada de lo que buscase.
Todo contribuía a acrecentar la amargura de mis disgustos. Lucila era desgraciada; mi madre no me prodigaba ningún consuelo, y mi padre me hacia experimentar los grandes terrores de la vida. Su melancólico humor iba en aumento con la edad; la vejez roía su alma como su cuerpo, y me espiaba constantemente para regañarme. Cuando al volver de mis salvajes excursiones, lo veía sentado sobre la gradería, me hubiera dejado matar antes que entrar en el castillo. Pero esto no era mas que dilatar mi suplicio: precisado a presentarme a la hora de cenar, me sentaba desconcertado al borde de mi silla, con las mejillas golpeadas por la lluvia, y el cabello en desorden. Abrumado por las miradas de mi padre, me quedaba inmóvil y bañaba mi frente un sudor copioso: escapóseme al fin la última de la razón.
Al llegará esta parte de mis memorias; necesito hacer un esfuerzo para confesar mi debilidad. El hombre que atenta contra sus días, da menos pruebas del vigor de su alma, que del desfallecimiento de su naturaleza.
Tenia yo una escopeta de caza, cuyo fiador estaba tan usado, que no ofrecía ninguna garantía: cierto día la cargué con tres balas y me dirigí a un sitio retirado del grand Mail. Cuando llegué a él, amartillé la escopeta, introduje el extremo del cañón en mi boca, di tres golpes en el suelo con la culata, repetí esta prueba reiteradas veces, y sin embargo no salió el tiro: la llegada de un guarda suspendió mi resolución. Fatalista sin querer, y sin saberlo, supuse que mi hora no había llegado aun, y dejé para otro día la ejecución de mi proyecto. Si me hubiese dado entonces la muerte, todo cuanto he sido me hubiera acompañado al sepulcro; nadie habría tenido noticia de la causa que me había impelido a mi catástrofe; hubiera aumentado el número de los infortunados, y no me hubiera hecho seguir por el rastro de mis penas: como un herido por el rastro de su sangre.
Aquellos, cuya razón se turbe al leer esta descripción, y se sientan inclinados a imitar mis locuras, así como los que me conserven en su memoria por mis quimeras, deben tener presente que les habla la voz de un muerto. Lector, a quien no conoceré jamás, todo ha concluido; ya no queda de mí otra cosa que lo que soy en manos del Dios vivo que me ha juzgado.
Enfermedad.— Temo y rehusó abrazar el estado eclesiástico. —Proyecto de viaje a las Indias.
Una enfermedad, fruto de mí desordenada vida, puso fin a los tormentos, de los cuales procedieron las primeras inspiraciones de la musa, y los primeros ataques de las pasiones. Aquellas pasiones que ma destrozaban el alma, aquellas pasiones vagas aun, se parecían a las tempestades que afluyen de todos los puntos del horizonte: piloto inexperto, no sabia por que lado había de presentar la vela a los vientos indecisos. Hinchóseme el pecho, y se apoderó de mí la fiebre; enviaron a buscar a Bazouches, pequeña ciudad distante cinco o seis leguas de Combourg, un excelente médico llamado Cheftel, cuyo hijo representó un papel importante en el asunto del marqués de la Rouerie 22. Después de examinarme atentamente me recetó algunos remedios, y declaró, que ante todo era preciso que me hiciesen cambiar de método de vida.
Seis semanas estuve de peligro. Mi madre vino una mañana a sentarse al borde de mi cama, y me dijo: «Tiempo es ya que te decidas a tomar estado; tu hermano tiene el encargo de obtener para ti un beneficio: para antes de entrar en el seminario, es preciso que consultes detenidamente tu vocación; porque si bien deseo que abraces el estado eclesiástico, prefiero mil veces que seas seglar, que no un sacerdote escandaloso.»
Después de las anteriores líneas, fácilmente podrá inferirse si la proposición de mi madre era o no oportuna. En las situaciones mas graves de mi vida, siempre se me ha ocurrido rápidamente aquello que debía evitar; un impulso de honor es el móvil de mi conducta, Simple sacerdote me creía puesto en ridículo; obispo, la dignidad del sacerdocio me parecía imponente, y retrocedía con respeto ante el altar. Y dado caso que me decidiera por lo último, ¿trataría de hacer esfuerzos para adquirir las virtudes de un prelado, o debía limitarme a ocultar mis vicios? Me sentía muy débil para abrazar el primer partido, y demasiado franco para optar por el segundo. Aquellos que me tachan de ambicioso e hipócrita, me conocen muy mal: yo no haré fortuna en el mundo, precisamente porqué me faltan un vicio y una pasión: la ambición y la hipocresía. Lo primera podría existir en mí cuando mas, como, hija del amor propio ofendido: en ocasiones dadas podría desear ser ministro del rey para reírme de mis enemigos; pero a las veinte y cuatro horas arrojaría mi cartera y mi corona por el balcón.
Dije, pues, a mi madre que no tenía una vocación decidida por el estado eclesiástico. Era ya la segunda vez que variaba de proyecto: antes no había querido ser marino, y ahora me negaba a ser sacerdote. Restábame la carrera militar, a la que tenía bastante afición, ¿pero cómo soportar la pérdida de mi independencia, y la dureza de la disciplina europea? Para conciliar ambos extremos, discurrí un medio original: indiqué a mi padre que iría de muy buen grado al Canadá a roturar sus bosques, o a las Indias, a servir en los ejércitos de los príncipes del país.
Por uno de esos contrastes, que suelen hallarse en todos los hombres, mi padre, tan razonable en todo lo demás, no daba nunca una desfavorable acogida a cualquier proyecto aventurero. Contentose, pues, con reprender a mi madre por mi versatilidad, y se decidió por mi viaje a las Indias. Enviáronme al efecto a Saint-Malo, donde algunos buques hacían sus preparativos para partir a Pondichery.
Un momento en mi ciudad natal.— Recuerdo de Villeneuve y de las tribulaciones de mi infancia.— Vuelvo a ser llamado a Combourg.— Ultima entrevista con mi padre.— Entro en el servicio.— Me despido de Combourg.
Dos meses habían trascurrido, cuando volví a hallarme solo en mi isla materna: la Villenueve acababa de morir. Al ir a llorarla al pie del desierto y miserable lecho donde espiró, vi el carricoche de mimbre donde aprendí a andar sobre este triste globo. Figurábame que estaba viendo a mi antigua nodriza, mirando desde su lecho con amortiguados ojos mis andaderas: este primer monumento de mi vida en presentía del último de la de mi segunda madre, la idea de las plegarias que dirigía al cielo la Villeneuve por la felicidad de su hijo de leche, al dejar el mundo, aquella prueba de un cariño tan constante, tan desinteresado, tan puro, me destrozaban el corazón, y me hacían verter lágrimas de ternura, de sentimiento y de gratitud.
Por lo demás, nada existía ya de mi pasado en Saint-Malo: en vano buscaba en el puerto los navíos, cuyas cuerdas eran mi recreo en otro tiempo: todos habían partido, o sido hechos pedazos: la casa en que vivía estaba trasformada en posada. Casi tocaba aun mi cuna, y sin embargo ya había pasado todo un mundo. Extraño en los lugares de mi infancia, todos preguntaban quién era, y me desconocían, sin otra causa, que la de haberse elevado mi cabeza algunas líneas del suelo, hacia el cual se inclinará nuevamente dentro de pocos años. ¡Cuántas veces, y cuán rápidamente cambiamos de existencia y de ilusión! A los amigos que nos dejan, suceden otros nuevos; nuestros vínculos varían también; constantemente alcanzamos una época en la que no poseemos nada de lo que poseíamos, ni tenemos nada de lo que tuvimos. El hombre no tiene una sola e idéntica vida, sino que tiene muchas distintas entre sí, en esto estriba su miseria.
Falto entonces de un amigo que me acompañara, me paseaba solo por las orillas del mar, que presenciaron mis castillos de arena. Campos ubi Troia fuit. Al recorrer la desierta playa, las arenas abandonadas del flujo de las olas me ofrecían la imagen de esos espacios desolados, que dejan las ilusiones al retirarse, en torno de nosotros. Mi compatriota Abelardo había contemplado como yo a aquel mar, hace ocho cientos años, pensando en su Eloísa; había presenciado también la desaparición de los buques (ad horizontis undas), y su oído, así como él mío, había escuchado el unísono ruido de las olas. Distraído algunas veces con los funestos pensamientos que había traído de los bosques de Combourg, me exponía a ser arrebatado por la oleada. El cabo llamado La varde, era el término de mis correrías: sentado en el extremo del mismo, y entregado a las mas amargas meditaciones, recordaba que aquellas rocas me habían ocultado durante las ferias, y que había devorado en ellas mis lágrimas, mientras que mis compañeros saltaban y triscaban de gozo. No era ahora mas querido ni mas feliz que entonces. De allí a muy pocos días iba a abandonar mi patria, para ir a gastar mi vida en diversos climas. Estas reflexiones me laceraban el corazón en tales términos, que tuve impulsos de precipitarme al mar.
Una carta de mi padre me hizo regresar a Combourg: llegué a la hora de cenar: mi padre no me dijo ni una palabra, mi madre no hacia mas que suspirar, Lucila estaba consternada; cuando dieron las diez se retiraron todos, y dirigí a la última algunas preguntas; pero mi hermana nada sabia; A la mañana siguiente me enviaron a buscar de parte de mi padre. Bajé y me dirigí a su gabinete, donde me estaba esperando.
«Caballero, me dijo así que me vio; es preciso que renunciéis a vuestras locuras. Vuestro hermano ha obtenido para vos un despacho de subteniente en el regimiento de Navarra. Vais a partir para Rennes, y de allí a Cambrai. Ahí van den luises; no los malgastéis. Yo me hallo muy viejo y achacoso, y me restan pocos días de vida. Procurad conduciros como hombre de bien, y no deshonréis jamás vuestro nombre.»
Me abrazó. Su severo y arrugado semblante se acercó al mío con emoción: aquel era para mí el último ósculo paternal.
El conde de Chateaubriand, hombre tan temible a mis ojos, me pareció en aquél momento el padre mas digno de mi ternura. Cogí su mano descarnada, y derramé sobre ella abundantes lágrimas. En aquella época fue cuando sintió el primer ataque de una paralasis que lo condujo a la tumba. Su brazo izquierdo se agitaba con un movimiento convulsivo tan fuerte, que se veía precisado a contenerlo con la mano derecha. En esta posición, y después de haberme entregado su espada, me condujo sin darme tiempo para reconocerme al cabriolé que me estaba esperando en el Patio Verde. El postillón partió, cuando me despedía por señas de mi madre y de mi hermana, que estaban inundadas en llanto sobre la gradería.
