¿Me parecía yo a Maria Estuardo en los bosques de Fontainebleau, al pasearme después de mi viudez, por la solitaria pradera? Ello es cierto que mi espíritu, ya qué no mi persona, se hallaba envuelto en una gasa tan larga, sutil y fina como la que cita mas adelante Ronsard, poeta antiguo de la moderna escuela.
Luego que se llevó el diablo, como dejo referido, a las jóvenes muscogulgas, supe por mi guía que cierto palo quemado, amante de una de ellas, había tenido celos de mí, y dispuesto con un siminol, hermano de la otra, el rapto de Atala y Celula. Los guías les daban sin escrúpulo el dictado de niñas pintadas, lo cual repugnaba no poco a mi vanidad, tanto mas, cuanto que mi rival preferido el palo quemado, era una especie de miringuin flacucho, negro y feo, con todos los caracteres de aquellos insectos, que según la definición de los entomólogos del gran Lama, llevan la carne adentro y los huesos por fuera. Después de este lance perdió la soledad para mi sus atractivos, y hasta recibí mal a mi sílfide, que generosamente acudió a consolar a su infiel, como Julia cuando perdonaba a Saint-Preux sus extravíos con las floridianas parisienses. Salí, pues, a toda prisa del desierto, en el que mas adelante he querido reanimar a las aletargadas compañeras de mis sueños. Ignoro si Ies he devuelto la vida que me dieron; pero al menos me impuse una expiación, haciendo de la primera una virgen, y una casta esposa de la segunda.
Pasando las montañas Azules, nos aproximamos a los desmontes europeos por el lado de Chillicothi. Aun no había adquirido la menor luz sobre el principal objeto de mi empresa; pero ya me escoltaba un mando de imágenes poéticas.
Comme une jeune abeille aux roses engagée,
Ma muse revenait de son butin chargée.
A orillas de un arroyo vi una casa americana, granja por un costado y molino por el otro. Entré en ella a pedir hospitalidad, y fui bien recibido.
Condújome mi huéspeda por una escala al aposentó que me destinaba, situado sobre el eje de la máquina hidráulica. Una estrecha ventana festonada de yedra y cobeas con flores de iris, no permitía ver él arroyo, que reducido y solitario corría entre dos espesas calles de sauces, olmos, salsafras, tamarindos y álamos de la Carolina. La premiosa rueda giraba a su sombra esparciendo a un lado y otro anchas cintas de agua. Entre la espuma saltaban las pescas y las truchas, y en torno revoloteaban multitud de nevatillas y cierta especie de arbelas que agitaban sobre la corriente sus alas azules.
¡Qué bien me hubiera hallado allí con la triste al lado (suponiéndola fiel), sentado a su pies, apoyada la cabeza en sus rodillas; oyendo el rumor de la cascada, las revoluciones del eje, el estruendo de la muela, los vaivenes del cedazo y el alternado movimiento de la tarabilla, y respirando la frescura de las ondas, junto con el olor de los cereales desgranados!
Llegó la noche y bajé a la sala principal de la granja, alumbrada tan solo por la paja: de maíz y las cáscaras de frijoles que ardían en el hogar. A su reflejo, brillaban las escopetas, del amo, horizontalmente colocadas en la pared. Tomé asiento en un escabel al lado de la chimenea, y junto a una ardilla que alternativamente saltaba desde los lomos de un enorme perro a una devanadera y viceversa: sobre mis rodillas se colocó un gato pequeño para contemplar este juego. La molinera acercó a la lumbre una ancha marmita, en torno a la cual se agruparon las llamas; ciñendo su fondo negro con una corona de oro erizada de puntas. En tanto que, bajo mi propia inspección, cocían las patatas de mi cena, cogí por distraerme un periódico inglés que a los pies tenía, y me puse a leerlo, inclinando la cabeza, al resplandor de la lumbre; de pronto vi impresas en letras de bulto estas palabras; Flight of the King (fuga del rey), a cuyo pie se referían la evasión de Luis XVl y el arresto del infeliz monarca en Varennes. También hablaba el periódico de los progresos de la emigración y de la reunión de los oficiales del ejército bajo las banderas de los príncipes franceses.
Experimentó entonces mi ánimo una súbita reacción. Reinaldo vio en los jardines de Armida retratada su flaqueza en el espejo del honor; yo también sin ser el héroe de Tasso, creí mirar pintada mi imagen en el propio cristal, en medio de una floresta americana. Bajo el techo de bálago de un molino oculto entre bosques de nadie conocidos, percibí distintamente el estridor de las armas y el tumulto mundano: entonces interrumpí con energía mi viaje y dije: «Vuélvete a Francia.»
Así, pues, por cumplir con lo que me pareció un deber, consentí que se trastornaran mis planes, y sufrí la primera peripecia de cuantas me han agitado durante mi vida. Cierto que los Borbones no necesitaban que un segundón de Bretaña volviera de ultramar a ofrecerles sus oscuros servicios, ya que tampoco lo necesitan ahora que ha salido de la oscuridad, y si por continuar aquel viaje hubiese empleado en, encender una pipa el papel que tan completamente ha alterado mi suerte, nadie habría echado de ver mi ausencia; a la sazón era mi vida tan desconocida, y pesaba tan poco como el humo de mi calumet. Pero un ligero conflicto entre mis inclinaciones y mi conciencia, bastó para lanzarme al teatro del mundo. Libre era para hacer lo que me pareciera: aquel conflicto no tuvo mas testigo que yo; pero precisamente soy yo el testigo a cuya presencia temo, mas que a la de nadie, el tener que avergonzarme.
¿Por qué representan hoy a mi imaginación las soledades del Erié y del Ontario con un hechizo de que carece, cuando lo recuerdo, el brillante espectáculo del Bósforo? Porque en la época de mi viaje a los Estados Unidos, hallábame lleno de ilusiones; comenzaban las turbulencias de Francia al mismo tiempo que mi existencia, y aun no se había consumado nada, ni en mi persona ni en mi patria. Me son gratos aquellos días, porque me recuerdan la inocencia de los sentimientos inspirados por la vida en familia y los placeres de la juventud.
