15.
Hicimos una parada para comer en una abadía de benedictinos, que acababa de reunirse al monasterio de que dependía, por carecer del número suficiente de monjes. Encontramos en ella al pobre procurador a cuyo cargo estaban los bienes muebles y la explotación del arbolado, y el que mandó que nos sirvieran una excelente comida de vigilia en la biblioteca del prior. Comimos gran cantidad de huevos revueltos con carpas y lenguados. Al través de las ventanas de un claustro se veían sicomoros, que habían crecido a la orilla de un estanque, y a los cuales estaban dando por el pie: cuando a fuerza de hachazos estaba el tronco suficientemente hendido, se bamboleaba la cima, y al poco rato caía al suelo: este espectáculo nos entretuvo algunos instantes. Algunos carpinteros, que vinieron de Saint-Malo, les cortaban las ramas verdes, como se corta una fresca cabellera, o como se labran los troncos caídos. Mi corazón padecía extraordinariamente al ver el destrozo hecho en aquellos bosques, y aquel monasterio desierto. El saqueo general de las casas religiosas me recordó después el despojo de la abadía, que vino a ser para mí un pronóstico.
Cuando llegamos a Saint-Malo, fui a parar a casa de marqués de Caússaus, en cuya compañía recorrí las calles del campamento. Las tiendas, los pabellones de armas, los caballos atados a unas estacas, el mar, los buques, las murallas y las torres de la ciudad, formaban un conjunto magnífico. Aquel día, vi pasar junto a mí a todo escape sobre un soberbio corcel, y con uniforme de húsar, a uno de esos hombres con cuya muerte acaba un mundo; al duque de Lauzun. El príncipe de Carignan, que también había venido al campamento, casó con la hija de Mr. Boisgarin, la que, a pesar de su pequeña cojera, era lindísima: este matrimonio causó mucho ruido, y dio margen a un pleito, que está siguiendo todavía Mr. Lacretelle, el mayor. Pero, ¿qué relación tiene todo esto con mis memorias? «A medida que mis amigos íntimos, dice Montaigne, van recordando los pormenores de los acontecimientos que refieren, toman de tan atrás su narración, que si el cuento es bueno, dan al traste con la bondad de los oyentes, y si no lo es, se ve uno precisado a maldecir su feliz memoria, o su desgraciado juicio. He oído referir muchos sucesos llenos de chiste, que eran sin embargo empalagosos en boca del narrador.» Mucho temo llegar a ser este señor.
Mi hermano estaba en Saint-Malo cuando Mr. de La Morandais me dejó en su casa. Una noche me dijo «Voy a llevarte al teatro; ponte el sombrero,» Esta noticia me hizo enloquecer en tales términos, que bajé al sótano en busca de mi sombrero, en lugar de dirigirme al piso alto. Acababa de desembarcar una compañía de cómicos de la legua. Yo había visto en la calle aquel mismo día una compañía de polichinelas; pero suponía que los del teatro debían ser mucho mejores.
Llegué, pues, con el corazón palpitante a un teatro de madera, situado en una desierta calle de la ciudad, y por cuyos mugrientos corredores penetré con cierta sensación de pavura. Abriose una puertecita en uno de ellos, y entré con mi hermano en un palco, que estaba casi lleno de gente.
El telón estaba alzado, y la función había empezado ya: representábase El Padre de familia. Lo primero que llamó mi atención, fueron dos hombres que se paseaban en las tablas hablando mano a mano, y los cuales atraían las miradas de todo el mundo. En un principio creí que eran los directores de los polichinelas, que hablaban confidencialmente ante el chiribitil de Mme. Gigogne, esperando a que llegase el público; pero no dejaba de chocarme, sin embargo, el que hablasen en voz alta de sus asuntos privados, y el que los escucharan todos con el mas profundo silencio. Mi sorpresa creció de punto cuando vi salir a otros personajes que accionaban con los brazos, y especialmente cuando noté que echaban todos a llorar, como si el dolor de unos se hubiese contagiado a los otros. El telón cayó sin haber comprendido yo una palabra de lo que veía. Mi hermano bajó al foyer 16. En el entreacto, dejándome solo en medio de desconocidos, y a causa de mi timidez, como en un potro: en aquel instante hubiera preferido hallarme en él mas apartado rincón de mi colegio. Tal fue la primera impresión que produjo en mí el arte de Sófocles y de Moliere.
