No sabe el marinero dónde le sorprenderá a muerte, o en qué playa dejará de existir, quizá cuando lance al viento su último suspiro, lo arrojarán al seno de las olas, atado a dos remos para continuar su viaje o acaso quedará entregado al eterno sueño en un islote desierto, que nadie volverá a ver, así como antes dormía aislado en su hamaca en medio del Océano.
El barco constituye por sí solo un espectáculo, sensible al mas ligero movimiento del timón; hipogrifo o corcel alado, obedece la mano del piloto como un caballo la del jinete. La elegancia de los mástiles y del aparejo, la ligereza de la tripulación que salta de verga en verga, los diferentes aspectos que presenta el buque ya cuando avanza ladeado por el austro adverso, ya cuando huye en línea recta ante el aquilón favorable, hacen de esta docta máquina una de las maravillas del genio del hombre. Ora se estrellan las olas y la espuma contra el casco y se esparcen saltando; ora se aparta la onda apacible para abrir franco paso a la proa. Los pabellones, las flámulas y el velamen completan la hermosura de aquel palacio de Neptuno; las velas inferiores, libremente desplegadas, se hinchan como vastos cilindros; las superiores, comprimidas por la mitad, imitan la redondez de los pechos de una sirena. El buque, espoleado por un viento impetuoso, avanza con su quilla como un arado con su reja labrando con estruendo el campo de los mares.
En esa senda del Océano, en cuya larga extensión no se hallan árboles y aldeas, ciudades ni castillos, campanarios ni sepulcros; en ese camino sin columnas ni piedras miliarias, que tiene por linderos a las olas, por postas a los vientos, por luces a los astros, no hay aventura mas bella, siempre que no se exploran tierras o mares incógnitos, que el encuentro de dos buques. A vístanse mutuamente en el horizonte con auxilio del catalejo, y se dirigen el uno hacia el otro. La tripulación y los pasajeros se agolpan sobre cubierta: entrambas embarcaciones izan bandera, achican velas y se ponen al habla. Reina un profundo silencio; los capitanes suben sobre el castillo de popa y empuñan la bocina. «¡Ha del barco! ¿Cómo se llama? ¿De qué matrícula? ¿Cómo se llama el capitán? ¿De dónde viene? ¿Cuántos días de navegación? ¿Latitud y longitud? ¡Anda con Dios!». Suéltanse los rizos y vuelven a tenderse las velas. Pasajeros y tripulación huyen mirándose; estos van a buscar el sol asiático y aquellos el sol europeo: uno y otro han de verlos morir. El tiempo arrebata y separa a los viajeros sobre la tierra todavía mas aprisa que los separa y los arrebata el viento sobre él Océano, solo hay espacio para hacerse una señal a lo lejos: ¡Anda con Dios! El puerto común es la eternidad.
¿Y si el buque con que se tropieza fuese el de Cook o el de La Pérouse?
Era contramaestre del barco de Saint-Malo en que yo navegaba, un antiguo sobrecargo llamado Pedro Villeneuve, cuyo nombre me infundía cariño, porque me recordaba a mi buena nodriza. Había servido en la India con el bayle de Suffren, y en América con el conde de Estaing, y contaba numerosas campañas. Apoyado en la obra muerta junto al bauprés, como un veterano de los inválidos en la verja de su jardinillo, y mascando una hoja de tabaco con la que se le hinchaba el carrillo, cual si tuviera una fluxión, describíame Pedro el momento del zafarrancho, el efecto de las detonaciones de artillería sobre la cubierta, y el destrozo causado por los disparos en cureñas, cañones y mástiles. Hacíale yo hablar de los indios, los negros y los colonos; le preguntaban cómo se vestían aquellos diferentes pueblos, cómo eran los árboles, qué color tenía la tierra, y el cielo y qué sabor las rutas; si eran mejor sus piñas que nuestros melocotones, y sus palmeras mas hermosas que nuestras encinas. El me lo explicaba todo por medio de comparaciones tomadas en objetos conocidos; cada palmera era una enorme col, los trajes de las indias como las de abuela; los camellos como asnos con joroba, y en su concepto, los pueblos del Oriente, sin excepción, y los chinos en particular, solo se distinguían por la rapacidad y la cobardía. Siendo Villeneuve hijo de Bretaña lo mismo que yo, terminaba siempre la conversación con un elogio de la incomparable belleza de nuestra patria.
La esquila interrumpía estos diálogos, marcando los cuartos de servicio, la hora de vestirse, te de pasar revista y las de comer. A una señal dada todas las mañanas, se formaba la tripulación sobre cubierta y cambiaba sus camisas azules por otras que desde et día anterior estaban secándose en los obenques. Las que entonces se dejaban eran inmediatamente lavadas en baldes de agua, donde aquel colegio de focas jabonaba al mismo tiempo sus rostros atezados y sus piernas manchadas de brea.
A las horas de comer se sentaban todos los marineros en torno de sus gamellas, e introducían uno tras otro (casi siempre sin fraude) sus cucharas de estaño en el rancho, que se agitaba a merced del buque. Los que no tenían grande apetito vendían por un poco de tabaco o por un vaso de aguardiente su ración de galleta y de tasajo. Los pasajeros comían en la cámara con el capitán. Si hacia buen tiempo, se tendía una lona sobre la popa, y allí se serbia la mesa, al frente del mar azul, manchado a trechos con blancos grumos de espuma arrancados por la brisa.
Por la noche me embozaba en mi capa y me tendía a dormir en las tablas de la cubierta. Desde allí contemplaban las estrellas suspensas sobre mi cabeza; la hinchada vela me devolvía de rechazo la frescura de las brisas que me acariciaban bajo la bóveda celeste: medio aletargado e impelido por el viento, iba cambiando de cielo al mismo tiempo que de ensueños.
Los pasajeros componen a bordo de un buque una sociedad distinta de la tripulación: pertenecen a otro elemento y la tierra es su destino. Unos van a buscar fortuna, otros descanso; estos vuelven a su patria; aquellos la abandonan; estotros navegan para estudiar las costumbres de los pueblos o para aprender las ciencias y las artes. En aquella posada ambulante, que viaja con el viajero, hay tiempo para conocerse, para enterarse de singulares aventuras, para concebir antipatías y para contraer amistades. Cuando navegan de ida o de regreso las tiernas doncellas, hijas de la sangre inglesa y de la sangre indiana, que a la hermosura de Clarisa reúnen la delicadeza de Sacontala, es cuando se forman los dulces lazos que atan y desatan los vientos perfumados de Ceylan, las cadenas amorosas, suaves como ellos y como ellos ligeras.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Francis Tulloch.— Cristóbal Colon.— Camoens.
Entre mis compañeros de viaje se contaba un inglés llamado Francis Tulloch; había servido en artillería, era pintor, músico y matemático, y hablaba diversas lenguas. El padre Nagault, superior de los seminaristas de San Sulpicio, que por casualidad había conocido al oficial anglicano, le convirtió a la religión católica y llevaba a su neófito a Baltimore.
Entablé relaciones familiares con Tulloch, y como por entonces era yo un profundo filósofo, no dejaba de aconsejarle que se volviese a su casa. El espectáculo que íbamos presenciando, le infundía raptos de admiración. Por la noche nos levantábamos cuando ya hallaba entregado el puente al oficial de guardia y a algunos marineros que fumaban silenciosamente sus pipas: Tuta aequora silent. Bogaba el barco, mecido por las olas que lenta y sordamente pasaban, y de sus costados se desprendían rápidas chispas de luz mezcladas con blanca espuma. En el oscuro azul de la cúpula celeste radiaban millares de estrellas sobre una mar sin límites; reinaba lo infinito en el agua y en el cielo. Nunca me ha abrumado Dios con su grandeza, como en aquellas noches en que pesaba un inmensidad sobre mí y se abría otra inmensidad bajo mi planta.
Los vientos del Oeste y las calmas retardaron algún tanto nuestra marcha. El 4 de mayo estábamos todavía a la altura de las Azores. El 6 a las ocho de la mañana, tomamos conocimiento de la isla del Pico, volcán que largos siglos se alzó de un mar de nadie navegado; faro inútil durante la noche, y señal sin testigos durante el día.
El espectáculo que ofrece la tierra surgiendo del fondo de las olas, tiene algo de mágico. Cristóbal Colon ve, en medio de su tripulación amotinada y pronto ya a regresar a Europa sin haber conseguido el objeto de su viaje, una lucecilla sobre la playa que las tinieblas le ocultan. El vuelo de las aves le había guiado hacia América; el fuego de un hogar salvaje le reveló un nuevo universo. Debió Colon sentir en aquel momento la especie de satisfacción que la Escritura atribuye al Creador, cuando al sacar el mundo de la nada, vio que su obra era buena: Vidit Deus quod esset bonum. Colon creaba otro mundo. Una de las primeras vidas que se conocen del piloto genovés, es la que Giustiniani, autor de un psalterio, puso en forma de nota al salmo: Coeli enarrant gloriam Dei.
No debió maravillarse menos Vasco de Gama, cuando abordó en 1498 a las costas del Malabar. Todo cambiaba entonces en el globo, aparecía una nueva naturaleza; desgarrábase el velo que por espacio de mil siglos había cubierto a una parte de la tierra; descubríase la patria del sol, el sitio de donde sale todas las mañanas «como un esposo, o como un gigante: tamquam sponsus, ut gigas;» presentábase en su desnudez aquel sabio y brillante Oriente, cuya misteriosa historia se enlazaba con los viajes de Pitágoras, con las conquistas de Alejandro, con los recuerdos de las Cruzadas, y cuyos perfumes llegaban hasta nosotros atravesando las campiñas de la Arabia y los mares de la Grecia. Europa le envió un poeta para saludarle, y el cisne del Tajo alzó su triste y sonora voz basta las playas de la India; tomole Camoens su brillantez, su renombre y sus desgracias; solo le dejó sus riquezas.
Las Azores.— Isla Graciosa.
Cuando descubrió Gonzalo Villo, abuelo materno de Camoens, una parte del archipiélago de las Azores, debió reservarse, si hubiera adivinado el porvenir, un dominio de seis pies de tierra para dar sepultura a los huesos de su nieto.
Anclamos en una mala rada, con fondo de peñascos y cuarenta y cinco brazas de agua. La isla Graciosa ante La cual habíamos fondeado, nos presentaba sus colinas de contornos algo salientes como la elipse de una ánfora etrusca; cubrían los verdes sembrados que exhalaban un olor cereal, particularmente grato en las Azores. En medio de aquellos sembrados se veían las divisiones de cada heredad, hechas con piedras volcánicas blancas por un lado y por el otro negras formando montones. Una abadía, monumento del antiguo mundo sobre aquél territorio nuevo, llamaba la atención sobre una eminencia, a cuyo pie se retrataban en una ensenada de fondo pedregoso, los tejados de la ciudad de Santa Cruz. Toda la isla se reproducía en sentido inverso en las aguas, con los recortes de sus falúas, cabos, calas y promontorios. Una serie de peñascos verticales la serbia de fortificación exterior, Al fondo del cuadro alzabas el cono del volcán del Pico sobre una base de nubes, interrumpiendo mas allá de la Graciosa la perspectiva aérea.
Habiéndose resuelto que fuese yo a tierra con Tulloch y el teniente, se botó la lancha y bogamos hacia la playa, que distaba sobre dos millas. En ella reinaba un movimiento extraordinario; al divisarnos destacase una canoa y remó en dirección a nosotros; cuando se acercó lo suficiente vimos que estaba llena de frailes. Nos hablaron en portugués, en italiano, en inglés y en francés, y respondimos en todas cuatro lenguas. De este modo supimos que la ciudad se había alarmado, al ver por primera vez que un buque de nuestro porte se atrevía a fondear en la rada peligrosa en que estábamos resistiendo a la marea. Los isleños además no conocían el pabellón tricolor, y no sabían si veníamos de Argel o de Túnez. Aun no había reconocido Neptuno aquel pabellón tan gloriosamente enarbolado por Cibeles. Cuando se cercioraron de que teníamos rostro humano y de que entendíamos lo que hablaban, fue indecible su júbilo. Los frailes nos recibieron en su batel y nos llevaron alegremente a Santa Cruz, adonde desembarcamos con alguna dificultad por lo violento de la resaca.
Acudió a recibirnos toda la isla, y cuatro o cinco alguaciles armados con lanzas tomadas de orín, se. apoderaron de nosotros. Como yo llevaba puesto el uniforme de S. M., pasé por el hombre importante de la diputación. Nos hicieron ir a casa del gobernador estrecho tabuco en que su excelencia, vestido con un raido frac verde, galoneado de oro en sus tiempos, nos dio una solemne audiencia, permitiendo de resultas que acopiáramos víveres.
En seguida nos llevaron nuestros religiosos a su convento, edificio de buen balconaje, cómodo y con mucha luz. Tulloch había tropezado con un compatriota; el padre mas grave, el que mas trabajaba por servirnos, era un marinero de Jersey, cuyo buque se había ido a pique con tripulación y cargamento junto a la Graciosa. Salvo del naufragio en que perecieron sus compañeros, y dotado de inteligencia, se mostró dócil a las lecciones de los catequistas, aprendió el portugués y algunas palabras de latín, y favorecido por su cualidad de inglés, se dejó convertir y se hizo fraile. El buen marinero de las islas inglesas, que se veía vestido, alojado y mantenido con los productos del altar, se encontraba mucho mas a gusto que cuando subía a tomar rizos a los sobrejuanetes. Aun se acordaba de su antiguo oficio; y como había estado mucho tiempo sin hablar su lengua nativa, celebraba su encuentro con una persona que le entendía, riéndose y votando como si todavía estuviese a bordo. El nos acompañó a pasear por la isla.
Las casas, ora fuesen de madera o de piedra, estaban adornadas con galerías exteriores, que daban a la mas mezquina cabaña un aspecto particular de limpieza, merced a la luz que las inundaba. Sus habitantes, vendimiadores en su mayor parte, iban medio desnudos y tenían la tez tostada por el sol; las mugeres, bajas y amarillas como mulatas, pero muy vivas, llevaban con ingenuo coquetísimo ramilletes de jeringuillas y rosarios a manera de coronas y de cadenas.
En las cuestas se ostentaba radiante el fruto de las cepas, del cual se saca un vino bastante parecido al de Fayal. No abundaba el agua; pero donde quiera que brotaba una fuente, crecía una higuera y se alzaba un oratorio con pórtico pintado al fresco. Los arcos ojivales de este pórtico servían de marco a algunas vistas de la isla y algunas porciones del mar. Sobre una de aquellas higueras vi posarse una bandada de cercetas azules, no palmípedas. El árbol no tenía hojas, pero producía un fruto colorado, cuyos granos se engastaban en las ramas como cuentas. Adornado con las alas de aquella multitud de aves cerúleas, parecía que de pronto había nacido en él un follaje azul para hacer mas brillante la púrpura de su fruta.
Es probable que los cartagineses tuvieran conocimiento de las Azores, y en la isla de Corvo se han encontrado indudablemente monedas fenicias. Dícese que los primeros navegantes modernos que abordaron a ella hallaron una estatua ecuestre que con el brazo tendido señalaba al Occidente; pero esta estatua puede confundirse con la figurada en los grabados de invención que se ven en las antigua cartas marinas.
En el manuscrito de los Natchez supuse que al regresar Chactas de Europa tomó tierra en la isla de Corvo y vio la misteriosa estatua. Los sentimientos que me dominaban en la Graciosa al acordarme de aquella antigua tradición, están expresados así: «Me acerqué a este monumento extraordinario. En su base bañada por la espuma del mar, había ciertos caracteres desconocidos; el musgo y el salitre corrían la superficie del antiguo bronce. La golondrina, parada sobre el casco del coloso, lanzaba con breves intervalos sus tenues gemidos; mil conchas se adherían a los metálicos lomos y a la cría del corcel, y al aproximar el oído a su abierta nariz, se percibían dentro rumores confusos.»