Cuándo regresé de mi viaje a Levante, quince años después, la república se había arrojado como un torrente diluviano, henchido de ruinas y de lágrimas, en el seno del despotismo. Ya no me abandonaba a las antiguas quimeras: mis recuerdos carecían de candor, porque brotaban de la sociedad y de las pasiones. Igualmente burlado en mis dos peregrinaciones a Oriente y a Occidente, ni había descubierto el paso del polo, ni conquistado la gloria en las orillas del Niágara, adonde quise buscarla; en Atenas la había dejado sentada sobre las ruinas.
fui como viajero a América, volví como soldado a Europa, y no seguí hasta su término ninguna de estas dos carreras: un mal genio me quitó de las manos el báculo y la espada, y puso en ellas la pluma. Otros quince años hace ahora que hallándome en Esparta y contemplando al cielo una noche, se me agolparon a la mente los países qué ya entonces había presenciado mi sueño, ora pacífico, ora agitado; en los bosques de Alemania y en las breñas de Inglaterra, en las campiñas italianas, en medio del mar y en las selvas canadienses, había ya visto brillar las mismas estrellas que a la sazón saludaba en la patria de Menelao y de Helena. Pero ¿qué me valía quejarme a los astros; testigos inmobles de mi errante destino? Día llegará en que no se cansen sus rayos, siguiéndome los pasos: indiferente entretanto a mi suerte, no pediré a las estrellas que la ablanden con mas suave influencia, ni que me devuelvan esos restos de vida que abandona todo viajero en los sitios por donde pasa.
Si hoy regresara a los Estados Unidos, no los conocería; en donde dejé selvas incultas, hallaría campos labrados; pasaría en caminos reales por donde tuve que apartar la maleza para abrirme camino, y en vez de la cabaña de Celula encontraría en los Natchez una población de cinco mil almas. Hoy podría ser Chactas diputado al congreso. Últimamente recibí un folleto impreso en el país de los cherokies, y que por interés de estos salvajes se me dirigía como al defensor de la libertad de la prensa.
Entre las ciudades de los muscogulgos, los siminoles y los chickasas, llevan hoy algunas los nombres de Atenas, Maratón, Cartago, Menfis, Esparta y Florencia; hay un condado de Colombia y otro de Marengo, y en suma, la gloria de cada nación ha ido dejando un recuerdo en aquellos mismos desiertos donde; supuse que un día Se reunieron el padre Aubry y la oscura Atala. El Kentucky se envanece con su Versalles, y otro territorio llamado Borbón tiene por capital a otro París.
Todos los desterrados y todos los perseguidos refugiados en América, llevaron allá la memoria de su patria:
falsi Simoentis ad undam
libabat cineri Andromache.
Bajó la protección de la libertad, guardan los Estados Unidos en su seno una imagen y una memoria de la mayor parte de los sitios célebres de la antigua y moderna Europa; Adriano mandó reproducir todos los monumentos del imperio en sus jardines de la campiña de Roma.
Hoy salen de Washington treinta y tres caminos reales, como antiguamente las vías romanas del Capitolio: llegan ramificándose a la circunferencia de los Estados Unidos, y representan una circulación de 25,741 millas. En muchos de estos caminos hay postas siempre dispuestas, y ahora se toma una diligencia para el Ohio o para el Niágara, como en mis tiempos un guía o un intérprete indio. Estos medios de comunicaciones son dobles: abundan tanto los ríos y los lagos que, unidos por medio de canales, se puede viajar en ellos a la misma orilla de los caminos terrestres, en chalupas de remo y vela, en góndolas y en barcos de vapor, para los cuáles suministra el país inagotable combustible con sus selvas inmensas y sus minas de carbón que a flor de tierra encubren los árboles.
La población de los Estados Unidos ha ido aumentándose de diez en diez años desde 1790 hasta 1820, en la proporción de treinta y cinco individuos por ciento. Se cree que en 1830 ascendiera a doce millones ochocientas setenta y cinco mil almas. Si continua duplicándose cada veinte y cinco años, tendrá en 1855 veinte y cinco millones setecientos cincuenta mil almas, y en 1880 pasará de cincuenta millones.
Esta savia humana hace que por do quiera florezcan los desiertos; los lagos del Canadá en que antes no se veía una vela, parecen hoy inmensos docks, donde se cruzan las fragatas y corbetas, los bergantines y barcas, con las piraguas y canoas indianas, como en las aguas de Constantinopla se confunden los buques de alto bordo y las galeras con los pinques, caiques y chalupas.
Ya no corren solitarios el Mississipi, el Missuri y el Ohio; bogan por ellos naves de tres palos, y mas de doscientos barcos de vapor comunican vida a sus orillas.
Esta inmensa navegación interior, que bastaría por sí sola para labrar la prosperidad de los Estados Unidos, no se opone en nada a sus largas expediciones. Sus naves, por el contrario, recorren todos los mares, acometen toda especie de empresas, y pasean el estrellado pabellón del Poniente por las regiones de la aurora sujetas a perpetua servidumbre.
Para completar este cuadro sorprendente debe el lector figurarse poblaciones como Boston, Nueva York, Filadelfia, Baltimore, Charlestown, Savanah y la Nueva Orleans iluminadas de noche, obstruidas por caballos y carruajes y ornadas con cafés, museos, bibliotecas, salones de baile y teatros, en donde abundan todos lo goces del lujo.
No hay que buscar, sin embargo, en los Estados Unidos lo que distingue al hombre de los demás seres de la creación, lo que constituye la esencia de su inmortalidad y forma el ornato de su vida, las letras son desconocidas en la nueva república, por mas que una infinidad de establecimientos provoque a cultivarlas El americano a sustituido a las operaciones intelectuales las que emanan del positivismo, y no se deben achacar a inferioridad sus pocos adelantos en las artes, porque hasta ahora no ha fijado la atención en ellas. Lanzado por diferentes causas en medio de un desierto, la agricultura y el comercio fueron el único objeto de sus cuidados: antes de pensar es menester vivir; antes de plantar árboles hay que echarlos abajo para labrar la tierra. Verdad es que los primitivos colonos, dominados por el espíritu de controversia, llevaron la pasión de las disputas religiosas hasta el seno mismo de sus selvas, pero antes tenían que ir a la conquista del desierto, con su hacha al hombro y sin otro pupitre que el árbol que acababan de derribar, para emplear el tiempo que les dejaban libre sus faenas. No han recorrido los anglo-americanos los diferentes grados de la edad de los pueblos; dejaron en Europa su infancia y su juventud, y nunca conocieron las cándidas palabras de la cuna ni gozaron las dulzuras del hogar doméstico, sin que las amargase el recuerdo de una patria que nunca, habrán visto, que lloraban ausente para siempre y que se les presentaba bella, tal cual se la habían descrito. En el nuevo continente no hay literatura clásica, ni romántica, ni indiana; para la primera carecen de modelos, para la segunda les falta edad media; la tercera es también imposible, porque los americanos desprecian a los salvajes, y sienten invencible horror a los bosques, destinados antes a servirles de cárcel.
No se halla, pues, en América una literatura aparte que propiamente deba llamarse tal, sino otra aplicada, que sirve a los di versos usos de la sociedad; literatura de trabajadores, negociantes, marinos y labradores. Los americanos se distinguen solo en la mecánica y en las ciencias, porque estas tienen una parte material, y así se apoderaron Franklin y Fulton del rayo y del vapor para convertirlos en instrumento humano. Propio era de América dotar al mundo con un descubrimiento, merced al cual ningún continente podrá sustraerse de hoy mas a las pesquisas de los navegantes.