El tercer año de mi estancia en Dol, fue notable para mí por las bodas de mis dos hermanas mayores: Mariana casó con el conde de Marigny, y Benigna con el conde de Quebriac. Ambas marcharon con sus maridos a Fougéres, dando la primera señal de la dispersión de una familia, cuyos individuos debían separarse bien pronto. Mis hermanas recibieron la bendición nupcial en Combourg, el mismo día, a la misma hora y en el mismo altar, en la capilla del castillo. Durante la ceremonia, mi madre y ellas vertían abundante lágrimas; su dolor me sorprendió entonces en extremo; ahora comprendo perfectamente la causa. No puedo asistir a un bautizo o a una boda sin sonreírme amargamente, o sin experimentar una opresión de corazón. Después de la desgracia de nacer, no conozco otra mayor que la de dar la vida a un hombre.
Aquel mismo año se verificó una revolución en mi persona y en mi familia. La casualidad hizo caer en mis manos dos libros muy distintos; un Horacio de los primitivos, y una historia de las Confesiones mal hechas. El trastorno que introdujeron en mis ideas estos dos libros, es imponderable: el uno me hacia entrever secretos incomprensibles a mi edad, una existencia diferente a la mía, placeres muy superiores a mis juegos, y encantos de una especie desconocida para mí, en un sexo, del cual no conocía mas que a mi madre y hermanas: el otro mostraba a mi imaginación espectros arrastrando cadenas y vomitando llamas, que me revelaban los suplicios eternos, destinados para el que calla un solo pecado. Perdí el sueño; por la noche me parecía ver en torno mío, y al través de las cortinas de mi lecho, manos negras y blancas: figurábame que las últimas estaban maldecidas por la religión, y esta idea acrecentó el espanto que me infundían las sombras infernales. En vano buscaba en el cielo y en el infierno la explicación de este doble misterio. Herido a un tiempo mismo física y moralmente, mi inocencia seguía luchando contra las borrascas de una pasión prematura y los terrores de la superstición.
Desde entonces noté que saltaban en mí algunas chispas de este fuego, que es la trasmisión de la vida. Meditaba sobre el libro cuarto de la Eneida, y leía et Telémaco: de pronto descubrí en Dido y en Eucaris, bellezas que me arrebataron, y no pude menos de ser sensible a la armonía de aquellos versos admirables, y de aquella prosa antigua. Un día traduje en voz alta el Aeneadum genitrix, hominun divumque voluptas, de Lucrecio, con tanto calor, que Mr. Egault me arrancó el poema de las manos, y me dio las raíces griegas. En otra ocasión pude ocultar un Tibulo, y cuando llegué al Quam juvat immites ventos audire cubautem, aquellos sentimientos de voluptuosidad y melancolía me revelaron en cierto modo mi propia naturaleza. Los tornos de Massillon, que contenían los sermones de la Pecadora y del Hijo pródigo, no se me caían de las manos. No tuvieron inconveniente alguno en permitirme que los leyese, porque no sospechaban todo lo que yo hallaba en ellos. Muchas veces hurtaba en la capilla cabos de vela para leer por la noche las descripciones seductoras de los desórdenes del alma, y me dormía balbuceando algunas frases incoherentes a las cuales quería trasmitir la dulzura, el número y la gracia del escritor, que ha sabido poner en prosa mejor que otro alguno la euphonia Raciniana.
Sí he pintado después, en el trascurso de mi vida, con alguna verdad los arrebatos del corazón, mezclados con la sindéresis cristiana, estoy persuadido de que es debida únicamente a la casualidad que me hizo conocer a un mismo tiempo dos imperios enemigos. Los estragos que un mal libro hizo en mi imaginación, se remediaron con los terrores que me inspiró otro; estos últimos fueron languideciendo poco a poco con los muelles pensamientos que me habían dejado los cuadros expuestos a mi vista sin velo alguno.
