30.

La imposibilidad que sentía de sustraerse a su indolencia fue la que convirtió al caballero de Parny de furioso aristócrata, en miserable revolucionario, en detractor de la religión perseguida y de los sacerdotes que iban al cadalso, al paso que le indujo a comprar su reposo a cualquier precio, y a prestar a la musa que cantó a Eleonora el lenguaje de aquellos sitios donde Camilo Desmoulins iba a negociar sus amores.

El autor de la Historia de la literatura italiana, que tomó parte en la revolución después de Chamfort, trató de hacerse amigo de mi familia protestando eso parentesco, que tienen todos los bretones entre sí. La reputación de Ginguené en el mundo estribaba en una piececita en verso, escrita con bastante gracia y titulada la Confesión de Zulmé, la cual le valió un mezquino empleo en las oficinas de Mr. Necker. Después e esta escribió otra sobre su entrada en la intervención general. No me acuerdo quien era el que disputaba a Ginguené su título de gloria por la Confesión de Zulmé; pero él hecho es que la merecía.

El poeta de Rennes conocía bastante bien la música, y hacia algunas romanzas. De modesto y humilde que era, vimos crecer su orgullo a medida que iba contrayendo relaciones con cualquiera persona notable. En tiempo de la convocatoria de los Estados generales, Chamfort lo empleó en emborronar artículos para los periódicos y discursos para los clubs: en este oficio hizo proezas. En la primera federación, decía: «He aquí una gran cabeza! para iluminarla mejor deberían quemarse cuatro aristócratas en los cuatro ángulos del altar.» No era él, sin embargo, el que había tomado la iniciativa en estos deseos; Luis Dorléans, partidario la liga, había escrito mucho tiempo antes que él en su Banquete del conde de Arete: «Que era preciso atar a los ministros protestantes al árbol de fuego de San Juan, formando haces con ellos, y poner al rey Enrique IV en el mismo sitio donde se acostumbraba a colocar a los gatos.

Ginguené supo anticipadamente los asesinatos revolucionarios que se proyectaban, y avisó por medio de su esposa a la mía y a mis hermanas de los que debían verificarse en los Carmelitas, ofreciéndoles su casa para refugiarse. Vivian aquellas en el callejón de Férou, lugar muy próximo al sitio de la catástrofe.

Después del terror, llego a hacerse Ginguené ge- fe casi absoluto de la instrucción pública; entonces fue cuando cantó en el Cuadrante Azul el Árbol de la libertad con la música de Yo le planté, yo vi brotar sus hojas, etc. Pareció lo bastante cándido en filosofía para agraciarle con una embajada, cerca de uno de aquellos monarcas a quienes se iba a destronar. Desde Turín escribió a Mr. de Talleyrand que había vencido una preocupación, y era que había logrado que recibiesen a su mujer en la corte, vestida con un peten l'air. De la medianía pasó a darse importancia, de darse importancia a parecer tonto, y de parecer tonto a ponerse en ridículo. Acabó sus días distinguiéndose literariamente como crítico, y siendo (esto es mejor) un escritor independiente de la década: la naturaleza le había repuesto en el lugar de donde extemporáneamente le sacó la sociedad. Su ciencia es de segunda mano, su prosa pesada; su poesía correcta y agradable algunas veces.

El poeta Lebrun era amigo de Ginguené. Protegíale éste como un hombre de talento, y que conoce el mundo, protege la simplicidad de un hombre de genio. Lebrun en justa recompensa derramaba los rayos de su inteligencia sobre la cima a que se había encaramado Ginguené. Nada mas, cómico que el papel representado por aquel par de compadres, que merced a un grato comercio, se tributaban todos los servicios que pueden tributarse dos hombres superiores que cultivan géneros diversos.

Lebrun era ni mas ni menos que un caballero de industria del Empireo; su profusa locución era tan fría como glaciales sus arrebatos. Su Parnaso, aposento vecino del cielo en la calle de Montarte, presentaba por todo mueblaje algunos libros, revueltos sobre el suelo, un catre de tijera cuyas cortinas formadas con dos servilletas puestas pendían de unas varilla de hierro enmohecido, y la mitad de un cántaro de agua arrimado a un sillón sin asiento. Y es lo mas notable que Lebrun podía gozar de algunas comodidades; pero se había hecho avaro y entregándose a mugeres de mala vida.

