38.
Mr. Monet, director de teatros, iba algunas veces con una hija suya a interrumpir mi soledad, enviado por Mme. Ginguené; colocábase Mlle. Monet en la delantera del palco; y yo me sentaba a sus espaldas cutre aburrido y satisfecho. No sé si me gustaba aquella joven, ni si la amaba; pero francamente, lo temía: cuando se ausentaba, comenzaba a echarla de menos, alegrándome al mismo tiempo de no tenerla delante. Algunas veces me resolvía sin embargo de esto a ir a buscarla a su casa, con trasudores mortales, para acompañarla a paseo. Yo la daba el brazo, y aun creo que apretaba de vez en cuando el suyo.
Dominábamos ya la idea de pasar a los Estados Unidos; mas, como quería que mi expedición tuviese un objeto útil, me propuse (como dejo ya dicho en. estas Memorias y en otras varias obras) el descubrir el paso del Noroeste de América. No repugnaba este proyecto a la parte poética de mi naturaleza. Nadie pensaba en mi: era como Bonaparte un triste alférez completamente desconocido; ambos íbamos a salir de la oscuridad por la misma época: yo a buscar mi reputación en la soledad, y él a buscar su gloria en me dio de los hombres. No hallándome, pues, ligado a ninguna mujer; mi antigua sílfide asediaba todavía mi imaginación; y el realizar con ella mis fantásticas excursiones en las selvas del Nuevo Mundo, constituía para mí una felicidad. Merced a la influencia de una naturaleza diferente, mi flor de amor, mi anónimo, fantasma de los bosques de Armórica, se transformó en Atala bajo las espesuras de la Florida.
Mr. de Malesherbes me alborotaba también con aquel viaje. Todas las mañanas iba a verle, y en su casa pasábamos horas enteras inclinados sobre los mapas; comparábamos las diferentes trazas del círculo ártico; calculábamos las distancias del estrecho de Bering al fondo de la bahía de Hudson; leíamos relaciones de navegantes y viajeros ingleses, holandeses, franceses, rusos, suecos y daneses; estudiábamos los caminos que deberían seguirse por tierra hasta llegar a la orilla del mar polar, y discurríamos acerca de las dificultades que habría que vencer y las precauciones que convendría tomar contra el rigor del clima, las fieras y la escasez de víveres. Mi ilustre compañero de trabajos me decía: «Si fuera mas joven, marcharía con vd., y así me ahorraría el espectáculo de tantos crímenes, cobardías y locuras como en Francia estamos presenciando. Pero a mi edad, cada cual debe morir en el sitio en que se halla. No deje vd. de escribirme por todos los buques, y de comunicarme sus progresos y descubrimientos; los haré valer en el ministerio. ¡Lastima es que no sepa botánica!» Al salir de estas conversaciones hojeaba a Tournefort, Duhamel, Bernard de Jussieu, Grew Jaccquin, el Diccionario de Rousseau y las Floras elementales; de allí corría al Jardín de Plantas y ya me daba por un Linneo.
En fin, en el mes de enero de 1791 tomé resueltamente mi partido. El caos se aumentaba de día en día; bastaba tener un nombre aristocrático para verse expuesto a las persecuciones; cuanto mas concienzuda y moderada era una opinión, mas se sospechaba de ella y mas se la perseguía: resolví, pues, levantar mi tienda; dejé en París a mis hermanos y me encaminé a Bretaña.
En Fougéres hallé al marqués de la Rouérie, a quien pedí una carta para el general Washington: EI coronel Armando (nombre con que se conocía al marqués en América) habíase distinguido en la guerra de la independencia americana: luego se hizo célebre en Francia por la conspiración realista que costó tan tristes victimas a la familia de Désiles. Habiendo muerto al organizar aquella conspiración, fue desenterrado y reconocido, y causó involuntariamente la desgracia de sus huéspedes y de sus amigos. Fue rival de La Fayette y de Lauzun, y antecesor de la Rochejaquelein; pero tenía mas talento que ellos; se batió mas veces que el primero, robó operistas como el segundo, e indudablemente habría sido compañero de armas del tercero. Iba con un mayor del ejército americano recorriendo los bosques de Bretaña; en compañía de un mono que llevaba a la grupa de su propio caballo. Los estudiantes de Rennes le querían mucho por su osadía en el obrar, y su libertad de ideas. tenía cuerpo y modales elegantes continente altivo, rostro bellísimo, se parecía, en suma, a los buenos retratos de los nobles alistados en la Liga.
Deseando dar un abrazo a mi madre, elegí para embarcarme el puerto de Saint-Malo. En el libro tercero de estas Memorias dejo dicho cómo pasé por Combourg, y cuáles fueron los pensamientos que allí me asaltaron. En Saint-Malo me detuve dos meses ocupado en los preparativos de mi viaje, de igual manera que cuando proyecté marchar a las Indias.