Dieppe, 31 de octubre de 1812.
Aventura de la marica.— Terceras vacaciones en Combourg.— El charlatán.— Vuelvo a entrar en el colegio.
El proverbio de que un mal no viene nunca solo, puede ser extensivo también a las pasiones, que van reunidas como las musas o coma las furias del averno. Al mismo tiempo que la inclinación que comenzó a atormentarme, nació en mi el honor; esa exaltación, del alma que conserva al corazón incorruptible en medio de la corrupción; especie de principio reparador colocado cerca de un principio voraz, como la fuente inagotable de los prodigios que el amor exige a la juventud, y de los sacrificios que la impone.
Cuando hacia buen tiempo, los colegiales salían a pasear los jueves y los domingos. Las mas de las veces nos llevaban al Mont-Dol, en cuya cúspide había unas ruinas galo-romanas: desde lo mas elevado de aquel aislado cerro la vista abarcaba el mar y los salobres pantanos, donde sé veían fosforecer por la noche fuegos fatuos, luz de los hechiceros, que arde hoy en nuestras lámparas. Otro de lo sitios adonde se dirigían nuestros paseos, eran a los prados que circuyen un seminario de Eudistas, nombre derivado de Eudes, hermano del historiador Mézerai, fundador de su congregación.
Un día del mes de mayo, que estaba de director de semana el abate Egault, nos condujo a este paraje; en estas ocasiones, se nos permitía una libertad bastante amplia en nuestros juegos; pero nos estaba terminantemente prohibido el subir a los árboles. El director nos dejó en un sitio cubierto de yerba, y su apartó de nosotros para meditar en su breviario.
Había a los lados del camino unos cuantos olmos, y en la cima del mas alto se veía un nido de maricas que excitaba nuestra admiración en tales términos, que nos designábamos mutuamente a la madre acostada sobre sus huevos, manifestando al mismo tiempo los deseos mas vehementes de atrapar tan soberbia presa. Pero ¿quién era el valiente que se atrevía a intentar tan peligrosa aventura? Estaba tan cerca el director, y era tan severa la orden, y el árbol tan alto!.. Las esperanzas de todos se concentraron en mí, yo sabia trepar como los gatos. Hiciéronme vacilar; la gloria de la aventura me fascinó; decidime al fin a quitarme la casaca; me abrace al olmo, y empecé a subir. El tronco no tenía ramas hasta llegar a las dos terceras partes de su altura, donde formaba una horquilla, en una de cuyas puntas estaba el nido.
Mis camaradas, reunidos bajo el árbol, aplaudían mis esfuerzos, dirigiendo su vista hacia mí, y hacia el sitio por donde podía venir el director, pateando de gozo con la esperanza de verme coger los huevos y muriéndose de miedo por la inminencia del castiga. Yo seguí encaramándome hasta llegar adonde se hallaba el nido; la marica echó a volar; cogí los huevos; me los metí entre la camisa, y emprendí el descenso. Desgraciadamente se me fueron los pies, y quedé a horcajadas sobre una rama. Como el árbol estaba esquilmado, no encontré a derecha e izquierda ningún punto de apoyo para levantarme, y quedé suspendido en el aire a cincuenta pies de altura.
De repente oí un grito; «Que viene el director!» y mis amigos me abandonaron, como es costumbre. Solo uno; llamado Le Grobbien, trató de auxiliarme; pero bien pronto se vio precisado a renunciar a su generosa empresa. Ningún otro medio me quedaba para salir de tan crítica posición que asirme con las manos; a una de las puntas de la horquilla, y ver si conseguía apoyar los pies en el tronco por encima de su división. Al ejecutar esta maniobra, mi vida corrió un grave riesgo. A pesar de mis tribulaciones, no quise desprenderme de mi tesoro; pero mas me hubiera valido tirarlo; como he tirado después otros muchos. Al descender por el tronco, me desollé las manos, el pecho y las piernas, y los huevos se hicieron una tortilla; esto fue lo qué me perdió. El director no me había visto sobré el olmo, y pude esconder sin gran dificultad la sangre de mis rasguños; pero no hallé medio alguno para ocultarle el vivo color de oro con que estaba manchado. «Está bien, caballero, me dijo el director; va usted a probar las disciplinas.»