Los religiosos nos sirvieron una excelente comida después del paseo, y pasaron la noche bebiendo con nosotros. A las doce del siguiente día volvimos a bordo, echas ya las provisiones, y dejando algunas cartas que nuestros huéspedes se encargaron de enviar a Europa. El buque se había visto entre tanto muy apurado con un fuerte Sudeste que se levantó de pronto. Al zarpar hubo que abandonar el ancla, que se había enredado entre los peñascos, como desde luego se presumió que sucedería; aparejamos, y refrescando gradualmente el viento, perdimos de vista poco después a las Azores.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Juegos marítimos.— Isla de San Pedro.
Fao pelagus me scire probes, que carbasa laxo.
«Conocido me es con tu poderoso auxilio el mar en que tiendo mis velas.»
Así decía mi compatriota Guillermo el bretón a su musa hace seiscientos años. Vuelto al mar, comencé otra vez a contemplar sus soledades; mas en aquel mundo ideal de mis ensueños se me aparecían, como para amonestarme severamente, la Francia y sus verdaderos acontecimientos. Guando quería eludir por él día la compañía de los demás pasajeros, me encaramaba con soltura a la cofa del palo mayor, en medio de los aplausos de la tripulación. Sentado allí dominaba enteramente las olas.
Cubierto el espacio con dos velos azules, podía compararse a un lienzo preparado para recibir las futuras inspiraciones de algún gran pintor. El color de las aguas era semejante al del vidrio liquido. En sus prolongadas y altas ondulaciones formaban barrancos por donde la vista penetraba mas y mas en los desiertos del Océano; aquel paisaje vacilante hacia sensible a mi vista la imagen de la Escritura en que se compara a la tierra, titubeando ante el Señor, como un hombre embriagado. A veces parecía el espacio breve y limitado, por no haber en él puntos salientes; mas si alzaba una ola su cabeza, si encorvaba una onda el lomo imitando una distante costa, o si acertaba a pasar por el horizonte un escuadrón de perros marinos, se revelaba la verdadera extensión del piélago con aquella especie de escala. Sucedía esto sobre todo, cuando llegaba una bruma rastreando sobre la superficie del agua a aumentar, si así puede decirse; la inmensidad misma.
Apeándome luego de mi nido del mástil, como antiguamente del de mi sauce, y condenado siempre a una existencia solitaria, cenaba con una galleta, un poco de azúcar y un limón, y me acostaba envuelto en mi capa, unas veces sobre cubierta y otras en mi camarote; bastaba que alargase el brazo para tocar mi féretro desde mi lecho.
El viento nos obligó a torcer al Norte hasta llegar al banco de Terranova. En medio de una bruma pálida y fría, veía sobrenadar en aquellas aguas pedazos errantes de hielo.
Los hombres del tridente tienen juegos que han heredado de sus antecesores; al pasar la línea hay que resolverse a sufrir el bautizo, ceremonia de máscara, que lo mismo se practica bajo los trópicos que en el banco de Terranova, y a la cual siempre preside el señor Trópico en persona. Trópico e hidrópico son sinónimos para los marineros; aquel personaje tiene siempre una enorme panza, y se viste, aun cuando haga el calor propio de sus dominios, con todas las pieles de carnero y todas las chaquetas de abrigo de tripulación. Colócase de cuclillas sobre la cofa mayor, lanzando sordos mugidos de vez en cuando; todos le miran desde abajo; muévase al fin, y comienza ¿bajar por los obenques, tardo como un oso, y zozobrante como Sileno. Al pisar la cubierta, ruge nuevamente, da un salto, coge un cubo, le llena de agua salada, y lo desocupa sobre la cabeza de los que nunca han pasado la línea o llegado a la latitud de los hielos, las víctimas se refugian a la bodega, vuelven a salir por las escotillas y se encaraman a los mástiles, pero en vano; el señor Trópico les va a los alcances, y no hay mas remedio para poner término a la diversión, que dar una buena propina. ¡Juegos de Anfitrite que hubiera celebrado Homero como cantó a Proteo, si el viejo Océano hubiese sido completamente conocido en tiempo de Ulises! Pero entonces solo se veía su cabeza asomada a las columnas de Hércules: el resto oculto del cuerpo cubría el mundo.
Para hacer nuevas provisiones pusimos la proa hacia las islas de San Pedro y Miquelón. Eran las diez o las once de la mañana, cuando nos acercamos a la primera; casi parecía que estábamos encima de ella; sus costas asomaban por entre la niebla como una negra joroba.
Al fondear frente a la capital de la isla, no la veíamos todavía, aunque oíamos el ruido de la tierra. Los pasajeros se dieron prisa a desembarcar; el superior de San Sulpicio, a quien continuamente molestaba el mareo, estaba tan débil, que hubo que sostenerle para que anduviese. Yo tomé alojamiento a par- te, y aguardé a que una ráfaga de viento despejase el cielo para ver él sitio en que vivía, o por decirlo así, la ciudad de mis huéspedes en aquel país de sombras.
Se hallan situados el puerto y la bahía de San Pedro, entre la costa oriental y un islote longitudinal llamado la Isla de los Perros. El puerto, conocido con el nombre de Barachis, va cubriendo la tierra hasta terminar en un salobre pantano. Algunos peñascos estériles se alzan aquí y allá sobre la superficie; los hay que enteramente dominan el litoral; otros tienen al pie una orla de tierra llana y fangosa. Desde el pueblo se ve perfectamente la torre del vigía.
La casa del gobernador está frente al embarcadero.
A sus inmediaciones se ven la iglesia, la habitación del cura y el almacén de vituallas, y mas allá la casa del comisario de marina y la del capitán del puerto, de allí parte, siguiendo sobre guijarros la dirección de la playa, la única calle del pueblo.
Comí dos o tres veces en casa del gobernador, oficial sumamente atento y fino. Cultivaba en una explanada algunas legumbres de Europa, y después de comer solía llevarme a visitar su jardín, como él lo llamaba.
De un pequeño tablar de habas, que por entonces florecían; exhalábase el delicado y suave olor del heliotropo; no nos lo traían las brisas de la patria, sino un viento bravío de Terranova sin relaciones con la planta desterrada, sin simpatías fundadas en las reminiscencias y en la voluptuosidad. En aquél perfume no respirado por la belleza, ni purificado en su seno, ni esparcido tras su huella, en aquel perfume que había cambiado de aurora, de cultivo y de mundo, se abrigaba toda la melancolía de los recuerdos, de la ausencia y de la juventud.
Desde el jardín subíamos a los peñascos, y nos paramos al pie del asta-bandera del vigía. Ondeando sobre nuestra cabeza el nuevo pabellón francés, mirábamos atentos, como las mugeres de Virgilio, el mar que nos separaba de la tierra natal. El gobernador estaba muy inquieto, pertenecía a la opinión vencida, y se fastidiaba además en aquel destierro, muy propio para un ente caviloso como yo, pero duro para todo hombre dado a los negocios o que no lleva consigo esa pasión que hace las veces de todo en el mundo. Cuando mi huésped me pedía noticia de la revolución, le interrogaba yo sobre el paso del Noroeste; hallábase a la vanguardia del desierto, y nada sabia de los esquimales ni recibía del Canadá otra cosa que perdices.
Una mañana fui solo al cabo del Águila para ver al sol salir por la parte de Francia. El agua inverniza formaba allí una cascada, cuyo último salto iba a perderse en el mar. Me senté sobre la punta de una peña con los pies colgando sobre el agua que avanzaba hasta su raíz, cuando vi aparecer en la parte superior de la pendiente a una joven marinera, que a pesar del rigor de la estación caminaba con las piernas desnudas sobre el rocío. Sus negros cabellos salían formando rizos por debajo de un pañuelo de la India que llevaba arrollado a la cabeza: encima de él tenía puesto un sombrero de juncos del país, en figura de cuna o de barquillo. Un ramo de lilas silvestres adornaba su pecho, cuyos contornos se marcaban bajo el lienzo limpio de su camisa. A trechos se inclinaba para coger hojas de una planta aromática que tiene en la isla el nombre de té natural, y las arrojaba con una mano en un cesto que llevaba en la otra. No se asustó cuando me vio, antes al contrario, marchó a sentarse a mi lado, dejó la cesta y se puso a contemplar el sol como yo, con las piernas pendientes sobre el mar.
Allí estuvimos algunos minutos sin dirigirnos una palabra, hasta que alentándome yo, la dije. ¿Qué estaba vd. cogiendo? Ya ha pasado la estación de las lucetas y de las atocas. Fijó en mí sus negros ojos, tímidos y orgullosos al mismo tiempo, y contestó:
«Estaba cogiendo té.» En seguida me presentó su cesta: «¿Ya vd. a llevar ese té a sus padres? —Mi padre ha ido a pescar con Guillaumy.—¿Qué se hace en la isla por el invierno?— Tejemos redes y pescamos agujereando el hielo; por la noche vamos a misa o a vísperas, o cantamos en la iglesia; además nos divertimos jugando en la nieve, o vemos a los muchachos cazar osos blancos. —¿Volverá pronto su padre de vd.?—¡Oh! no; porque el capitán lleva el barco a Génova con Guillaumy. —Pero Guillaumy volverá. —Si, la temporada que viene, cuando vuelvan los pescadores: en su pacotilla me traerá un corpiño de seda rayada, una falda de muselina y un collar negro.—Y se vestirá vd. con ellos para que la vean los vientos, los montes y el mar. ¿Quiere vd. que yo la envíe también un corpiño, una falda, y un collar?—¡Oh, no señor!»
Diciendo esto, se levantó, cogió la cesta y empezó a bajar con rapidez por una vereda muy pendiente, abierta junto a un bosque de abetos. Iba entonando con sonora voz un canto de las misiones:
«Abrasada en ardor inmortal no se dirigen mis deseos sino a Dios.»
Los lindos pájaros llamados garzotas, por el penacho que da sombra a su cabeza, echaban a volar por donde pasaba; ella también parecía ser de su raza; Llegó al mar, saltó a un batel, soltó la vela y se sentó al timón; se la hubiera tomado por la Fortuna. Así se alejó de mí.
¡Oh si! ¡Oh no! Guillaumy, la imagen del joven marinero, resistiendo sobre una verga el embate de los vientos... esto bastaba para trocar en tierra de delicias el horrible peñasco de San Pedro.
L’isole di Fortano ora vedete.
Quince días pasamos en la isla. Desde sus tristes costas se descubren las orillas todavía mas tristes de Terranova. Las montañas del interior se extienden formando sierras divergentes, entre las que, la mas elevada se prolonga hasta la ensenada de Rodrigo. Las rocas graníticas de los valles, mezcladas con mica encarnada y verdosa, se presentan cubiertas de sphaigna, liquen y dicrano.
Hay muchas lagunas pequeñas que se alimentan con el tributo de los arroyos del Vigía, del Courval, del Pilón de azúcar y de Cabeza galante. Conócense estos diversos charcos con el nombre de Estanques del Saboyano, del Cabo negro, del Ravenet, del Palomar y del Cabo del Águila. Cuando pasan los torbellinos sobre ellos, rompen la escasa profundidad del agua, y dejan descubiertas aquí y allí algunas porciones de praderas submarinas, que a poco vuelve a esconder, retejiéndose súbitamente el velo de las ondas.
La flora de San Pedro es la misma de la Laponia y del estrecho de Magallanes. El número de vegetales va disminuyendo según se camina hacia el Polo; en Spitzberg no se encuentra ya mas que cuarenta especies de farenógamos. Cuando cambian de localidad, se extinguen las razas de las plantas; las que en el Norte habitan helados arenales, se hacen al pasar al Mediodía hijas de las montañas; y otras que crecen en la tranquila atmósfera de las selvas mas frondosas, van disminuyendo en fuerza y tamaño hasta espirar en las tormentosas playas del Océano. La mirtila pantanosa (vaccinium fuliginosum) se halla reducida en San Pedro al estado de correyuela; pronto quedará enterrada entre el algodón que le sirve de cieno. Yo, planta viajera también, he tomado mis precauciones para desaparecer a orillas del mar, mi lugar natal.
Las vertientes de los montecillos de San Pedro se hallan cubiertas de balsámicas, alisos, palomeros, alerces y pinos, cuyos retoños sirven para hacer una cerveza antiescorbútica. Ninguno de estos árboles tiene mas altura que la de un hombre. El viento del Océano los cimbrea, sacude e inclina como helechos, y aunque deslizándose luego por entre su maleza, los vuelve a levantar, no encuentra troncos, ni ramos, ni copas, ni ecos para gemir entre ellos, y pasa tan silenciosamente cual por un enano matorral.
Contrastan estos bosques raquíticos con los vigorosos de Terranova, cuya orilla se ve inmediata, y cuyos pinos producen un liquen, plateado (alectoria trichodes), como si los osos blancos hubiesen dejada el pelo en sus ramas al trepar por ellos. Los swamps de la isla de Santiago Cartier tienen caminos trillados por aquellos osos; a primera vista parecen las rústicas veredas de las cercanías de un redil. La voz de los hambrientos animales resuena por las noches, y el viajero no puede darse por seguro mientras no oye los mugidos igualmente tristes del mar, cuya onda brava e insociable se hace en aquel momento su compañera y su amiga.
La punta septentrional de Terranova llega a la misma latitud que el cabo Carlos I del Labrador; algunos grados mas arriba comienza el paso polar. Según dicen tos viajeros, tienen aquellas regiones una notable particularidad: cuando en el crepúsculo de la tarde llega el sol a la tierra, se queda, al parecer, inmóvil y se sumerge en el cielo, en vez de descender tras del horizonte. Los montes vestidos de nieve, los valles tapizados del musgo blanco que sirve de alimento a los rengíferos, y los mares cubiertos de ballenas y sembrados de trozos flotantes de hielo, brillan cual si a un tiempo los iluminasen los fuegos del ocaso y la luz de la aurora; el espectador no sabe si asiste a la creación o al fin del mundo. Un pajarillo semejante al que por la noche canta en nuestros bosques, deja oír sus quejumbrosos píos. Tal cual esquimal acude guiado por el amor al peñasco helado en que su compañera le aguarda; nupcias del hombre en los últimos confines de la tierra, que no carecen de pompa ni de ventura.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Costas de Virginia.— Ocaso del sol.— Peligro.—Desembarco en América.— Separación de los pasajeros.—Tulloch.
Después de cargar la vitualla y de reemplazar el ancla perdida en Graciosa, salimos de San Pedro, viramos hacia el Sur, y nos pusimos en una latitud de 38 grados. Las calmas nos detuvieron a corta distancia de las costas del Maryland y de Virginia. Al cielo nebuloso de las regiones boreales había sucedido otro sumamente bello; y aunque no veíamos la tierra, llegaba hasta nosotros el fragante olor de las selvas de abetos. Eran allí admirables los crepúsculos, la aurora, la salida y el ocaso del sol. No podía yo saciarme de contemplar la estrella de Venus, cuyos rayos caían sobre mí y me envolvían como antiguamente los cabellos de mi sílfide.
Hallábame leyendo una tarde en la cámara del capitán, cuando al oír el toque de oraciones, subí a rezar con mis compañeros. Los oficiales y pasajeros ocupaban el castillo de popa; el capellán estaba alga mas allá, junto al timón, con un libro en la mano, y la tripulación se agolpaba, formando grupos delante de nosotros. Inmóviles todos y de pie volvíamos el rostro hacia la proa de la nave, cuyas velas se habían recogido.
El globo del sol, próximo a sumergirse en el mar, aparecía en medio de los espacios infinitos por entre la jarcia de nuestro buque, cuyo continuo balance hacia creer que el radiante astro cambiaba a cada momento de horizonte. Mas adelante, cuando pinté este cuadro, según puede verse en el Genio del cristianismo, armonizaban con él mis sentimientos religiosos, pero ¡ay! no sucedía lo mismo al presenciarlo; vivía todavía en mí el hombre antiguo que no acertaba a contemplar aislado a Dios sobre las olas, en la magnificencia de sus obras. Veía yo a una mujer desconocida, de milagrosa sonrisa; me parecía que las bellezas del cielo nacían de su aliento, y hubiera vendido la eternidad por una de sus caricias. Figurábame sentirla palpitante bajo aquel velo del universo que a mis ojos la escondía. ¡Oh! ¡Porque no estaba en mi mano desgarrar la cortina, estrechar a la mujer ideal sobre mi corazón, y consumirme sobre su seno en aquel amor, fuente de mis inspiraciones, de mi desesperación y de mi vida! En tanto que así me abandonaba a estos arranques tan conformes con mi futura carrera de explorador de bosques, poco faltó para que un incidente inesperado pusiera fin a mis planes y a mis ensueños.