Al llegar a la calzada del estanque, vi los cañaverales de mis golondrinas, la acequia del molino y la pradera. Lancé desde allí una mirada sobre el castillo, y principié a avanzar como Adán después de su pecado, por tierras desconocidas: el mundo entero se extendía ante mis ojos: and the world was all befote him.
Desde esta época no he vuelto a ver a Combourg mas que tres veces: después de la muerte de mi padre nos reunimos allí para dividir nuestra herencia y despedirnos. Otra vez acompañé a Combourg a mi madre, que iba a amueblarlo, porque mi hermano debía llevar su mujer a la Bretaña: Mi hermano no vino, y al poco tiempo recibieron él y su joven esposa de manos del verdugo otro almohadón bien distinto del que les había preparado mi madre. La última vez que estuve en Combourg, fue cuando me dirigí a Saint-Malo con objeto de embarcarme para América. El castillo estaba abandonado y me vi precisado a apearme en casa del mayordomo. Cuando desde una calle sombría del grand Mail vi la gradería desierta, y las ventanas cerradas, me puse malo, me dirigí trabajosamente hacia la aldea, pedí mis caballos y partí a media noche.
Después de quince años de ausencia, y antes de abandonar nuevamente la Francia para ir a la Tierra Santa fui a Fougéres a despedirme de los restos de mi familia. No lave valor de emprender la peregrinación a los campos, donde había una parte de mi existencia, sin dar este paso. En los bosques de Combourg fue donde sentí el primer golpe de este fastidio, que he arrastrado conmigo toda mi vida, de esta tristeza que ha sido mi tormento y mi felicidad; allí fue donde busqué un corazón que pudiese armonizar con el mío, allí vi reunirse y dispersarse después a mi familia. Allí fue donde mi padre pensó restablecer el brillo de su nombre, y la fortuna de su casa: otra quimera que el tiempo y las revoluciones han disipado también. De seis hijos que éramos, no hemos quedado mas que tres: mi hermana Julia y Lucila, no existen; mi madre murió de dolor; las cenizas de mi padre fueron arrebatadas de su tumba.
Si mis obras me sobreviven, si debo dejar un nombre, quizás baya algún viajero que guiado por estas Memorias vaya a visitar los lugares que he descrito. Este viajero podrá reconocer el castillo; pero en vano buscará los grandes bosques; la cuna de mis ensueños ha desaparecido como los ensueños mismos. El antiguo torreón que ha quedado solo y en pie sobre una roca, llora a sus viejas compañeras encinas, qué lo circundaban y protegían contra la tempestad. Aislado como él, he visto caer como él en torno mío la familia que embellecía mis días, y a cuyo abrigo me cobijaba; felizmente no está mi vida tan sólidamente arraigada ala tierra, como las torres donde he pasado mi juventud, y el hombre resiste menos a las tempestades, que los monumentos erigidos por sus manos.
Berlín, marzo de 1821.
Revisado en junio de 1846.
Berlín.— Potsdam.— Federico.
De Combourg a Berlín hay tanta diferencia como de un joven lleno de ilusiones a un viejo diplomático. En las precedentes líneas vuelvo a hallar otra vez las siguientes palabras. «He empezado a escribir mis Memorias en una porción de puntos diferentes; ¿en donde las concluiré?»
Desde la fecha, en que escribí los sucesos que acabo de referir, a la en que vuelvo a continuar estas memorias, han trascurrido cerca de cuatro años. Mil cosas han sobrevenido de entonces acá: actualmente hay en mí un segundo hombre; el hombre político; debo confesar, sin embargo, que no soy muy adicto a este. He defendido las libertades de la Francia, que pueden hacer por sí solas duradero el trono legítimo. Contribuí con el Conservador a que Mr. Villéle subiera al poder; he visto morir al duque de Berry, y he honrado su memoria. Para poder conciliarlo todo he procurado alejarme, y he aceptado la embajada de Berlín.
Ayer estaba en Potsdam, Cuartel lleno de adornos, que se halla hoy sin soldados: estudié al falso Julián en su falsa Atenas. Mostráronme la mesa, en que puso en verso francés un gran monarca alemán las máximas enciclopédicas; la habitación de Voltaire adornada con monos y papagayos de madera, el molino, cuya propiedad se le antojó respetar al mismo que arrebataba provincias enteras, la turaba del caballo César, y las galgas de Diana, Amorcillo, Cierva, Soberbia y Paz. El regio impío sé complació en profanar, hasta la religión de las tumbas, erigiendo mausoleos a sus perros; señaló el sitio de su sepultura cerca de la de estos, menos por desprecio de los hombres, que por ostentación de la nada.
Condujéronme también al palacio nuevo, que está ya casi arruinado. Respétanse en el antiguo palacio de Potsdam las manchas de tabaco, los sillones sucios llenos de girones, y todas las señales, en fin, que deponen contra el aseo del príncipe renegado. Estos lugares inmortalizan a la vez la suciedad del cínico, la impudencia del ateo, la tiranía del déspota, y la gloria del soldado.
Una sola cosa llamó mi atención: la aguja del reloj fija sobre el minuto en que espiró Federico; habíame engañado la inmovilidad de la imagen: las horas no suspenden su fuga; no es el hombre el que detiene el tiempo, sino el tiempo quien detiene al hombre. Además, importa muy poco el papel que hemos representado en la vida: el brillo o la oscuridad de nuestras doctrinas, nuestras riquezas 6 nuestras miserias, nuestros dolores o nuestros goces, no cambian a medida que cambian nuestros días. Que la aguja circule por una esfera de oro o de madera, que esta esfera mas o menos ancha esté engastada en una sortija, a ocupe toda la fachada de la torre de una basílica, la hora no tiene mas que la misma duración. En un subterráneo de la iglesia protestante y debajo del pulpito del cismático exclaustrado he visto el féretro del coronado sofista. Este féretro es de bronce, y retiñe cuando se toca, en él. El gendarme que duerme en aquel lecho de metal, no despertara de su sueño ni aun con el ruido de su fama, sino cuando suene la trompeta, que le llamará sobre su último campo de batalla a la presencia del Dios de los ejércitos.
Sentía interiormente tan grande necesidad de cambiar de impresiones, que hallé un especial consuelo al visitar la casa de mármol. El rey que la mandó construir me había dirigido en otro tiempo palabras en extremo honrosas para mí, cuando atravesé por medio de su ejército siendo un simple oficial. Este rey participa al menos de las necesidades comunes a los hombres; vulgar como ellos, buscó un refugio en los placeres. ¿Sentirán hoy ambos esqueletos la diferencia que existió entre ellos en otro tiempo, cuando el uno era Federico Guillermo, y el otro Federico el Grande? Sans-Souci y la Casa de Mármol son lo mismo una que otra, ruinas sin dueño.
En todo casa, aun cuando la gravedad de los sucesos de nuestros días haya aminorado los acontecimientos pasados; aun cuando Rosbach, Lissa, Liegnitz, Torgau, etc., etc., no hayan sido mas que unas escaramuzas respecto de las batallas de Marengo de Austerlitz, de Jena, y de la Moscovia, Federico el Grande es el que menos mal librado queda entre algunos otros personajes, comparados con el gigante encadenado en Santa Elena. El rey de Prusia y Voltaire son dos figuras extravagantemente agrupadas, que vivirán eternamente; el segundo destruía una sociedad con la filosofía que serbia al primero para fundar un reino.
Las noches en Berlín son muy prolongadas. Habito un palacio propio de la señora duquesa de Dino. Mis secretarios me dejan al anochecer. Cuando no hay fiesta en la corte por el casamiento de la gran duquesa del gran duque Nicolás 23 no salgo de casa.
Encerrado solo junto a una estufa de color oscuro, únicamente llega a mis oídos el grito del centinela de la puerta de Brandeburgo y los pasos sobre la nieve del sereno que canta las horas. ¿En qué invertiré mi tiempo? ¿Con los libros? No los tengo: continuaré por lo tanto mis memorias.
Me habéis dejado en el camino de Combourg a Rennes, en cuya ciudad fui a hospedarme a casa de uno de mis parientes, quien me manifestó con regocijo, que una señora conocida suya, que iba a París, tenía un asiento que ceder en su coche, y que estaba casi seguro de poder determinarla a que me llevase en su compañía. Yo acepté, maldiciendo la cortesía de mi pariente, quien después de haber concluido el trato me presentó al momento a mi compañera de viaje, que era una modista guapa y desenvuelta, que se echó a reír así que me vio. Los caballos llegaron a media noche, y partimos en seguida.
Heme aquí en una silla de posta, y a solas con una mujer en medio de la noche. ¿Cómo era posible que yo, que no había mirado en mi vida a ninguna mujer sin ruborizarme, descendiese desde la altura de mis sueños hasta aquella espantosa verdad? No sabia cómo ni en dónde me hallaba, y trataba de apretarme cuanto podía al rincón del coche, de miedo de tocar al traje de la señora Rosa. Cuando me dirigía la palabra, balbuceaba yo sin poder responderla; viose precisada a pagar el postillón, y a encargarse de todo, porque yo no era capaz de nada. Al amanecer volvió a mirar con gran sorpresa a este simple, con el cual sentía haberse puesto en viaje.
Cuando empezó a variar el aspecto del paisaje, y dejé de reconocer el traje y acento de los aldeanos bretones, caí en un abatimiento profundo, y se aumentó el desprecio que sentía hacia mí la señora Rosa. Yo conocí perfectamente la clase de sentimiento que había inspirado, y este primer ensayo del mundo me hizo una impresión, que el tiempo no ha conseguido borrar completamente. Yo había nacido montaraz, pero no vergonzoso; tenía la modestia de mis anos, pero no el embarazo que suele ser peculiar de los jóvenes de mi edad. Cuando adiviné que había caído en ridículo, merced a una de mis buenas cualidades, mi bravura se cambió en una timidez invencible. Ya no pude decir ni una palabra mas; conocía que tenía que ocultar alguna cosa, y que esta alguna cosa era una virtud; tomé, pues, el partido de ocultarme a mí mismo para llevar en paz mi inocencia.
Mientras tanto seguíamos avanzando hacia París. Cuando llegamos a la parada de Saint-Cyr, me llamó la atención la anchura de los caminos y la regularidad y simetría de los plantíos. De allí a muy poco rato llegamos a Versalles, y me maravillé en extremo al ver el naranjal y sus escaleras de mármol. El buen éxito de la guerra de América había devuelto sus triunfos al palacio de Luis XIV: la reina brillaba en él con todo el esplendor de su juventud y belleza; el trono, que tan próximo se hallaba a su caída, parecía que no había estado jamás tan sólido. Y yo, oscuro viajero, debía sobrevivir a aquella pompa, debía quedar para ver los bosques de Trianon tan desiertos como los que acababa de dejar entonces.