En la cena a la antigua que dio Mr. de Vaudreuil, representó nuestro poeta el papel de Píndaro. En sus poesías líricas hay algunas estrofas enérgicas y elegantes, y especialmente en la oda sobre el naufragio del Vengador y en la que lleva por título Las Cercanías de París. Sus elogios son producción de la cabeza y rara vez del alma; hay en ellas una originalidad rebuscada y no la originalidad natural: nada crea sino a fuerza de arte, y se ve que lucha para trastornar el sentido de las palabras y confundirse en alianzas monstruosas. Lebrun no tenía talento verdadero a no ser para la sátira: su epístola sobre las chanzas de bueno y de mal género gozó de merecido renombre. Algunos epigramas suyos deben colocarse detrás de los de Juan Bautista Rousseau: Laharpe era el que principalmente le inspiraba. Y todavía debe hacérsele la justicia de decir, que fue independiente bajo la tiranía de Bonaparte, y que ha legado a la posteridad versos. sangrientos contra el opresor de nuestras libertades.

Pero el literato mas bilioso de cuantos conocí en París por aquella época, era sin contradicción Chamfort: atacado de la enfermedad que dio origen a los jacobinos, a ningún hombre sabia perdonar la casualidad de su cuna: faltaba a la confianza en las casas en que se le recibía, y creía que el cinismo de su lenguaje era una pintura fiel de las costumbres de la corte. No podían, negársele ingenio ni talento; pero eran uno y otro de esos que no llegan a la posteridad. Cuando vio que con la revolución no conseguía nada, volvió contra sí mismo las manos que contra la sociedad había levantado. El gorro colorado pareció a su orgullo otro distintivo de la nobleza, cuyos corifeos eran Marat y Robespierre. Enfurecido al tropezar con lo desigualdad de condiciones hasta en aquel mundo de dolores y de lágrimas, condenado a ser bajo la feudalidad de los verdugos un villano como antes, quiso matarse para sustraerse a la superioridad el crimen, pero no consiguió ni aun esto; la muerte se ríe de los que la llaman confundiéndola con la nada.

Al abate Delille no le conocí hasta que fui a Londres en 1798, ni he visto en mi vida a Rulhière, que vive por Mme. de Egmont, y que la hace sobrevivir, ni a Palissot, ni a Beaumachais, ni a Marmontel. Tampoco me he encarado nunca con Chénier, quien me ha atacado mucho, a quien jamás he respondido y cuya silla en el Instituto debía producir una de las crisis de mi vida.

Cuando leo a la mayor parte de los escritores del siglo XVIII, me asombro del ruido que metieron y de la admiración que un día les profesé, sea porque la lengua haya adelantado, o porque haya retrocedido, sea porque hayamos caminado hacia la civilización, o porque hayamos vuelto a la barbarie; es lo cierto que los autores que fueron la delicia de mi juventud, me parecen hoy igualmente viejos, pesados, embadurnados, exánimes y fríos. Aun en los mas grandes escritores de la época volteriana, noto trozos pobres en pensamiento, en ideas y en estilo.

¿A quién he de achacar este error de cuenta? Temo sea yo uno de los primeros culpables; innovador desde la cuna tal vez ne comunicado a las modernas generaciones la enfermedad que me aquejaba Y en vano grito aterrado a mis hijos: «No olvidéis el francés.» Me contestan como el Lemosino Pantargruel. «Que vienen de la alma, ínclita y célebre academia, nominada Lutecia.»

No es nueva, como por aquí se ve, esta manía de helenizar y latinizar nuestra lengua, Rabelais la curó, pero volvió a aparecer con Ronsard, y Boileau tuvo que atacarla. En nuestros días la ha resucitado la ciencia: mostró revolucionarios, grandes guerizantes por su naturaleza han obligado a los mercaderes y a los aldeanos a adoptar los héctares, los hectólitos, los kilómetros, los milímetros y los decágramas; la política se ha ronsardizado.

Hubiera podido hablar aquí de M. de Laharpe a quien conocí entonces y a quien citaré mas adelante: hubiera podido también añadir el retrato de Fontanes a mi galana; pero aunque mis relaciones con este hombre excelente comenzaron en 1789, en Inglaterra fue donde trabé con él esas relaciones de amistad que fueron siempre creciendo con la adversa fortuna y nunca se disminuyeron con la próspera; mas tarde hablaré de él con toda la efusión de mi corazón. Fuerza me será pintar sus talentos que ya no sirven de consuelo a la tierra. Acaeció la muerte de mi amigo precisamente cuando el orden de mis recuerdos me conducía a describir los principios de su vida. Nuestra existencia corre tan aprisa que si no escribimos por la noche los acontecimientos de la mañana, nos abruma al trabajo y no nos queda tiempo para darle a luz, y esto sin embargo, no impide que malgastemos nuestros años, y que diseminemos en el viento esas horas que son para el hombre las semillas de la eternidad.

París, junio de 1821.

La familia Rosambo.— Mr. de Malesherbes; su predilección por Lucila.—Aparición y trasformación de mi sílfide.

Aunque mis inclinaciones y las de mis dos hermanas me lanzaron en medio de aquella sociedad literaria, por nuestra posición teníamos que concurrir a otra, cuyo centro fue naturalmente la familia de la esposa de mi hermano.