Hacia un calor sofocante y reinaba una calma chicha, en medio de la cual se fatigaba el buque en inútiles balances, sin velas y harto abrumado con sus palos; abrasado sobre la cubierta por el sol, y molestado por el movimiento, cedí a la tentación de bañarme y me arrojé desde el bauprés al agua, sin reparar en que no llevábamos ninguna lancha fuera. Al principio fue todo perfectamente, y hubo varios pasajeros que me imitaron; mas como iba nadando sin hacer caso del barco, cuando volví la cabeza vi que la corriente le arrastraba ya a bastante distancia. Asustados los marineros habían echado un cabo a los demás nadadores. En torno al buque asomaba la cabeza una tropa de tiburones, que la gente de a bordo trataba de hacer retroceder a tiras: entretanto lo grueso de la mar dificultaba mi regreso, e íbanse agotando mis fuerzas. Bajo mi cuerpo se abría un abismo, y en el momento menos pensado podía un tiburón arrancarme un brazo o una pierna. El contra-maestre comenzaba a tornar disposiciones para arrojar un bote al agua; pero era preciso atinar para ello una cabria, y esto requería muchísimo tiempo.
Quiso mi buena fortuna que en aquel momento se levantase una leve brisa, con cuyo auxilio gobernó la nave un poco y se acercó; no pude coger el cable; pero mis compañeros de temeridad lo habían ya hecho y me ayudaron, aunque como yo era el último de la fila pesaban sobré mí con todo su cuerpo. Así nos fueron pescando uno por uno, operación prolija. Continuaban los vaivenes, y a cada encontrado movimiento nos zabullíamos a seis o siete pies de profundidad, o quedábamos suspensos a igual altura, como peces colgados de un anzuelo; en la última inmersión estuve a punto de desmayarme, e indudablemente habría sucedido así con un vaivén mas. Por fin, me izaron medio muerto sobre cubierta; ¡grande estorbo se hubiera quitado de en medio, para mi y para los demás, si entonces me hubiese ahogado!
Dos días después de este lance avistamos tierra; cuando me la enseñó el capitán latió mi corazón fuertemente: ¡estaba en América! Indicábanla apenas a las copas de algunos arces que salían a flor de agua. Las palmeras de la embocadura del Nilo me hicieron conocer posteriormente las playas egipcias de la misma manera. Vino a bordo un práctico, entramos en la bahía de Chesapeake, y aquella misma noche marchó un bote a buscar víveres frascos. Entré en él, y poco después pisaba el suelo americano.
Allí permanecí inmóvil algunos instantes, paseando curiosas miradas en torno mío. Un continente ignorado quizá durante todos los tiempos antiguos y por espacio de muchos siglos modernos; la primitiva y salvaje existencia de aquel continente y su segundo destino desde el desembarco de Cristóbal Colon; la dominación de las monarquías de nuestra desquiciada Europa sobre el Nuevo Mundo; la sociedad caduca que fue a terminar en la juvenil América; los cambios que comenzaba a consumar en el espíritu humano una república de índole no conocida; la parte que había tenido mi país en estos acontecimientos; aquellos mares y aquéllas playas, cuya independencia se debía en parte a la sangre y al pabellón franceses; el grande hombre que surgía en medio de tantas discordias y de tantos desiertos; Washington, habitador de una ciudad floreciente, fundada en él mismo sitio en que Guillermo Penn compró un pedazo de selva, la revolución devuelta por los Estados Unidos a Francia, que la sostuvo con sus armas; y mi propio destino en fin, la musa virginal a quien iba a comunicar la pasión de una nueva naturaleza; los descubrimientos que buscaba en el desierto, cuyo vasto dominio todavía se extendía a la sazón tras el reducido imperio de una civilización extraña; tales eran los objetos que a la par bullían en mi mente.
Nos acercamos a una posesión cercada de balsámicas y cedros del Líbano, de pájaros burlones y de cardenales, que claramente revelaban con sus frutos y su sombra, con su canto y su color, la influencia de otro clima. Al cabo de media hora de marcha llegamos a un edificio que por su forma ocupaba un medio entre las granjas inglesas y las cabañas de los criollos. A sus inmediaciones pastaban algunos rebaños de vacas europeas la yerba de unas praderas limitadas por cercas, mas allá de las cuales se veían saltar numerosas ardillas de piel rayada. Los negros aserraban troncos de árbol: los blancos cultivaban tabaco. Una negra de trece o catorce años, casi desnuda y de singular belleza, nos abrió la puerta del cercado, como una imagen juvenil de la noche. Compramos tortas de maíz, gallinas, huevos, leche, y volvimos a la embarcación con nuestras damesanas y nuestros cestos. Regalé mi pañuelo de seda a aquella niña africana, esclava que se anticipó a recibirme en la tierra de la libertad.
De allí levamos anclas para el puerto de Baltimore: según nos aproximábamos, íbanse estrechando las aguas serenas ya inmóviles; parecía que subíamos por la corriente de un pacifico rio adornado con arboledas a entrambos lados. En breve se presentó Baltimore a nuestra vista, cual si ocupara el fondo de un lago. Frente a la población se alzaba una colina cubierta de arbustos, a cuyo pie había algunos edificios no concluidos. Atracamos junto al muelle, y dormí a bordo. Al otro día sallé en tierra, y me fui a una posada con mi equipaje: los seminaristas su retiraron al establecimiento para ellos dispuesto, desde el cual se han dispersado luego por toda América.
¿Qué fue de Francis Tulloch? el 12 de abril de 1822 me entregaron en Londres esta carta.
Treinta años han pasado, queridísimo vizconde, desde la época de nuestro viaje a Baltimore. Es posible que hayáis olvidado hasta mi nombre; mas si he de juzgar por los sentimientos de mi corazón, que siempre os ha profesado un firme y sincero afecto, no ha sucedido así, y antes al contrario, me lisonjeo que no sentiréis volverme a ver. A pesar de que casi vivimos frente a frente, como lo veréis por las señas de esta carta; harto conozco que nos separan mil cosas; pero si manifestáis el menor deseó de verme, me hallo pronto a probaros, de la manera que esté en mi mano, que siempre soy y he sido vuestro constante y afectísimo.
Fran Tulloch.
P. D. Tengo bien presente la distinguida categoría en que os halláis colocado, y que por tantos títulos merecéis: pero me es tan grato el recuerdo del caballero de Chateaubriand, que a lo menos esta vez no puedo escribiros como embajador, etc., etc. Perdonad, pues, el estilo, en gracia de nuestro antiguo conocimiento.
Viernes 12 de abril.
Portland Place, núm. 30.
Según se ve estaba Tulloch en Londres y era hombre casado en vez de sacerdote: sus novelescas aspiraciones habían terminado como las mías. La carta citada comprueba la veracidad de mis Memorias y la fidelidad de mis recuerdos. ¿Quien habría confirmado con su testimonio un conocimiento y una amistad forjadas treinta años antes en medio del mar, si no lo hubiese hecho la parte interesada? ¡Y cuán triste era la perspectiva que a mis ojos abría aquel papel! Tulloch vivía en 1832 en la misma ciudad, en la misma calle que yo; la puerta de su casa estaba frente a la mía, de la propia manera que nuestros dos camarotes, en el mismo buque y en el mismo departamento. ¡Pero cuántos otros amigos tengo a quienes nunca volveré a encontrar! Cada noche al acostarse puede enumerar el hombre los objetos que va perdiendo; sus años son los únicos que no le abandonan aunque pasan; cuando los va llamando, todos responden: «¡Presente» sin que ninguno falte a la lista.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Filadelfia.— El general Washington.
No tenía entonces Baltimore, así como ninguna otra metrópoli de los Estados Unidos, su extensión actual; era una linda población católica; limpia y animada, cuyas costumbres y sociedad ofrecían íntima semejanza con la sociedad y las costumbres europeas, Pagué mi pasaje al capitán, le despedí con una comida, y tomé un asiento en el stage-coach, que tres veces por semana hacia viaje a Pensilvania. Subí en él a las cuatro de la mañana, y héteme aquí rodando por los caminos reales del Nuevo Mundo.
El que entonces seguíamos, antes trazado que construido, pasaba por tierras bastante llanas, y ofrecía a mi curiosidad muy pocos árboles, algunas haciendas y pueblos diseminados, un clima igual al de Francia, y una nube de golondrinas que volaba sobre los charcos como sobre los estanques de Combourg.
A las inmediaciones de Filadelfia fuimos hallando lugareños que se dirigían al mercado, y un gran número de carruajes públicos y particulares. La población me pareció hermosa y de calles anchas (algunas con árboles), las guales se cruzan en ángulo recto del Norte a Sur y de Este a Oeste. El Delaware corre paralelo a la calle que se extiende a su orilla occidental; es rio que pasaría por considerable en Europa y del que nadie hace caso en América: tiene riberas bajas y poco pintorescas.
En la época de mi viaje (1791) no llegaba todavía Filadelfia hasta el Shuylkill; el terreno comprendido entre la antigua población y este raudal, se hallaba dividido en lotes, y sobre él solo se habían empezado a construir algunas casas.
Filadelfia tiene un aspecto monótono. Lo que falta en general a las grandes ciudades protestantes, de los Estados Unidos es grandes obras de arquitectura; la reforma, joven en años, pero que nada sacrifica a la imaginación, eleva muy de tarde en tarde esas cúpulas, esas naves aéreas y esas torres gemelas con que coronó a Europa la antigua religión católica. Ningún monumento excede en Filadelfia, Nueva York y Boston, la altura de las paredes y de los tejados vulgares; semejante nivelación entristece la vista.
Después de pasar algunos días en una posada, tomé un cuarto en una casa de huéspedes habitada por colonos de Santo Domingo y franceses que habían emigrado con ideas distintas de las mías. Una tierra libre prestaba asilo a los que iban huyendo de la libertad pocas cosas prueban tan evidentemente el subido valor de las instituciones generosas, como aquel voluntario destierro de los partidarios del poder absoluto al seno de la democracia pura.
Un hombre que como yo, desembarcaba en los Estados Unidos, lleno de entusiasmo por los pueblos clásicos y que se hacia colono, buscando en todas partes la rigidez de costumbres de los primeros romanos, debía escandalizarse en extremo al encontrar allí también el lujo de los carruajes, la frivolidad de las conversaciones, la desigualdad de fortunas, la inmoralidad de las casas de juego y el estrépito de los bailes y de los teatros. Estaba en Filadelfia como pudiera en Liverpool o Bristol. El pueblo tenía buenas apariencias; las cuákeras me parecieron muy lindas con sus vestidos cenicientos, sus sombreritos uniformes y su pálido rostro.
Por aquel tiempo me causaban grande admiración las repúblicas, si bien es cierto que no las creía posibles en la situación a qué había llegado el mundo: conocía la libertad al estiló antiguo, la libertad hija de las costumbres en una sociedad naciente; pero ignoraba la que procede de la ilustración y de una civilización vieja: libertad cuya certeza se está probando con la república representativa. ¡Dios quiera que dure! Ya no se necesita apegarse al arado para labrar la reducida heredad que a cada uno le ha cabido en suerte, ni maldecir de las ciencias y de las artes, ni llevar las uñas sin cortar, y la barba sin peinar, para ser libres.
Cuando llegué a Filadelfia se hallaba ausente el general Washington, y tuve que aguardarle ocho días. Llegó por fin uno en que le vi pasar en carruaje con tiros largos y arrastrado por cuatro rozagantes caballos. Washington debía ser necesariamente un Cincinato, según mis ideas de entonces; pero un Cincinato en carruaje repugnaba no poco a mi república. del año 296 de Roma. ¿Cómo admitir que el dictador americano se saliera de su esfera de rústico labriego, destinado a empujar sus bueyes con la ahijada y a empuñar la esteva? Mas cuando fui a presentarle mi carta de recomendación, tuve que creerlo, encontré en él toda la sencillez de un antiguo romano.
Una casita que en nada se distinguía de las que la rodeaban, serbia de palacio al presidente de los Estados Unidos; no había a la puerta ni centinelas ni lacayos; llamé y salió a abrir una criada. Pregunté si estaba el general en casa, contestó que sí; y al oír que tenía que entregarle una carta, hízome manifestar mi nombre, difícil de pronunciar en inglés, y con el cual no pudo quedarse. Entonces me dijo con dulce voz: Walk in, sir. «Pasad adelante, caballero,» y echó a andar por un estrecho corredor igual a los que sirven de vestíbulo a las casas inglesas; hasta dejarme. en una sala baja, donde me pidió que hiciera el favor de aguardar al general.
No me sentía turbado en aquel momento, porque nunca me han impuesto miedo la grandeza de alma, ni la de fortuna: la primera me causa admiración pero no me abruma, y la segunda me infunde mas lástima que respeto. Jamás temblaré ante el rostro de un hombre.
Al cabo de algunos minutos llegó el general; su estatura era aventajada y su semblante reposado y frio, mas bien que noble, pareciéndose bastante a sus retratos. Presenté sin decir palabra mi carta; abriola, miró la firma y exclamó: «¡El coronel Armando!» Este era el nombre que él le daba y el que había usado el marqués de Rouërie para firmar.
Nos sentamos en seguida y le expliqué bien o mal el objeto de mi viaje. Solo me respondía fon monosílabos ingleses o franceses; pero viendo, yo que mi relato le causaba una especie de asombro, le dije con alguna viveza: «Menos difícil es descubrir el paso Noroeste que crear un pueblo como lo habéis hecho vos. «Well, Well, young man. Bien, bien, joven,» exclamó presentándome la mano. Con esto me convidó a comer para el siguiente día, y nos separamos.
El lector podrá figurarse la puntualidad con que asistí a la cita. No había mas que cinco o seis comensales; rodó la conversación sonreía revolución francesa, y el general nos enseñó una llave de la Bastilla. Ya dejo notado que aquellas llaves eran como juguetes, bastante tontos por cierto, que entonces tenía todo el mundo. Tres años después pudieron los comerciantes en cerrajería enviar al presidente de los Estados Unidos el cerrojo del calabozo de aquel monarca que había dotado de libertad a Francia y América. Menos hubiera respetado Washington su reliquia si hubiera visto en los arroyos de París a los vencedores de la Bastilla. No procedían de aquellas orgias sangrientas la gravedad ni la fuerza de la revolución. Cuando se revocó el edicto de Nantes de 1685, el populacho del arrabal de San Antonio demolió la iglesia protestante de Charenton, con el mismo celo que le llevó en 1793 a devastar la iglesia de San Dionisio,
A las diez de la noche me separé de mi huésped, al que nunca he vuelto a ver. Salió de Filadelfia al otro, día, y yo continué poco después mi viaje.
Tal fue mi entrevista con el soldado ciudadano, libertador de un mundo. Washington descendió a la tumba antes que mis pasos despertaran ningún ruido; desaparecí de su vista como el ser mas desconocido, hallándose él en todo su esplendor, y yo en toda mi oscuridad; quizá no durase mi nombre un día entero en su memoria; y sin embargo, ¡feliz yo a quien miré uña vez! Aun siento el vital calor que me infundieron sus ojos: hay, sin duda, una virtud mágica en las miradas de un grande hombre.
Paralelo entre Washington y Bonaparte.
Acaba de morir Bonaparte. He concluido de referir cómo entré en los hogares de Washington, y naturalmente se presenta a mi espíritu el paralelo entre el fundador de los Estados Unidos y el emperador de los franceses, con tanta mas razón, cuanto que tampoco Washington existe ya. Ercilla, que a un tiempo cantaba y peleaba en Chite, sé detuvo en medio de su viaje para narrar la muerte de Dido; yo hago alto al comenzar mi excursión a Pensilvania para comparar a Washington con Bonaparte. Pudiera aplazar esto hasta hablar de La época en que vi a Napoleón; mas si bajase yo a la tumba antes de llegar con mi crónica al año de 1814, sentiría no dejar consignada mi opinión sobre estos dos emisarios de la Providencia. Me acuerdo de Castelnau, el que hallándose como yo de embajador en Inglaterra, escribió también en Londres parte de su vida. En la ultima página del libro VII dice a su hijo: «De este hecho trataré en el libro Vlll;» y el libro VIII de las Memorias de Castelnau no existe. Teniendo presente este ejemplo, quiero aprovechar la vida.