Llegamos en fin, a París. Todos cuantos semblantes encontraba, me parecía que revelaban cierto aire burlón; creía como el hidalgo montañés, que me mirabas para burlarse de mí. La señora Rosa dijo que la condujeran a la calle del Mail, al hotel de Europa, y se apresuró a deshacerse de su imbécil. Apenas me había apeado del coche, cuando dijo al portero: «Dad a este caballero una habitación. —Servidora de vd.» añadió, haciéndome una ligera cortesía. En toda mi vida he vuelto a ver a la señora Rosa.
Berlín, marzo de 1821.
Mi hermano.— Mi primo Moreau.— Mi hermana la condesa de Farcy.
Una mujer subió delante de mí por una escalera negra y empinada, llevando una llave rotulada en la roano: seguíanos un saboyano cargado con mi maletilla. Cuando llegamos al tercer piso, la criada abrió la puerta de un cuarto, y el saboyano dejó la maleta, colocándola al través de los brazos de un sillón. La criada me dijo entonces: «¿Se le ofrece a vd. algo, caballero? —No, le respondí.» Oyéronse, tres silbidos; mi interlocutora contestó: «Allá voy» salió bruscamente, cerró la puerta, y echó acorrer con el saboyano por la escalera abajo. Cuando me quedé solo, se me oprimió el corazón de una manera tan extraordinaria, que faltó poco para que volviese a emprender el camino de Bretaña. Veníaseme a la memoria todo cuanto había oído decir de París, y me veía contrariado de cien maneras diferentes. Quería acostarme, y no estaba hecha La cama: tenía hambre, y no sabia cómo hacer para comer. Aquejábame el temor de faltar a los usos de la casa: ¿debía llamar a los criados de la fonda, o bajar en busca suya? ¿a quién dirigirme? Aventureme al fin a asomar la cabeza por una ventana, y no vi mas que un patio interior, profundo como un pozo, por el cual pasaban y tornaban a pasar algunos criados, que no se acordarían probablemente en su vida del prisionero del tercer piso. Volví a sentarme cerca de la sucia alcoba donde debía dormir, y quedé reducido a contemplar los personajes del papel pintado, que había en el interior de la misma. A esta sazón oí un ruido lejano de voces, que fue aumentándose y aproximándose poco a poco; ábrese la puerta de mi cuarto, y veo entrar a mi hermano y a uno de mis primos, hijo de una hermana de mi madre, que había hecho un mal casamiento. La señora Rosa se apiadó a pesar de todo, del pobre necio, y mandó un recado a mi hermano, cuyas señas le dijeron en Rennes, de que yo había llegado a París. Mi hermano me echó los brazos al cuello. Mi primo Moreau, era un hombre alto y gordo, que estaba manchado siempre de tabaco, que copia como un ogro, que hablaba mucho, que estaba correteando, silbando, y ahogándose todo el día, que conocía a todo el mundo, y que pasaba la vida en los garitos, en las antecámaras, y en los salones. «Vamos, caballero, exclamó al verme: ya os tenemos en París; voy a llevar a vd. a casa de Madame de Chastenay.» ¿Quién era aquella mujer, cuyo nombre oía por primera vez en mi vida? Esta proposición me hizo sublevarme contra mi primo Moreau. «El caballero, dijo mi hermano, debe tener necesidad de descanso; iremos por lo tanto a ver a Madame de Farcy, y después volverá a comer y a acostarse.
Al oír estas palabras, penetró en mi corazón un sentimiento de gozo: el recuerdo de mi familia en medio de un mundo indiferente, fue para mí un bálsamo. Pusímonos en marcha. El primo Moreau dijo tempestades acerca de mi mala habitación, y mandó al posadero que me hiciese bajar un piso cuando menos. Subimos al coche de mi hermano, y nos dirigimos al convento donde vivía Madame de Farcy.
Julia hacia ya algún tiempo que había ido a París para consultar a los médicos. Su rostro encantador, Su elegancia, y su talento la hacían muy apreciable, a los ojos de cuantos la conocían, los que encontraban un placer en visitarla. Ya he dicho que había nacido con talento especial para la poesía. Ha llegado a ser una santa, después de haber sido una de las mujeres mas agradables de su siglo: el abate Carron ha escrito subida 24. Estos apóstoles que andan siempre en busca de las almas, sienten hacia ellas el amor que un padre de la iglesia atribuye al Criador. «Cuando una alma llega al cielo, dice este pobre con la sencillez de corazón de un cristiano de los primitivos tiempos, y con la candidez de un genio griego, la pone Dios sobre sus rodillas y la llama su hija.»
Lucila ha dejado una penetrante lamentación: A la hermana que ya no tengo. La admiración que inspiraba Julia al abate Carron, explica y justifica las palabras de Lucila. La narración del santo padre demuestra también que yo he dicho verdad en el prefacio del Genio del Cristianismo, y sirve de prueba para algunas partes de mis Memorias.
Julia se entregó inocente en los brazos del arrepentimiento; consagró los tesoros de su austeridad a la redención de sus hermanos, y a imitación de la ilustre africana su patrona se hizo mártir.
El abate Carron, el autor de la Vida de los Justos, es aquel eclesiástico compatriota mío, el Francisco de Paula del desierto, cuya fama revelada por los afligidos llegó a sonar al través de la de Bonaparte. El estruendo de una revolución que trastornaba la sociedad no fue suficiente para ahogar la voz de un pobre vicario proscripto; parecía que había venido exprofeso de extranjeras tierras para escribir las virtudes de mi hermana: él anduvo buscando entre nuestras Tuinas y descubrió una víctima y una tumba olvidadas.
Cuando el nuevo biógrafo describe las religiosas crueldades de Julia, se creería que estábamos oyendo a Bossuet en el sermón sobre la profesión de fe de la señorita de Lavallière.
«¿Osará ella tocar a eso cuerpo tan tierno, tan querido, tan cuidado? ¿No tendrá piedad de esa complexión tan delicada? Al contrario: a él es principalmente a quien se adhiere el alma como a su mas peligroso seductor: ella se marca los límites; estrechada por todas partes, no puede respirar sino del lado del cielo.»
Yo no puedo menos de sentir cierta confusión al volver a hallar mi nombre en las últimas líneas trazadas por la mano del venerable historiador de Julia. ¿Qué voy a hacer yo con mis debilidades al lado de tan elevadas perfecciones? ¿He cumplido yo todo lo que me hizo prometer la carta de mi hermana cuando la recibí hallándome emigrado en Londres? ¿Basta un libro ante la presencia de Dios? ¿Está, por otra parte, mi vida conforme con el Genio del Cristianismo? ¡Qué importa que lleve trazadas yo las imágenes mas o menos brillantes de la religión, si mis pasiones echan una sombra sobre mi fe! Yo no he llegado hasta el fin, yo no he ceñido el cilicio; esa túnica de mi viático hubiera embebido y secado mis sudores. Pero, viajero fatigado, he sentado al lado del camino, y fatigado o no, preciso será que me levante y que llegue al término donde ha llegado mi hermana.
Nada falta a la gloria de Julia: el abate Carron ha escrito su vida: Lucila ha llorado su muerte.
Berlín, marzo 1821.
Julia en el mundo.— Comida.— Pommereul.— Mme. de Chastenay.
Cuando volví a hallar a Julia en París, estaba en medio de las pompas mundanas: mostrábase cubierta de aquellas flores, ataviada con aquellos collares, y velada con aquellos tejidos que San Clemente prohíbe a las primeras cristianas. San Basilio quiere que la media noche sea para el solitario lo que es la mañana para los otros, a fin de aprovechar el silencio de la naturaleza. La media noche era precisamente la hora en que iba Julia a las fiestas, cuya principal seducción consistía en sus versos, acentuados por ella con una maravillosa euphonia.
Julia era infinitamente mas hermosa que Lucila: tenía unos ojos azules muy cariñosos, y negros cabellos ondeados. Sus manos y brazos, modelos de blancura y de buenas formas, añadían con sus graciosos movimientos un no sé qué de encantador a su esbelto talle. Mostrábase brillante y animada, reía mucho pero sin afectación, y enseñaba cuando se reía unos dientes de perlas. Había una porción de retratos de mugeres del tiempo de Luis XIV, que se parecían a Julia, entre ellos los de las tres Mortemart, pero era mucho mas elegante que Mme. de Montespan.
Julia me recibió con aquella ternura que es peculiar únicamente de una hermana. Yo me sentí bajo una poderosa protección al verme estrechado entre sus brazos, sus cintas, su ramillete de rosas y sus encajes: nada hay que pueda reemplazar el agrado, la delicadeza y el afecto de una mujer: olvídanle a uno, sus hermanos y sus amigos, y lo desconocen sus compañeros; pero no sucede así con su madre, su hermana o su mujer. Cuando fue muerto Haroldo en la batalla de Hastings, nadie podía encontrarlo entre los montones de cadáveres: preciso fue para conseguirlo recurrirá una joven a quien amaba. Vino esta y el infortunado príncipe fue hallado por Edith en el cuello del cisne: «Editha swanes-hales, qaod sonat collum cygni.»
Mi hermano volvió a acompañarme hasta la fonda, dio orden para que me sirvieran la comida, y se marchó al instante, comí solo y me acosté triste. Pasé mi primera noche en París echando de menos mis matorrales y temblando ante la oscuridad de mi porvenir.
A la mañana siguiente vino a las ocho mi robusto primo, quien había ya hecho su quinta o sesta expedición: «¡Arriba! caballero, vamos a almorzar; iremos a comer después con Pommercul, y a la noche te llevo a casa de Mme. de Chastenay.» Pareciome que esto era una suerte y me resigné. Después de almorzar, se empeñó en enseñarme a París, y me llevó por las calles mas sucias de las cercanías del Palais-Royal, contándome los peligros a que se hallaba expuesto un joven. Asistimos puntualmente a la cita de la comida en casa del hosterero, y todo cuanto nos sirvieron me pareció malo. La conversación y los convidados me mostraron otro mundo. No se habló de otra cosa que de la corte, de los proyectos de hacienda, de las sesiones de la Academia, de las mugeres y de las intrigas del día, de la comedia nueva, y de los triunfos de los actores, de los autores y de las actrices.
Muchos de los convidados eran bretones, entre otros el caballero de Guer y Pommereul. Este era un excelente hablador que escribió algunas campañas de Bonaparte, y a quien estaba yo destinado a volver a bailar a la cabeza de los libreros.
Pommereul gozó en tiempo del Imperio de cierta fama por su odio a la nobleza. Cuando un hidalgo se hacia gentil hombre de cámara, exclamaba. «¡Otro nuevo servicio sobre la cabeza de estos nobles!» Y a pesar de todo Pommereul tenía pretensiones, y con justa razón, de ser hidalgo. Firmaba Pommereux, haciéndose descendiente de la familia de los Pommereux de las cartas de Mme. de Sevigné.