El presidente Le Pelletier de Rosambo, que con tanto valor murió luego, era cuando yo llegué a París un modelo de superficialidad y ligereza. El trastorno completo que reinaba en los ánimos y en las costumbres aparecía por aquella época como síntoma de una próxima revolución. Los magistrados se ruborizaban e vestir la toga, y ponían en ridículo la gravedad de sus padres. Los Lamoignon, los Moté, los Séguier y los Aguesseau no querían ya juzgar, sino combatir. Las esposas de los presidentes cesaban de ser venerables madres de familia, y salían de sus lóbregos palacios para convertirse en mugeres de brillantes aventuras. El predicador que subía al púlpito cuidaba de no pronunciar el nombre de Jesucristo, y hablaba solo del legislador de los cristianos; y los ministros se derrocaban unos sobre otros, porque el poder se escapaban de todas las manos. Lo mas refinado del buen tono consistía en ser americano en la ciudad, inglés en la corte, y prusiano en el ejército; en serlo todo, excepto francés. Cuanto se hacia y decía era una serie de inconsecuencias. Queríase conservar la clase de abates comanditarios, y se rechazaba a la religión: nadie podía ser nombrado oficial sin ser noble, y se prorrumpía en invectivas contra la nobleza: en los salones se introducía la igualdad, y en los campamentos los palos.

Mr. de Malesherbes tenía tres hijas; a saber, las señoras de Rosambo, de Aulnay y de Montboissier, y daba la preferencia a la primera, a causa de la conformidad de sus opiniones. Las hijas del presidente Rosambo eran otras tres, por este orden; la señora de Chateaubriand, la de Aulnay y la de Tocqueville. pero en esta familia había además un hijo que luego ha enaltecido la brillantez de su espíritu con la perfección cristiana. Complaciase Mr. de Malesherbes en rodearse de sus hijos, sus nietos y sus biznietos, y mas de una vez le he visto a principios de la revolución llegar a casa de madame de Rosambo con la cabeza caliente a fuerza de hablar de política, quitarse la peluca y tumbarse sobre la alfombra del cuarto de mi cufiada para hacerse allí objeto de los estrepitosos juegos de los niños. Hubiera sido un hombre nada distinguido por sus modales a no haber tenido cierta impetuosidad de movimiento, que le salvaba de la vulgaridad; a la primera frase quede su boca salía descubríase en él al hombre que llevaba un nombre antiguo y al magistrado superior. Sus naturales virtudes participaban de un tanto de afectación, merced a la filosofía que con ella se mezclaba. Aparecían en él a primera vista la ciencia, la probidad y el valor, pero era tan ferviente y apasionado, que un día me dijo hablando de Condorcet: «Ese hombre ha sido amigo mío, y sin embargo, hoy no tendría escrúpulo alguno en matarle como a un perro.» Las oleadas de la revolución le suicidaron, y su muerte fue causa de su gloria. El mérito de aquel grande hombre de habría traspasado sino hubiese sido con el auxilio de la desgracia. Así cuentan de un noble veneciano, que habiendo perdido sus títulos, los volvió a encontrar viniéndose abajo su palacio, cuyos fragmentos le quitaron la vida.

La franqueza del trato de Mr. de Malesherbes me hizo hablarle con toda libertad; le parecí dotado de alguna instrucción, y este fue nuestro primer punto de contacto: la botánica y la geografía fueron el principal asuntó de nuestras conversaciones. En una de ellas concebir la idea de hacer un viaje a la América del Norte, para descubrir el mar visto por Hearne, y posteriormente por Mackenzie 31. También estábamos de acuerdo en materias políticas; los sentimientos generales que dieron margen a nuestras primeras turbulencias, cuadraban con la independencia de mi carácter y la natural antipatía que la corte me inspiraba daba fuerza a aquella inclinación primera. Defendía, pues, a Mr. de Malesherbes y a Mme. de Rosambo contra el marido de esta y contra mi hermano, a quien pusieron el apodo de Chateaubriand el Rabioso. Si la revolución no se hubiese inaugurado con crímenes me habría arrastrado consigo; pero vi la primer cabeza enhiesta en la punta de una lanza y retrocedí. Nunca será el asesinato un objeto de admiración, ni un argumento de libertad para mí, ni conozco nada mas servil, mas despreciable, mas cobarde y mas estúpido que un terrorista. ¿Que, no he visto por ventura a toda esa raza de Brutos, francesa, puesta al servicio de Cesar y de su policía? Los niveladores, los regeneradores, los degolladores se transformaban en ayudas de cámara, en espías y en sicofantas, cuando no se erigían, menos naturalmente aun, en duques, condes o barones; ¡que semejanza a la edad media!