La poesía y la imaginación, patrimonio de un corto número de gente desocupadas son consideradas en los Estados Unidos como puerilidades anejas a la primera y a la última fase de la vida; y los habitantes de aquel país nunca han tenido infancia, ni han llegado a la decrepitud todavía.
Resulta de aquí que entregados a estudios graves todos hayan tomado parte en los negocios de su nación para enterarse de ellos, y figurado como actores en su revolución. Pero debe notarse (y es una observación triste) la degeneración que han sufrido los hombres desde los primeros movimientos de América hasta estos últimos tiempos, aunque se dan la mano Los primeros presidentes de la Unión tuvieron cierto carácter religioso, sencillo, elevado y sereno, cuya fuente se buscaría inútilmente en medio de las sangrientas agitaciones de la república y del imperio. Influía sobre la naturaleza de los americanos la soledad que Ies circundaba, y ella los ayudó a plantear silenciosamente las bases de su libertad.
El discurso de despedida que dirigió el general Washington a los Estados Unidos pudo ser pronunciado por el mas grave personaje de la antigüedad.
Los actos públicos prueban hasta qué punto me he atenido a los principios que acabo de enunciar, al cumplir con los deberes que mi cargo me imponía. Mi conciencia, a lo menos, me dice que los he observado. Mas aunque al recorrer con la memoria los hechos de mi administración, no encuentro uno solo en que de propósito haya delinquido, conozco harto profundamente mis defectos para no pensar que probablemente habré cometido muchos errores. Cualesquiera que ellos sean, suplico fervorosamente al Todopoderoso que aparte de nosotros o disipe los males a que pudieran dar lugar. Llevo también conmigo la esperanza de que mi país nunca dejará de considerarlos con indulgencia, y de que habiendo consagrado cuarenta y cinco años de mi vida a su servicio con todo celo y rectitud, caerán en el olvido mis faltas, hijas de la insuficiencia, así como caeré yo mismo dentro de poco en la mansión del descanso.»
Desde su hacienda de Monticello, escribe Jefferson lo siguiente, con motivo de haber muerto uno de sus dos hijos:
«Es grande en verdad la pérdida que he sufrido. Otros pueden perder cosas que tienen en abundancia; pero yo no poseía mas que lo estrictamente necesario, y hoy me falta la mitad. Mis últimos días solo se sostienen en la tierra por el delgado hilo de una vida humana, y quizá estaré destinado a ver romperse también este último lazo del afecto de un padre.»
Raras veces logra enternecer la filosofía, pero aquí es patética en el mas alto grado. Y adviértase que este no debe mirarse como uno de aquellos dolores ociosos, propios de hombres que en nada de cuanto les rodea toman parte. Jefferson murió en 4 de julio de 1826, a los ochenta y cuatro años de su edad, y a los cuarenta y cuatro de la independencia de su patria. Sus restos descansan bajo una piedra, en la cual se lee este sencillo epitafio:
Tomas Jefferson, autor de la declaración de independencia.
Pericles y Demóstenes pronunciaron la oración fúnebre de los mancebos griegos, muertos por un pueblo que a poco desapareció detrás de ellos. Brackenridge celebró en 1817 la muerte de los mancebos americanos, de cuya sangre nació otro pueblo.
Existe una galería nacional de retratos de anglo-americanos distinguidos, en cuatro tomos en octavo; y una colección de biografías (cosa mas singular todavía) que contiene los hechos de hasta cien jefes indios principales. Logan, que lo era de Virginia, pronuncio ante lord Dunmore estas palabras: «En la primavera pasada degolló el coronel Crasp, sin provocación alguna, a todos los parientes de Logan; no corre una sola gota de mi sangre en las venas de ninguna criatura viviente. Esto es lo que me ha arrastrado a la venganza; la he buscado, si, y he dado muerte a muchos. ¿Vendrá alguno ahora a llorar la de Logan? Nadie.»
Sin tener precisamente amor a la naturaleza, hanse aplicado los americanos al estudio de la historia natural. Townssend salió de Filadelfia y recorrió a pie las regiones que separan el Atlántico del Océano Pacífico, anotando en su diario numerosas observaciones. Tomás Say viajó por las Floridas y las Montañas Peñascosas, y publicó una obra sobre la entomología americana, Wilson, que de tejedor se convirtió en autor, tiene algunas copias de plantas bastante acabadas.
Pasando ahora a la literatura, propiamente dicha, por poca cosa que sea, todavía se pueden citar algunos nombres de novelistas y poetas. Brown, hijo de un cuáquero, es autor de Wieland, obra que debe considerarse como origen y modelo de tos demás novelas de la escuela moderna. En oposición con sus compatriotas «mas me gusta, decía Brown, vagar por las selvas que aventar el trigo.» Wieland, el héroe de la novela, es un puritano a quien ordena el cielo que mate a su mujer: «Te he traído aquí, le dice, para cumplir con los preceptos de Dios: vas a perecer a mis maños.» Y la asió por entrambos brazos. Pugnaba ella por libertarse y lanzaba penetrantes gritos: «Wieland, ¿no soy esposa tuya?... ¿Tú pretendes matarme? ¡Matarme! ¡Oh, no! ¡Compasión, compasión!» Todo el tiempo que pudo dar franco paso a su voz, lo empleó pidiendo así compasión y socorro. «Después de estrangular a su mujer, saborea Wieland delicias inefables al lado del cadáver.» Aquí queda sobrepujado el horror de nuestras modernas invenciones. Brown se había formado con la lectura del Caleb Williams, e imitaba en su Wieland una escena del Otelo.
A estas horas se ven precisados los novelistas americanos, como Cooper y Washington Irving, a acogerse a Europa en busca de crónicas y de público.
La lengua de los grandes escritores de Inglaterra se ha criollizado, provincializado o barbarizadlo, sin adquirir ninguna energía en medio de aquella, naturaleza virgen; y hasta tal punto es esto cierto, que se ha hecho preciso formar catálogos de las expresiones americanas.
Por lo que respecta a los poetas, su expresión tiene cierto atractivo, pero casi no se elevan sobre la medianía. Esto no obstante, merecen leerse la Oda a la brisa de la tarde, la Salida del Sol, el Torrente y algunas otras poesías. Halleck cantó a Botzaris, moribundo, y Jorge Hill recorrió las ruinas de Grecia. «¡Oh Atenas! exclama, ¡al fin te encuentro, reina solitaria, reina destronada!... ¡Partenón, monarca, de los templos, tú viste a los monumentos tus contemporáneos, permitir que el tiempo Ies robase sus sacerdotes y sus dioses!»
