39.

Otra oscuridad, sin embargo, me envuelve hoy con sus tinieblas en Londres. Mi posición política tiene eclipsada mi reputación literaria: no hay necio en los tres reinos que no dé al embajador de Luis XVIII la preferencia sobre el autor del Genio del Cristianismo. Veremos que giro toma esto después de mi muerte, quiero decir, cuando deje de reemplazar al señor duque Decazes cerca de Jorge IV, sucesión tan extravagante como lo demás de mi vida.

Destinado de embajador francés en Londres, una de mis mayores satisfacciones es dejar mi carruaje en la esquina de un square y recorrer a pie las calles que frecuenté en otro tiempo; los barrios populares en que se venden mas baratos los objetos y en que se refugia la desgracia a la sombra de idénticos dolores; los ocultos asilos donde me reunía con mis compañeros de miseria, sin saber si tendría al día siguiente para pan, aquel cuya mesa se cubre hoy tres o cuatro veces seguidas. En todas las puertas estrechas y vergonzantes que antes se abrían a mi paso, encuentro ahora rostros extraños. No veo discurrir de una en otra a mis compañeros, a quienes tan fácilmente se reconocía por sus ademanes, por su modo de andar, por la forma y la vetustez de su traje; no diviso con su alzacuello, su enorme sombrero apuntado y su negro y raido levitón, a aquellos sacerdotes mártires que arrancaban un saludo a los ingleses cuando a su lado pasaban. Hanse abierto anchas calles cubiertas de palacios, se han construido puentes, se han plantado arboledas; Regent's-Park ocupa a las inmediaciones de Portland-Place las praderas en que antes pastaban rebaños de vacas. Un cementerio que serbia de perspectiva al tragaluz de uno de los desvanes en que viví, ha desaparecido tras la cerca de una fábrica. Cuando voy a visitar a lord Liverpool, me cuesta trabajo conocer el sitio en que se alzó el cadalso de Carlos I. Las casas nuevas van ciñendo la estatua de Carlos II, y se echan paso o paso con el olvido sobre los acontecimientos memorables.

¡Cuánto diera, en medio de mis insípidas pompas, por volver a aquel mundo de tribulaciones y de lagrimas, a aquellos tiempos en que mis penas se confundían con la de una colonia entera de desgraciados! ¿Con que es cierto que todo cambia y que la adversa Fortuna perece también como la próspera? ¿Qué ha sido de mis hermanos de emigración? Los unos murieron; los otros han sufrido, a semejanza mía, diversas alternativas; han visto desaparecer, lo mismo que yo, a sus allegados y amigos, y son menos felices en su patria que lo eran en tierra extraña. Por ventura, ¿no teníamos en esta tierra reuniones, diversiones, fiestas, y juventud sobre todo? Las madres de familia y las jóvenes que habían entrado en la vida por la puerta de la adversidad, añadían a nuestros fondos el fruto semanal de su sudor para divertirse en bailes que les recordasen el suelo de la patria. Se formaban dulces lazos en las conversaciones nocturnas que, después del trabajo, se entablaban sobre los céspedes de Hamstead y de Primrose-Hill. El día 21 de enero y el de la muerte de la reina, íbamos a rezar en las antiguas capillas, adornadas por nuestras propias manos, y a oír enternecidos la oración fúnebre que pronunciaba un cura emigrado de nuestra aldea. Y luego marchábamos a las orillas del Támesis a ver surgir en las presas los buques cargados con las riquezas del mundo, y a admirar las casas de campo de Richmond, nosotros que tan pobres éramos nosotros que no podíamos albergarnos bajo el techo paterno; todas estas cosas son felicidades verdaderas.

Si en 1822 me recojo a mi casa, no encuentro a ninguno que me abra la puerta, tiritando de frio y tuteándome, que se acueste sobre su jergón a dos pasos del mío, y que se cubra con su pobre ropa, sin otra luz que la de la luna llena: sino que paso al resplandor de las candelabros, entre dos hileras de lacayos, a cuyo extremo me aguardan cinco o seis respetuosos secretarios, y llegó abrumado con las salutaciones de monseñor, milord, excelencia y señor embajador, hasta un salón alfombrado de oro y seda.

Por Dios, señores, déjenme en paz. Basta de milords. ¿En qué puedo serviros? Id a pasar el tiempo en la cancillería, y no hagáis cuenta de que estoy aquí. ¿Pretendéis acaso que tome por lo serio esta pantomima? ¿Me tenéis por tan estúpido que crea haber cambiado de condición porque he mudado de traje? Pero decís que el marques de Londonderry va a venir; que el duque de Wellington ha peguntado por mí; que Mr. Canning me anda buscando; que lady Jersey me aguarda a comer con Mr. Brougbam; que lady Gwidir desea verme a las diez en su palacio d la Opera, y lady Mansfield a las doce en Almacks.