Pero lo que mas me hizo adherirme al ilustre anciano, fue la predilección que le inspiraba mi hermana. A pesar deja timidez de la condesa Lucila, conseguimos, con el auxilio de un poco de Champagne, que hiciese un papel en una piececita casera que se representó con motivo del cumpleaños de Mr. de Malesherbes y supo enternecerle lanío que casi volvió el seso al grande hombre. Influyó todavía mas que mi hermana, en que Lucila pasase de la comunidad de Argentieres a la de Remiremont, donde se exigían pruebas rigorosas y difíciles de diez y seis cuarteles. Aunque filósofo, defendía Mr. de Malesherbes, con sumo calor, el principio de la nobleza.

Conviene extender al espacio de unos dos años esta descripción de los hombres y de la sociedad cuando aparecí en el mundo, es a saber, desde la clausura de la primera Asamblea de notables en 25 de mayo de 1787, hasta la inauguración de los Estados generales en 5 de mayo de 1789. Durante estos dos años no vivimos constantemente mis hermanas y yo ni en París ni en el mismo punto de París. Voy ahora a retroceder y llevará mis lectores a Bretaña.

Diré entre tanto, que continuaba entregado a mis ilusiones; si me faltaban mis bosques, los tiempos pasados formaban para mi otra soledad que reemplazaba a la de los sitios retirados. En el París antiguo, en el recinto de San German de los Prados, en los claustros de los convenios, en el panteón de San Dionisio, en la Santa Capilla, en Nuestra Señora, en las callejuelas de la Cité y en la oscura puerta de Eloísa hallaba yo a mi encantadora; pero bajo aquellos arcos góticos y en medio de aquellas tumbas había tomado su rostro un matiz cadavérico; estaba pálida, me miraba tristemente, y no era en suma mas que el espectro o los manes del ensueño a quien había yo consagrado mi amor.

París, setiembre de 1821.

Revisado en diciembre de 1846.

Primeros movimientos políticos en Bretaña.— Ojeada sobre la historia de la monarquía.

En las diferentes veces que estuve en Bretaña en los años de 1787 y 1788, di principio a mi educación política. Los estados de provincia venían a ser una especie de modelo de tos Estados generales, y así es que los disturbios particulares que anunciaron los de la nación, estallaron en los países que tenían Estados; a saber, la Bretaña y el Delfinado.

La trasformación que empezó a inaugurarse, doscientos años hacia, tocaba ya a su término. La Francia, que había pasado de la monarquía feudal a la de los Estados generales, de la monarquía de los Estados generales a la de los parlamentos, y de la monarquía de los parlamentos, a la monarquía absoluta tenía tendencia hacia la monarquía representativa en medio de la lucha de la magistratura contra el poder real.

El parlamento Maupeon, el establecimiento de las asambleas provinciales con voto personal y la primera y segunda asamblea de los Notables, la Sesión plena, la creación de los grandes bailíos, la reintegración civil de los protestantes, la abolición parcial del tormento, y la de las antiguas pechas, y de la repartición igual para el pago de impuestos, eran otras, tantas pruebas sucesivas de la revolución que se iba verificando poco a poco. Pero entonces no se atendía al conjunto de los hechos; cada suceso se interpretaba como un accidente aislado. En todas las épocas históricas existe un principio esencial. Cuando no se fija la vista mas que sobre un punto, no se distinguen los rayos convergentes hacia el centro de los otros; no se eleva hasta el agente oculto que produce la vida y el movimiento general como el agua o el fuego en las máquinas: por eso hay tantas personas que al empezar las revoluciones, creen que basta romper tal o cual rueda para impedir el desbordamiento del torrente, o la explosión del vapor.

El siglo XVIII, ese siglo de acción intelectual y no de acción material, no hubiera conseguido cambiar tan pronto sus leyes, si no hubiera encontrado su vehículo; los parlamentos, y el de París especialmente, vinieron a ser los instrumentos principales del sistema filosófico. Toda opinión muere por falta de fuerza, o por exceso de su vigor, si no llega a ser acogida favorablemente por una asamblea que la resista del poder, que la vigorice con una voluntad, y que la preste lengua y brazos para expresarla. Este ha sido y será siempre el camino por donde han llegad y llegarán a las revoluciones los cuerpos legales o ilegales.

Los parlamentos tenían que vengar su propia causa: la monarquía absoluta les había arrebatado una autoridad, usurpada por la misma a los Estados generales. El alistamiento, forzoso, las grandes reuniones del parlamento presididas por el rey, y los destierros, al propio tiempo que popularizaban a los magistrados, los impelían a pedir garantías liberales, de as cuales no eran partidarios en el fondo; reclamaban los Estados generales, por no atreverse a confesar que anhelaban para si mismos el poder legislativo y político: de esta manera aceleraban la resurrección de un cuerpo, cuya herencia habían recogido y el cual los reduciría, en el momento que recobrase la existencia, a su propia especialidad, el ramo de justicia Los hombre se engañan casi siempre acerca de sus verdaderos intereses, cuando tratan de promoverlos únicamente por prudencia o por pasión: Luis XVl restableció los parlamentos, a los que le obligaron a llamar los Estados generales: los Estados generales trasformados primero en Asamblea nacional, y muy poco después en Convención, destruyeron el trono y los parlamentos, y enviaron al patíbulo a los jueces y al monarca de quien emanaba la justicia. Pero Luis XVI y los parlamentos obraron de este modo, porque eran, sin saberlo, instrumentos de una revolución social.