Pláceme a mí, que viajé por las playas de la Hellade y de la Atlántida, oír la independiente voz de una tierra no conocida de los antiguos, cuando gime sobre la perdida libertad del viejo mundo.
Peligros que amenazan a los Estados Unidos.
¿Pero conservará América por largo tiempo su actual forma de gobierno? ¿No sé dividirán los estados? ¿No ha sostenido ya un diputado de Virginia la tesis de la libertad antigua que admite los esclavos, resultado del paganismo, contra otro diputado del Massachusetts, el cual defiende te causa de la libertad moderna sin esclavos, tal como la creó el cristianismo?
¿No hay entre los estados del Norte y los del Sur una oposición de tendencias e intereses? ¿Nunca desearán los estados del Oeste, tan distantes del Atlántico, tener un régimen especial? ¿Es bastante fuerte, por un lado, el lazo federal para sostener la unión y obligar a cada estado a que se sujete a él? Y si, por otra parte, se aumenta el poder de la presidencia ¿no sugerirá el despotismo con la guardia y los privilegios del dictador?
El aislamiento de los Estados Unidos ha facilitado su movimiento y desarrollo, siendo muy dudoso que hubieran podido vivir y crecer en Europa. La Suiza federal subsiste en verdad en medio de nosotros; pero ¿por qué? porque es pequeña y pobre, porque se alberga en las concavidades de sus montañas, criadero de soldados para los reyes, y término a los paseos de los viajeros.
Separada del mundo antiguo, todavía habita en la soledad la población de los Estados Unidos; sus desiertos son la base de su libertad; pero ya se van alterando las condiciones de su existencia.
Las democracias de Méjico, Colombia, el Perú, Chile y Buenos Aires, por mas turbulentas que aparezcan, constituyen ya un peligro. Cuando solo había cerca de los Estados Unidos colonias de un reino trasatlántico, no era probable ninguna guerra grave; mas ¿cuántas rivalidades no deben temerse ahora? Basta que dos bandos tomen las armas y que se apodere el espíritu militar de los hijos de Washington, para que surja un gran capitán y se siente en el trono, porque la gloria busca coronas.
Dejo dicho que los estados del Norte, los del Mediodía y los del Oeste, tienen opuestos intereses, cosa de todos sabida: ahora bien, ¿si aquellos estados rompiesen la unión, se los reduciría por la fuerza de las armas? Considérese qué germen de enemistades se derramarla entonces en él cuerpo social. ¿O acaso conservarían su independencia los estados disidentes? ¿Cuántas discordias no brotarían en ese caso entre los emancipados? Desengarzadas, por decirlo así, las repúblicas de ultramar solo formarían débiles unidades sin ningún peso en la balanza social, so pena de ser alternativamente sojuzgadas por las mas poderosas. Y dejo aparte la grave cuestión de las alianzas y de las intervenciones extranjeras. El Kentuky, habitado por una raza de hombres mas rústica, atrevida y militar, parece que en tal hipótesis seria el que se erigiese en estado conquistador. Y en aquel país, destinado a devorar a los otros, no tardaría en elevarse el poder de uno solo sobre las ruinas del poder de todos.
Mencionado el peligro de la guerra, deben tomarse en cuenta los de una prolongada paz. Los Estados Unidos han disfrutado desde su emancipación, y exceptuándose solo el espacio de algunos meses, de la tranquilidad mas profunda: en tanto que la Europa entera se conmovía al estruendo de cien batallas, ellos cultivaban con toda seguridad sus campos. De aquí un exceso de población y de riquezas; con todos los inconvenientes que trae consigo la superabundancia de las unas y de la otra.
Si de pronto se rompieran las hostilidades con un pueblo poco belicoso, ¿podría éste resistir? ¿Se prestarían a ningún sacrificio los capitales y las costumbres? ¿Cómo renunciar a los hábitos halagüeños, a las comodidades, al bienestar de la vida? La China y la India, que blandamente se adormecen entre sus muselinas, han sufrido constantemente la dominación extranjera. Lo que mas cuadra a la complexión de una sociedad libre, es un estado de paz moderado por la guerra, o un estado de guerra atemperado por la paz. Harto tiempo han ceñido los americanos sin interrupción corona de oliva: el árbol que las produce no es natural de sus playas.
Ya comienza a invadirlos el espíritu mercantil, y el interés se va haciendo su vicio nacional. Se complica mutuamente la marcha de los bancos de diferentes estados, y amenaza al capital común mas de una bancarrota. En tanto que la libertad produce oro, toda república industrial obra prodigios; mas cuando el oro se ha repartido y agotado, se pierde el amor a la independencia si en vez de fundarse en el sentimiento moral, proviene de la sed de adquirir y de la pasión de la industria.
Añádase a esto la dificultad de crear una patria entre estados que no tienen comunidad alguna de religión ni de intereses, y que reconociendo distintos orígenes en tiempos diversos, viven en diferentes tierras, alumbrados por otro sol. ¿Qué relaciones hay entre un francés de la Luisiana, un español de las Floridas, un alemán de Nueva York, y un inglés de la Nueva Inglaterra, de la Virginia, de la Carolina o de la Georgia, igualmente reputados como americanos? Frívolo y duelista el uno; católico, perezoso y altivo el otro; este luterano, labrador y sin esclavos; aquel anglicano y plantador con negradas; estotro puritano y negociante. ¿Cuántos siglos se necesitan para hacer homogéneos tales elementos?
Falta muy poco para que salga a luz una aristocracia chrisógena, amante de las distinciones y apasionada de los títulos. Piensan algunos que en los Estados Unidos reina un nivel general; ¡error evidente! Hay por el contrario sociedades que respectivamente se desdeñan, y que no se ven unas a otras; hay salones cuyos dueños vencen en tiesura e inflamiento a cualquier príncipe alemán con escudo de diez y seis cuarteles. Aquellos nobles plebeyos aspiran a los privilegios de casta, a despecho de la difusión de las luces que los hizo iguales y libres. Algunos hablan pomposamente de sus abuelos, soberbios barones, compañeros de Guillermo el Bastardo, y bastardos como él, según las trazas, ostentando por ornato en los escudos de armas del mundo antiguo, los lagartos, serpientes y colorías del Nuevo Mundo. Sí a algún jactancioso segundón de Gascuña se le antoja, al llegar con su capa y su paraguas al suelo republicano, abrogarse el título de marques, se le trata en los barcos de vapor con particulares consideraciones.