Mi hermano quiso llevarme al teatro después de comer, pero mi primo me reclamó para Mme. de Chastenay, y me fui con él a mi destino.
Hallé en ella a una mujer hermosa, que había pasado su primera juventud, pero que podía inspirar sin embargo todavía alguna afición. Recibiome perfectamente, y trató de hacerme perder mi encogimiento natural preguntándome sobre mi provincia y mi regimiento. A pesar de todo estuve cortado y confuso, y hacia señas a mi primo para que abreviase la visita. Pero este proseguía haciendo ponderaciones, sin mirarme, acerca de mis méritos, afirmaba que yo había hecho versos en el vientre de mi madre, y me invitaba a que dirigiese algunos a Mme. de Chastenay. Afortunadamente me sacó esta de tan penosa situación, pidiéndome mil perdones porque tenía que salir, y me invitó a que volviese a verla a la mañana siguiente con un sonido de voz tan dulce, qué prometí involuntariamente obedecerla.
En cumplimiento de mi promesa, fui solo a verla al otro día, y la hallé acostada en una habitación elegantemente amueblada. Me dijo que se hallaba un poco indispuesta y que tenía la mala costumbre de levantarse tarde. Aquella érala primera vez de mi vida que me hallaba al borde de la cama de una mujer que no era ni mi hermana ni mi madre. Había notado la víspera mi timidez; y la venció hasta tal punto, que me atreví a explicarme con una especie de abandono. Ya he olvidado lo que le dije; pero aun se me figura que estoy viendo su aire de sorpresa. Tendiome un brazo medio desnudo y la mano mas hermosa del mundo, y. me dijo con semblante risueño: «Ya os domesticaremos.» Yo no besé aquella hermosa mano, y me retiré lleno de turbación. A la mañana siguiente partí para Cambrai. ¿Quién era aquella señora de Chastenay? Lo ignoro; únicamente sé que se cruzó en mi vida como una sombra encantadora.
Berlín, marzo de 1821.
Cambrai.— El regimiento de Navarra.— La Martiniere.
El correo de la Mala me condujo a mi guarnición. Uno de mis cuñados, el vizconde de Chateaubourg, (casó con mi hermana Benigna, después que esta enviudó del conde de Québriac), me había dado cartas de recomendación para los oficiales de mi regimiento. El caballero de Guenan, hombre de muy agradable trato, hizo que me admitieran a la mesa en que comían los oficiales distinguidos por sus talentos, Mres. Achard, los Mahis, y la Martiniere. El marqués de Montemart era el coronel del regimiento, y mayor el conde de Andrezel, al cual fui recomendado muy particularmente. Mas tarde he vuelto a hallar a los dos. Uno de ellos llegó a ser colega mío en la cámara de los pares, y el otro se acercó a mí en solicitud de algunos servicios que tuve la dicha de prestarle. Experimentase un triste placer al encontrar las personas que ha conocido uno en diversas épocas de a vida, y al considerar el cambio verificado en su existencia ven la nuestra. Estas persona, como los piquetes que deja uno detrás, nos trazan el camino que hemos seguido en el desierto de lo pasado.
Llegué al regimiento en traje de paisano, y veinte y cuatro horas después vestía el traje militar, como si no hubiera gastado otro en mi vida. Mi uniforme era azul y blanco, como el hábito que llevé en otro tiempo: durante las épocas de mi niñez y de mi infancia he usado los mismos colores. Los subtenientes del regimiento no me hicieron sufrir ninguna de las pruebas, a las que había costumbre de someter a los novatos: ignoro por qué no se atrevieron a usar conmigo de estas bromas militares. Apenas hacia dos semanas que me hallaba en el cuerpo, y ya me trataban todos como a un oficial antiguo. Aprendí con facilidad el manejo de las armas y la teoría, y pasé los grados de cabo y sargento con satisfacción de mis instructores. Mi cuarto llegó a ser el punto de reunión de los viejos capitanes y de los jóvenes subtenientes; los primeros me referían sus campañas, y los otros me hacían confidente de sus amores.
La Martiniere me venia a buscar para que fuéramos a pasear a la calle de una linda cambresiana, de la cual estaba muy enamorado; esta operación solíamos repetirla cinco o seis veces al día. El pobre la Martiniere, que era muy feo y tenía la cara picada de viruelas, me refería su pasión bebiéndose grandes vasos de agua de grosella, que pagaba yo algunas veces.
Todo hubiera marchado para mí maravillosamente sin mi loca afición a la moda; afectabas entonces el rigorismo del traje prusiano; sombrero angosto, bucles pequeños aplastados unos sobre otros, coleta recta y apretada, y casaca abotonada hasta el cuello. Este traje me desagradaba extraordinariamente, sometíame a él por la mañana porque no tenía otro remedio; pero por la noche, cuando no temía ser visto por los jefes, me encasquetaba un sombrero mas ancho, llamaba a un barbero para que bajase los bucles de mis cabellos, y me desatase la coleta, me desabotonaba y volvía del revés las solapas de mi casaca, y en este delicioso negligé iba a pasearme con La Martiniere bajo los balcones de su cruel flamenca. Un día me encontré de manos a boca con Mr. de Andrezel. «¿Qué es eso, caballero? me dijo el terrible mayor: vaya vd. arrestado a la prevención por tres días. Confieso que este castigo me humilló algún tanto, pero no pude menos de reconocer al mismo tiempo la verdad del proverbio. «No hay mal que por bien no venga.» puesto que me libertó de los amores de mi camarada.
Cerca de la tumba de Fenelon volví a leer el Telémaco, pero no estaba en la mejor disposición para entretenerme con la historieta filantrópica de la vaca y el prelado.
El principio le mi carrera es uno de mis agradables recuerdos. Al pasar por Cambrai con el rey después de los cíen días, busqué la casa en que había habitado y el café que solía frecuentar, y no pude hallar ni una ni otro; todo había desaparecido, hombres y monumentos.
Muerte de mi padre.
El mismo año en que empecé a hacer en Cambrai mis primeros servicios, llegó la noticia de la muerte de Federico II. Actualmente soy embajador cerca del sobrino de aquel gran rey, y escribo en Berlín esta parte de mis memorias. A esta noticia importante para el público, sucedió otra en extremo dolorosa para mí: Lucila me anunció que mi padre había fallecido de un ataque apoplético a los dos días de la fiesta de la Angevina, que constituía uno de los goces de mi infancia.
Entre los documentos auténticos que me sirven de guía, hallo las fes de difuntos de mis padres. Estas actas comprueban también de una manera particular la muerte del siglo, y las consigno aquí como una página histórica.
«Extracto del libro de defunciones de la parroquia de Combourg del año de 1786, donde se halla escrito lo que sigue al folio 8 vuelto.»
«El cuerpo del alto y poderoso señor Renato de Chateaubriand, caballero, conde de Combourg, señor de Gaugres del Plessis-l'Epine, Boulet, Malesteoit en Dol, y de otros lugares, esposo de la alta y poderosa señora Apolina Juana Susana de Bedée, de la Bouëtardais, señora condesa de Combourg, de sesenta y nueve años de edad próximamente, muerto en su castillo de Combourg el 6 de setiembre a las ocho de la noche, fue inhumado el 8 en el subterráneo del dicho señorío y colocado en la bóveda de nuestra iglesia de Combourg en presencia de los hidalgos, de los señores oficiales de la jurisdicción, y de otros vecinos notables que abajó firman. El conde del Petitbois, de Monlouët, de Chateaudassy, Delaunay, Morault, Noury de Mauny, abogado; Hermer, procurador; Petit, ahogado y procurador, fiscal; Robiou, Portal, Le Douarin, de Trevelec, rector decano de Dingé, Sevin, rector.»
En la, copia expedida en 1812 por Mr. Lodin, maire de Combourg, las diez y nueve palabras de los títulos alto y poderoso señor, etc. fueron suprimidas.
«Extracto del libro de defunciones de la ciudad de Saint-Servan, primer distrito del departamento de Ille-et-Vilaine del año VI de la República, folio 35, en el cual se halla escrito lo que sigue:
«El doce prairial, año seis de la República francesa, comparecieron ante mí Santiago Bourdasse, oficial municipal de la jurisdicción de Saint-Servan, electo oficial público el 4 floreal último, Juan Baslé, jardinero, y José Boulin, jornalero, los cuales me declararon que Apolina Juana Susana de Bedée, viuda de Renato Augusto de Chateaubriand, falleció en casa de la ciudadana Gouyon, situada en la Ballue, dicho día a la una de la tarde. Después de haberme cerciorado de la verdad de esta declaración, extendí la presente acta que firma solo conmigo Juan Baslé, por haber declarado José Boulin que no sabia hacerlo.
«Dado en la casa consistorial dicho día y año. Firmado, Juan Baslé y Bourdasse.»
En el primer extracto sé ve que subsiste aun la antigua sociedad; Mr. de Chateaubriand es un alto y poderoso señor, etc., etc.; los testigos son los hidalgos y los vecinos notables; entre los firmantes figuran aquel marqués de Monlouët que hacia noche en el invierno en el castillo de Combourg, y el cura Sevin, a quien costó tanto trabajo creer que yo era autor del Genio del Cristianismo, fieles amigos de mi padre que le acompañaron hasta su ultima morada... Pero mi padre no permaneció mucho tiempo envuelto en su sudario: Mr. de Chateaubriand fue sacado de él cuando se desquició la antigua Francia.
En el extracto mortuorio de mi madre, la tierra rodaba ya, sobre otros polos: nuevo mundo, nueva era; el cómputo de los años y hasta los nombres de los meses fueron alterados. Mme. de Chateaubriand no es mas que una pobre mujer que murió en el domicilio de la ciudadana Gouyon: un jardinero y un jornalero que no sabe firmar, que atestiguan la muerte de mi madre: ni un pariente ni un amigo siquiera: ninguna pompa fúnebre; la revolución 25 fue su único acompañamiento.
Berlín, marzo 1821.
Lágrimas.— ¿Me hubiera apreciado mi padre?
Yo lloré a Mr. de Chateaubriand. Su muerte me demostró mas evidentemente lo que valía, y se borraron de mi memoria sus rigores y debilidades. Creía estarle viendo todavía paseándose por la noche en la sala de Combourg, y no podía menos de enternecerme al recordar aquellas escenas de familia. Si el afecto de mi padre hacia mí se resentía de la severidad de su carácter, en el fondo, no era por eso menos vivo. El feroz mariscal de Montluc, que postrado por sus dolorosas heridas, se veía reducido a ocultar bajo un pedazo de lienzo el horror de su gloria, aquel hombre que lo llevaba todo a sangre y fuego, se echaba en cara su dureza hacia un hijo que acababa de perder.