Washington no pertenece como Bonaparte a esa raza particular que excede la medida de la humana estatura: ninguna cosa capaz de asombrar se enlaza con su persona; no figura en un vasto teatro; no lucha contra los capitanes mas hábiles o contra los monarcas mas poderosos de su tiempo; ni corre de Menfis a Viena y de Cádiz a Moscou; defiéndese con un puñado de ciudadanos en un territorio sin celebridad, en la esfera de su hogar doméstico. No asiste a combates, cuyos triunfos repiten los de Arbela y Farsalia, ni derroca tronos para construir otros con sus restos, ni envía a decir a los reyes «Que harto tardaron ya; que aguarda Atila.»
En las acciones de Washington predomina un carácter silencioso: muévase con lentitud, cual si conociese que va cargado con la libertad del porvenir y temiera comprometerla. No es su propio destino el que sostiene este héroe de nueva especie; sino el de su país, con el cual no se atreve a jugar, porque no le pertenece; pero, ¡cuán brillante luz brota de tan profunda humildad! Recórranse los bosques en que centelleó la espada de Washington: ¿qué se encuentra en ellos? ¿Tumbas?... ¡No, un mundo! En sus campos de batalla puso Washington por trofeo a los Estados Unidos.
Bonaparte no tiene un solo rasgo parecido a los de este grave americano; batalla con estrépito en Una tierra caduca, y solo aspira a crear su propia fama, y solo se encarga de su propia suerte. Cual si presintiera que su misión ha de ser corla, que el torrente que de tan alto desciende ha de agotarse pronto, goza y abusa frenético de su gloria como de una juventud fugitiva. Quiere, a semejanza de los dioses de Hornero, llegar en cuatro pasos a los confines del mundo; aparece en todas las playas; inscribe precipitadamente su nombre en los fastos de todos los pueblos; arroja coronas a su familia y a sus soldados, y con rapidez siempre igual apiña monumentos, leyes y victorias. Inclinado sobre el mundo, con una mano postra a los reyes y con otra derriba al gigante revolucionario; mas al destruir la anarquía ahoga la libertad, y concluye perdiendo la suya en su último campo de batalla.
Cada mortal es recompensado según sus obras. Washington eleva un pueblo hasta la independencia, y se aduerme, pacífico magistrado, en su tranquilo hogar, en medio del dolor de sus compatriotas y de la veneración de las naciones.
Bonaparte arranca su independencia a otro pueblo, y para emperador destronado, en un destierro donde aun no se cree seguro la espantada tierra que lo puso bajo la salvaguardia del Océano. Espira, y la noticia de su muerte, publicada a la puerta del palacio mismo en que el conquistador mandó proclamar tantos funerales, no detiene ni asombra al transeúnte; ¿qué tenían que llorar los ciudadanos?
La república de Washington subsiste; el imperio de Bonaparte está ya destruido. Ambos salieron del seno de la democracia; ambos fueron hijos de la libertad; pero el uno permaneció fiel a ella, cuando la vendió el otro.
Washington se hizo representante de las necesidades, de las ideas, de las luces, de las opiniones de su época; secundó en lugar de ponerle diques, el movimiento de los ánimos; quiso lo que debía querer, aquello a que estaba, llamado, y de aquí la coherencia y la perpetuidad de su obra. Hombre que no embarga la atención, porque tiene proporciones exactas, confundió su existencia con la de su país; su gloria es patrimonio de la civilización, y se alza como esos santuarios públicos donde fluye un manantial fecundo e inagotable. También pudo Bonaparte enriquecer el dominio común; ejercía su influjo sobre la nación mas inteligente, mas arrojada y mas brillante de la tierra: ¿En qué altura no se hallaría hoy si a sus dotes heroicas, no hubiera reunido la magnanimidad; si Washington y Bonaparte a un tiempo, hubiesen nombrado a la libertad heredera universal de su gloria?
Empero no enlazaba el gigante su destino con el de sus contemporáneos; tenía el genio de la edad moderna y la ambición de los antiguos tiempos, y no advirtió que, siendo los milagros de su vida superiores a todas las diademas, este adorno gótico sentaría mal en su frente. Unas veces se precipitaba hacia el porvenir, y otras retrocedía hacia lo pasado, y ora siguiera o se opusiera a la corriente del tiempo, su fuerza prodigiosa dominaba a voluntad las olas. Para él, solo fueron los hombres un medio de ejercer su poder; ninguna simpatía se estableció entre su ventura y la de la raza humana; prometió darle libertad, y la encadenó; aislose de ella, y ella lo dejó abandonado. Los reyes de Egipto no erigían sus pirámides fúnebres en campiñas florecientes, sino en estériles arenas, y hoy se elevan aquellos inmensos sepulcros como la eternidad, en medio de la soledad; a semejanza suya labró Bonaparte el monumento de su fama.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Revisado en diciembre de 1846.
Viaje de Filadelfia a Nueva York y a Boston-Mackenzie.
Ya tenía impaciencia por continuar mi viaje. No le había emprendido por ver a los americanos, sino por otra cosa muy diferente de los hombres que conocía y mas acorde con el orden habitual de mis ideas. Anhelaba ardientemente lanzarme a una expedición, para la cual nada llevaba preparado sino mi imaginación y mi arrojo.
Cuando formé el proyecto de descubrir el paso Noroeste; se ignoraba todavía si la América septentrional se extendía por el polo reuniéndose a la Groenlandia, o si terminaba en algún mar desconocido contiguo a la bahía vista de Hudson y al estrecho de Bering. En 1772 había Hearn descubierto el mar junto a la embocadura del rio de la Mina de Cobre a los 71 grados 15 minutos de latitud Norte, y a los 119 grados 15 minutos de longitud Oeste de Greenwich 41.
Los esfuerzos del capitán Cook y de los navegantes que le sucedieron en las costas del Océano Pacífico, dejaban en pie muchas dudas. En 1787 declaró un buque que había entrado en cierto mar no conocido de la América Septentrional; y según la relación del capitán, lo que hasta entonces había tomado por una costa no interrumpida al Norte de la California, era no mas que una cadena de islas muy próximas unas de otras. El almirantazgo inglés envió a Vancouver a cerciorarse de la verdad de estos hechos, que eran según parecían inexactos; pero aun no había podido aquel capitán emprender su segundo viaje.
EI año de 1791 se empezaba ya a hablar en los Estados Unidos de la expedición de Mackenzie, que habiendo salido en 3 de junio de 1789 del fuerte del Chipewan, en el lago de las Montañas, había bajado al mar del Polo por el rio que tomó su nombre.
Bien pudo este descubrimiento hacerme cambiar de idea y obligarme a caminar rectamente al Norte; pero no quise alterar en lo mas mínimo el plan que entre Mr. de Malesherbes y yo habíamos trazado. Era pues, mi intención, marchar al Oeste, para cortar la costa Noroeste mas arriba del golfo de California: siguiendo desde allí el perfil del continente, y siempre con el mar a la vista, pretendía reconocer el estrecho de Bering, doblar el último cabo septentrional de América, bajar al Este por las orillas del mar polar, y entrar nuevamente en los Estados Unidos por la Bahía de Hudson, el Labrador y el Canadá.
¿Con qué recursos contaba para dar cima a esta prodigiosa peregrinación? Con ninguno. La mayor parte de los viajeros franceses han sido hombres abandonados a sus propias fuerzas, sin que los hayan empleado o socorrido, sino muy raras veces, el gobierno o las compañías. Los ingleses, los americanos, los alemanes, los españoles y los portugueses, han consumado, con el auxilio de la voluntad nacional, lo que vanamente habían emprendido algunos individuos aislados, compatriotas nuestros. En la vasta extensión de América han hecho Mackenzie y otros muchos, conquistas para los Estados Unidos y la Gran Bretaña, que yo había soñado para engrandecer a mi país natal. Con la realización de mis planes hubiera yo tenido el honor de imponer nombres franceses a regiones incógnitas, de dotar a mi nación con una colonia en él Océano Pacífico, de privar del rico comercio de peleterías a una rival poderosa, y de impedir que esta rival se abriese un camino mas corto para las Indias, poniendo en posesión de él a la misma Francia. Consigné estos proyectos en el Ensayo histórico publicado en Londres en 1796, sacándolos del manuscrito de mis viajes escrito en 1791. Harto prueban las indicadas fechas que con mis deseos y con mis trabajos me anticipé a los últimos exploradores de los hielos árticos.
En Filadelfia no encontré cosa ni persona que me animara a seguir adelante. Desde entonces entreví que debía frustrarse el objeto de mi primer viaje, el cual solo había de servir de preludio a otro mas largo. En este sentido escribí a Mr. de Malesherbes, y mientras se realizaba el porvenir prometí dar a la poesía lo que perdiese la ciencia. Y en efecto, sino encontraba en América el mundo polar que iba buscando, hallaba en cambio una nueva musa.
Un stago-coach, semejante al que tomé en Baltimore, me llevó de Filadelfia a Nueva-York, ciudad alegre, populosa y comercial, que a pesar de todo esto distaba mucho entonces de ser lo que es en el día y lo que será dentro de algunos años, porque los Estados Unidos crecen mas aprisa que el presente manuscrito. Emprendí una peregrinación a Boston para saludar el primer campo de batalla de la libertad americana; vi los campos de Lexington y en ellos busqué como luego en Esparta, la tumba de aquellos guerreros que sucumbieron obedeciendo las santas leyes de la patria ¡Ejemplo memorable del encadenamiento de las cosas humanas! Un bill de hacienda adoptado por el parlamento inglés en 1765, hizo que en 1782 se alzase sobre la tierra un nuevo imperio, y que desapareciera en 1789 otro reino de los mas antiguos, de Europa.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Rio del Norte.— Canto de la pasajera.— Mr. Swift.—Viaje a la catarata del Niágara con un guía holandés.— Mr. Viotet.
En Nueva York tomé el paquete de Albany, poblaron situada corriente arriba del rio del Norte. Viajaba en aquel buque un gran número de pasajeros, a quienes al caer la tarde del primer día se sirvió una colación de frutas y leche; las mugeres iban sentadas en bancos, y los hombres a sus pies, en las tablas de la cubierta. No se sostuvo la conversación largo tiempo; siempre que la naturaleza ofrece un cuadro bello, se apodera el silencio involuntariamente de nosotros.
Un quídam dijo de pronto: «Este es el sitio en que prendieron a Asgilt» a cuyas palabras pidieron otros a cierta cuákera de Filadelfia que cantase la canción popular conocida con aquel nombre. Nos hallábamos: entre montañas, y la voz de la pasajera tan pronto espiraba sobre las olas, como adquiría fuerza si íbamos cerca de tierra. Los recuerdos de un soldado joven, valiente, enamorado y poeta, honrado además con el afecto de Washington y con la generosa intervención, de una reina desventurada, añadían mayor encanto a aquella romántica escena. Cuando proyectó Bonaparte. subir al trono de Maria Antonieta, mi difunto amigo.
Mr. de Fontanes dijo con noble osadía algunas palabras en memoria de Astil. Me pareció que los oficiales americanos se conmovían con el canto de la pensilvana, y que el recuerdo de las primeras turbulencias de su patria hacia mas sensibles para ellos las dulzuras de la paz que entonces gozaban. Contemplaban hondamente afectados aquellos lugares llenos antiguamente de gente de guerra y asordados con el estruendo de las armas, tranquilos hoy, dorados por los últimos resplandores del día, henchidos de armonía con los silbos de los cardenales, el arrullo de las palomas torcaces y el cántico de los pájaros burlones, y cuyos habitantes, puestos de codos sobre sus valladares festonados de begonias, miraban pasar a sus pies nuestro barco.
Llegado que hubimos a Albany, busqué un tal Mr. Swift, para quien me habían dado una carta; y que traficaba en peletería con las tribus indias del territorio cedido por Inglaterra a los Estados Unidos; pues las potencias civilizadas, ya sean republicanas, ya monárquicas, no tienen el menor escrúpulo en repartirse tierras que no les pertenecen, como estén en América. Oyome Mr. Swift y me hizo muy juiciosas objeciones, Afirmaba que yo m podía emprender un viaje de aquella importancia solo, sin socorros, sin apoyo, sin recomendación para los puntos ingleses, americanos y españoles por donde había de pasar, y que aun suponiendo que tuviera la fortuna de atravesar felizmente tantas soledades, al llegar a las regiones glaciales debía morirme de frio y de hambre: por lo que me aconsejaba que antes de exponerme a esto me aclimatase, aprendiera el siux, el iroqués y el esquimal, y viviera en medio de los exploradores de bosques y de los agentes de la compañía de la bahía de Hudson. Hechas estas pruebas preliminares, dejando pasar cuatro o cinco años, y contando con el apoyo del gobierno francés, podría acometer mi peligrosa empresa.
Mal se avenían con mi impaciencia aquellos consejos; y aunque no dejaba de conocer que eran buenos, mi natural impulso fuera, si le hubiese atendido, marchar rectamente al polo, cómo se va de París a Pontoise. Oculté mi disgustó sin embargo a monsieur Swift, y le pedí un guía y caballos para ir al Niágara y Pittsburg, proponiéndome bajar desde allí al Ohio y recoger noticias útiles, porque no renunciaba aun a mi primer proyecto de viaje. Mr. Swift me proporcionó en efecto un criado holandés que hablaba diversos dialectos indios, y comprando dos caballos salí de Albany.
Todo el territorio que se extiende entre esta ciudad y el Niágara, está hoy poblado, limpio de breñas y fecundizado por el canal de Nueva York; pero en a época a que me refiero se hallaba desierto en gran parte.
Cuando entré, después de atravesar el Mohawk, en un bosque nunca tocado por la mano del hombre, me acometió tal frenesí de independencia que exclamaba pasando de árbol en árbol, ora a la derecha, ora a la izquierda: «¡Al fin no veo caminos, ni ciudades, ni monarquías, ni repúblicas, ni presidentes, ni reyes, ni hombres!» Y para cerciorarme de que me hallaba en posesión de todos mis derechos naturales, me entregaba a caprichosos actos que irritaban no poco a mi guía, en cuyo concepto era yo un loco.
¡Ah! vanamente presumía estar solo en aquella selva; donde con tanta altivez erguía la cabeza; de pronto tropecé con un cobertizo, y se presentaron a mis asombrados ojos unos veinte salvajes, los primeros que veía en mi vida. Tanto los hombres como las mugeres tenían el cuerpo medio desnudo y chafarrinado como brujas, las orejas recortadas, la cabeza adornada con plumas y las narices con pendientes. Un francés pequeñuelo, de cabellos rizados y empolvados, vestido con casaca verdegay, chupa de droguete y chorreras y vuelos de muselina, rascaba un violín portátil y hacia danzar a aquellos iroqueses al son de Madelon Friquet. Mr. Violet (que así se llamaba) ejercía su profesión de macero de baile entre los salvajes, y cobraba el precio de sus lecciones en pieles de castor y jamones de oso. Había sido pinche de cocina del general Rochambeau durante la guerra de América. Habiéndose quedado en Nueva York cuando nuestro ejército tomó la vuelta de Francia, púsose a enseñar las bellas artes a los americanos; y como el buen éxito le animara a ensanchar poco a poco sus planes, aquel nuevo Orfeo llegó con la civilización hasta las hordas salvajes del Nuevo Mundo. Siempre. que me hablaba de los indios, decía: los señores salvajes, las señoras indias bravas; celebrando en extremo la ligereza de sus alumnos; y en realidad de verdad debo decir que nunca he visto tan descomunales cabriolas. Con su violín entre la barbilla y el pecho, gritaba Mr. Violet al son del instrumento fatal: Cada uno a su puesto; y toda la horda empezaba a brincar como una legión de demonios.