El enorme desnivel de las fortunas amenaza matar el espíritu de igualdad; mas seriamente todavía. Hay americano que posee uno o dos millones de renta, en tal manera, que los yankies de la alta sociedad ya no pueden vivir como Francklin, y todo verdadero gentleman pasa a Europa, hastiado de su territorio nuevo, a buscar algo del viejo; así se los encuentra ya, como a los ingleses, en las posadas, dando una vuelta por Italia en compañía de su esplin o de su extravagancia. Estos emigrados de la Carolina o de Virginia, compran en Francia ruinas de abadías, y plantan en Melun jardines ingleses con árboles americanos. Nápoles envía a Nueva York sus cantantes y sus perfumes; París sus modas y sus saltimbanquis; Londres sus groms y sus boxeadores; ¡goces exóticos que no bastan para alegrar a la Unión! Una de las diversiones allí usadas, es el arrojarse a la catarata del Niágara, en medio de los aplausos de cincuenta mil plantadores, seres semisalvajes, a quienes con harto trabajo aun, logra la muerte arrancar una sonrisa.
Y es lo mas extraordinario que desbordándose así la desigualdad de fortunas, e inaugurándose una aristocracia, el impulso nivelador de las exterioridades, obliga sin embargo a los propietarios fabriles o territoriales a ocultar su lujo y disimular sus riquezas, por no exponerse a ser asesinados por sus convecinos. No se reconoce la fuerza ejecutiva; cualquier pueblo puede exonerar a su capricho a las autoridades que ha elegido, y reemplazarlas con otras, sin que se turbe el orden. Obsérvase, en fin, la democracia práctica, al mismo tiempo que son objeto de irrisión las leyes por ella asentadas en teoría. El espíritu de la familia apenas existe; no bien se halla un niño en estado de trabajar, cuando se ve precisado, como el pajarillo cubierto ya de pluma, a volar con sus propias alas. De estas generaciones, emancipadas en una orfandad prematura, y de las emigraciones europeas, e forman compañías que desmontan terrenos, abren canales y discurren por donde quiera con su industria sin adherirse al suelo, construyendo a toda prisa casas que han de quedar sin concluir, y cuyo propietario debe habitarlas solamente algunos días.
En las ciudades reina un egoísmo duro y glacial: los pesos duros, los billetes de banco, y el aIza y baja de los fondos, forman el único asunto de la conversación. Sus inmensos periódicos contienen solo la exposición de los negocios, y algunos chismes groseros. ¿Sufrirán los americanos, sin saberlo, la ley de un clima en donde parece que la naturaleza vegetal se ha desarrollado a expensas de la naturaleza animada, ley combatida por personas de talento distinguido, pero cuya refutación no la ha excluido todavía del examen? Seria objeto de curiosas investigaciones el averiguar si se ha desgastado o no aquel país demasiado aprisa con la libertad filosófica, como Rusia con el despotismo civilizado.
En fin, los Estados Unidos sugieren la idea de una colonia, y no la de una patria metropolitana; no tienen pasado, y sus costumbres son obras de las leyes. Los ciudadanos del Nuevo Mundo aparecieron entre las naciones cuando iban entrando las ideas políticas en una fase ascendente, así se explica como se han transformado con tan extraordinaria rapidez. La sociedad permanente parece entre ellos impracticable: primero, ser el carácter extremadamente huraño de los individuos; y segundo y por la imposibilidad de estar en un mismo sitio, por la necesidad de movimiento que los domina, porque nunca se adquiere gran estabilidad allí donde los penates andan errantes. Colocado el anglo-americano en el camino de los océanos y a la cabeza de las opiniones progresistas, tan nuevas como su país, antes parece haber recibido de Colon la misión de descubrir otros universos, que la de crearlos.
Londres de abril a setiembre de 1822.
Regreso a Europa.— Naufragio.
Vuelto a Filadelfia desde el desierto, como dejo indicado, y habiendo escrito a la ligera en el camino, lo que acabo, de contar, según la expresión del línea La Fontaine, me hallé con que aun no habían llegado las letras de cambio que esperaba: primer apuro pecuniario de los mil que me aguardaban en el resto de mi vida. El dinero y yo nos tomamos ojeriza desde el
punto en que nos vimos. Refiere Herodoto que ciertas hormigas de la India hacían acopio de oro; y Atheneo afirma que el sol dio a Hércules un barco de aquel mismo metal para que fuese a la isla de Erythia, mansión de las Hespérides; pero yo aunque hormiga, no tengo el honor de pertenecer a la privilegiada familia indiana, y aunque navegante, nunca he cruzado el mar sino en barcos de pino. Una nave de esta especie fue la que me condujo de América a Europa. Consintió su capitán en fiarme el pasaje, y a 10 de diciembre de 1791, me embarque con algunos compatriotas, que por diferentes razones tomaban también la vuelta de Francia. La embarcación hacia viaje al Havre.
Al salir del Delaware, nos cogió un viento Oeste, que en diez y siete días nos llevó al otro lado del Atlántico: muy a menudo teníamos que ir a palo seco, y apenas nos era posible alguna vez ponernos a la capa. Ni un solo día se mostró despejado el sol. El buque huía ante las olas, obligándonos a calcular su dirección vez de gobernarlo, y arrastrándonos por el Océano como entre sombras: jamás me pareció el mar tan triste. Pero mas triste yo aun regresaba a Europa, con una esperanza malograda al dar el primer paso en la vida. «Sobre el agua no se edifican palacios,» dice el poeta persa Feryd Eddin. Me abrumaba el corazón un peso grande, cual si caminara hacia alguna oculta desgracia, y pasaba el tiempo en preguntar mi destino a las olas, fijos los ojos en ellas, o en escribir, mas incomodado por sus vaivenes, que amedrentado de su amenazador aspecto.
Lejos de calmarse el temporal, iba cobrando fuerzas, según nos acercábamos a Europa, pero con impulso igual; de suerte que la uniformidad de su cólera producía una especie de bonanza furiosa entre un cielo macilento y una mar aplomada. Inquieto el capitán porque todavía no había podido tomar la altura, trepaba a los obenques, y se ponía a estudiar con un catalejo los diversos puntos del horizonte. En el bauprés estaba apostado un vigía, y otro en el mastelero del palo mayor. Las oleadas iban menguando en dimensiones, y cambiaba el color del agua, señales ambas de tierra; ¿pero qué tierra era aquella? Los marineros bretones tienen un refrán que dice; «Quien ve a Belle-Isle, su isla mira; quien ve a Groie, goza y delira; quien ve a Ouëssant, su aire aspira.»