«Ese pobre muchacho, decía, no ha visto en mi mas que frialdad y desprecio: ese infeliz ha bajado al sepulcro en la creencia de que yo no he sabido amarle y apreciarle según merecía. ¿A cuándo aguardaba yo a manifestarle este afecto singular que le profesaba en el fondo de mi alma? ¿Era él por ventura quien debía aducir los placeres y cargar con el peso de todas las obligaciones? He hecho grandes e incómodos esfuerzos por conservar esta vana máscara que me ha privado del encanto de su conversación y de su afecto, que no habrá podido menos de ser muy tibio, no habiendo recibido nunca de mí mas que un tratamiento rudo y tirano.»
El afecto que yo profesaba a mi padre, no tenía nada de tibio, y estoy seguro que a pesar de su tratamiento tiránico me amaba con ternura, y de que me hubiera llorado si la Providencia me. hubiese llamado a sí. ¿Sé hubiera empero mostrado sensible a mi fama, si hubiéramos permanecido ambos sobre la tierra? Una reputación literaria hubiera herido quizás su orgullo aristocrático, quizás hubiera creído que su hijo había degenerado por su inclinación a las letras. La embajada misma de Berlín, conquistada por la pluma y no por la espada, no le hubiera satisfecho. Su sangre bretona le impelía por otra parte a burlarse de la política, a ser contrario a los impuestos, y enemigo declarado de la corte. Leía la Gaceta de Leyda, el Diario de Francfort, el Mercurio de Francia y la Historia filosófica de las dos Indias, cuyo declamatorio estilo le encantaba, y llamaba al abate Raynal un grande hombre. En diplomacia era anti-musulmán, y afirmaba que cuarenta mil picaros rusos pasarían sobre el vientre de los genízaros y tomarían a Constantinopla. Pero aunque turcófago, mi padre conservaba en su corazón un profundo rencor a los picaros rusos, originado de los encuentros que tuvo con ellos en Dantzick.
Yo también participo en cierto modo de la opinión de Mr. de Chateaubriand sobre las reputaciones literarias o de otro género, aunque por razones muy diferentes de las suyas. No conozco en la historia un renombre que excite mi envidia, y aun cuando no tuviera que hacer mas que bajarme al suelo para recoger en provecho mío la gloria mas ilustre del mundo, no me tomaría ese trabajo. Si hubiera estado en mi mano, hubiera nacido mujer por la pasión que me inspira este sexo, o en el caso de que hubiera decidido por ser hombre, me hubiera colmado, de belleza; además, y por vía de precaución contra el fastidio, mi enemigo encarnizado, hubiera sido para mí bastante conveniente ser un artista superior, pero desconocido, y no hacer uso de mi talento sino en beneficio de mi soledad. En la vida pesada en su balanza mas ligera, regulada por su medida mas corta y de toda superfluidad, no hay mas que dos cosas verdaderas:, la religión con la inteligencia; el amor con la juventud; es decir, lo porvenir y lo presente: lo demás no vale la pena.
El primer acto del drama de mi vida terminaba con la muerte de mi padre, cuyos hogares quedaron vacios: yo los compadecía como si hubiesen sido capaces de sentir el abandono y la soledad. Esta desgracia me dejaba dueño de mi mismo y en el pleno goce de mi fortuna. ¿Pero qué iba yo hacer de esta libertad? ¿A quién había de entregársela? tenía desconfianza de mis propias fuerzas, y retrocedía ante mí mismo.
Berlín, marzo 1821.
Regreso a Bretaña.— Mi residencia en casa de mi hermana mayor.— Mi hermano me llama a París.
Algún tiempo después de haber sido destinado al regimiento, obtuve una licencia. Mr. de Andrezel nombrado teniente coronel del regimiento de Picardía, debía dejar también a Cambrai; yo le serví de correo. Pasé por París, donde no quise detenerme ni un cuarto de hora, y volví a ver los arsenales de mi Bretaña con mas gozo del que experimentaría un napolitano desterrado en nuestros climas al volver a ver las orillas de Pórtici y los campos de Sorrento. Reuniose mi familia en Combourg; arregláronse las particiones, y concluido esto, nos dispersamos todos como los pájaros que echan a volar del nido paterno. Mi hermano que había venido de París, regresó a él; mi madre se fijó en Saint-Malo, Lucila siguió a Julia, y yo fui a pasar parte del tiempo que me concedía mi licencia con las señoras de Marigny, de Chateaubourg y de Farcy. El castillo de Marigny, donde habitaba mi hermana mayor, y que distaba tres leguas de Fougéres se hallaba situado entre dos estanques y circundado de bosques, de rocas y de praderas. Ya hacia algunos meses que disfrutaba en él de la mayor tranquilidad cuando una carta de París vino a turbar mi reposo.
Cuando mi hermano se disponía a entrar en el servicio y a casarse con la señorita de Rosambo, no había dejado aun la toga, por cuya razón no podía gastar carruaje. Su impetuosa ambición le sugirió la idea de hacerme gozar de los honores de la corle con el objeto de facilitar el camino de su elevación. Como Lucila había tenido que hacer las pruebas de nobleza para ser recibida en el capítulo de la Argentiére, todo estaba ya preparado: el mariscal de Duras debía ser mi padrino. Mi hermano me decía en su carta que iba a entrar en el camino de la fortuna, que por de pronto obtenía el rango de capitán de caballería, rango honorífico y de distinción que facilitaría mi entrada en la orden de Malta, lo que me proporcionaría el goce de cuantiosas rentas.
Esta carta me hirió como si hubiera sido un rayo: ¿volver a París, ser presentado a la corte, yo que casi me ponía malo cuando hallaba en un salón tres o cuatro personas desconocidas! ¡Hacerme comprender la ambición, a mí, cuyos dorados sueños no eran otros que el vivir olvidado!
Mi primer impulso me condujo a contestar a mi hermano, que puesto que él era el primogénito, a él era a quien correspondía sostener su nombre: que por mi parte, oscuro segundón de la Bretaña, no me retiraría del servicio porque había probabilidades de una guerra; pero que si el rey tenía necesidad de un soldado en su ejército no la tenía en su corte de un pobre hidalgo.
Apresúreme a leer esta contestación novelesca a Mme. de Marigny, que puso el grito en el cielo al escucharla; vino después Mme. de Farcy, la que se burló de mí completamente, y Lucila, que se hubiera puesto de mi parte de muy buen grado, no osaba combatir la opinión de sus hermanos. Arrancáronme la carta de mis manos, y como soy muy débil siempre que se trata de mí, escribí a mi hermano que estaba pronto a ponerme en camino.
Partí en efecto, y aun cuando iba a ser presentado a la primera corte de Europa y a verificar mi entrada en la vida de la manera mas brillante, llevaba el aspecto de un hombre a quien se conduce a las galeras o sobre el cual se va a pronunciar una sentencia de muerte.
Berlín, marzo 1821. Mi vida solitaria en Paris.
Entré en París por el camino que había seguido la vez primera, y fui a parar a la misma fonda, calle del Mail: era la única que conocía. Alojáronme en un cuarto, cuya puerta daba al frente de mi antigua habitación; pero que era mucho mas grande y tenía vistas a la calle.
Mi hermano, bien fuese por lo embarazoso de mis modales, o por compasión a mi timidez, no me presentó a sociedad alguna, ni me obligó a contraer relaciones con nadie. Su casa estaba situada en la calle de los Fossés-Montmartre; iba a comer con él todos los días a las tres, y en seguida nos separábamos y no volvíamos a vernos hasta el día siguiente. Mi robusto primo Moreau no se hallaba en Paris. Pasé dos o tres veces por la puerta de la casa de Mme. Chastenay sin atreverme a preguntar al portero lo que había sido de ella.
Cuando llegué a París estábamos a principio de otoño. Levantábame a las seis de la mañana: me iba al picadero y regresaba después a almorzar. tenía históricos hasta las dos, a cuya hora me vestía para ir a casa de mi hermano, quien me preguntaba lo que había hecho y visto: yo le respondía que «nada» y me volvía la espalda encogiéndose de hombros.
Un día que se oía ruido en la calle, corrió mi hermano a la ventana y me llamó para que me asomase a ella; pero no habiendo yo querido levantarme del sillón en que me hallaba sentado, mi pobre hermano me predijo que moriría oscurecido, y que seria inútil para mi y para mi familia.
A las cuatro de la tarde regresaba a mi habitación, y me sentaba detrás de la ventana. Dos jóvenes de quince a diez y seis años, que se ponían a dibujar a esta misma hora en el balcón de la casa de enfrente, habían notado mi regularidad como yo había notado la suya. De vez en cuando alzaban la cabeza para mirar a su vecino, y yo les agradecía en el alma esta muestra de atención. Aquellas dos muchachas eran en París mi única sociedad.
Al anochecer me iba a cualquier teatro: el aislamiento entre el bullicio del mundo, eran muy de mi agrado, si bien tenía siempre alguna repugnancia al tomar mi billete a la puerta, y al mezclarme entre la muchedumbre. Rectifiqué las ideas que me había formado acerca del teatro en Saint-Malo; vi a Mme. de Saint-Huberti en el papel de Armida, y conocí que faltaba alguna cosa a la maga de mi creación. Cuando no me encerraba en el teatro de la Opera o en el Francés, me paseaba por las calles o a lo largo de los muelles hasta las diez o las once de la noche. Hoy todavía no puedo ver la hilera que forman los reverberos desde la plaza de Luis XV hasta la barrera de los Bons-Hommes, sin acordarme de la angustia que sufrí en este sitio, cuando fui a Versalles para mi presentación.
Por la noche, cuando me retiraba a casa, pasaba una parte de ella con los ojos fijos en el fuego que ardía en mi chimenea, el que no me decía nada; mi imaginación no eran tan rica como la de tos persas, para figurarme que la llama se parecía a la anémona y las ascuas a la granada. El ruido de los carruajes que iban y venían en diferentes direcciones, lo equivocaba con el murmullo de la mar de mi Bretaña, o él del viento en mis bosques de Combourg. El ruido del mundo, que me recordaba el de la soledad, despertaba mis penas: unas veces evocaba mi dolencia antigua, y otras inventaba mi imaginación la historia de los personajes que iban dentro de los coches, haciéndome ver salones brillantes, bailes, amores y conquistas. Pero bien pronto volvía en mí, y me hallaba desamparado y solo en una hostería, viendo el mundo por la ventana, y oyéndole al través del chisporroteo el fuego de mi chimenea.