La idea, pues, de los Estados generales bullía en todas las cabezas, si bien conocían muy pocos a donde iba a parar. La cuestión, para la generalidad, se reducía únicamente a llenar un déficit, que el banquero mas pobre de los de esta época, se comprometería a hacer desaparecer. Un remedio tan violento aplicado a un mal de tan corta entidad, prueba que se caminaba hacia unas regiones políticas desconocidas En el año de 1786, el único de aquella época, cuyo estado rentístico conocemos, el presupuesto de ingresos, ascendía a 412.924.000 libras, y los gastos a 593.542.000 libras; resulta, pues, un déficit de 180.618.000 libras que quedó reducido a 140 millones, porque se hizo una economía de 40.618,000 libras. En este presupuesto se asignaba a la casa real la enorme suma de 37.200.000; las deudas de los príncipes, las dilapidaciones de la corte, y las adquisiciones de palacios eran la causa principal de este recargo.

Queríase dar a los Estados generales las mismas formas que tenían en 1614. Los historiadores hablan siempre de aquellas formas, como si no se hubiese oído hablar desde 1614 de los Estados generales, ni reclamado su convocatoria. En 1651, sin embargo, los brazos de la nobleza y del clero, reunidos en París, pidieron los Estados generales. Existe una gruesa colección de las actas y de los discursos pronunciados en aquella época. El parlamento de París omnipotente en aquella época, lejos de secundar las pretensiones de las órdenes del clero y la nobleza, disolvió sus reuniones, como ilegales, y lo eran en efecto.

Y ya que de esto voy hablando, quiero consignar otro hecho grave, que se Ies ha escapado a los que se han empeñado y se empeñan en escribir la historia de Francia sin saberla. Hablase de las tres órdenes como si fueran ellas las que constituían esencialmente los Estados llamados generales. ¡Pues bien! muchas veces sucedía que los bailíos no nombraban diputados sino de una o dos ordenes. En 1614 el bailío de Amboise no nombró diputados del brazo del clero ni del de la nobleza: el de Chateauneuf-en Thimerais no envió los suyos del clero y del estado llano. El Puy, La Rochela, el Lauraguais, Calais, la Haute-Marche y Chatellerault de nombraron el del clero, y Montidier y Roye, el de la nobleza. Los Estados de 1614 se llamaron sin embargo Estados generales, Las antiguas crónicas, expresándose de una manera mucho mas correcta, dicen, cuando hablan de nuestras asambleas nacionales; los tres Estados, o los notables del estado llano, o los barones y los obispos, según sea el caso, y atribuyen a las asambleas formadas de aquel modo la misma autoridad legislativa. Aun cuando el estado llano solía hallarse convocado frecuentemente en las diversas provincias no funcionaba por una razón desconocida por la generalidad, pero muy natural sin embargo. El estado llano se había apoderado de la magistratura, y había echado fuera a la gente de espada: actuaba de una manera absoluta, exceptuando en algunos parlamentos nobles, como juez, como abogado, como escribano, como procurador etc.; hacia las leyes civiles y criminales, usurpando las atribuciones parlamentarias, y hasta ejercida el poder político. La fortuna, el honor y la vida de los ciudadanos se hallaba a discreción suya; todos obedecían sus decretos, y todas las cabezas estaban sometidas al filo de la espada de su justicia. De consiguiente, ¿qué necesidad tenía, gozando como gozaba exclusivamente de un poder ilimitado, de ir a buscar una pequeña parte de ese mismo poder a las asambleas, ante las cuales tenía que presentarse poco menos que de rodillas?

El pueblo metamorfoseado en monje, se había refugiado en los claustros, y gobernaba la sociedad por medio de la opinión religiosa; metamorfoseado en recaudador y banquero, se refugió en la hacienda, y gobernaba la sociedad por medio del dinero; metamorfoseado en magistrado, se refugió en los tribunales y gobernaba la sociedad por medio de la ley. El gran reino de Francia, aristocrático por provincias, era democrático en su conjunto, y bajo la dirección de su rey, con el que se entendía y estaba casi siempre de acuerdo. Así se explica su larga existencia.

Todavía se pudiera hacer una historia de Francia completamente nueva, o por mejor decir, todavía no está hecha la historia de Francia.