Había yo pasado dos noches paseándome sobre cubierta, en medio del chasquido de las ondas entre las tinieblas, del zumbido del viento entre la jarcia, y de los golpes de mar que ora cubrían y ora dejaban despejado el puente, cual si contra nosotros se hubiesen amotinado las irritadas olas. Cansado de tropiezos y vaivenes, marché a acostarme cuando cerró la tercera noche. El tiempo estaba horrible; mi hamaca crujía y se agitaba violenta a cada empuje del agua, que reventando contra el buqué dislocaba las junturas de su casco. A poco oí pasos precipitados sobre cubierta, y ruido de cuerdas que a ella caían, acompañado del movimiento particular que se siente en una embarcación cuando vira de bordo. En esto se abrió la escotilla, y una voz espantada llamó desde arriba al capitán: aquel acento que sonaba en medio de la sombra y de la tempestad, tenía algo de formidable. Apliqué el oído, y figurándome entender que los marineros disputaban sobre la situación de una tierra próxima, me eché fuera de mi cama; de pronto llego una oleada, hundió el castillo de popa; inundó la cámara del capitán, y derribando y revolviendo mesas y camas, cofres, muebles y armas, apenas me dejó tiempo para salir, medio ahogado, a la cubierta.
Al sacar la cabeza por la escotilla, me hallé con un espectáculo sublime. La nave había intentado virar de bordo; pero impotente para tanto, caminaba ladeada según la dirección del viento. Al resplandor de la menguante luna, que apenas surgía de entre las nubes, cuándo otra vez volvía a perderse en ellas, y en medio de una bruma amarillenta, distinguíase a entrambos lados del buque dos costas erizadas de peñascos. Hinchaba el mar sus olas como montañas en el canal en dónde nos habíamos internado, ya reventando en espuma y centellas, o ya formando una superficie como de aceite o vidrio, jaspeada con manchas negras, cobrizas o verdosas, según el color de los bajíos sobre los que se agitaba mugiendo el agua.
Unas veces sonaban los ecos del abismo, confundidos por espacio de dos o tres minutos con los del viento; otras se percibían distintamente la rápida marcha de las corrientes, el silbo de los arrecifes y la voz de las lejanas oleadas. De las concavidades del buque salían siniestros rumores que aterraban el corazón de los marineros mas intrépidos. La proa rompía la masa compacta de las aguas con horrible crujido, y por detrás del timón salían arremolinados torrentes, como por el desagüe de una esclusa. Pero en medio de todo este estruendo, lo mas alarmante era cierto murmullo sordo que continuamente se oía, semejante al de un vaso cuando se llena.
Alumbrados por un farol, nos congregamos en derredor del gallinero sobre el cual se hallaban extendidos y sujetos con pedazos de plomo, diversos diarios de ruta, planos de puertos y cartas marinas. Una ráfaga de viento había apagado la luz de la bitácora. Todos hablaban a su modo de la tierra. Sin advertirlo, habíamos entrado en el Canal de la Mancha; y el buque, que a cada avance zozobraba, iba derribando entre la isla de Guernessey y la de Aurigni. Dado ya por inevitable el naufragio, los pasajeros empezaron a apartar lo mas preciso que tenían, para salvarlo consigo.
Formaban parte de la tripulación algunos marineros franceses, uno de los cuates entonó, a falta de capellán, el cántico de Nuestra Señora del Buen Suceso, primera lección que aprendí en mi infancia y que repetía entonces frente a las costas de Bretaña y casi a la vista de mi madre. La marinería americana, aun que protestante, hizo coro al canto católico de sus hermanos los franceses; siempre que se acerca el peligro, los hombres conocen su flaqueza y unen sus plegarias. Todos las que iban en el buque, tripulación y pasajeros, se hallaban sobre cubierta, cual asido a las cuerdas, cuál a la borda, éste al cabrestante y aquel a los dientes de las anclas, para que no los barriesen las olas o los echase el vaivén al agua. El capitán gritaba: ¡Venga un hacha! con intento de picar los palos, en tanto que el timón, abandonado ya, giraba con ronco estrépito sobre su eje.
Solo un remedio nos quedaba; la sonda no daba mas que cuatro brazas de agua sobre un banco de arena que cruzaba el canal; aun era posible sin embargo, que el empuje de las olas nos sacara de aquel mal paso, llevándonos a mayor profundidad; pero ¿quién se atrevía a empuñar el timón y encargarse de la salvación de todos? El menor movimiento de la caña mal dirigido, bastaba para perdernos.
Uno de esos hombres que brotan de los acontecimientos críticos y que parecen hijos espontáneos del peligro, se lanzó a la empresa ocupando el lugar del piloto; era un marinero de Nueva York. Aun creo estarlo viendo, vestido con camisa y pantalón de lienzo, descalzos los pies, suelto el cabello y empapado en agua, empuñando el timón con vigoroso brazo, y volviendo la cabeza a la popa para aguardar la oleada que había de salvarnos o perdernos. Llegó esta abarcando toda la anchura del canal, erguida y sin romperse, como un mar que invade las aguas del otro; precediala con reposado vuelo una bandada de enormes pájaros blancos, precursores de la muerte. El buque se había parado, rozando con la quilla el fondo; reinó un silencio profundo; todo rostro se demudó. Derrumbose la ola y el timonel dio un golpe a la caña; próximo el buque a caer de lado, presenta de pronto la popa, y aquella montaña de agua que debía tragarnos, nos levanta en alto. Inmediatamente echamos la sonda: media veinte y siete brazas de agua. Sonó un clamor general que subió al cielo, unido a los gritos de!viva el rey! pero Dios le desoyó respecto a Luis XVI, y solo nos atendió a nosotros.
Salvos ya de las islas, quedaba todavía algún peligro, pues por mas que lo intentábamos no podíamos remontarnos sobre la costa de Granville. Por fin nos arrebató el reflujo y doblamos el cabo La Hougue. Este semi-naufragio no me alteró en lo mas mínimo, ni sentí el menor impulso de júbilo al verme libre de él. Vale mas marcharse de la vida cuando es uno joven que exponerse a que el tiempo le expulse. Al día siguiente entramos en el Havre, cuya población acudió en masa a vernos desembarcar. Llegábamos con los masteleros rotos, sin botes ni castillo de popa, y cogíamos agua a cada cabezada. El día 2 de enero de 1792 salté al muelle, y pisé nuevamente la tierra natal que mas de una vez debía sustraerse todavía a mis plantas. No llevaba ningún esquimal de las regiones polares; pero sí dos salvajes de especie desconocida: Chactas y Atala.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
Revisado en diciembre de 1846.
Paso a Saint-Malo a ver a mi madre.— Progresos de la revolución.— Mi casamiento.
Escribí al momento los pormenores de la travesía a mi hermano, que se hallaba en París, explicándole los motivos de mi regreso, y pidiéndole prestada la cantidad necesaria para pagar el pasaje. Contestome que por aquel correo enviaba la carta a mi madre, la cual no se hizo esperar, y me proporcionó medios de satisfacer mi deuda y salir del Havre. Decíame al mismo tiempo que Lucila vivía con ella en unión de mi tío Bedée y su familia, lo cual me movió a pasar a Saint-Malo, donde pensaba consultar a mi tío acerca de la emigración que traía proyectada.