¿No era capaz desesperar a un discípulo de Rousseau el iniciarse en la vida salvaje con un baile dado por el ex-cocinero del general Rochambeau a veinte iroqueses? Fuertes tentaciones me dieron de reír; pero al mismo tiempo me sentía profundamente avergonzado.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Me visto a la usanza salvaje.— Cacería.— El carcaj y la raposa canadiense.— Rata muscada.— Perros pescadores.— Insectos.— Montcalm y Wolf.
Compré a los indios un traje completo, compuesto de dos pieles de oso, una para toga corta y otra para cama. A mi nuevo vestido añadí el casquete colorado; la casaca, el cinturón, el cuerno para llamar a los perros, y la bandolera de los exploradores de bosques. Con este atavío, con los cabellos sueltos sobre la desnuda garganta y con la barba larga, parecía a la vez un salvaje, un cazador y misionero. Los indios me convidaron a una partida de caza que al día siguiente debía emprenderse para levantar un carcaj.
Esta raza de animales se halla casi enteramente destruida en el Canadá, lo mismo que la de los castores.
Antes de amanecer nos habíamos ya embarcado en un rio que por la selva pasaba, para subir hasta el sitio en que se había visto al carcaj. Éramos sobre treinta personas, entre indios y cazadores americanos y canadienses; algunos de ellos iban por tierra siguiendo con las traíllas la marcha de las canoas, y acompañados de mugeres que llevaban nuestras provisiones.
No encontramos al carcaj; pero matamos unos cuantos lobos cervales y ratas muscadas. Antiguamente se vestían los indios de luto cuando por equivocación daban muerte a alguno de estos últimos cuadrúpedos, cuya hembra fue, como nadie ignora, la madre del género humano. Mas observadores los chinos, creen firmemente que la rata muscada se cambia en codorniz, y el topo en oropéndola.
Las aves del rio y los peces suministraron abundantes manjares a nuestra mesa. Hay perros enseñados a buzar, que lo mismo hacen a caza que a pesca; zabúllense en el agua y persiguen a los pescados hasta el fondo. Una grande hoguera, en torno a la cual nos colocamos todos, serbia a las mugeres para disponer la comida.
Era preciso que nos tendiéramos horizontalmente, con el rostro pegado al suelo, para guardarnos del humo, cuyas nubes ondeaban sobre nuestra cabeza, poniéndonos hasta cierto punto al abrigo de los mosquitos meringuines.
Los insectos carnívoros vistos con el microscopio, son animales formidables; quizás desciendan directamente de los dragones alados de que hablan los anatómicos. Bien pueden las hidras y los grifos haber ido disminuyendo en volumen hasta llegar a tan pequeñas proporciones, según fuese perdiendo la materia en energía, así como los gigantes antidiluvianos han degenerado hasta los raquíticos hombres de nuestros días.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Campamento a orillas del lago de los onondagas.— Árabes.—Excursión botánica.— La india y la vaca.
Mr. Violet me ofreció credenciales para los onondagas, restos de una de las seis naciones iroquesas; a cuyo lago me encaminé en derechura. El holandés escogió un sitio a propósito para acampar en la curva formada por un rio que del lago salía. Allí clavamos en tierra, a seis pies de distancia una de otra, dos estacas que terminaban en horquilla, y sobre esta bifurcación colocamos horizontalmente otro palo, formando con largas cortezas de abedul, apoyadas por una extremidad en tierra y por la otra en la estaca trasversal, el techo de nuestro edificio. Las sillas de los caballos debían servirnos de almohadas, y las campas de mantas. A las cabalgaduras las pusimos campanillas y las dejamos sueltas entre los árboles, a las inmediaciones de nuestra tienda, de la cual no se alejaron.
Quince años después me acampé también en los desiertos arenales de Sabba, a algunos pasos del Jordán y a orillas del mar Muerto; nuestros corceles, hijos veloces de la Arabia, oían los cucatos del scheik, y parecía que tomaban parte en la historia de Antar y del caballo de Job.
Cuando concluimos de edificar nuestra choza no eran mas que las cuatro de la tarde. Cogí mi escopeta y marche a pasear por los alrededores, pero había pocas aves; solo una pareja solitaria volaba delante de mí, como en otro tiempo los pájaros a quienes iba siguiendo en mis bosques paternos; por el color del macho conocí al gorrión blanco, passer nivalis de los ornitólogos. También oí a la osifraga, muy bien caracterizada por su voz. El vuelo del exclamador me condujo a un valle encerrado entre desnudas colinas de piedra, en la mitad de cuya pendiente se veía una infeliz cabaña; a su pie pastaba una vaca flaca en una pradera.
Como siempre me han gustado las habitaciones pequeñas por aquello de A chico pajarillo chico nidillo 42, me senté a contemplar la choza en la pendiente opuesta al collado en que se elevaba.
Pasados algunos minutos oí voces en el valle, y vi venir a tres hombres que pusieron a pastar cinco o seis vacas bien cebadas, obligando a garrotazos a la flaca a que se marchara. En esto salió de la cabaña una mujer salvaje, se acercó al espantado animal y le llamó. La vaca corrió hacia ella alargando el cuello y dando leves mugidos; pero amenazada su ama desde lejos por los plantadores, tuvo que volverse a su choza, seguida del miserable animal.
Entonces me levanté, bajé de la cuesta, atravesé el valle, y subiendo por la colina frontera entré en la cabaña.
Allí pronuncié la salutación que me habían enseñado, «¡Siegoh! He venido.» Pero la India no repitió las palabras de costumbre «Habéis venido,» y permaneció callada. Púseme a acariciar a la vaca, con lo cual asomaron al rostro amarillento y afligido de aquella mujer algunas muestras de enternecimiento. también yo estaba conmovido considerando las misteriosas relaciones que establece el infortunio, porque hay sin duda un dulce placer en llorar males que no ha deplorado nadie.
Todavía permaneció inmóvil mi huéspeda algunos momentos mirándome y vacilando; pero al fin se acercó y pasó la mano por la frente de su compañera de miseria y de soledad.
Alentado con aquella señal de confianza, dije en inglés, porque ya se había agotado mi vocabulario indio. «Está muy delgada.» Contestome ella en el mismo idioma aunque mal: «Come muy poco. She eats very little. —Con mucha dureza le han echado, repliqué —Las dos estamos acostumbradas a eso. Both.— ¿No es de vd. esta pradera?— Si, contestó; era de mi marido, pero ya se ha muerto; no tengo hijo, y las carnes blancas traen sus rebaños a mis pastos.»
No llevaba yo nada, que ofrecer a aquella pobre criatura de Dios, y me retiré. Al despedirme dijo mi huéspeda muchas cosas que no comprendí; serian sin duda votos por mi prosperidad; sino los ha oído el cielo, no tendrá la culpa la que los formaba, sino el ser infeliz por quien se ofrecían. No son todas las almas igualmente aptas para la ventura, como no lo son todos los terrenos para rendir cosecha.
Volví de allí a mi ajupa, en donde me esperaba una colación de patatas y maíz. La noche fue magnífica; el lago, terso como un espejo sin azogar, no tenía una sola arruga, y el rio bañaba murmurando nuestra península, perfumada por los calicantos con el olor de la manzana. Resonaban los trinos del weep, poor will, mas cerca o mas lejos de nosotros, según cambiaba de sitios el ave para repetir sus amorosos reclamos. A mí nadie me llamaba. Llora, pobre Guillermo. ¡weep, poor will!
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Un iroqués.— Saquem de los onondagas.— Velly y los franks.— Ceremonia de la hospitalidad.— Griegos antiguos.
Al otro día fui a hacer una visita al saquem de los onondagas. Llegué a su aldea a las diez de la mañana, y al punto me vi rodeado de jóvenes salvajes que me hablaban en su lengua, mezclando con ella algunas frases inglesas y unas cuantas palabras francesas: la gritería era grande, y su júbilo parecido al de los primeros turcos que hallé en Coron cuando aporté posteriormente en las playas de la Grecia. Las tribus indias y comprendidas en los desmontes que van haciendo los blancos, tienen caballos y rebaños, y en sus chozas se ven numerosos utensilios comprados por una parte en Quebec, en Montreal, en Niágara y en el Estrecho, y por la otra en los mercados de los Estados Unidos.
Los primeros que recorrieron el interior de la América Septentrional, encontraron en el estado natural entre las diversas naciones salvajes, las diferentes formas de gobierno conocidas por el mundo civilizado. El iroqués pertenecía a una raza que al parecer estaba destinada a conquistar a las demás, sino hubiesen llegado los extranjeros a agotar la sangre de sus venas y a contener los impulsos de su genio. Aquel hombre intrépido no se asustó de las armas de fuego cuando por la primera vez se usaron contra él, y resistió a pie firme el silbido de las balas y el estruendo del cañón, tan impasible cual si toda su vida lo hubiese oído, o como si presenciara una tempestad. En cuanto pudo proporcionarse un mosquete se sirvió de él mejor que un europeo. No abandonó por eso el quebranta-cabezas, el cuchillo escalpelo, el arco ni las flechas; pero aumentó su arsenal con la carabina, la pistola, el puñal y el hacha, dando a entender que para su valor todas las armas eran pocas.
Doblemente ornado con los instrumentos mortíferos de Europa y de América, cubierta su cabeza con penachos, recortadas sus orejas, abigarrado el rostro con diversos colores, llenos Los brazos de raras labores y teñidos en sangre, hízose el campeón del Nuevo Mundo, tan terrible en el aspecto como en el combate, cuando palmo a palmo defendía la ribera natal contra sus invasores.
El saquem de los onondagas era, en toda la extensión de la palabra un viejo iroqués, cuya persona guardaba fielmente la tradición de los antiguos tiempos del desierto.
Los viajeros ingleses nunca dejan de dar en sus escritos al saquem indio el nombre de theold gentleman Ahora bien, el anciano caballero está enteramente desnudo; lleva atravesada en las narices una pluma o una espina de pescado, y a veces cubre su cabeza, rasa y redonda como un queso, con un tricornio bordado, símbolo de honores europeos. Velly corre parejas con aquellos escritores en sus obras de historia. El jefe franco Chilperico se impregnaba los cabellos con manteca rancia, infufundens ácido comam butyro; se embadurnaba los carrillos con pintura verde, y se vestía un traje talar abigarrado o un sayo de pieles de fieras. Represéntalo Velly como un príncipe magnífico hasta la ostentación en sus muebles y trenes, voluptuoso hasta la crápula, y descreído hasta el punto de burlarse de los ministros de Dios.
El saquen de los onondagas me recibió muy bien y me ofreció una estera para sentarme. Hablaba en lengua inglesa y entendía la francesa; como además de esto mi guía sabia el iroqués, fue fácil la conversación. Entre otras cosas me dijo el viejo, que aunque mi nación había sostenido continuas guerras contra la suya, él siempre la había estimado. Quejábase de los norte-americanos quienes tachaba de injustos y avarientos, y sentía mucho que al repartirse las tierras indias no hubiera cabido en suerte su tribu a los ingleses.
Las mugeres nos sirvieron un refrigerio. La hospitalidad es la última virtud que ha dejado a los salvajes la civilización europea; sabido es lo que valía en aquellos tiempos en que se atribuía al hogar doméstico el mismo poder que al altar.
Cuando una tribu salía desterrada de sus bosques o que llegaba un hombre a pedir hospitalidad, dábase principio a la danza llamada del postulante: un niño tocaba al umbral de la puerta, diciendo: «Aquí está el extranjero;» y el jefe respondía: «Muchacho, introduce al hombre en la cañada.» Con esto pasaba adelante el forastero, bajo la protección de la infancia e iba a sentarse sobre la ceniza del hogar, en tanto que entonaban las mugeres el canto de consuelo: «El forastero tendrá aquí una madre y una esposa; el sol saldrá y se pondrá para él lo mismo que antes.»
Se creería que estas costumbres se habían importado de Grecia; Temístocles abrazó en casa de Admeto al hijo y los penates de su huésped. (¿Quien sabe si habré hollado yo en Megara el hogar de la pobre mujer, bajo el cual estuvo un tiempo oculta la urna cineraria de Phocion?) En casa de Alcinóo imploró Ulises a Aretea: «Noble Aretea, hija de Rhexenor, la dijo: hoy vengo a echarme a tus pies, acosado por crueles desgracias...» y al concluir estas palabras se alejó el héroe y fue a sentarse sobre las cenizas del hogar. Separeme por fin del viejo, quien se había hallado en la toma de Quebec. El episodio de la guerra del Canadá sirve de consuelo en medio de los vergonzosos años del reinado de Luis XV, como una página de nuestra antigua historia, cautiva en la torre de Londres.
Encargado Montecalrn, sin auxilios de ninguna especie, de defender el Canadá contra fuerzas frecuentemente renovadas y cuatro veces superiores a las suyas, luchó con éxito por espacio de dos años, derrotando a lord Loudon y al general Albercromby. Abandonado al fin de la fortuna, cayó herido bajo los muros de Quebec, y exhaló a los dos días el postrer suspiro, dándole sus granaderos sepultura en el agujero abierto por una bomba; ¡digna fosa del honor de nuestras armas! Su noble enemigo Wolf murió al frente de él, pagando con su vida la vida de Montcalm, y la gloria de espirar sobre algunas banderas francesas.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Viaje del lago de onondagas al rio Genesee.— Abejas.— Desmontes.— Hospitalidad.— Cama.— Culebra encantada de cascabel.
Hétenos otra vez a caballo a mi guía y a mí en un camino cada vez mas trabajoso, y apenas marcado ya sino por la falta de algunos árboles cuyos troncos servían de puente a diverso; arroyos, y la fajina para cegar barrancos. La población americana se dirigía a la sazón, hacia los baldíos de Genesee; cuyas concesiones tenían un precio mas o menos subido, según la bondad del terreno, la calidad del arbolado y la dirección y cantidad de las aguas.
Se ha notado que las abejas suelen preceder a los colonos en sus descubrimientos; sirven de vanguardia a los labradores, y son símbolo de la misma industria y civilización que van anunciando. Llegaron a América, de donde no son naturales, siguiendo los buques de Colon: pero, a fuer de conquistadores pacíficos, solo se han apropiado en aquel nuevo mundo de flores, tesoros cuyo uso ignoraban los indígenas, y solo se han servido de estos tesoros para enriquecer el territorio de donde los sacaban.
Curiosa era la miscelánea del estado natural y del civilizado que ofrecían los desmontes a entrambos lados de la senda que iba yo recorriendo. En los ángulos de un bosque, donde nunca había resonado más voz que los gritos de los salvajes y los bramidos de las fieras, hallábanse tierras labradas; desde un mismo punto de vista se divisaban el wigwaum de un indio y el caserío de un colono. Algunos de estos últimos, ya terminados, recordaban por la limpieza las alquerías holandesas: otros estaban a medio concluir, y solo tenían por techo al cielo.
Muchas veces me recibían sus dueños en aquellas viviendas, obras de una mañana, donde vivía mas de una familia con la elegancia propia de Europa; y hallé a menudo muebles de caoba, pianos, alfombras y espejos, a cuatro pasos de la choza de un iroqués. Cuando por la noche volvían los criados de la selva o del campo con el hacha o la azada, se abrían las ventanas y las hijas de mi huésped, niñas de rubio y ensortija de cabello, cantaban al piano el dúo del Pandolfeto de Paesiello, o un cantábile de Cimarosa; todo esto al frente del desierto y acaso al compas murmurante de una cascada.
En los terrenos mas feraces se fundaban aldeas; a lo mejor veíamos abrirse en el seno de una antiquísima selva un campanario nuevo; y como los ingleses llevan siempre consigo sus costumbres, solíamos encontrar también, después de atravesar sitios sin señal alguna de habitantes, la muestra de un mesón columpiándose en una rama de árbol. Se reunían en estas caravaneras los cazadores, los colonos y los indios; solo una vez me paré en una de ellas, pero juré que sería la última.
Al entrar en la tal hospedería me dejó estupefacto el aspecto de una enorme cama circular, construida en torno a un poste clavado en el suelo: en ella debían acostarse juntos los viajeros, con los pies hacia él poste, y la cabeza en la circunferencia del círculo, pareciendo exactamente en semejante actitud rayos de rueda o varillas de abanico. Después de vacilar algún tiempo y cerciorado de que no había nadie, me introduje en aquel mueble: mas no bien comenzaba a aletargarme, cuando sentí que se deslizaba algo a mi lado: eran las piernas de mi gigantesco holandés nunca he pasado susto mayor. salté fuera de aquel hospitalario estuche, y maldiciendo de todo corazón los usos de nuestros buenos abuelos, marché a tenderme al raso envuelto en mi capa; siquiera la luna era una compañera de cama agradable, fresca y limpia.