Las importantes cuestiones arriba mencionadas se debatieron principalmente durante los años 1786 1787 y 1788. La viveza natural de mis compatriotas, los privilegios de su provincia, de su clero y de su nobleza, y las coalisiones del parlamento y de los Estados, eran motivos mas que suficientes para mantenerles en una constante sobreexcitación, Mr., de Calonne, que fue intendente de Bretaña durante un corto espacio de tiempo, aumentó la división, favoreciendo la causa del estado llano. Mr. de Motmorin, y Mr. de Thiard eran agentes demasiado ineficaces para hacer que triunfará el partido de la corte. La nobleza se coligaba con el parlamento, que era noble también y tan pronto resistía a Mr. Necker, a Mr. de Calonne, y el arzobispo de Sens, como repetía el movimiento popular favorecido por su anterior resistencia. Reuníase, deliberaba y protestaba; pero las municipalidades se reunían, deliberaban y protestaban también en sentido contrario. El asunto particular del fouage, mezclado después con los negocios públicos, acrecentó las enemistades. Para comprender bien esto, se hace necesario explicar la constitución del ducado de Bretaña.

París, setiembre de 1821.

Constitución de los Estados de Bretaña.— Su celebración.

La forma de los Estados de Bretaña ha sufrido mas de una variación, como la de todos los de Europa, con los cuales tiene semejanza. Los primitivos derechos de los duques de Bretaña, pasaron posteriormente a los reyes de Francia. El contrato matrimonial de la duquesa Ana, firmado en 1491, no solo le hizo que la Bretaña se incorporase a la corona de Carlos VIII y de Luis XII, sino que también estipuló una transacción, en virtud de la cual terminaron las. diferencias que existían desde los tiempos de Carlos de Blois, y del conde de Montfort. Sostenía la Bretaña que las hembras eran aptas para heredar el ducado, al paso que la Francia alegaba, que la sucesión únicamente podía verificarse en la línea masculina, y que extinguiéndose esta, debía volver a incorporarse la Bretaña a la corona, coma gran feudo suyo, Carlos VIII, juntamente con Ana, y esta en unión con Luis XII se cedieron mutuamente sus derechos o pretensiones. Claudia, hija de estos últimos, y esposa de Francisco I, legó al morir, el ducado de Bretaña a su marido. Accediendo éste a la petición de los Estados reunidos en Vannes, reunió, por un edicto publicado en Nantes en 1532, el mismo ducado a la corona de Francia, afianzándoles sus. libertades y privilegios.

En aquella época los Estados de Bretaña se reunían anualmente, pero desde 1630 no se verificaba la convocatoria mas que de dos en dos años, siendo de las atribuciones del gobernador el proclamar la apertura. Las tres órdenes se reunían en una iglesia o en las salas capitulares de los conventos, si había proporción. Cada una de estas tres órdenes deliberaba a parte una de otra; eran tres asambleas particulares que movían en su seno parciales tormentas, las que se convertían en un huracán general cuando llegaban a reunirse el clero, la nobleza y el estado llano. La corte atizaba la discordia, y los talentos, las vanidades, y las ambiciones se ponían en juego en aquel estrecho recinto, lo mismo qué en un teatro de mas vastos límites.

El padre Gregorio de Rostrenen, de la orden de capuchinos, habla del siguiente modo a nuestros señores de los estados de Bretaña, en la dedicatoria de su Diccionario francés bretón: «Si no era posible a ninguno mas que al orador romano el elogiar dignamente la augusta asamblea del senado de Roma, ¿por qué no ha de serlo para mí el atreverme a elogiar vuestra augusta asamblea, que nos hace ver de una manera tan digna, lo que tenían de majestuoso y respetable la antigua y la moderna Roma?»

Rostrenen prueba, que él idioma céltico, es uno de los idiomas primitivos que trajo a Europa Gomer, primogénito de Japhet, y que los hijos de la Baja-Bretaña, a pesar de su pequeña estatura, descienden de gigantes. Desgraciadamente, los hijos bretones de Gomer, separados por espacio de mucho tiempo de la Francia, han dejado perecer una gran parte de sus antiguos títulos; sus cartas geográficas, a las que no conceden una gran importancia, porque los confunden con la historia general, carece las mas veces de esa autentidad, cuyo precio suelen hacer subir demasiado los descifradores de diplomas.

La época de la celebración de los Estados en Bretaña, era época de bailes y diversiones; dábanse banquetes, en los que se comía y bebía mucho en las casas del gobernador, del presidente de la nobleza, del presidente del clero, del tesorero de los Estados, del presidente del parlamento, y en las casas, en fin, de todas las personas notables. Veíanse sentados al rededor de largas mesas de refectorio los du-Guesclin labradores, y los Duguay-Trouin marineros, de cuyos cinturones pendía una férrea espada y una daga de abordaje. Todos aquellos hidalgos que asistían en persona a los Estados de Bretaña, tenían algunos puntos de contacto con la Dieta de Polonia, es decir con la Polonia de a pie; no con la Polonia de a caballo; Dieta de escitas, no de sármatas.