Si me hubiese dicho este hombre, que conmutaría esta pena en la de muerte, estoy seguro de que hubiera hecho un movimiento de gozo. La idea de la vergüenza no se me había ocurrido durante mi educación salvaje: no ha habido en mi vida época alguna, en la que no hubiera preferido los suplicios mas crueles al horror de tener que ruborizarme ante una criatura viviente. Mi corazón se indignó de tal manera, que repliqué al abate Egault, no con el acento de un muchacho sino con el orgullo de un hombre, que no estaba dispuesto a consentir jamás, que ni él ni nadie me levantase la mano. Esta respuesta aumentó su coraje; me llamó rebelde, y me prometió hacer conmigo un ejemplar. «Allá lo veremos» repuse yo, poniéndome a jugará la pelota con una sangre fría, que le dejó pasmado.
Cuando volvimos al colegio, me llamó el director a su cuarto, y me mandó que me sometiese al castigo. Mis sentimientos exaltados cedieron entonces la plaza a un torrente de lágrimas. Hice presente al abate Egault que recordara que me había enseñado el latín; que era su discípulo y su hijo, y que, por lo tanto, esperaba que no querría deshonrarme y hacer insoportable para mí la presencia de mis compañeros; que podía encerrarme en una prisión a pan y agua, privarme de las horas de recreo y duplicar mi trabajo: que le agradecería infinito que usase conmigo de esta clemencia, y que le querría mucho mas en adelante. Todas mis instancias fueron inútiles: pero viendo que permanecía sordo a mis ruegos, me levanté lleno de rabia, y le apliqué en las espinillas tan descomunal puntapié, que dio un grito penetrante. Levantose enfurecido, y dirigiéndose a la puerta de su cuarto, la cerró dando dos vueltas a la llave, y se precipitó en seguida sobre mí. Corrí a atrincherarme detrás de su cama, y me dio dos correazos: agarré en seguida un cobertor de su cama, me envolví en él, y exclamé animándome a mí mismo al combate
Macte animo generose puer!
Esta erudición de estudiante de súmulas hizo reír, a pesar suyo, a mi enemigo: propúsome un armisticio, y concluimos un tratado; ya me avine a ponerme a discreción del abate, el cual, tuvo a bien sustraerme al castigó que había rechazado. Cuando el excelente cura pronunció mi absolución, le besó la manga con tanta efusión de alma y de reconocimiento, que no pudo menos de echarme su bendición. Así terminó el primer combate, en el cual me obligó a rendirme este honor, que ha llegado a ser el ídolo de mi vida, y al que he sacrificado tantas veces reposo, placeres y fortuna.
Las vacaciones durante las cuáles cumplí doce años, fueron tristes: el abate Leprincé me acompañó a Combourg, y no salía sino con él: casi todos los días dábamos largos paseos sin determinada dirección. El pobre hombre se moría de tedio, y de consiguiente estaba melancólico y taciturno; tampoco yo me hallaba muy contento. Muchas veces caminábamos horas enteras uno en pos de otro sin hablar una palabra. Un día que nos extraviamos en los bosques, sé volvió Leprince hacia mí y me dijo: «¿Qué camino deberemos seguir?» Yo le contesté sin vacilar: «El sol toca ya a su ocaso; a estas horas da en la ventana de la torre principal; ¡de consiguiente marchemos por aquí.» Mr. Leprince refirió por la noche a mi padre este incidente que bastó para revelar al futuro viajero. Cuando después he visto ponerse el sol en las selvas de la América, no podía menos de acordarme de los bosques de Combourg: mis recuerdos se convierten en eco.