A orillas del Genesee encontramos un ancón, por el cual pasaron con nosotros una turba de colonos y de indios. Armamos nuestro campamento en una pradera jaspeada de flores y mariposas: por la diversidad de trajes y de grupos, las fogatas y los caballos atados a los arboles, o rumiando sueltos la yerba, se nos podía equivocar con una caravana. Allí encontré una culebra de cascabel, de las que se amansan al sonido de una flauta. Al canadiense que obró sobre ella este hechizo, le hubieran convertido los griegos en Orfeo, a la flauta en lira, y a la culebra en Cervero, o tal vez en Euridice.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Familia india.— Noche en las selvas.— Marcha de la familia.— Salvajes del Salto del Niágara.— El capitán Gordon.— Jerusalén.
Íbamos acercándonos al Niágara, y ya no distábamos de él mas que ocho o nueve leguas, cuando en un encinar vimos lumbre encendida por algunos salvajes que se habían instalado a orillas del arroyo donde también pensábamos acampar nosotros. Aprovechando esta circunstancia, almohazamos los caballos, nos dispusimos para pasar la noche, y llegamos adonde estaba la horda. Allí nos sentamos en torno a la hoguera con los indios, y cruzando las piernas al modo de los sastres, nos pusimos a tostar mazorcas de maíz.
Componíase la familia de dos mugeres, dos niños de pecho y tres guerreros. Poco a poco se fue haciendo general la conversación, o lo que es lo mismo, intervine yo en ella con algunas palabras sueltas y con multiplicados gestos. Durmiose cada cual en el sitio en que se hallaba, menos yo, que encontrándome solo, marché a sentarme sobre unas raíces a orillas del arroyo.
La luna brillaba sobre las copas de los árboles, y una brisa embalsamada traída de Oriente por la reina de la noche, íbala precediendo como un fresco halito por las selvas. El astro solitario trepaba pausadamente al cielo, ya siguiendo libremente su camino, y atravesando grupos de nubes, como otras tantas cordilleras coronadas de nieve. Todo hubiera respirado allí tranquilidad y silencio, si no los interrumpieran de vez en cuando la caída de algunas hojas, los soplas repentinos del viento y los gemidos del búho: a lo lejos se oían los mugidos de la catarata del Niágara, que en medio de la calma nocturna se prolongaban de desierto en desierto, y espiraban entre los árboles solitarios. En noches como aquella se me apareció una musa desconocida, cuyos acentos recogí en parte anotándolos en un libro al resplandor de las estrellas, cual pudiera escribir un músico vulgar las notas que le dictase algún maestro de armonías.
Al amanecer se armaron los indios, y sus muge- res reunieron los bagajes. Después que distribuí entre mis huéspedes un poco de pólvora y de bermellón nos separamos juntando las frentes y el pecho. Los guerreros lanzaron el grito de partida y echaron a andar; detrás iban las mugeres, y sobre la espalda de ellas sus hijos, que metidos en cunas de pieles, volvían a menudo la cabeza para mirarnos. Seguí con la vista este grupo hasta que alejándose gradualmente, desapareció por fin entre los árboles.
A los salvajes del Salto del Niágara dependientes de los ingleses, estaba encomendada la guarda de la frontera por aquel lado. Precisado por tan singular gendarmería, cuyas armas eran el arco y las flechas, a hacer alto, tuve que enviar al holandés al fuerte del Niágara para que obtuviera licencia, de entrar en el territorio de la dominación británica. Algo duro se me hacia esto recordando que hubo un tiempo en que imperaba Francia lo mismo en el Alto Canadá que en el Bajo. Por fin volvió mi guía con el permiso, que conservo aun, firmado por el capitán Gordon, ¡Cosa singular! El mismo apellido inglés se ofreció luego a mi vista, escrito sobre la puerta de su celda, en Jerusalén. «Trece peregrinos habían consignado su nombre en la parte interior de la puerta de mi aposento; el primero se llamaba Carlos Lombardo, y estuvo, en Jerusalén en 1669, el último era John Gordon, y pasó por allí en 1804.» (Itinerario).
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Catarata del Niágara.— Culebra de cascabel.— Caigo, a orillas del abismo.
Dos días pasé en la aldea india, desde la cual escribí una carta a Mr. de Malesherbes. Las mugeres se ocupaban en diferentes labores, en tanto que sus niños de pecho se mecían en redes, suspensos de las ramas de gruesas hayas de color de púrpura. La yerba estaba cubierta de rocío; soplaba desde las selvas un viento cargado de perfumes, y a su empuje inclinaban sus cálices las plantas de algodón, parecidas a rosales blancos. De vez en cuando se levantaban las madres, y acercándose a las hamacas, blandamente mecidas por la brisa, miraban si dormían sus niños o si algún pájaro los había despertado. Desde la población indiana hasta la catarata, no mediaban mas que tres o cuatro leguas; o lo que es lo mismo, solo nos faltaban a mi guía y a mí otras tantas horas para llegar a ella. Una columna de vapor me indicó a seis millas de distancia el sitio en que se despeñaba el torrente. El corazón me latía a impulsos de un júbilo no exento de terror, al entrar en la espesura que ocultaba a mi vista uno de los mas imponentes espectáculos que ha ofrecido la naturaleza a los hombres.
Echamos pie a tierra, y asiendo del diestro a los caballos, llegamos, atravesando matorrales y malezas, a orillas del rio Niágara, unos siete a ochocientos pasos antes del Salto. Viendo que yo seguía andando, me detuvo el guía por el brazo, al borde mismo del agua que pasaba con la rapidez de una flecha; pero no bullía, por el contrario se deslizaba sobre la piedra formando una masa compacta, y su profundo silencio a antes de despeñarse, contrastaba con el estruendo que luego acompañaba a su caída. Suele la Escritura comparar a los pueblos con grandes corrientes de agua; el Niágara pudiera simbolizar a un pueblo moribundo, que privado de la voz por su agonía marchara a precipitarse en el eterno abismo.
Mi guía continuaba sujetándome, porque, del mismo modo que si las aguas del rio ejerciesen sobre mí una atracción material, me daban involuntarios impulsos de arrojarme a él, y ora volvía mis miradas a la ribera ora a la isla, junto a la cual se dividía en dos la corriente, faltando allí de pronto la onda furiosa, cual si el mismo dedo de Dios la detuviera.
Trascurrido un cuarto de hora, en medio de una perplejidad y admiración indefinibles, me encaminé a ver la catarata. En el Ensayo sobre las revoluciones, y en Atala, se hallarán las dos descripciones que de ella he hecho. Hoy pasan sobre los torrentes anchos caminos; en la orilla inglesa y en la americana se han construido diversas posadas, y fabricas y molinos mas abajo del derrumbadero.
A nadie podía yo comunicar los pensamientos que me agitaban ante un desorden tan sublime. Menester ha sido que poblara con personajes imaginarios el desierto de mi primera existencia; de mi propia sustancia he tenido que formar seres que en ninguna parte encontraba, y que caminaban conmigo. He colocado, pues, a Atala y René a orillas del Niágara como para significar su tristeza. Y en verdad; ¿qué es una cascada que eternamente corre ante el aspecto insensible de la tierra y del cielo, si no está allí la naturaleza humana con su varia suerte y sus desgracias? ¡Perderse en aquella soledad de agua y de montañas, y no tener a quien hablar de tan grandioso espectáculo; hallarse aislado entre olas, peñascos, bosques y torrentes!... Désele un compañero al alma, y el risueño adorno de los collados, y el hálito fresco de las aguas, y cuanto le cerque, se tornará para ella encantador; los viajes diurnos, el suavísimo descanso al fin de la jornada, el tránsito de los ríos y el sueño sobre el musgo, harán brotar del corazón su mas profunda ternura. Por eso he colocado sentada a Velleda en las arenosas playas de la Armórica, a Cimodocea bajo los pórticos de Atenas, a Blanca en los salones de la Alhambra; Alejandro fundaba ciudades por de quiera que dirigía su marcha; yo he dejado un sueño en cada sitio en que arrastre mi vida.
He visto las cascadas de los Alpes con sus rupicabras, y las de los Pirineos con sus gamuzas; no he subido por el Nilo bastante para contemplar sus cataratas, que se reducen a rápidos manantiales; ni hablaré de las zonas azuladas de Terni y de Tívoli, elegantes ceñidores de ruinas o asunto de los cantos del poeta;
Et praeceps Anio ac Tiburni lucus.
«El Anio majestuoso y de Tibur el bosque sacrosanto.»
Pero todo esto eclipsa el Niágara. Me admiró su catarata revelada al antiguo mundo, no por humildes viajeros como yo, sino por misioneros que, buscando a Dios en la soledad, caían de hinojos ante cualquier maravilla de la naturaleza, y recibirán el martirio al acabar su cántico de alabanza. Nuestros sacerdotes saludaron las magníficas vistas de América y las consagraron con su sangre, así cómo nuestros soldados batieron luego las palmas ante las ruinas de Tebas, y presentaron sus armas a la bella Andalucía; todo el genio de Francia se encierra en su doble milicia de los campamentos y de los altares.
Tenia yo arrolladas al brazo las riendas de mi caballo, cuando acertó a pasar por entre la maleza una culebra de cascabel. Espantado el animal, se encabritó y retrocedió hacia la catarata; en balde pugné para desenredarme de la brida; el caballo, cada vez mas aterrado, me arrastraba. Ya sacaba las manos fuera de la orilla, y solo por su fuerza muscular se sostenía sobre el abismo. Creí llegada mi última hora: por fortuna el animal conoció el nuevo peligro que le amenazaba, y giró violentamente con todo su cuerpo. ¿Qué hubiera llevado mi alma al tribunal supremo al abandonar la vida en medio de las selvas del Canadá? ¿Los sacrificios, las obras meritorias y las virtudes de los padres Jogues y Lallemand, o días inútiles y miserables quimeras?
No fue aquel el único peligro que corrí en el Niágara. Para bajar al receptáculo inferior, había una escala de lianas que a la sazón estaba rota: deseando a toda costa ver la catarata desde el fondo, desprecié los consejos de mi guía, y emprendí el descenso por la pendiente de una roca, casi perpendicular. A pesar de los mugidos del agua que a mis pies hervía, conservé la suficiente serenidad para llegar hasta a unos cuarenta pies del suelo: mas allí ya no me ofreció el desnudo y vertical peñasco ningún asidero, y quedé colgado de una mano a las últimas raíces, sintiendo que
poco a poco se abrían involuntariamente mis dedos ajo el peso de todo el cuerpo. Pocos hombres habrán pasado en su vida dos minutos como aquellos. Fatigado al fin, solté las raíces, y caí despeñado. Por una increíble fortuna fui a parar al ángulo saliente de una roca, en donde mil veces debí estrellarme: no tenía grandes dolores y estaba a medio pie del abismo, del cual milagrosamente me había libertado. Mas cuando comenzaron a penetrar en mis poros el frío y la humedad, eché de ver que no había salido con bien a tan poca costa; se me había roto el brazo izquierdo por mas arriba del codo. El guía que me vio caer, y a quien pedí auxilio por señas, corrió a buscar algunos salvajes, los que me sacaron a salvamento con cuerdas de mimbres por un sendero hollado solo por las nutrias, y me trasladaron a la aldea. Mi fractura era sencilla; dos listones de madera, una venda y un cabestrillo, bastaron para curarme.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Doce días en una cabaña.— Cambio de las costumbres salvajes.— Nacimiento y muerte.— Montaigne.— Canto de la culebra.— Pantomima de una niña india, originaria de Mila.
Con mis médicos, los indios del Niágara, me detuve doce días, en cuyo intermedio vi pasar por la aldea algunas tribus que venían del Estrecho o de los países situados al Mediodía y al Oriente del lago Erie. Traté de enterarme de sus costumbres y con obsequios de corta entidad, logré que me dieran idea de sus antiguos usos, pues es de advertir que tales como eran, ya no existen. A los principios de la guerra de la independencia americana, todavía se comían los salvajes a sus prisioneros, o por mejor decir, a los contrarios que mataban: un capitán inglés sacó en su cucharon una mano entera, cierto día que fue a tomar caldo en una marmita india.
Las costumbres relativas al nacimiento y muerte de sus parientes, son las que menos se han perdido entre los salvajes, porque entrambos son acontecimientos que no pasan al azar, como la parte de la vida que los separa. Todavía hoy se aplica al recién nacido para honrarle el nombre de la persona mas vieja de la casa; el de su abuela, por ejemplo; porque siempre se toman en la línea materna. Desde aquel momento ocupa el niño el mismo lugar que la mujer cuyo nombre recibe; y al hablar con él se le atribuye igual parentesco al de aquella, de manera que un tío puede saladar a su sobrino con el título de abuela Semejante práctica, aunque ridícula en la apariencia, es esencialmente tierna. Por ella se resucitan los muertos, se reproduce en la debilidad de los primeros años la de los postreros; se reúnen los extremos de la vida, el principio y el fin de la familia, y se comunica una especie de inmortalidad a los antepasados, suponiéndolos presentes en medio de su posteridad.
Por lo que hace a las defunciones, no es difícil conocer los motivos del cariño que tiene todo salvaje a sus santas reliquias. En las naciones civilizadas se conservan las recuerdos de la patria con la mnemotecnia de las letras y de las artes; constrúyanse ciudades, palacios, torres, columnas y obeliscos; queda en ellas la huella que deja el arado en campos antiguamente cultivados, y al paso que se graban los nombres en mármoles y bronces, se consignan las acciones en las crónicas.
Nada de esto sucede en los pueblos de la soledad; no se guarda su nombre inscrito en la corteza de los árboles; sus chozas, construidas en algunas horas, desaparecen en breves instantes, y el garfio con que labran la tierra ne hace mas qué rozarla, sin poder si quiera abrir surco. Sus canciones tradicionales perecen con la memoria del último que logró retenerlas, y se disipan con la postrera voz que las repite. No tienen, pues, las tribus del Nuevo Mundo mas que un monumento, que es la tumba. Quítense a los salvajes los huesos de sus padres, y se les quitarán su historia, sus leyes, y hasta sus dioses, y se arrebatará a esos hombres la prueba de existencia, como la de su nada, ante las generaciones futuras.
Sabiendo que yo deseaba oír los cánticos de mis huéspedes, una niña de catorce años llamada Mila, en extremo linda, (solo a aquella edad lo son las mugeres de las Indias), entonó una canción que me pareció muy cadenciosa. ¿Seria la estrofa citada por Montaigne?— «Culebra, detente; detente, culebra, para que mi hermana te tome por modelo y haga con tus mismos colores un rico cordón que quiero regalar a mi amada; ¡y ojalá se refieran siempre tu belleza y la gallardía a todas las demás serpientes!»
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Coincidencias.— Antiguo Canadá.— Población indígena.— Degradación de las costumbres.— Civilización verdadera, difundida por la religión: falsa civilización introducida por el comercio.— Factorías.— Exploradores de bosques.— Mestizos.— Guerra de las compañías.—Muerte de las lenguas indianas.
Los canadienses no son ya como tos pintaron Cartier, Champlain, Lahontan, Lescarbot, Laffiteau, Charlevoix y las Cartas edificantes: el siglo XVl y los principios del XVIl fueron aun tiempos de grande imaginación y de sencillas costumbres, y en tanto que la propensión maravillosa de la una se prestaba a reflejar una naturaleza virgen, el candor de las otras reproducía bien la sencillez del salvaje. Champlain refiere al terminar su primer viaje al Canadá en 1603, que acerca de la bahía de los Calores, torciendo al Sur, hay una isla en que vive un monstruo espantoso, al cuál dan los salvajes el nombre de Gugú.» El Canadá tenía su gigante como el cabo de las Tempestades. Homero es el padre legítimo de todas estas ficciones; ogros o gugús, no son otra cosa que los Cíclopes, y Caribdis y Scila.