Desgraciadamente eran excesivas las diversiones, y los bailes se repetían sin intermitencia. Los bretones son notables por sus danzas, y por el carácter especial de las mismas. Mme., de Sevigné ha dicho de nuestras francachelas políticas en medio de nuestros incultos arenales, que eran como aquellos festines de las hechiceras o de las brujas, que se verificaban por la noche entre la espesura de los matorrales.

«Tendréis que sufrir, decía, que os dé noticias de nuestros Estados, ya que tenéis el trabajo de ser bretona. Mr. de Chaulnes llegó el domingo por la noche con el mismo estrépito que se pudiera hacer en Vitré: el lunes por la mañana me escribió una carta y yo le contesté que iría a comer con él. La comida se sirvió en dos mesas situadas una enfrente de otra, y de catorce cubiertos cada una; Monsieur y su esposa las presiden. La comida es buena y abundante; los asados vuelven a salir intactos de las mesas, y es preciso ensanchar las puertas para poder introducir las pirámides de frutas. Nuestros padres no conocían esta especie de máquinas, pues que no comprendían tampoco que una puerta tuviese que ser mas alta que ellos... Después de comer MM. de Lomari y Coellogon bailaron con dos bretonas algunos minués y otra clase de danzas, con tanta perfección como pudieran hacerlo los cortesanos. Ejecutaron varios pasos bohemios y de la Baja Bretaña con una finura y una exactitud admirables... Esto es vivir en una continua diversión, y gozando noche y día de una libertad que atrae todo el mundo. Yo no había visto nunca los Estados: son una cosa magnífica. En mi concepto es muy difícil que haya una provincia que se parezca a la de Bretaña, cuyo carácter sea tan espléndido; debe estar además muy poblada porque ni uno siquiera de sus habitantes se encuentra en la guerra ni en la corte, solo falta cierto alferecito (Mr. de Sévigné hijo), quien llegará tal vez a ser algún día lo mismo que los demás... Una infinidad de presentes, de pensiones, de reparaciones de caminos y de ciudades, quince o veinte grandes banquetes, diversiones continuas, bailes eternos, comedias tres veces a la semana, y un gran bullicio por todas partes, constituyen la verdadera descripción de los Estados. Olvidábaseme decir que so gastan mientras duran trescientas o cuatrocientas pipas de vino.»

Los bretones no se avienen de modo alguno a perdonar sus burlas a Mme. de Sevigné. Yo soy menos rigoroso pero no me gusta que se diga: «veo que me habláis con muy buen humor de nuestras miserias, pues nosotros no somos tan depravados; uno solo de nosotros hasta cada ocho días para entretener a la justicia; verdad es que la escarpia me parece ahora un refresco.» Esto es llevar demasiado lejos el lenguaje cortesano. Barreré hablaba con la misma gracia de la guillotina en 1793 se llamaban casamientos republicanos al acto horrible de arrojar al agua las victimas de Nantes: el despotismo popular reproducía la amenidad de estilo del despotismo real.

Los fatuos de París que iban acompañando en los Estados a la gente de la curia, contaban que nosotros mandábamos forrar nuestros bolsillos de hoja de lata para llevar a nuestras mugeres la salsa de los platos del señor gobernador. Estas bromas, sin embargo, solían salir a algunos demasiado caras. Cierto conde de Sabran quedó muerto en el sitio donde se hallaba sentado por haberse permitido estas bromas pesadas. Este descendiente de los trovadores y de los reyes provenzales, alto y fornido como un suizo, se dejó matar por un cazadorcillo del Morbihan que escasamente tendría la estatura de un lapón. Este Ker contaba una genealogía tan noble como la de su adversario puesto que si Saint-Eléa de Sabran era próximo pariente de San Luis, San Corenti, tío del muy noble Ker, era obispo de Quimper, bajo el reinado del rey Gallon II, trescientos años antes de Jesucristo.

Renta del rey en Bretaña.— Renta particular de la provincia.— El fogage.—Asisto por primera vez a una reunión política.— Escena.

Las realas del rey en Bretaña consistían en un donativo voluntario que variaba según sus necesidades, en los productos del dominio de la corona, que podían evaluarse de tres a cuatro mil francos, y en los del timbre, etc.

La Bretaña tenía sus rentas particulares, con las que atendía a satisfacer sus cargas: la alcabala grande y pequeña, que gravitaba sobre los líquidos y sobre su extracción, y que ascendía a dos millones anuales, y las sumas, en fin, que rendía el impuesto llamado fogage. La importancia de esta pecha consta terminantemente nuestra historia; sin embargo, fue para la revolución de Francia lo que el sello o el timbre para los Estados Unidos.