El abate Leprince deseaba que me diesen un caballo; pero mi padre era de opinión que un oficial de marina no debía saber manejar mas que su buque. Veíame reducido por lo tanto a montar a escondidas dos enormes yeguas de tiro, o un grande caballo pio, que no era, como la de Pio Turena, uno de esos corceles llamados por los romanos desultorios equos, y adiestrados para socorrer a su dueño; era un Pegaso lunático de endiablado trote, que me mordía las piernas cuando quería obligarle a saltar alguna zanja. Los caballos no me han llamado nunca la atención, aun cuando he traído a veces la vida de un tártaro, y los efectos que mi primera educación hubiera debido producir, monto con mas elegancia que seguridad.
Las tercianas cuyo germen había traído de las marismas de Dol, me libertaron de Mr. Leprince. Acertó a pasar por la aldea un curandero que llevaba entre otros antídotos, el de las tercianas, y mi padre, que no tenía confianza en los médicos y creía en los charlatanes, envió a llamar al empírico, quien declaró que me curaría en veinte y cuatro horas. A la mañana siguiente volvió vestido con una casaca verde guarnecida de oro, con peluca empolvada, anchos vuelos de muselina sucia, llenos los dedos de brillantes falsos, con calzones de raso negro usado, medias blancas azuladas, y zapatos con enormes lazos.
Abrió las cortinas de mi cama, me tomó el pulso, me hizo sacar la lengua, murmuró con acento italiano algunas palabras acerca de la necesidad de purgarme, y me dio a comer un pedacito de caramelo. Mi padre aprobaba el método del curandero, porque estaba empeñado en que todas las enfermedades proceden de indigestión, y en que para toda especie de males era preciso purgar a un hombre hasta que no le quedase en el cuerpo otra cosa que la sangre.
A la media hora de haber tragado el caramelo, me vinieron unos vómitos horribles, pusiéronlo en conocimiento de Mr. de Chateaubriand, y quería arrojar al pobre diablo por la ventana de la torre. Espantado este, se quitó la casaca, se remangó los vuelos de la camisa y principió a hacer los gestos mas grotescos del mundo. A cada movimiento que hacia, giraba su peluca en diversas direcciones: repetía mis gritos como un eco y añadía después: ¿Qué es esto, señor Lavandier? Este señor Lavandier era el farmacéutico de la aldea, al que habían llamado para que viniera en mi auxilio. En medio de mis dolores, yo no podía decir si eran las drogas de aquel hombre las que me mataban, o las carcajadas que me arrancaba a despecho mío.
Contuviéronse al fin los efectos de aquella excesiva dosis de emético, y principié a restablecerme. Durante toda la vida no hacemos mas que vagar en torno de la tumba; nuestras diferentes enfermedades son unas ráfagas que nos aproximan mas o menos al puerto. El primer muerto que vi era un canónigo de Saint-Malo, que yacía sobre su lecho, y cuyo semblante estaba descompuesto por las últimas convulsiones. La muerte es hermosa y amiga nuestra; pero no la reconocemos, porque se presenta a nosotros enmascarada, y su careta nos infunde espanto.
Al terminar el otoño volvieron a enviarme al colegio.
Vallée-aux-Loups, diciembre de 1813.
Invasión de la Francia. —Juegos. —El abad de Chateaubriand.
Desde Dieppe, adonde se me había obligado a refugiarme por una orden expresa de la policía, se me permitió regresar a la Vallée-aux-Loups, en donde continuo mi narración. La tierra tiembla bajo los pies del soldado extranjero, que en este mismo momento invade mi patria: escribo como los últimos romanos, al ruido de la invasión de los bárbaros. De día trazo páginas tan agitadas como los sucesos de la época 17, por la noche, mientras que el estruendo del cañón espira en mis bosques, vuelvo los ojos al silencio de los años que duermen en la tumba, a la par de mis recuerdos de la infancia. ¡Qué corto y estrecho es lo pasado de un hombre, al lado del vasto presente de los pueblos, y de su inmenso porvenir!