¡Misericordia! ¿Dónde me escondo? ¿Quién me ampara? ¿Quién me salva de esta persecución? ¡Volved a mí hermosos días de miseria y de soledad! ¡Resucitad, compañeros de mi destierro! Vamos antiguos camaradas que compartisteis conmigo el catre militar y el jergón de paja, vamos al campo; vamos al jardinillo de la hostería desdeñada, a beber sobre un banco de madera una mala taza de té, hablando de nuestras esperanzas locas y de nuestra ingrata patria, platicando sobre nuestros dolores, e inventando medios para auxiliamos mutuamente, para socorrer a un pariente nuestro mas menesteroso todavía que nosotros.

Esto es lo que siento y lo que pienso durante mis primeros días de embajada en Londres, y no logro sustraerme a la tristeza que me agobia en mi casa, sino cuando me entrego a otra tristeza menos amarga en el parque de Kensington. Nada ha cambiado por fortuna en él sino los arboles, que están mas altos: solitario como siempre, búscanle los pájaros para construir pacíficamente sus nidos. Ni siquiera es ya moda reunirse en este sitio, como en los tiempos en que Mme. Récamier y la mas hermosa de todas las francesas, le atravesaba, seguida de inmensa muchedumbre. Desde el desierto césped de Kensington me agrada mirar como corren por Hyde-Park los caballos y los carruajes de los elegantes, entre los cuates figura mi tilbury vació, en tanto que yo, vuelto a mi condición de caballero francés emigrado, subo por la alameda en que se paseaba antiguamente leyendo su breviario el confesor expulsado de la patria.

En este parque de Kensington fue donde pensé el Ensayo histórico); repasando en él los apuntes de mi viaje a ultramar, extraje los amores de Atala; y en él finalmente tracé al lápiz el primer boceto de las pasiones de René, después de haber dado un largo paseo por el campo, bajo un cielo opaco, rubicundo y como penetrado de la claridad polar. Cada noche acumulaba el fruto de mis meditaciones al Ensayo histórico o a los Natchez. Los dos manuscritos adelantaban a la par, por mas que a veces me faltara dinero para comprar papel y tuviera que atar las hojas con hebras que arrancaba a las vigas de mi desván para suplir el hilo.

Obra sobre mí el influjo de estos sitios, donde recibí mis primeras inspiraciones; la dulce luz de los recuerdos se refleja en lo presente, y me siento animado a tomar otra vez la pluma. ¡Harto tiempo se pierde en las embajadas! No me ha de faltar espacio, como no me faltó en Berlín para continuar estas memorias, edificio que voy formando con osamentas y ruinas. Mis secretarios quieren irse todas las mañanas a un almuerzo de fonda y a un baile cada noche, ¡en buen hora! Los criados Peter, Valentín y Lewis se escapan a la taberna; las criadas Rosa, Peggy y Maria, salen de paseo a las aceras: lo celebro en el alma. Me dejan la llave de la puerta exterior; el señor embajador se encarga de guardar su casa, y si llaman irá a abrir. Todos se han marchado; me encuentro solo al fin, manos a la obra.

Veinte y dos años hace, como acabo de decir, que bosquejé en Londres los Natchez y la Atala, y precisamente llego con mis memorias a la época en que pasé a América: esto se combina perfectamente. Suprimamos los veinte y dos años, como en efecto están suprimidos en mi vida, y partamos para las selvas del Nuevo Mundo. La relación de mi embajada vendrá a su tiempo, cuando Dios quiera; pero con pocos meses que esté aquí, tendré espacio para pasar de la catarata del Niágara al ejército de los príncipes reunidos en Alemania, y de este a mi retirada a Inglaterra. Bien puede el embajador de Francia referir la historia del emigrado francés en tos mismos sitios en que este vivía desterrado.

Londres, de abril a setiembre de 1822.

Travesía del Océano.

El libro anterior termina con mi embarque en Saint-Malo. No tardamos en salir del canal de la Mancha y en reconocer al Atlántico por las inmensas oleadas que venían del Oeste.