Él fogage (census pro singulis focis focis exactus), tira un censo o una especie de pecha que se exigía por cada chimenea sobre los bienes de los pecheros; con el fogage gradualmente aumentado, se pagaban las deudas de la provincia. En tiempo de guerra los gastos ascendían a mas de siete millones de una sesión a otra, cuya cantidad pasaba de la recaudación. Habíase concebido el proyecto de crear un capital de los productos del fogage, y de emplearlo en rentas que resultaran en provecho de los que pagaban es la carga; el fogage entonces no hubiera sido mas que una especie de empréstito. La injusticia (si bien injusticia legal atendiendo al derecho consuetudinario), estribaba en que esta carga gravitase únicamente sobre la clase pechera. Las municipalidades no cesaban de reclamar, y la nobleza, a quien importaba menos el dinero que la conservación de sus privilegios, no quería oír hablar siquiera de un impuesto que la hubiera hecho tributaria. En este estado se hallaba la cuestión cuando se reunieron los sangrientos Estados de Bretaña del mes de diciembre de 1788.

Los espíritus se hallaban agitados entonces por diversas causas: la Asamblea de los notables, la contribución territorial, el comercio de granos, la próxima reorganización de los Estados generales, el pleno tribunal, y Casamiento de Fígaro, la creación de los grandes bailíos, Cagliostro y Mesmer, y otros mil incidentes fútiles y graves, eran objeto de controversia en todas las familias.

La nobleza bretona se había convocado de su propia autoridad en Rennes para protestar contra el establecimiento del pleno tribunal: yo asistí a esta dieta, que fue la primera reunión política en que me hallé en mi vida. Los gritos y el barullo que reinaba en ella me aturdían, al paso que me divertían bastante: subíanse sobre las mesas y sobre los asientos, y muchas veces gesticulaban y hablaban todos a la vez. El marqués de. Trémargat, que tenía una pierna de madera, decía con voz estentórea: Corramos todos a casa del gobernador Mr. de Thiardy digámosle: la nobleza bretona se halla a vuestras puertas y quiere hablaros: el rey mismo no se atrevería a rehusarle su permiso.» Este rasgo de elocuencia arrancó tantos bravos que retemblaban las bóvedas de la sala. —Si, señores, proseguía Trémargat, el mismo rey no lo rehusaría!» Y los aplausos volvían a repetirse con mas fuerza. Partimos, pues, con dirección a casa de Mr. Tiard, hombre de corte, poeta exótico, espíritu dulce a la par de frívolo, y a quien causaban un cruel hastío nuestros alborotos; mirábanos como si fuéramos unos jabalíes o unas bestias salvajes, deseaba ardientemente salir de nuestra Armórica, y no manifestó oposición alguna a que entráramos en su palacio. Nuestro orador le dijo cuanto le pareció, y en seguida se extendió a presencia nuestra la siguiente declaración: «Declaramos infames a todos aquellos que acepten cualquier empleo, sea en la moderna administración de justicia, sea en la de los Estados, sino están reconocidos por las leyes constitutivas de «la Bretaña.» Nombrárnosle doce hidalgos para que presentasen al rey este documento, y cuando llegaron a París los encerraron en la Bastilla, de donde salieron poco después como unos héroes, para ser recibidos a su regresó con ramos de laurel. Llevábamos en nuestro traje grandes botones de nácar, con una inscripción latina al rededor que decía: «antes morir que ser deshonrados.» Triunfamos de la corte, de quien triunfaba todo el mundo, y caímos con ella en el mismo abismo.

París, octubre de 1821.

Mi madre retirada en Saint-Malo.

En esta época fue cuando mi hermano, constante en sus proyectos, tomó el partido de poner los medios para agregarme a la orden de Malta. Para obtener ésta gracia era preciso estar ordenado de prima tonsura, cuya orden podía conferirme Mr. Courtois de Pressigny, obispo de Saint-Malo. Restituirme, pues, a mi ciudad natal, a donde se había retirado mi madre a pasar el último tercio de su vida, y en donde vivía sin tener en su compañía hijo alguno, orando por el día en la iglesia y haciendo calceta en casa por la noche. Era distraída hasta un extremo inconcebible: una mañana la encontré en la calle, llevando debajo del brazo una de sus chinelas a guisa de devocionario. De vez en cuando solían visitarla algunos de sus antiguos amigos, y se entretenían hablando del buen tiempo Cuando nos quedábamos solos, improvisaba cuentos en verso que hacían mi delicias y en uno de estos figuraba el diablo sacando por la chimenea a un impío; el poeta se expresaba en él estos términos:

Le Diable en l'avenue

Chemina tant et tant,

Qu‘ on a perdit la vue

En moins d'une heur’ de tems.

Memorias de ultratumba Tomo I
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