Cerré mí ajuste con un capitán llamado Desjardins, quien debía llevar basta Baltimore al padre Nagaull, superior del seminario de San Sulpicio, y a varios seminaristas que a cargo de éste iban. Mejor me hubiera estado su compañía cuatro años antes; de cristiano celoso que había sido, me había convertido en incrédulo, en entendimiento fuerte, que es como decir entendimiento débil. Debíase este cambio en mis opiniones religiosas a la lectura de los libros filosóficos. Creía de buena fe que la inteligencia, dominada por la religión, sufría una parálisis parcial, y que había verdades que no podrán llegar hasta ella por mas superior que fuese, prescindiendo de esto. Mi bendito orgullo me hacia equivocarme de medio a medio porque suponía en el espíritu religioso la ausencia de una facultad de que precisamente carece el espíritu filosófico; la inteligencia miope cree verlo todo, porque conserva los ojos abiertos; pero la inteligencia superior consiente en cerrarlos, porque ve intuitivamente. Otra cosa completaba mi postración; la postración sin causa que en el fondo de mi pecho se albergaba.
Gracias a una carta de mi hermano, escrita desde París para anunciará mi madre la muerte de Mirabeau, conservo en la memoria la fecha en que emprendí mi viaje tres días después de haber llegado aquella carta, entré en el buque, al que ya había enviado anteriormente mi equipaje. Llegó el momento de zarpar; solemne siempre entre los navegantes. El práctico se separó de nosotros al ponerse el sol; dejándonos fuera de la barra. El cielo estaba encapotado, l la brisa era floja, y las olas se estrellaban sordamente en los escollos a algunas brazas de nuestro buque.
No podía yo apartar los ojos de Saint-Malo en donde acababa de dejar a mi madre deshecha en llanto; miraba alternativamente los campanarios y las cúpulas de las iglesias en que tantas veces había rezado con Lucila; las murallas, los fuertes, las torres y las playas, teatro de mis juegos infantiles con Gesril y mis otros compañeros; iba a abandonar a mi querida patria, al morir en ella un hombre que con nadie podía reemplazarse; iba a alejarme, igualmente dudoso de la suerte futura de mi país y de la mía propia: ¿Quién debía perecer? ¿La Francia o yo? ¿Volvería nunca a aquella Francia y al seno de mi familia?
La calma nos detuvo al anochecer frente a la rada; se iluminó la ciudad y se encendieron los faros; parecía que la trémula luz de mi hogar paterno se sonreía y me daba el último adiós; disipando entre los peñascos las tinieblas de la noche y la oscuridad de las olas.
Solo llevaba conmigo mi juventud y mis ilusiones: desertaba de un mundo cuyo polvo había hollado y cuyas estrellas había reducido a cálculo, yendo en pos de otro mundo en que la tierra y el cielo eran igualmente desconocidos para mí. ¿Qué me hubiera sucedido suponiendo que hubiese alcanzado el objeto de mi viaje? Perdido en las playas hiperbóreas, habrían pasado silenciosos sobre mi cabeza los años de discordia que con tanto estruendo se desplomaron sobre tantas generaciones; la sociedad hubiera renovado su faz durante mi ausencia. Es probable que nunca hubiera tenido la desgracia de escribir: hoy se ignoraría mi nombre, o gozaría de una de esas pacíficas reputaciones inferiores a la gloria, desdeñadas por la envidia, y que son patrimonio de la felicidad. ¿Quién sabe sino habría atravesado nuevamente el Atlántico y si me hubiera instalado en las soledades, por mi cuenta y riesgo exploradas y descubiertas, como un conquistador en medio de sus posesiones?
Mas no; debía regresar a mi patria para trocar en ella miseria por miseria, para ser otra cosa de lo que había sido. La mar, en cuyo regazo nací, era desde aquel día la cuna de mi segunda vida; en ella me mecía, durante mi primer viaje, como en el seno de mi nodriza, como en los brazos de la que recibió mis primeras lágrimas, y fue depositaria de mis primeros placeres.
A falta de brisa nos arrastró el reflujo, y las luces del puerto fueron disminuyendo poco a poco hasta que desaparecieron. Abrumado de reflexiones, de vagas pesadumbres y de esperanzas mas vagas todavía, bajé al camarote, me acosté y me abandoné al movimiento de mi hamaca, y arrullado por las ondas que lamian los costados del barco. Surgió el viento por fin; hincháronse las velas, sueltas sobre el tope de los mástiles, y cuando subí a cubierta al siguiente día, ya no se divisaba la tierra de Francia.
Aquí comienza a cambiar mi destino. ¡Al mar otra vez! ¡Again to sea! (Byron).
Londres, de abril a setiembre de 1821.
Revisado en diciembre de 1846.