Creyó Rousseau que su sinceridad y la enseñanza humana exigían que confesase dos deleites ilícitos de su vida: y hasta supuso qué se le interrogaba gravemente pidiéndole cuenta de sus pecados con las donne pericolanti de Venecia. Si yo me hubiese prostituido a las cortesanas de París, no juzgaría por eso que la posteridad necesitaba saberlo; pero era demasiado tímido por una parte y demasiado fantástico por otra, para que me sedujesen mozuelas de la vida airada. Aversión y horror eran los únicos sentimientos que me inspiraban aquellas infelices cuando pasaba por en medio de ellas y las veía asaltar a los transeúntes para llevárselos a sus entresuelos, como los asaltan los cocheros de Saint Cloud para obligarlos a entrar en sus carruajes. Esos placeres azarosos solo me hubieran convenido en otra época.
En los siglos XIV, XV, XVl, y XVlI, la imperfección de la civilización, la superstición en las creencias, y la barbarie de las costumbres prestaban a todo un aspecto novelesco: los caracteres eran enérgicos, la imaginación vigorosa, la existencia misteriosa y callada. Arriesgábase entonces la cabeza yendo de noche en busca de una Eloísa, ya entornó a las paredes de un cementerio o de un convento, ya al pie de las murallas de una ciudad junto a los fosos y cadenas de la plazuela, en barrios cerrados o en calles estrechas y tenebrosas, madrigueras de ladrones y asesinos y teatro, de continuos combates a la trémula luz de un farol o en medio de una oscuridad completa. Para darse a esta vida desordenada, era preciso sentir un verdadero amor; para violar la universal costumbre, se hacían necesarios grandes sacrificios. No solamente había que arrostrar peligros fortuitos y exponerse al golpe de la justicia, sino que faltaba además vencer en la propia persona el imperio de los hábitos comunes, la autoridad de la familia, la tiranía de los usos domésticos, la oposición de la conciencia, los terrores y los deberes del cristiano. Con todas estas dificultades se aumentaba la energía de las pasiones.
En 1788 no hubiera yo seguido a una miserable, que por ganar el pan me ofreciera un lugar en su tugurio, puesto bajo la inspección de la policía, pero es probable que en 1606 me hubiese atrevido a dar remate a una aventura, semejante a las que refiere Bassompierre con tan encantador estilo.
Cinco o seis meses hacia, dice el buen mariscal, que al pasar por el Puentecillo (porque, todavía no estaba construido el Puente Nuevo), veía siempre a una linda modista establecida en la tienda de los Dos Ángeles, hacerme grandes cortesías y seguirme con la ojos hasta que mas no podía. Desde que lo noté, la miraba yo también y la saludaba con mas cuidado.
Sucedió que una vez que pasé por el Puentecillo volviendo de Fontainebleau a París: en cuanto me vio llegar, salió a la puerta de la tienda y me dijo: «Servidora de vd. caballero. «La devolví mi saludo, y mirándola de cuando en cuando, observé que me seguía con la vista hasta que desaparecí.
De resultas obtiene Bassompierre una cita. «Encontré, dice, una hermosa mujer de veinte años, con un gorrito de dormir en la cabeza y una finísima camisa, un refajo de bayeta verde, chapines y peinador.
Me gustó mucho. La pregunté si podría volver a verla. —Si quiere vd. que nos veamos otra vez, me contestó, tendrá vd. que ir a casa de una tía mía que vive, en la calle de Bourg-l' Abbé, cerca del Mercado y en la esquina de la calle de los Osos la tercera puerta entrando por la de San Martin; le aguardaré desde las diez hasta las doce de la noche, o mas tarde si es menester, y dejaré la puerta entornada. Después de entrar, hay un callejón, pásele vd. de prisa, porque la puerta del cuarto de mi tía sale a él; mas allá encontrará vd. una escalera que le conducirá a este segundo piso.— Fui a las diez y hallé la puerta designada: había mucha luz, no solo en el piso segundo, sino en el tercero y en el principal; pero la puerta se hallaba cerrada. Di un golpe para avisar que estaba allí; me contestó una voz de hombre preguntándome quién era, y entonces me escondí en la calle de los Osos. Volví a poco por segunda vez, encontré abierta la puerta, subí hasta el piso segundo y vi que aquella luz era la paja de un jergón que estaba ardiendo, y que había dos cadáveres enteramente desnudos encima de la mesa del aposento. Entonces me retiré, no poco asombrado; al bajar tropecé con algunos cuervos (enterradores), los cuales me preguntaron qué se me ofrecía; pero yo eché mano a la espada y me abrí paso, volviendo a casa bastante conmovido por aquel inesperado espectáculo.»
También yo he ido a inspeccionar aquel sitio con las señas escritas por Bassompierre hace doscientos cuarenta años. Pasé por el Puentecillo; atravesé el Mercado y seguí por la calle de San Dionisio hasta la de los Osos, que se hallaba a mano derecha; la primera que desemboca en ella por el lado izquierdo es la de Bourg-l’Abbé. Su inscripción ennegrecida como por el tiempo o un incendio, me hizo concebir buenas esperanzas. Encontré la tercera puertecilla desde la calle de San Martin; ¡tan fieles son las señas del historiador! mas al llegar allí vi desgraciadamente qué habían desaparecido los dos siglos y medio que al principio creí encontrar. La fachada de la casa es muy moderna; y ni del cuarto principal, ni del segundo, ni del tercero, salía resplandor ninguno. En las ventanas del último piso abiertas en el atrio del edificio, había una guirnalda de capuchinas y guisantes de olor; en el piso bajo se ostentaban en una tienda de peluquero gran número de matas de pelo colgadas de los vidrios.
Chasqueado así, entré en aquel museo de las modernas Eponinas: desde la conquista de los romanos han acostumbrado las mugeres de las Galias a vender sus rubias trenzas a frentes menos favorecidas por la naturaleza; y hoy todavía se las cortan mis paisanas de Bretaña en ciertos días de feria trocando el natural velo de su cabeza por un pañuelo de las Indias. Dirigime a un seco individuo que estaba tejiendo una peluca con un peine de hierro, y le pregunté: «Caballero, podré saber si ha comprado vd. él pelo de una modista joven que vivía junto al Puentecillo en la tienda de los Dos Ángeles?" El hombre se quedó embobado sin decir ni no, y yo me retiré, pidiéndole mil perdones, por entre un laberinto de tupes de todas clases.
Caminé en seguida de puerta en puerta; no parecía ninguna modista de veinte años que me hiciese grandes cortesías; ni había tal mujer franca, desinteresada y cariñosa con gorro de dormir, finísima camisa, refajo de bayeta verde, chapines y peinador. Una vieja regañona a quien faltaban pocos días para ir a buscar sus perdidos dientes al seno de la tierra, me amenazó con pegarme con su muleta; quizás seria la tía del cuento.
¡Qué aventura tan bella es la de Bassompierre! No debe perderse de vista una de las razones que le pusieron en aptitud de inspirar una pasión tan decidida. Por aquella época se dividían todavía los franceses en dos clases muy señaladas; una dominante, otra casi reducida a la condición de sierva. La modista estrechaba a Bassompierre entre sus brazos como a un semidiós que se digna bajar al seno de una esclava; alucinábale él con su gloria, ilusión que no fascina a ninguna mujer del mundo, exceptuando a las francesas.
Pero ¿quién podrá revelarnos las misteriosas causas de aquella catástrofe? ¿Era el cuerpo de la linda niña de los Dos Ángeles el que yacía sobre la mesa al lado del otro cadáver? ¿Qué cadáver era este? ¿Pertenecía al marido, al hambre cuya voz oyó Bassompierre? ¿Había llegado la peste (porque a la sazón había peste en París) o tal vez los celos, a la calle de Bourg l'Abbé antes que el amor? Gran campo ofrece a la imaginación semejante asunto. Combínense las invenciones del poeta con una cosa popular, con los sepultureros o cuervos, y con la espada de Bassompierre, y saldrá de la aventura un magnífico melodrama.
Algunos se admirarán de mi castidad y mi buena conducta en París, en esa gran capital donde me hallaba enteramente libre para hacer mi voluntad, como en la abadía de Thelemo en que ningún monje obedecía mas ley que la de su capricho. Ello en cierto sin embargo, que no abusé de mi independencia; las únicas relaciones que tenía eran con la susodicha cortesana de doscientos diez y seis años de edad, antigua amante de un mariscal de Francia, que fue rival del monarca bearnés con la señorita de Montmorency, y adorador de la señorita de Entragues, hermana de la marquesa de Verneuil, que tan mal habló de Enrique IV. No sospechaba Luis XVl, a quien yo debía visitar, mis secretas relaciones con su familia.
Berlín, abril de 1821.
Presentación en Versalles.— Cacería con el rey.
Llegó por fin el día fatal en que tuve que marchar, a Versalles, mas muerto que vivo. Salí para aquel sitio con mi hermano la víspera de mi presentación, y fui a parar a casa del mariscal Duras, hombre sumamente distinguido, pero tan vulgar en su lenguaje que toda su persona se resentía de cierto aire plebeyo, pesar de sus finos modales. El buen mariscal me causó, en medio de todo, un miedo horrible.
A la siguiente mañana marchó solo a palacio. Puede decirse que no ha visto nada el que no ha sido testigo de la pompa de Versalles, aun después de haberse licenciado la antigua servidumbre: siempre estaba allí la sombra de Luis XIV.
Hasta que pasé la sala de guardias no hubo novedad notable; siempre me ha gustado el aparato militar, y nunca le he tenido miedo. Pero mis apuros empezaron así que entré en el Ojo de Buey y me vi rodeado de cortesanos que clavaban en mí la vista y se preguntaban mi nombre unos a otros. Para comprender la importancia que entonces tenía una presentación, debe recordarse el prestigio que acompañaba a la dignidad monárquica. Todo principiante llevaba consigo un misterioso destino; y cesaba de estar sujeto a ese trato entre protector y despreciativo que con la exquisita finura de modales, constituía el inimitable tono de la gente de alta categoría de la época. ¿Quién podía adivinar si aquél principiante llegaría a ser con el tiempo el favorito del amo? Respetábase, pues, en él la domesticidad futura con que acaso se vería honrado; en el día acudimos a palacio con mas precipitación aun, y lo particular es, que lo hacemos sin ilusión; un artesano, reducido a nutrirse con verdades, está muy cerca de morirse de hambre.