Las revoluciones crecen como los ríos, según van avanzando; y la de Francia se había ensanchado enormemente durante mi ausencia, desbordándose ya de su cauce; habíala dejado con Mirabeau y la Constituyente; la encontraba con Danton y la Legislativa.
El tratado de Pilnitz, firmado en 27 de agosto de 1791, hizo efecto en París. En 14 de diciembre del mismo año justamente cuándo yo me hallaba luchando con las tempestades, anunció el rey que había escrito a los príncipes del cuerpo germánico, y especialmente al elector de Tréveris, acerca de Los armamentos de Alemania. Casi inmediatamente se presentó una acusación contra los hermanos de Luis XVl, el príncipe de Conde, Mr. de Calonne, el vizconde de Mirabeau y Mr. de la Queille. Ya en 9 de noviembre se había fulminado otro decreto contra loa demás emigrados, en cuyas filas proscritas corrí a colocarme. Tal vez algún otro se habría arredrado de hacerlo; pero la razón del mas fuerte me obliga siempre a ponerme de parte del mas débil; me es insoportable el orgullo de la victoria.
Yendo del Havre a Saint-Malo, tuve ocasión de estudiar las divisiones y las desgracias de Francia; todas las casas de campo estaban quemadas o abandonadas de sus dueños, que habían recibido, como un aviso para marchar, ominosas ruecas; las mugeres Vivian escondidas en las ciudades. No bahía aldea que no gimiese bajo la tiranía de los clubs afiliados al cenital de los franciscanos y reunidos después al de los jacobinos. La sociedad monárquica o de los fuldenses, antagonista de la anterior, ya no existía; habíase hecho popular la innoble denominación de sans-culottes: y solo se designaba al rey con el nombre de Mr. Veto o de Mr. Capeto.
Mi madre y mi familia me recibieron tiernamente, aunque deplorando la inoportunidad del regreso. Mi tío, el conde de Bedée, sé disponía a pasar a Jersey con su mujer e hijos: lo importante para mí era proporcionarme dinero para reunirme con los príncipes. Con el viajes a América había sufrido una gran rebaja mi caudal; la supresión de los derechos feudales había acabado casi completamente con mi hacienda de segundón, y los beneficios simples que debieron tocarme en suerte en virtud de mi afiliación a la orden de Malta, se hallaban con los demás bienes del clero, en manos de la nación. Este conjunto de circunstancias ocasionó el acto mas grave de mi vida; a fin de suministrarme medios de ir a morir por una causa poco simpática para mi, dejé que me casaran.
Vivía retirado en Saint-Malo un caballero de San Luis, llamado Mr. de Lavigne, que había sido gobernador de Lorient. Cuando pasó el conde de Artois a Bretaña se detuvo en su casa, sita en dicha ciudad, y prendado de su huésped, le prometió concederle todo lo que en adelante pidiera.
Mr. de Lavigne tuvo dos hijos, uno de los cuales casó con Mlle. de la Placeliere. De este matrimonio quedaron otras dos hijas, huérfanas de padre y madre a los pocos años de edad. La mayor se casó con el conde de Plessis-Parseáu, capitán de navío, hijo y nieto de almirantes, y hoy contraalmirante también, condecorado con el cordón encarnado, y comandante del colegio de marina de Brest: la menor, que se había quedado con su abuelo, tenía diez y siete años cuando fui a Saint-Malo de vuelta a América. Era blanca, delicada, delgada y muy linda: sus cabellos pendían naturalmente rizados sobre su cuello, como los de un niño. Calculábase su dote en quinientos o seiscientos mil francos.
Antojóseles, pues, a mis hermanas enlazarme con la señorita de Lavigné, que había tomado gran cariño a Lucila. El negoció se llevó adelante sin saber yo una palabra; apenas había visto tres o cuatro veces a mi futura, a quien conocía de lejos en el Surco por su esclavina de color de rosa, su blanco traje y sus rubios cabellos tendidos al viento, siempre que me entregaba sobre la playa a las caricias de mis viejas queridas, las olas. No sentía ninguna de las cualidades necesarias a un marido. Subsistían todas mis ilusiones, nada se había agotado en mí, la misma energía de mi existencia se había duplicado con mis viajes, y la musa continuaba atormentándome. Pero Lucila profesaba grande efecto a la señorita de Lavigne, y veía en aquel enlace la independencia de mi fortuna. Haz lo que gustes, le dije. Como hombre publico soy inflexible; mas como hombre privado estoy siempre a merced del que quiera gobernarme; por evitar una disputa de media hora, me haría esclavo para siglos eternos.
Fácilmente se obtuvo el consentimiento del abuelo, del tío paterno y de los principales parientes; pero faltaba conquistar a un tío materno, gran demócrata llamado Mr. de Vauvert, quien se oponía tenazmente al enlace de su sobrina con un aristócrata como yo, que no lo era m poco ni mucho. Tratamos de casarnos sin su permiso; pero mi piadosa madre exigió que la ceremonia religiosa se celebrara por un sacerdote no juramentado a la república, circunstancia que solo podía efectuarse secretamente. Súpolo Mr. de Vauvert, y soltó contra nosotros a la magistratura, a pretexto de rapto y violación de la ley, y alegando además que el abuelo Mr. de Lavigne se hallaba reducida por los años al estado de la primera infancia. La señorita de Lavigne, convertida en señora de Chateaubriand, sin que yo hubiera tenido la menor comunicación con ella, fue depositada por la justicia en el convento de la Victoria de Saint-Malo, ínterin recaía la decisión de los tribunales.
En nada de esto habían mediado rapto, ni violación de la ley, ni aventuras, ni amor; a mi enlace acompañaba solo la parte lastimosa de toda novela; la verdad. Viose la causa, y el tribunal declaró válida la unión en lo civil. Las familias se pusieron de acuerda: Mr. de Vauvert desistió de su empeño; el cura constitucional, pródigamente pagado, no reclamó contra la primera bendición nupcial; y Mme. de Chateaubriand salió al fin del convento, en donde Lucila se había encerrado con ella.
Al reunirme a mi mujer tuve que tratarla como a una persona con quien se va a entablar conocimiento; pero debo decir que encontré en ella cuanto podía desear. Creó que nunca ha existido una inteligencia mas clara que la suya, sabe adivinar los pensamientos y las palabras en la frente y en los labios de su interlocutor, y es impasible engañarla en nada. Dotada de un ingenio original y cultivado, curiosa del modo mas picante, y perfecta narradora, me profesa Mme. de Chateaubriand grande admiración sin haber leído una línea de mis obras, porque teme encontrar en ellas ideas diferentes de las suyas, o descubrir que, es pequeño el entusiasmo que produzco. Aunque apasionada en sus juicios, es instruida y sabe en general juzgar bien.