Las matemáticas, el griego y el latín me absorbieron todo el invierno en el colegio. Las horas que no estaban consagradas al estudio, las dedicaba a esos juegos del principio de la vida, los cuales vienen a ser unos en toda la tierra. El muchacho inglés, el alemán, el italiano, el español, el iroqués y el beduino, se entretienen en hacer rodar el aro, y en jugar a la pelota. Los muchachos de todos los países, hermanos de una gran familia, no pierden los rasgos de su semejanza hasta que pierden su inocencia. Modificadas entonces las pasiones por los climas, los gobiernos y las costumbres, las naciones difieren entre sí; el género humano cesa de entenderse y de hablar un mismo lenguaje: la verdadera Babel es la sociedad.
Una mañana que estaba muy entretenido con una partida de barra en el patio grande del colegio, me pasaron aviso de que preguntaban por mí. Seguí al criado hasta la puerta exterior, y hallé en ella a un hombre grueso, colorado, de bruscos e impacientes modales, y aspecto feroz, que llevaba un bastón en la mano, una enorme peluca negra, mal hecha, una sotana desgarrada y recogida en la faja, zapatos llenos de lodo, y medias agujereadas por el talón: «Pillastruelo, me dijo sin andarse con rodeos, ¿no es vd. el caballero de Chateaubriand de Combourg? —Si señor; le respondí aturdido por su apostrofe,— Y yo, repuso él, poco menos que echando espuma por la boca, soy el último jefe de vuestra familia; soy el abad de Chateaubriand de la Guerande; míreme vd. bien. El orgulloso abad metió la mano en el bolsillo de sus viejos calzones de pana, sacó un escudo de seis francos enmohecido y envuelto en un grasiento papel, y arrojándomele a la cara, continuó su camino a pie, rezando maitines con aire incomodado. Después he sabido que el príncipe de Condé había ofrecido a este vicario mayúsculo el preceptorado del duque de Borbón. Picado el abad de semejante ofrecimiento, respondió, que el príncipe, poseedor de la baronía de Chateaubriand, debía saber que los herederos de esta baronía podían tener preceptores, pero no serlo jamás de nadie. Esta altanería era el defecto capital de mi familia: mi padre la poseía en tan alto grado, que casi se hacia odioso; mi hermano la llevaba hasta el ridículo: su hijo mayor heredó algo de ella. No estoy seguro, a pesar de mis inclinaciones republicanas, de haberme libertado de este defectillo; pero sí lo estoy que he procurado ocultarlo con el mayor esmero.
Primera comunión. —Mi salida del colegio de Dol
Aproximábase la época en que yo debía recibir mi primera comunión; acontecimiento en el cual se decidía en la familia, el estado futuro de un muchacho. Esta ceremonia religiosa equivalía entre los cristianos a la investidura del traje viril de los ciudadanos de Roma. Mme. de Chateaubriand quiso asistir a la primera comunión de un hijo, que después de haberse unido a su Dios, iba a separarse de su madre.
Mi piedad parecía sincera, mi conducta tenía edificado a todo el colegio, mis miradas eran ardientes, y mis repetidos ayunos empezaban a inspirar alguna inquietud a mis maestros. Temiase que mi devoción fuese ya estrenada, y se trataba de moderar mi fervor por medio de una religión ilustrada.
Era mi confesor el superior del seminario de los Eudislas, hombre de cincuenta anos, y de un aspecto rígido, quien me interrogaba con ansiedad tantas cuantas veces me presentaba ante el tribunal de la penitencia. Sorprendido de la lenidad de mis pecados, no sabia cómo conciliar mi turbación con la poca importancia de los secretos que depositaba en su seno. Los preguntas del religioso iban haciéndose mas apremiantes a medida que se acercaba la Pascua florida. — «¿No me oculta vd. nada? me decía Yo le respondía siempre: —No, padre mío.—¿No ha cometido tal o cual pecado? —No padre mío. —Y nunca salía de aquí. Despedíame entonces dudando, suspirando, y lanzándome unas miradas que parecían querer penetrar hasta el fondo de mi alma, al paso que ya me separaba de su lado desfigurado y pálido como un criminal.