Luego que anunciaron que el rey se había levantado, se retiraron todos, los circunstantes que aun no habían sido presentados; esto me infundió cierto impulso de vanidad, pues sin tener precisamente orgullo por quedarme, me hubiera costado alguna vergüenza el salir de allí en aquel momento. Abriose la cámara del rey y vi a S. M., según era costumbre, acabando de vestirse, o lo que es lo mismo, tomando su sombrero de manos del primer gentil-hombre de servicio. En seguida salió para ir a misa; yo hice una cortesía y el mariscal de Duras dijo: «Señor, el Caballero de Chateaubriand.» Mirome el monarca, me devolvió mi saludó, y se quedó parado como sí titubeara en dirigirme la palabra. Hubiera podido contestarle con serenidad; toda mi timidez se había desvanecido y sin darme cuenta de lo que pasaba por mí me parecía ya la cosa mas sencilla el hablar con el generalísimo de los ejércitos, con el jefe supremo del Estado. Mas apurado el rey que yo, pasó de largo sin hallar una palabra que decirme. ¡Vanidad del destino humano! Aquel soberano a quien por la primera vez veía entonces, aquel poderoso monarca era Luís XVI seis años antes de subir al cadalso. Y el nuevo cortesano a quien apenas concedió una mirada, destinado a rebuscar osamentas algún día, después de ser presentado con pruebas de nobleza al hijo de San Luis en medio de su pompa, debía serlo mas adelante a su ceniza, con pruebas de fidelidad. ¡Tributo doble de respeto a la doble majestad del cetro y de la palma! Luis XVl podía responder a sus jueces como Cristo a los judíos. «Os he hecho testigos de muchas acciones buenas: ¿por cuál de ellas me lapidáis?»
Queríamos ver a la reina cuándo volviese de la capilla, y fuimos a situarnos e la galería. No tardó en aparecen rodeada de una brillante y numerosa comitiva; al pasar nos hizo una reverencia llena de dignidad, su rostro respiraba satisfacción y amor a la vida, y sin embargó, aquellas hermosas manos que entonces sostenían con gracia sin igual el cetro de tantos reyes, debían zurcir, antes que las atase el verdugo, los harapos de la viuda, presa en los calabozos de la Conserjería!
Si mi hermano había obtenido de mí un gran sacrificio, ya no estaba en su poder el obligarme a prolongarlo. En vano me suplico que me quedase en Versalles para asistir por la noche a la partida de juego de la reina. «Dirán tu nombre a S. M., añadía, y te hablará el rey.» No podía darme razones mas fuertes para que huyera. Corrí a ocultar el esplendor de mi gloria en el cuarto de la fonda, congratulándome de haber salido de la corte, pero aterrado todavía con la perspectiva de la jornada en carruaje preparada para el 19 de febrero de 1787.
Un día me avisó el duque de Coigny que me tocaba ir de caza con el rey 4 la selva de San Germán. Salí de madrugada hacia el lugar de mi suplicio en uniforme de principiante, compuesto de casaca gris, chupa y calzón encarnados, vueltas tiradas, botas a lo escudero, cuchillo de monte al cinto, y sombrero francés galoneado de oro. Cuatro principiantes nos reuníamos en el palacio de Versalles, a saber: los dos señores de Saints Marsault, el conde de Hautefeuille 26 y yo. El duque de Coigny nos dio algunas instrucciones para que cuidásemos de no cortar la caza porque el rey se irritaba en extremo siempre que alguno se interponía entre su persona y la pieza. El nombre que llevaba el duque debía ser luego fatal ¿la reina: como punto de reunión se designó la propiedad del Val, sita en la selva de San German, y empeñada por la corona al mariscal Beauveau. Era costumbre que las caballerizas del rey surtiesen las cabalgaduras de las personas presentadas al rey, que por primera vez concurriesen con él a caza 27.
En cuanto se tocó llamada, corrieron los soldados a las armas y dieron los jefes sus órdenes. Una voz gritó: ¡el rey! En seguida apareció esté y subió a su carruaje; imitámosle nosotros y echamos a andar en los de la comitiva. Gran distancia había desde aquel paseo y aquella caza con el monarca francés hasta mis paseos y cacerías en los arenales de Bretaña, y era todavía mayor respecto de mis cacerías y mis marchas con los salvajes de América; mi vida estaba destinada a ofrecer muchos contrastes de esta especie.
Llegamos por fin al punto de reunión en donde ya nos aguardaban impacientes numerosos caballos que los lacayos tenían sujetos del diestro al pie de los árboles. Animada era la escena que formaban los carruajes parados en la selva y rodeados de guardas; los grupos de hombres y mugeres, las jaurías que con dificultad contenían los monteros, los ladridos de los perros, los relinchos de los caballos y el sonido de as trompas. Las cacerías reales recordaban a la par las costumbres antiguas y modernas de la monarquía, los rudos entretenimientos de Clodión, Chilperico y Dagoberto, y la galantería de Francisco I, de Enrique IV y de Luis XIV.
Tenia yo la cabeza demasiado llena de reminiscencias de mis libros, para no ver en todas partes condesas de Chateaubriand, duquesas de Etampes, Gabrielas de Estrées, y señoritas de La Valliere y de Montespan. Mi imaginación tomó históricamente aquella cacería y se entregó libremente a su vuelo; además, estaba en una selva, me hallaba en mi propia terreno.
No bien me apeé del carruaje, presenté mi billete a los monteros. Habíanme reservado una jaca llamada Feliz, veloz, pero sin boca, asustadiza y llena de antojos; imagen bastante fiel de mi fortuna que sin cesar se vuelve contra mí, empinando las orejas. Montó el rey, echó a andar y los demás cazadores le siguieron por diversos senderos. Yo me quedé atrás, forcejeando con Feliz, que no quería dejarse oprimir el lomo por su nuevo dueño; al fin logré afirmarme en la silla, pero la partida se hallaba ya distante.
Al principio sujeté sin gran trabajo a mi cabalgadura; obligada a acortar su galope, bajaba la cabeza, sacudía el freno salpicado de blanca espuma, y avanzaba dando saltos de costado, mas cuando se acercó al teatro de la cacería, ya no hubo medio de contenerla. De repente alargó el pescuezo, me echó abajo la mano sobre la crucera, y arrancando a escape se precipitó sobre un tropel de cazadores, deteniéndose solo al tropezar con la cabalgadura de una señora a quien por poco no derribó en medio de las carcajadas de los unos y de los gritos de terror de los otros. He hecho inútiles esfuerzos para recordar el nombre de aquella señora que contestó con la mayor política a las palabras que la dirigí para excusarme. En lo restante del día no se habló mas que de la aventura del principiante.
Pero aun no habían terminado mis apuros. A la media hora de este percance, iba atravesando una vereda abierta en la parte mas recóndita del bosque, y a cuyo extremo se hallaba un pabellón, cuando se me antojó ponerme a meditar sobre aquellos palacios diseminados en las selvas, en conmemoración del origen de los reyes melenudos y de sus misteriosos placeres. En esto suena un escopetazo; la Feliz se vuelve, métese bajando la cabeza por entro la maleza, y me lleva justamente al lugar en que acababa de caer el venado y de presentarse el rey.
Recordé, entonces, aunque demasiado tarde, las recomendaciones del duque de Coigny: la maldita Feliz tenía la culpa de todo. Me tiré al suelo, y conteniendo con una mano a mi yegua, me acerqué al rey quitándome el sombrero con la otra. Lanzome el monarca una mirada que le impuso de que un oscuro principiante había llegado antes que él a los alcances de la pieza; viose, pues, precisado a hablar, pero en lugar de encolerizarse, me dijo con tono bonachón y soltando una ruidosa carcajada: «¡No ha resistido mucho!» Son las únicas palabras que me ha dirigido Luis XVl. Acudió gente de todas partes, y se quedó no poco sorprendida de verme conversando con su majestad. El principiante Chateaubriand metió ruido con sus dos aventuras, pero no supo, como siempre le ha sucedido, sacar partido de su buena ni mala fortuna.
Después acorraló el rey a otros tres venados. Siendo costumbre que los principiantes no corriesen mas que la primera pieza» me fui al Val con mis compañeros a aguardar la terminación de la cacería.
Cuando volvió el rey al Val iba muy satisfecho refiriendo los lances de la jornada. Tomamos nuevamente el camino de Versalles donde aguardaba a mi hermano una decepción mayor; en lugar de ir a vestirme para concurrir al acto de descalzarse el monarca, momento siempre de triunfo y de favor, me metí en mi coche y regresé a Parte lleno de gozo al verme ya libre de mis honores y de mis incomodidades. En seguida manifesté a mi hermano la resolución de Volver a Bretaña.
Contento con haber dado a conocer su nombre, y confiado en llevar adelante con su presentación los planes abortados por la mía, no opuso dificultad a la desaparición de un pariente tan extravagante como yo 28.
Tales fueron mis primeras presentaciones en la ciudad y en la corte. La sociedad me pareció todavía mas odiosa que me la había figurado; pero no me desanimó, aunque me asustó; conocí vagamente que era yo superior a lo que había visto. Concebí una aversión invencible a la existencia cortesana, y esta, aversión, o por mejor decir, este desprecio, es el que me ha impedido y me impedirá hacer camino, y el que acaso me hará caer desde el mas culminante punto de mi carrera.
Por lo demás, si es cierto que juzgué al mundo sin conocerle, tampoco me conocía el mundo a mí. Nadie adivinó lo que yo podía valer, ni entonces ni cuando volví a París. Después de haber adquirido mi triste celebridad, me han dicho mil personas: «Si os hubiésemos conocido en vuestra juventud, seguramente habríais llamado nuestra atención.» Estas halagüeñas pretensiones son un efecto ilusorio de las reputaciones formadas. En su exterior todos los hombres se parecen; en vano nos dice Rousseau que poseía dos ojuelos encantadores; no es menos cierto por eso, y si no díganlo sus retratos, que tenía las trazas de un maestro de escuela o de un zapatero de mal genio.
Para concluir de una, vez con la corte, diré que después de haber visitado la Bretaña y de fijarme nuevamente en París con mis hermanas menores Lucila y Julia, volví con mas empeño que nunca a mi solitaria vida. Preguntarán algunos cuales fueron las consecuencias de mi presentación. No pasaron de ahí .—¿Qué? ¿No fuisteis a otra caza con el rey?— Lo mismo que con el emperador de la China. —¿No volvisteis a Versalles?— Llegué dos veces hasta Sévres, pero me faltó valor y regresé a París.—¿No sacasteis ningún partido de vuestra posición? —Ninguno — ¿Pues que hacíais? —Aburrirme.— ¿Y no sentisteis ambición ninguna? —Si tal; a fuerza de intrigas y penalidades, alcancé la gloria de insertar en el Almanaque de las Musas un idilio cuya aparición estuvo a punto de matarme entre las esperanzas y temores. Hubiera dado todos los coches del rey por ser autor de la romanza ¡Oh tierna gaita mía! o de la otra que empieza De mi pastor voluble.
Capaz de todo cuando se trata de los demás, y enteramente inútil para mi propio adelanto; tal es mi carácter.
París, junio de 1821.
Una temporada en Bretaña.— Guarnición de Dieppe.— Regreso a París con Lucila y Julia.