Los inconvenientes del carácter de Mme. de Chateaubriand, si es que los tiene, proceden del exceso de sus buenas cualidades; los míos provienen, por el contrario, de esterilidad, y son harto positivos. Es muy fácil tener resignación, paciencia, amabilidad general e igualdad de carácter cuando a nada se siente apego, cuando todo nos aburre, y cuando respondemos lo mismo a la felicidad que al infortunio, con un desesperado y desesperador ¿Qué me importa?
Algo mejor que yo es Mme. de Chateaubriand, aunque de menos fácil trato. ¿Ha sido intachable mi conducta con ella? ¿Le he tributado todos los sentimientos que merecía y que debieran pertenecerla? ¿Y se ha quejado ella alguna vez? ¿Qué felicidad ha disfrutado como salario de su afecto nunca desmentido? Padeció mis propias adversidades; viose sumida en los calabozos del Terror, en las persecuciones del Imperio; en las desgracias de la Restauración, nunca tuvieron contrapeso sus dolores con los goces maternales. Privada de hijos, cuando acaso se los hubiera dado otra unión, y a quienes habría amado con delirio; desposeída de esos honores y de esa ternura de la madre de familia que consuelan a una mujer de la pérdida de sus años floridos, ha ido avanzando hacia la vejez, estéril y solitaria. Separada a menudo de mí, y opuesta a las letras, no le ha servido de compensación el orgullo de llevar mi apellido. Tímida por naturaleza, y asustada exclusivamente por mi suerte, su inquietud, que sin cesar se reproduce, le roba el sueño y el tiempo que habría menester para curar sus achaques; yo soy su enfermedad permanente te y la causa de sus recaídas. ¿Puedo comparar algunos ratos de impaciencia que me ha dado, con las penas que por mí ha sentido? ¿Puedo oponer mis cualidades, tales como sean; a sus virtudes, que alimentan al pobre, y que a despecho de todos los obstáculos fundaron el hospital de Maria Teresa? ¿Qué son mis trabajos junto a las obras de esta cristiana? Cuando los dos comparezcamos ante Dios, yo seré seguramente el condenado.
Bien mirado todo, y considerándose el conjunto y las imperfecciones de mi naturaleza, es dudoso que el matrimonio haya echado a perder mi suerte futura. Cierto que de otro modo habría tenido espacio y mas descanso, y que habría sido mejor recibido en algunas sociedades y por algunos personajes de la tierra: pero en política nunca me ha estorbado Mme. de Chateaubriand, aunque a veces se haya opuesto a mis deseos, porque en tales asuntos, así como en los de honor, acostumbro a juzgar siempre por mis propios sentimientos. ¿Hubiera yo producido mayor número de obras, y hubieran sido estas mejores conservando mi independencia? ¿No han ocurrido, como luego se verá, circunstancias en que un casamiento en nación extranjera pudo hacerme dejar de escribir y renunciar a mi patria? Y sin el lazo del matrimonio, ¿no me hubiera puesto mi debilidad en manos de alguna indigna criatura obligándome a malgastar y manchar las horas de mi vida, como lord Byron? Ahora que ya entro en años, habrían pasado todas mis locuras y lo me quedarían pesadumbres y vacío en el corazón: seria un solterón de nadie apreciado, victima a la par de engaños y desengaños, pájaro viejo que iría repitiendo su gastada canción, sin que nadie le escuchara. La mas completa licencia de ideas no hubiera añadido una sola cuerda a mi lira ni una vibración mas profunda a mi voz. Por el contrario, quizás la violencia que impuse a mis sentimientos y el misterio de mis pensamientos, habrán aumentado la energía de mis clamores y animado mis obras con una fiebre interna, con una oculta llama que al aire del amor se hubiera disipado. Sujeto con un lazo indisoluble, compré al principio con un poco de amargura los deleites que hoy disfruto; de los males de mi existencia he conservado solo aquella parte incurable, y debo, por lo tanto, un tierno y perpetuo agradecimiento a mi esposa, que con su vivo y sincero cariño ha hecho que sea mi existencia mas grave, mas noble y mas honrada, inspirándome siempre respeto a mis deberes, cuando no fuerza para cumplirlos.
Londres, de abril a setiembre de 1822.
París.— Conocimientos antiguos y modernos.— El padre Bartolomé.— Saint-Ange.— Teatro.
Me casé a fines de marzo de 1792, y en 20 de abril declaró la Asamblea legislativa la guerra a Francisco II, que acababa de suceder en el trono a su padre Leopoldo; el día 10 del mismo mes se había beatificado en Roma a Benito Labre: ¿quién diría que no eran estos dos mundos distintos? Con la citada declaración salieron de Francia los restos de la nobleza. Por una parte se aumentaron las persecuciones y por otra no era ya lícito a los realistas seguir en sus casas sin incurrir en la nota de cobardes; tuve, pues, que encaminarme hacia el campamento que venia buscando desde tan lejos. Mi tío Bedée y su familia se embarcaron para Jersey, y yo pasé a París con mi esposa y mis hermanas Lucila y Julia.
De antemano habíamos encargado un cuarto en la mezquina fonda de Villette, sita en el barrio de San German, callejón de Ferou. Inmediatamente me eché a buscar mis antiguos compañeros, y vi a los literatos con quienes había tenido algunas relaciones. Entre las caras nuevas distinguí las del padre Bartolomé y el poeta Saint-Ange. El sabio abate tuvo demasiado presente los salones de Chanteloup al describir los gineceos de Atenas; en cuanto al traductor de Ovidio no carecía de talento; mas como el talento es un don aislado que unas veces coincide con las demás facultades mentales y otras no, Saint-Ange, que se hallaba en et último caso, hacia esfuerzos inauditos para parecer un Bruto, y nunca podía conseguirlo. Otro hombre, cuyo delicado pincel me admiraba y me admirará siempre, a saber, Bernardino de Saint-Pierre, carecía igualmente de entendimiento, y es lo peor, que esta falta se hacia extensiva a su carácter. ¡Cuántos cuadros de los Estudios de la naturaleza están echados a perder por la limitada inteligencia y la poca elevación de alma de aquel escritor!
Rulhiere había muerto de repente en 1791, antes de mi salida para América. Posteriormente he visto su casita de San Dionisio, con la fuente y la linda estatua del Amor, a cuyo pie se leen estos versos.
D'Egmont avec l‘Amour visita cete rive;
une image de sa beauté
sé peignit un moment sur l‘onde fugittive;
D‘Egmont a dísparu: l'Amour seul est resté