La población salvaje de la América Septentrional, si de ella se excluye a los mejicanos y a los esquimales, no pasa en el día de 400.000 almas, a entrambos lados de la montaña; hay viajero que solo la hace subir a 150.000 almas. La degeneración de las costumbres ha corrido parejas con esta baja en la población de las tribus. Han perdido su claridad las tradiciones religiosas; la instrucción difundida por los jesuitas en el Canadá mezcló ideas extrañas con las naturales de los indígenas, y en sus fábulas groseras se traslucen ya las creencias cristianas desfiguradas; la mayor parte de los salvajes llevan cruces por adorno, y hoy compran a los mercaderes protestantes lo que antes les daban de balde los católicos. Justo es decir, para honra de nuestra patria y gloria de nuestra civilización, que los indios se habían apegado fuertemente a nosotros, que continuamente nos echan de menos, y que una túnica negra (un misionero) es hoy todavía objeto de veneración en las selvas americanas. El salvaje continúa queriéndonos al pie del árbol bajo cuya sombra fuimos sus primeros huéspedes, y en aquel suelo que hollamos con él, y que se abrió para recibir el depósito de nuestras tumbas.
Cuando iba el indio desnudo o cubierto de pieles, tenía un aspecto grandioso y noble; ahora gasta harapos europeos, que sin cubrir su desnudez, revelan su miseria, y ya no parece un salvaje en su selva, sino un pordiosero a la puerta de una tienda.
Se ha formado además una especie de pueblo mestizo, con enlaces entre los colonos y las mugeres de las Indias. Estos hombres, a quienes por el color de su piel se da el nombre de palos quemados, son como corredores de cambio entre los autores de su doble origen; hablan el idioma de sus padres y el de sus madres, y reúnen los vicios de ambas razas. Bastardos de la naturaleza civilizada y de la salvaje, ora se venden a los americanos, y ora a los ingleses para proporcionarles el monopolio de la peletería; fomentan la rivalidad de las compañías inglesas de la bahía de Hudson y del Noroeste, con las compañías americanas, Fur Colombian-american company, Missouri's far company, etc., y emprenden en persona cacerías por cuenta de los comerciantes, con cazadores auxiliares que pagan las compañías.
La gran guerra de la independencia americana es la única que se ha hecho notoria. Aun se ignora que ha corrido sangre por los mezquinos intereses de un puñado de mercaderes. En 1811 vendió la compañía de la bahía de Hudson a lord Selkirk un terreno a orillas del rio Colorado, y el año siguiente se fundó allí un establecimiento. La compañía del Noroeste o del Canadá, se resintió de esto, y a consecuencia llegaron las dos a las manos, aliándose con algunas tribus indianas y con los palos quemados. Prolongose esta lucha doméstica, horrible en sus pormenores, en los glaciales desiertos de la bahía de Hudson, hasta que quedó destruida la colonia de lord Selkirk en junio de 1815, precisamente en la época de la batalla de Waterloo. Iguales eran las calamidades de la especie humana en aquellos dos sitios tan diferentes por su brillo el uno y por su oscuridad el otro.
No hay que buscar en América las constituciones políticas artísticamente construidas, cuya historia escribió Charlevoix, ni la monarquía de los hurones, ni la república de los iroqueses. En Europa y a nuestra propia vista se ha realizado y se realiza aun, algo parecido a esta destrucción. Hacia el año de 1400 cantó un poeta prusiano en lenguaje anticuado, al celebrarse el banquete de la orden teutónica, los heroicos hechos de los guerreros de su país; pero nadie entendió una palabra, y en recompensa le dieron cien nueces vacías. De la misma manera mueren hoy de cabaña en cabaña la lengua de la Baja Bretaña, la vascuence y la gaélica, según van muriendo los cabreros y los labradores.
En la provincia inglesa de Cornuailles, se extinguió el habla indígena hacia el año 1676. Cierto pescador decía a unos viajeros: «No reconozco mas que cuatro o cinco personas que hablen el bretón, y todos tienen como yo de sesenta a ochenta años; ningún joven sabe decir una palabra.»
De la misma manera se han perdido razas enteras del Orinoco, de cuyo dialecto solo queda una docena de voces pronunciadas en las ramas de los árboles por los papagayos que recobraron entonces su libertad:, así repetía el tordo de Agripina las voces griegas sobre los balaustres de los palacios de Roma. Igual será, tarde o temprano, la suerte de nuestras jergas modernas, formadas con los restos del griego y del latín. Quizá algún cuervo prófugo de la jaula del último sacerdote galo-franco, dirá desde un arruinado campanario a los pueblos extranjeros que nos sucedan: «Aceptad los últimos esfuerzos de una voz que os fue conocida: con eso concluirán de una vez tantos discursos.»
¿De qué sirve ser un Bossuet, si en ultimo resultado la obra mejor ha de sobrevivir en la memoria de un pájaro, al propio idioma y al recuerdo que del autor guarden los hombres?
Londres, abril a setiembre de 1822.
Antiguas posesiones francesas de América.— Recuerdos tristes.— Manía en favor del pasado.— Esquela de Francis. Conyngham.
Al hablar del Canadá y de la Luisiana, y al contemplar en los antiguos mapas geográficos la extensión de las colonias francesas de América, me asombraba que el gobierno de mi país hubiera dejado perecer aquellas colonias, que hoy serian una inagotable fuente de prosperidad para nosotros.
Desde la Acadia y el Canadá hasta la Luisiana, desde la embocadura del San Lorenzo hasta la del Mississipi, abarcaba el territorio de la Nueva Francia lo que formó la confederación de los trece primeros Estados Unidos; los otros once, con el distrito de Colombia y el territorio de Michigan, del Noroeste, del Missuri, del Oregón y del Arkansas, nos pertenecieron, o nos pertenecerían como a los Estados de la Unión, por cesión de los ingleses y de los españoles, nuestros sucesores en el Canadá y la Luisiana. Así, pues, el terreno comprendido entre el Atlántico al Nordeste, el mar Polar al Norte, el Océano Pacífico y las posesiones rusas al Noroeste, y el golfo mejicano al Sur, debería reconocer hoy las leyes de Francia, siendo nuestras mas de dos terceras partes de la América Septentrional.
Mucho temo que la Restauración se pierda por el influjo de ideas contrarias a las que aquí esponjo; la manía de atenerse a lo pasado, manía contra la cual no cesaré de clamar, seria poco funesta si solo pudiera derribarme, privándome del favor del príncipe: pero puede muy bien derribar el trono. La inmovilidad política forma un sistema imposible; fuerza es avanzar con la inteligencia humana. Respetemos la majestad del tiempo, contemplemos con veneración los siglos anteriores consagrados por Los recuerdos y los vestigios de nuestros padres; pero no pretendamos retroceder hacia ellos, porque nada les queda de nuestra naturaleza real, y si quisiéramos asirlos se disiparían. Dícese que el cabildo de Nuestra Señora de Aquisgrán mandó abrir por los años de 1450, la tumba de Carlo-Magno. Hallose al emperador sentado en un sillón dorado y empuñando con la osamenta de sus manos el libro de los evangelios escrito en letras; de oro: delante tenía su cetro y su áureo escudo, y al lado su Joyeuse dentro de una vaina de oro también. Vestíanle las ropas imperiales. Sobre la cabeza, sostenida por una cadena del mismo precioso metal, había un sudario que cubría lo que fue su rostro, y una corona. Cuando tocaron al fantasma cayó hecho polvo.
En ultramar poseíamos vastos países, que ofrecían asilo a las sobras de nuestras poblaciones, mercado a nuestro comercio y alimento a nuestra marina. Hoy nos vemos excluidos del nuevo universo, donde comienza a reproducirse el género humano: las lenguas inglesa, portuguesa y española, sirven en África, en Asia, en la Oceanía, en las islas del mar del Sur y en el continente de entrambas Américas, para interpretar los pensamientos de numerosos millones de hombres; al paso que nosotros, desheredados de las conquistas de nuestro valor y de nuestro genio, apenas oímos hablar mas que en algún villorrio de la Luisiana o del Canadá, dominado por gente extraña, el idioma de Colbert y de Luis XIV, testigo de los reveses de nuestra suerte y de los errores de nuestra política.
¿Y cuál es el monarca cuya dominación se ha sustituido a la dominación del rey de Francia en las selvas canadienses? El que ayer mandaba que me dirigiesen esta esquela:
Royal Lodge Windsor, 4 de junio de 1822.
«Señor vizconde:
«Tengo orden del rey para convidar a V.E. a comer y dormir aquí el jueves 6 del corriente.
«De V. E. humilde y obediente servidor,
«FRANCIS CONYNGHAM.»
Destino mío era verme atormentado por los príncipes. Aquí me interrumpo: atravieso el Atlántico; me arreglo el brazo roto en Niágara; tiro mi piel de oso, cojo mi casaca bordada, y paso del wigwaum de un iroqués al regio aposento de S.M.B., monarca de los tres reinos unidos y dominador de las Indias. Abandono a mis huéspedes, los de las orejas recortadas, y a mi niña salvaje, la de la perla, deseando solamente para lady Conyngham que tenga los hechizos de Mila, y esa edad que apenas pertenece todavía a la primavera, que precede a los días del mes de mayo, y que nuestros poetas galos designan con el nombre de la Abrilada.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Revisado en diciembre de 1826.
Manuscrito original americano.— Lagos del Canadá.— Flotilla de canoas indianas.— Ruinas de la naturaleza.— Valle del Sepulcro.— Destino de los ríos.
Luego que se marchó la tribu de la niña de la perla, y habiéndose negado el holandés a acompañarme hasta mas allá de la catarata, arreglamos cuentas y me incorporé a algunos traficantes que iban a emprender un viaje siguiendo la corriente del Ohio; pero antes quise echar una ojeada a los lagos del Canadá. Nada mas triste que su aspecto. Las liquidas llanuras del Océano y del Mediterráneo sirven de medio de comunicación a las naciones, y sus orillas están, o estuvieron habitadas por pueblos civilizados, fuertes y numerosos; pero los lagos del Canadá solo presentan a la vista la desnudez de sus aguas, rodeadas de tierras igualmente desnudas; son soledades que separan entre si a otras soledades. Allí, playas sin habitantes contemplan eternamente mares sin bajeles; allí atraviesa el viajero desiertos de olas, engastados en desiertos de arenas.
El lago Erie tiene mas de cien leguas de circunferencia: sus pueblos ribereños fueron exterminados por los iroqueses, hace dos siglos. Causa espanto ver a los indios internarse sobre frágiles cortezas de árbol en aquel lago famoso por sus tempestades, donde antiguamente pululaban miríadas de serpientes. Con sus dioses manitus colgados en la popa de cada canoa, se lanzan los salvajes al torbellino de las agitadas olas, que elevándose al nivel de las embarcaciones, parecen que las van a sorber a cada instante. Los perros de caza con las patas delanteras apoyadas sobre el borde de la barca prorrumpen en aullidos, en tanto qué los amos azotan compasadamente el agua, con sus remos, en medio del mas profundo silencio. Las canoas avanzan una tras otra; en la proa de la primera va un jefe que repite el diptongo oah, dando a la o una entonación sorda y prolongada, y a la a un sonido agudo y rápido. En la última embarcación se muestra otro jefe de pie también, y manejando un ramo en forma de timón. Los demás guerreros marchan sentados en cuclillas al fondo de cada barca. Al través de las nieblas y de los vientos, distínguense solo las plumas que adornan sus cabezas, el estriado pescuezo de los perros, y los hombros de los dos sachems, piloto y augur, que pudieran pasar por las divinidades de estos lagos.
Los ríos del Canadá carecen de historia en el antiguo mundo; muy distinta es la suerte del Ganges, del Éufrates, del Nilo, del Danubio y del Rhin; ¡Cuántos cambios han ocurrido en sus orillas! ¡Cuánto sudor y sangre han derramado los conquistadores para atravesar la corriente de aquellas ondas que salta en su nacimiento cualquier cabrero de un solo paso!
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Corriente del Ohio.
Desde los lagos del Canadá fuimos a Pittsburg, situado en la confluencia del Kentucky y del Ohio, allí despliega el paisaje una pompa extraordinaria, y sin embargo, aquel magnífico territorio se llama Kentucky, tomando del rio el nombre, que significa Corriente de sangre. A su belleza debe este título; por espacio de mas de dos siglos lucharon en él las naciones del partido de los cherokis contra las del partido de los iroqueses, para hacerse únicos dueños de su caza.
¿Serán las generaciones europeas mas virtuosas y mas libres en aquellas riberas, que lo fueron las exterminadas generaciones americanas? ¿Mas no labran esclavos, sujetos a un látigo, la tierra de aquellos desiertos de la primitiva independencia del hombre? ¿No reemplazarán las cárceles y las horcas a la abierta cabaña y al erguido tulipán en que ponía el pájaro su nidada? ¿Provocará a nuevas guerras la feracidad del suelo? ¿O cesará él Kentucky de ser tierra de sangre y se embellecerán mejor las orillas del Ohio con los monumentos artísticos que con los naturales?
Después de atravesar el Wahach, el gran Cipresal, el rio de las Alas o Cumberland, el Chéroki o Tennessée y los Bancos Amarillos, se llega a una lengua de tierra que a menudo desaparece con las inundaciones; allí se verifica la reunión del Ohio con el Mississipi a los 56º 51 de latitud. Oponiéndose entrambos ríos igual resistencia, amansan a la par su corriente, y duermen en el mismo cauce sin confundirse, por espacio de algunas millas, a la manera de dos grandes pueblos divididos, hasta que por fin se reúnen para formar una sola raza, como dos ilustres rivales que comparten su cama después de la batalla, como dos esposos de sangre enemiga a quienes repugna al principio confundir en el lecho nupcial su diverso destino.
También yo he derramado como las fecundas urnas de los ríos la delgada corriente de mi vida a un lado y otro de la montaña; caprichoso en mis errores, pero nunca nocivo; mas aficionado a los valles pobres que a las ricas llanuras, y deteniéndome con mayor complacencia en las flores que en los palacios. Tan prendado estaba de mi expedición, que ya casi no pensaba en el polo. Una caravana de mercaderes que iba de la tribu de los creeks a las Floridas, me permitió que la acompañara.
Con ellos me encaminé al país entonces conocido con el nombre general de las Floridas, y ocupado hoy por los estados de Alabama, la Georgia, la Carolina del Sur y el Tennessée. Marchábamos aproximadamente por los senderos en cuyo lugar se extiende ahora el camino real de los Natchez a Nashville por Jackson y Florence, el cual se interna en Virginia por Knoxville y Salem, país muy poco frecuentado en aquella época, aunque ya había explorado Bartram sus lagos y sus florestas. Los colonos de la Georgia y de las Floridas marítimas, llegaban hasta las diversas tribus de creeks a comprar caballos y bestias semisalvajes, multiplicadas a lo infinito en aquellas sábanas donde se abren los pozos, a cuya orilla fingí que se detuvieron Atala y Chactas. Algunos extendían sus excursiones hasta el mismo Ohio.
Un viento fresco nos impelía, engrosado el Ohio con cien corrientes, tan pronto se perdía en los lagos como en tos bosques del tránsito. En medio de los primeros alzábanse algunas islas; dirigimos nuestro rumbo a una de las mayores, y a las ocho de la mañana saltamos en ella. Allí me paseé por una pradera cubierta de yerbas de Santiago, ricas en flores amarillas, de alceas de rosado penacho, y de obelarias, cuyo airón es de color de púrpura.
Una ruina indiana me llamó la atención. Imponente era el contraste que formaba la vetustez de aquellos restos con la juventud de la naturaleza; aquel monumento humado con aquel desierto, ¿Qué pueblo habitó allí? ¿Cuáles fueron su nombre, su raza y su época? ¿Vivió cuando el mundo en cuyo seno se ocultaba, existía aun ignorado de las otras tres partes de la tierra? Quizá serian contemporáneos el silencio de aquel pueblo y el bullicio de otras grandes naciones que hoy, también para siempre, están calladas 43.
En los arenosos barrancos y en las ruinas de los túmulos brotaban rosadas flores de adormidera, pendientes de un pedúnculo inclinado, de color verde pálido. Tallo y flor tienen un aroma que se adhiere a los dedos al tocar la planta. El perfume que a esta flor sobrevive, representa los recuerdos de una existencia solitaria.