Difícil es para una persona que nunca ha navegado, formarse una idea exacta de las sensaciones que agitan a quien no encuentra donde quiera que tienda la vista desde su bajel, mas que la las ceñuda del abismo. En la vida peligrosa del marinero hay una independencia relacionada en cierto modo con la ausencia de la tierra; déjanse en la orilla las pasiones de los hombres, y entre un mundo que se abandona y otro que se va a buscar, la única patria, el único objeto de amor es el elemento sobre el cual se camina río hay ya deberes que cumplir, ni visitas que hacer, ni periódicos, ni política; el idioma mismo de los marineros no es el ordinario, sino la lengua que hablan el Océano y el cielo, la calma y las tempestades. Se vive en un universo de agua, en medio de criaturas cuyo traje y afecciones, cuyos modales y cuyo rostro en nada se parecen a los pueblos autóctonos; tienen la resistencia del lobo marino y la ligereza del pájaro; en su frente no se pintan las penas de la sociedad, y las arrugas que la cruzan, hondas como los repliegue de una vela recogida, se deben menos a la edad que a las brisas, cual sucede con las del mar. La piel de estas criaturas, impregnada de sal, es rubicunda y dura como la superficie del escollo azotado por las olas.

Los marineros se apasionan de sus barcos, y lloran de dolor al abandonarlos y de ternura al volver a ellos. En vano quieren vivir en el seno de su familia; juran cien veces que no han de exponerse nuevamente al mar; pero les es tan imposible cumplir su palabra, como a un joven arrancarse a los brazos de su querida, por mas infiel e irrefrenable que sea.

No es raro encontrar en los docks de Londres y de Plymouth sailors o marineros que han nacido en un buque, y que desde su infancia hasta su vejez no han pisado una vez siquiera la orilla; ven la tierra desde su flotante cuna, y les basta ser espectadores de un mundo en que nunca han entrado. En aquella existencia, reducida a tan pequeño espacio, entre nubes y abismos, todo se anima para el hombre de mar; y una áncora, una vela; un mástil o un cañón, son personajes dignos de cariño y con historia propia.

Esta vela se desgarró en la costa del Labrador; el maestro de aparejos le echó la pieza que tiene ahí.

Esta ancla salvó al buque cuando saltaron las demás enmedio de los corales de las islas Sandwich.

Este palo se rompió en una borrasca junto al cabo de Buena Esperanza; era de una sola pieza; ahora que tiene dos, resiste doble.

Este cañón fue el único que no quedó desmontado en el combate de la Chesapeake.

Las noticias de a bordo son sumamente satisfactorias; se acaba de echar la corredera, andamos diez millas.

Son las doce y el cielo está raso; han tomado la altura; nos hallamos a tal latitud.

En la última cingladora se han adelantado tantas leguas de camino derecho.

La declinación de la aguja es de tantos grados; nos vamos acercando al Norte.

Cae despacio la arena de los relojes; tendremos lluvia.

Se ha observado procellarias en la estela; habrá temporal.

Al Sur se divisan peces voladores: calmará el tiempo.

Se despejan las nubes al Oeste; allí pica el viento, mañana saltará por aquel lado.

Cambia el agua de color, se vea flotar palos y ramas; pasan gaviotas y ánades; un pajarillo se ha parado en las vergas; conviene poner el cabo a popa, porque estamos cerca de tierra y hay peligro en llegar de noche.

En el gallinero habita siempre un gallo favorito y sagrado, por decirlo así, que sobrevive siempre a todos los domas; debe su fama a haber cantado durante un combate, como en el corral de una alquería en medio de su serrallo. Allá en la bodega se alberga a gato de piel rayada, cola sin pelo y bigotes cerdosos; firme sobre sus patas, sabe como ninguno seguir el balance y cabeceo del buque; dos veces ha dado la vuelta al mundo, y en cierto naufragio se salvó sobre una pipa. Los grumetes alimentan al gallo con bizcocho mojado en vino, y el señor gato tiene el privilegio de dormir cuando le place en el witchoura del teniente.

Un marinero y un labrador viejos se parecen mucho; cierto que sus cosechas son diferentes, y que mientras el uno sigue una vida errante, el otro no abandona jamáis su heredad; pero los dos conocen igualmente las estrellas y predicen el porvenir al trazar sus surcos. Son profetas del segundo la alondra, et piti rojo y el ruiseñor; del otro lo son la procelaria, el chorlito y la golondrina. Cada noche se retira este a su soltado y aquel a su cabaña; frágiles viviendas azotadas por el huracán, que no logra alterar la tranquilidad de sus conciencias.

«If the wind tempestuous is blowing,

Still no donger they descry:

The guiltess heart us boon bestowing,

Shootes tem with its Lullaby, etc.»

Memorias de ultratumba Tomo I
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