El libro precedente ha sido escrito en Berlín. He regresado a París para asistir al bautiza del duque de Burdeos, y he hecho dimisión de mi embajada por fidelidad política a Mr. de Víllele, quién ha salido del ministerio. Ahora que he vuelto a quedar sin ocupaciones, escribamos. A medida que van llenándose estas Memorias de mis pasados años, me representan estos el globo inferior de un reloj de arena, que me marca el polvo de mi vida que ha caído ya; cuando haya concluido de bajar toda la arena, no volvería a llenar mi reloj de vidrio, aun cuando me diese Dios poder para ello.
La nueva soledad que fui a habitar en Bretaña después de mi presentación, no se parecía a la de Combourg: no era tan completa, ni tan grave, y para decirlo de una vez, ni tan forzada tampoco: estaba en mi mano el dejarla cuando, me pareciera, y perdía por lo tanto todo su valor. Una antigua castellana llena de pergaminos, y un antiguo barón muy pagado de sus timbres, que guardaban en su vivienda feudal a su última hija y a su hijo último, ofrecían eso que llaman los ingleses caracteres: la vida que se hacia en ella, no tenía nada de provincial ni de encogido, porque no era la vida común.
La sociedad mas selecta de la provincia en que Vivian mis hermanas, se hallaba en medio de los campos: las diversiones y los bailes iban alternando de castillo en castillo, y se representaban algunas farsas, de las cuales era yo a veces un pésimo actor. En invierno era preciso resignarse a sufrir en Fougéres la sociedad, los bailes, las reuniones y los convites de una ciudad de corta población, y yo no podía, como en París dejar de asistir a todas estas cosas, sin ser notado.
Mi estancia en la corte y la vida militar, contribuyeron mucho, por otra parte a que se verificara un notable cambio en mis ideas: a despecho de mis naturales inclinaciones, sentía interiormente una fuerza desconocida que me hacia rebelar contra la oscuridad, y que me excitaba a salir de ella. Julia detestaba la provincia con toda su alma, y el instinto del ingenio y de la belleza, impelían a Lucila hacia un teatro mas vasto.
Sentía, pues, en mi existencia un malestar, que me indicaba que no seguía la senda trazada por mi destino.
Sin embargo, siempre conservaba mucha afición al campo, y él de Marigny era delicioso 29. Mi regimiento había cambiado de residencia; el primer batallón sé hallaba de guarnición en el Havre y el segundo en Dieppe: mi presentación a la corte había hecho de mí todo un personaje. Cobré afición a mi profesión, y trabajaba con un gusto especial en enseñar los giros y el manejo del arma a los reclutas que habían sometido a mi cargo, y a quienes llevaba a hacer el ejercicio a la orilla del mar, que ha sido siempre el fondo del cuadro de todas las escenas de mi vida.
La Martiniere no hacia caso en Dieppe ni de su homónimo Lamartiniere, ni del P. Siman, que escribía contra Bossuet, Port-Royal y los Benedictinos, ni, del anatomista Pecquet, a quien Mme. de Sevigné llamaba el pequeño, pero La Martiniere, en cambio, estaba enamorado en Dieppe, como lo estaba en Cambrai: andaba bebiendo los vientas por una robusta Cauchoise (paloma), cuya escofieta y moño tenían una toesa de altura, y la que había pasado ya de la primavera de su juventud. Por una rara coincidencia, llevaba el apellido Cauchie, y seria nieta probablemente de aquella hija de Dieppe llamada Ana Cauchie, que tenía en 1645 ciento cincuenta años.
En 1647, Ana de Austria, que contemplaba como yo la mar desde las ventanas de su habitación, se entretenía en mirar como se consumían los brulotes para divertirla. Había fiado a los pueblos, que fueron fieles a Enrique IV, la custodia del joven Luis XIV, y los colmaba de bendiciones, a pesar de su maldito lenguaje normando.
Aun existían en Dieppe algunas de las pechas feudales, que había visto yo pagar en Combourg: el plebeyo de Vauquelin tenía que pagar tres cabezas de cerdo, con una naranja entre los dientes cada, una, y tres sueldos de la moneda mas antigua conocida.
De Dieppe fui a pasar un semestre a Fougéres, donde campaba por su respeto una noble señorita llamada de La Belinaye, y tía de aquella condesa de Tronjoli, de la cual he hecho ya mención. Una amable fea, hermana de un oficial del regimiento de Condé, fue quien se captó mi admiración: yo no hubiera podido ser muy temerario para elevarme hasta la belleza, porque únicamente las imperfecciones de la mujer eran las que me animaban a arriesgar con ella un respetuoso homenaje. Mme. de Farcy, que estaba la mayor parte del tiempo enferma, resolvió abandonar la Bretaña, y decidió a Lucila a que la siguiera: Lucila venció a su vez mi repugnancia, y todos nos pusimos en camino para París; dulce asociación de los tres pájaros mas jóvenes de la pollada.
Mi hermano se había casado ya, y vivía en casa de su suegro, el presidente de Rosambo, calle de Bondy. Nosotros acordamos alquilar una casa próxima a la qué habitaba este, y por mediación de monsieur Delisle de Sales, que se hallaba alojado en los pabellones de San Lázaro, al extremo del arrabal de San Dionisio, tomamos una habitación en estos pabellones.
París, junio de 1824.
Delisle de Sales.— Flins.— Vida de un literato.
Mme. de Farcy tenía, no sé por qué, bastante familiaridad con Delisle de Sales, el cual estuvo encerrado en Vincennes por algunas bagatelas filosóficas. En aquella época se hacia cualquiera un gran personaje emborronando cuatro líneas en prosa, o insertando una redondilla en el Almanaque de las Musas. Delisle de Sales, hombre galante en extremo, y una medianía en toda la extensión de la palabra, era un grande holgazán que dejaba correr sus años sin hacer alto de ello: este escritor había sabido formarse una biblioteca con sus obras, que trocaba por otras en el extranjero, y que nadie leía en París. Todos los años por la primavera iba a hacer su acopio de ideas a Alemania. Era grueso, andaba casi siempre desabrochado, y llevaba constantemente asomando por el bolsillo un gran rollo de papel mugriento, en el que se paraba a escribir en medio de la calle cualquiera idea que le ocurría al vuelo. En el pedestal de su busto de mármol, se veían escritas de su propio puño estas palabras, plagiadas al busto de Buffon: Dios, el hombre, la naturaleza, todo lo he explicado. ¡Delisle de Sales lo había explicado todo! Estos orgullos causan a la vez lástima y risa, pero infunden también el desaliento. ¿Quién puede lisonjearse efectivamente de tener un talento verdadero? ¿No podemos estar nosotros sometidos al imperio de una ilusión semejante a la de Delisle de Sales? Cualquier cosa apostaría, a que hay autor que se cree hombre de genio al leer esta frase, y sin embargo no es mas que un zote.
Si me he extendido demasiado acerca del habitante de los pabellones de San Lázaro, ha sido porque él fue el primero que conocí, y el que me introdujo en la sociedad de los otros.
La presencia de mis dos hermanas en Paris lo hacia para mi menos insoportable, y mi inclinación al estudio contribuía también mucho a ello. Delisle de Sales me parecía una águila. En su casa fue donde conocí a Carbon Flins de los Oliviers, el que se enamoró de Mme. de Farcy. Esta se burlaba de él muy a las claras; pero no se daba por incomodado, porque la echaba de hombre corriente y de mundo. Flins me hizo conocer a su amigo Fontanes, que llegó después a serlo mío.
Hijo de un fontanero de Reims, había recibido una educación descuidada, pero su talento estaba regularmente cultivado, y a veces revelaba hasta ingenio. Difícilmente podría hallarse un hombre mas feo: era pequeño y abotagado; tenía ojos grandes y saltones, cabellos encrespados y dientes sucios, y a pesar de todo esto su facha no era de las mas innobles.
Su método de vida, que era igual sobre poco mas o menos al que hacían en aquella época todos los literatos de París, merece ser referido.
Flins habitaba en una casa de la calle de Mazarino, situada muy cerca de Laharpe, que vivía en la calle de Guénégaud. tenía a su servicio dos Saboyanos, trasformados en lacayos, merced a una casaca de librea, los cuales le acompañaban por la noche y le anunciaban en su casa por la mañana las visitas. Flins solía ir frecuentemente al Teatro francés, situado entonces en la plazuela del Odeón, y famoso principalmente por la comedia. Brizard acababa de retirarse; Taima empezaba por el contrario a sobresalir, y Larive, Saint-Phal, Fleury, Molé, Dazincourt, Dugazon, Grandmesnil; y madames Contat, Saint-Val, Desgarcins y Olivier se hallaban en el mayor brillo de su talento, mientras que Mlle. Mars, hija de Monyel, se disponía para hacer su primer salida en el teatro Montansier. Las actrices protegían a los autores, y en algunas ocasiones solían labrar su fortuna.
Flins, a quien su familia pasaba una cantidad muy corta para alimentos, vivía de prestado. Cuando llegaban las vacaciones del parlamento, empeñaba las libreas de sus saboyanos, sus dos relojes, sus sortijas, y su ropa blanca; pagaba con el importe del empeño lo que debía, se marchaba a Rennes, permanecía allí tres meses, regresaba a París, sacaba sus prendas del Monte de Piedad con el dinero que le había dado su padre, y empezaba de nuevo la rueda de su vida, siempre alegre, y bien recibido en todas partes.
París, junio de 1821.
Escritores.— Retratos.
En el discurso de dos años que pasaron desde que me establecí en París hasta la apertura de los Estados generales, fue creciendo aquella sociedad. Yo sabia al dedillo las elegías del caballero de Parny, y no las he olvidado todavía. Un día le escribí pidiéndole permiso para visitar al poeta, cuyas obras me encantaban, y habiéndome contestado con finura y amabilidad fui a verlo a su casa, en la callé de CIéry.
El caballero de Parny era un hombre joven todavía, de buen tono, flaco y pecoso de viruelas. Devolviome la visita, y yo lo presenté a mis hermanas. Gustaba poco de la sociedad; de la que se retiró después completamente por entregarse a la política: entonces era del antiguo partido. No he conocido un escritor mas semejante a sus obras: poeta y criollo no le hacia falta mas que el cielo de la India, una fuente, una palmera y una mujer. Temía el bullicio del mundo, hacia todo lo posible por pasar la vida ignorado, lo sacrificaba todo a su pereza, y solo se veía vendido en su oscuridad por los placeres que inspiraba al pulsar su lira.
Que notre vie heureuse et fortunée.
CouIe, ou secret, sous l'aile des amours,
Comme un ruisseau qui, murmurant a peine.
Et dans son lit resserrant tousses flot,
Cherche avec soin l'ombre des arbrisseaux,
Et n'ose pas se montrer dans la plaine