Vi también a la ninfa que al caer la tarde se disponía a ocultar su blanco lirio en las ondas, en tanto que el árbol triste aguardaba para abrir el suyo a que cerrara la noche; a la hora en que se recoge la esposa, abandona el lecho la cortesana.
Otra es la vida y otro el destino de la eneoptérea piramidal, que crece hasta siete y ocho pies de altura, y produce hojas verdinegras, oblongas y dentadas. Su amarilla flor comienza a entreabrirse al anochecer, durante el tiempo que emplea Venus en trasponer el horizonte; continúa desarrollándose al fulgor de las estrellas; la aurora la encuentra en toda su brillantez; marchítase a media mañana, y cae deshojada cuando el sol llega al cénit. Vive pocas horas, pero goza de ellas bajo un cielo sereno, y acariciada por el hálito de Venus y de la aurora; ¿qué importa así la brevedad de la vida?
Cerca de allí pasaba un arroyo coronado con guirnaldas de dioneas, y en torno al cual zumbaba un enjambre de moscas acuáticas. Había también colibrís y mariposas, que ornadas de sus mas brillantes atavíos, rivalizaban con los variados colores de la campiña. En medio de tales paseos y estudios me quedaba a veces suspenso y como asombrado de su futilidad. Si; ¡la revolución que ya pesaba sobre mí y que me hacia acogerme a bosques, no me inspiraba pensamientos mas graves! ¡En tanto que mi país sufría radicales trastornos, me ocupaba yo en describir plantas, mariposas y flores! La individualidad humana sirve para medir la pequeñez de los mas importantes acontecimientos. ¿Cuántos hombres los miran con indiferencia? ¿Cuántos otros les ignoran? Se calcula la población total del globo en mil ciento o mil doscientos millones; en cada segundo muere un hombre; en cada minuto de nuestra existencia, de nuestras sonrisas y de nuestros goces, espiran sesenta hombres, y gimen y lloran sesenta familias. La vida es una epidemia permanente. Esa cadena de luto y funerales que nos ciñe nunca se rompe, se prolonga y adquiere un eslabón mas con cada uno de nosotros. ¡Encarézcase luego la importancia de catástrofes que las tres cuartas partes del mundo no han de oír mentar siquiera! ¡Corramos jadeantes detrás de una fama que no volará sino a algunas leguas de nuestra tumba, y boguemos por el Océano de una felicidad que minuto a minuto, se desliza entre sesenta féretros continuamente renovados!
Num nox nulla diem, neque noctem aurora saquuta est quae non audierit mixtos vagitibtis aegris ploratus, mortis comites, et funeris atri.
No pasa un solo momento del día y de la noche sin que se viertan lágrimas y se vista el luto, como compañeros de la muerte.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Fuente de Juvencio.— Muscogulgos y siminoles.— Nuestro campamento.
Aseguran los salvajes de la Florida, que en medio de un lago hay cierta isla habitada por las mugeres mas hermosas del mundo. Repetidas veces han intentado los muscogulgos conquistarlas, pero aquel Edén huye ante sus canoas, como toda quimera ante nuestros deseos.
También había en la comarca una fuente de Juvencio; ¿pero quien desea prolongar su vida?
Poco faltó para que estas fábulas adquiriesen para mí una especie de realidad. Cuando menos lo esperábamos, vimos salir de una bahía inmediata una flotilla de canoas, que a remo y a vela se dirigieron a nuestra isla. Las ocupaban dos familias de creeks, una siminola y otra muscogulga, acompañadas de algunos cherokis y palos quemados. Me llamó la atención la elegancia de aquellos salvajes, que en nada se parecían a los del Canadá,
Los siminoles y muscogulgos son bastante corpulentos y forman raro contraste con sus madres, esposas e hijas, que pertenecen a la raza mas pequeña de mugeres que se conoce en América.
Las que desembarcaron en la isla tenían aventajada estatura, porque descendían de familias cherokies mezcladas con otras españolas. Dos de ellas parecían criollas de Santo Domingo o de la isla de Francia, aunque eran amarillentas y delicadas como mugeres del Ganges. Estas floridianas, primas por la línea paterna, me sirvieron de modelos para Atala y Celula, pero sobrepujaban a sus retratos por la verdad de su naturaleza multiforme y fugitiva, por la fisonomía que su raza y su clima les prestaban, sin que haya acertado yo a reproducirla. Brillaba una expresión indefinible en aquellos rostros ovalados, en aquella tez que parecía estar envuelta en una leve niebla anaranjada, en aquellos cabellos tan negros y suaves, en aquellos ojos rasgados, medio ocultos entre el velo de dos párpados tersos como el raso, y que lentamente se entreabrían; en la doble seducción, por último, propia de las españolas y de las indianas.
La presencia de estos huéspedes, introdujo algún cambio en nuestros planes; para que los traficantes pudieran buscar caballos, se resolvió establecer el campamento en la proximidad de unas dehesas.
Circulaban en muchedumbre por la llanura, toros, vacas, caballos, bisontes y búfalos, con algunas grullas, pavos y pelicanos, que manchaban de blanco, negro y rojo la verde alfombra de la pradera.
Mas de una pasión agitaba a nuestros traficantes y cazadores; mas no de esas que se fundan en las clases, la educación y las preocupaciones; eran pasiones hijas de la naturaleza, completas y que sin rodeos caminaban a su fin escogiendo por únicos testigos algún árbol tronchado en medio de una incógnita selva, algún perdido valle o algún rio sin nombre. Las relaciones de los españoles con las muchachas creeks, predominaban en estas aventuras, cuyo principal papel hacían los palos quemados. Alcanzaba gran celebridad entre ellas la historia de un mercader de aguardiente, seducido y engañado por una niña pintada (mujer de mala vida). Esta historia se cantaba en el tránsito de los bosques, puesta en versos siminoles con el nombre de Tabamica 44. Pero también las indianas se dejaban robar por los colonos, y morían luego abandonadas en Pázcanosla, yendo a enriquecer los Romanceros con el cuento de sus desgracias, al lado de las de Jimena.
Dos floridianas.— Ruinas a orillas del Ohio.
Excelente madre es la tierra; cuando salimos de su seno nos presta sus pechos henchidos de miel y leche; en la juventud y en la edad madura prodíganos sus frescas aguas, sus cosechas y sus frutas, y en todas partes nos ofrece un pedazo de sombra, un baño, una mesa y un lecho; al morir nos vuelve a abrir, sus entrañas, tiende sobre nuestros despojos un manto de yerba y flores, y secretamente nos asimila a su propia sustancia para reproducirnos luego bajo cualquier forma bella. Esto pensaba yo al despertar, dirigiendo mi primera mirada al Cielo, que serbia de cúpula a mi cama.
Habiéndose marchado los cazadores a las diferentes ocupaciones del día, me quedé solo con las mugeres y los niños. No me separaba de mis dos ninfas, altiva la una, triste la otra, y aunque de entendía una sola de sus palabras, ni ellas me comprendían tampoco, servíalas sin embargo, para echar agua en su copa, sarmientos en su lumbre y musgo en su lecho. Vestían las dos la saya corta, y las mangas huecas y acuchilladas a la española, con corpiño y manto indianos. Tenían las piernas desnudas y llenas de delicadas labores de corteza de abedul; se trenzaban los cabellos con ramilletes y filamentos de mimbres, y se ornaban profusamente con cadenas y collares de vidrio. De sus orejas pendían algunas cuentas de color de púrpura; dueñas de una linda cotorra, ave de Armida, que sabia decir varias palabras, unas veces se la prendían sobre el hombro como una esmeralda, y oirás la llevaban encapirotada sobre una mano, como al gavilán las matronas del siglo X. Para dar morbidez a su seno y brazos, se los restregaban con una piedra solera llamada allí apoya. En Bengala mascan las bayaderas el betel; en Levante chupan las alineas, la almáciga de Chío; mis floridianas trituraban con sus dientes de azulada blancura gotas de liquidambar y raíces de libanis, en que a la par se confundían la fragancia de la angélica, la de la acimboya y la de la vainilla. Vivian así en una atmósfera de perfumes, de su propio labio emanados, como los naranjos y las llores entre los puros efluvios de sus hojas y de sus cálices. A veces me divertía en colocar sobre su cabeza algún adorno, a cuyo capricho se prestaban un tanto sobrecogidas, porque creían, a fuer de magas, que las estaba aplicando algún hechizo. La altanera rezaba a menudo, y me pareció medio convertida al cristianismo; la otra cantaba con voz suavísima, lanzando al fin de cada frase un grito que perturbaba mis sentidos. En muchas ocasiones sostenían animados diálogos, en los cuales figurábame traslucir la expresión de los celos; pero la triste rompía a llorar, y nuevamente se establecía el silencio.
Débil yo en aquellas circunstancias, buscaba en mi memoria ejemplos de debilidad a fin de animarme. ¿Por ventura no había amado Camoens en las Indias a una esclava negra de Berbería? ¿Y no podía yo tributar homenajes en América a dos jóvenes sultanas del color del junquillo? ¿No dedicó el poeta portugués sus endechas a Bárbara esclava ¿No le dijo?...
A quella captiva
que me tem captivo,
porque nella vivo,
ja nao quer que viva.
En nunqua vi rosa
em suaves mólhos
que para mens olhos
fosse mais formosa.
Pretidao de amor
taö doce a figura,
que a neve lhe jura
que trocara a cor.
Léda mansidao,
que o siso acompanha:
fiem parece estranha.
mas Barbara nao.
Se dispuso una partida de pesca. El sol descendía ya hacia al Poniente: en primer término se alzaban los salsafras, tulipanes, catalpas y encinas, con las ramas cubiertas de madejas de musgo blanco. Detrás descollaba el mas bello de todos los árboles, el papayo, que bien pudiera equivocarse con una pértiga de plata cincelada que rematara en una urna corintia. El tercer término estaba poblado de balsámicas, magnolias y liquidámbases.
Detrás de estos velos se escondía el sol, uno de cuyos rayos atravesaba la espesura de un monté, centellando como un carbunclo engastado en el umbrío, follaje; su luz, partida entre los troncos y las ramas, proyectaba sobre el césped columnas cónicas y movibles arabescos. Abajo se ostentaban las lilas las azaleas, ensortijadas lianas y espigas gigantescas; arriba las nubes, inmóviles unas como promontorios o antiguos torreones, flotantes otras como vapor de rosa o copos de seda. Sucesivamente trastornadas, ya se abrían como bocas de horno, ya figuraban montones de brasa, ya ríos de Java, todo brillante, radioso, dorado, opulento, inundado de luz.
En 1770 se refugiaron algunas familias griegas en la Florida, después de la insurreccion de la Morea: allí pudieron suponerse todavía en los climas jónicos, donde la naturaleza parece que se abandona a la misma molicie que las pasiones de los hombres: en Esmirna duerme la tierra por la noche, como una cortesana fatigada de amores.
A nuestra derecha se alzaban las ruinas de unas grandes fortificaciones encontradas en la margen del Ohio; a la izquierda un antiguo campamento de salvajes; la isla en que nos hallábamos, presa en las ondas y reproducida por el refleja, balanceaba ante nosotros su doble perspectiva. La luna reposaba al Oriente sobre distantes colinas, y por la parte de Occidente se veía la bóveda celeste convertida en un mar de diamantes y zafiros, donde parecía que el sol, medio sumergido ya, iba completamente a disolverse. Velaban los animales de la creación; la absorta tierra, enviaba sus inciensos al cielo, y él ámbar de su seno desprendido volvía a caer sobre ella, trocado en rocío, como la oración sobre el que reza.
Abandonado de mis compañeros, marché a sentarme a orillas de un bosque, cuya oscuridad, abrillantada, en parte por la luz, me ofrecía una agradable penumbra. Entre los enlutados arbustos circulaban lucientes, insectos, eclipsados siempre que pasaban al través de las irradiaciones de la luna. Se oía el flujo y reflujo del lago el salto del pez dorado y el grito singular del ánade somorgujador. Fijos los ojos en el agua, fui abandonándome poco a poco, ésa somnolencia familiar a los que recorren las vías del mundo; ya no me quedaba ningún recuerdo claros, y vivía y vegetaba con la naturaleza, como en una especie de panteísmo. Apoyé la espalda en el tronco de una magnolia, y me entregué a pacífico reposo, mecido en el vago mar de la esperanza.
Al salir de aquel Leteo me hallé entre dos mugeres; eran mis odaliscas, que no queriendo despertarme se habían sentado silenciosamente a mi lado, y que ora fuese por haberse dormido o porque lo fingieran, tenían apoyada la cabeza sobre mis hombros.
Alzose una suave brisa en la floresta y nos inundó con una lluvia de rosas de magnolia. Entonces empezó a cantar la mas joven de las dos siminolas: «¡Guárdese de exponer así su vida aquel que no tenga la suficiente confianza en sí propio! ¡Imposible es saber a cuanto alcanza, la pasión que se infiltra con la melodía en el seno de un hombre?» A aquella voz respondió otra desapacible y celosa; era un palo quemado que llamaba a las dos primas, las que se levantaron temblando; empezaba entonces a despuntar la aurora.
A excepción de mi Aspasia, volví luego a disfrutar de una escena igual en las playas griegas, cuando subí con la aurora a las columnas del Partenón y vi el Cicerón, el monte Himeto, el Acrópolis de Corinto; los sepulcros y las ruinas bañadas en un rocío de luz dorada, trasparente y fugitiva, que ora sé reflejaba en los mares; y ora se esparcía como un perfume en alas de los céfiros de Salamina y de Delos.
Concluimos silenciosamente nuestra peregrinación por la ribera. Al medio día levantamos el campamento para examinar los caballos que querían vender los creeks y comprar los traficantes. Todas las mugeres y todos los niños fueron convocados como testigos, según era costumbre para los contratos solemnes. Comenzaron a desfilar, a nuestra vista caballos padres, potros y yeguas, mezclados con toros, vacas y terneras, en medio de cuya confusión me vi involuntariamente separado de los creeks. Un tumultuoso grupo de hombres y cuadrúpedos me llamó la atención al lado de un bosque: de pronto vi a lo lejos a mis dos floridianas: unos brazos vigorosos las colocaban a las ancas de dos gallardos corceles, montados en pelo por un palo quemado y un siminol. ¡Oh Cid! ¡Quién me hubiera dado entonces tu veloz Babieca! Rompió la marcha; las yeguas iban delante, seguíales el inmenso escuadrón. Los caballos relinchaban saltando, ruando y encabritándose sobre los cuernos de los búfalos y de los toros, golpeando unas con otras sus herraduras y tendiendo sangrientas al viento las colas y las crines. Un torbellino de insectos devoradores escoltaba en espesos círculos aquella caballería salvaje.
En medio de ella desaparecieron mis floridianas, como la hija de Ceres robada por el dios de los infiernos.
Así aborta todo en mi historia; así me legan sus imágenes los objetos que tan rápidamente pasan ante mi vista; por eso, cuando descienda a los Campos Elíseos, seré el hombre a quien mas sombras acompañen. Culpa es esto de mi organización: no sé sacar partido de ninguna ocasión favorable; no me importa nada de lo que tanto interesa a los demás, ni tengo creencia ninguna, a excepción de la religiosa. ¿Qué hubiera hecho yo, rey o pastor, de mi cetro o de mi cayado? La gloria y el genio, el trabajo y la holganza, la prosperidad y el infortunio, me habrían fatigado a la par. Todo me cansa; mido las horas de mi hastío por las de mi existencia, y es mi vida, a donde quiera que la arrastre, un perpetuo bostezo.
Quiénes eran las jóvenes muscogulgas.— Es detenido el rey en Varennes.— Interrumpo mi viaje para regresar a Europa.
Ronsard describió a Maria Estuardo, pronta a partir para Escocia, después de la muerte de Francisco II:
De tel habit vous estiez accoustrée,
partant hélas! de la belle contrée
(dont aviez en le sceptre dans la main)
lorsque pensive et baignant votre sein
du beau crystal de vos larmes roulées.
triste, marchiez par les longues allées
du grand jardín de ce royal chasteau
qui prend son nom de la scurcé d’une eaú.