La noche anterior al Miércoles Santo, que era el día en que yo debía recibir la absolución, la pasé rezando y leyendo con terror el libro de las Confesiones mal hechas. El miércoles, a las tres de la tarde, partí para el seminario, acompañado de mis padres Toda la fama y vano esplendor que ha adquirido después mi nombre, no hubiera dado a Mme. Chateaubriand un solo instante de orgullo, semejante al que tuvo como cristiana y como madre cuando vio a su hijo dispuesto para participar del gran misterio de la religión.
Cuando llegué a la iglesia, me prosterné ante el altar y permanecí como anonadado. Cuando me levanté para ir a la sacristía, donde me esperaba el superior, temblaban mis rodillas, y no pude pronunciar el Confiteor al echarme a los pies del sacerdote, sino con voz muy conmovida. «Vamos, hijo mío, me dijo, hombre de Jesucristo ¿no ha olvidado nada?» Yo permanecí silencioso. Volvió a dirigirme las mismas preguntas de costumbre, y mí boca pronunció el fatal no, padre mío. El sacerdote se quedó abismado en una meditación profunda, rogó a aquel que confirió a los apóstoles el poder de atar y desatar las almas que le inspirara, y haciendo un esfuerza sobre sí mismo, se preparó para darme la absolución.
Un rayo que hubiese lanzado el cielo sobre mí, me hubiera causado en aquel instante menas espanto: «Espere vd. padre mío, exclamé: ¡no lo he dicho todo!» Aquel terrible juez, aquel delegado del árbitro supremo cuyo semblante me inspiraba tanto temor, se convirtió en el pastor mas tierno, y me dijo abrazándome y vertiendo piadosas lágrimas: «¡Vamos, valor! querido hijo mío.»
No volveré a tener en mi vida un momento semejante: si me hubiesen quitado de encima el peso de una montaña, difícilmente hubiera sentido un consuelo semejante: mí corazón lloraba de placer. Me atrevo a decir que mi honradez fue creada aquel día; ahora conozco que no sobreviviría jamás a un remordimiento: ¡qué terribles nos serán los del crimen, cuando sufrí tanto por haber callado únicamente las debilidades de un niño! ¡Pero cuán divina nos es también esa religión que puede enseñorearse de nuestras buenas facultades! ¿Qué preceptos de moral podrían suplir nunca a las instituciones cristianas?
Dado el primer paso en mi confesión, lo demás ya no me costó ningún esfuerzo: mis travesuras secretas, de las cuales se hubiera reído el mundo, fueron pesadas con la balanza de la religión. El sacerdote se halló bastante indeciso, y deseaba que se retardase mi comunión algún tiempo; pero yo me veía precisado a dejar el colegio de Dol, y a entrar de un momento a otro en el servicio de la marina: él descubrió con gran sagacidad, por el carácter mismo de mis travesuras juveniles, aunque insignificantes, la naturaleza de mis inclinaciones, y penetró antes que nadie lo que yo podía ser: adivinó también mis pasiones futuras, y diciéndome con franqueza lo que hallaba de bueno en mí; me predijo animismo las desgracias que me esperaban. Finalmente, añadió falta tiempo a la penitencia de vd. pero vd. ha lavado sus pecados con una confesión sincera y animosa, aunque tardía. Y alzando la mano pronunció la fórmula de la absolución. Esta segunda vez, aquel brazo fulminante únicamente descargó sobre mí un celestial rocío; incliné la cabeza para recibirle, y lo que entonces sentí participaba de la felicidad de los ángeles. En seguida fui a precipitarme al seno de mi madre, que me esperaba al pie del altar. Ya no parecí el mismo desde entonces a mis maestros y a mis camaradas: caminaba con ligeros pasos, alta la frente y radiantes los ojos con el triunfo del arrepentimiento.
A la mañana siguiente, Jueves Santo, fui admitido a esa ceremonia tierna y sublime, que he ensayado en vano describir en el Genio del cristianismo. Quizás hubiera podido volver a hallar durante ella mis pequeñas humillaciones de costumbre: mi ramo de flores y mis vestidos no eran tan ricos como los de mis compañeros; pero aquel día todo fue dedicado a Dios y para Dios. Conozco perfectamente, todo el valor de la fe. La presencia real de la victima en el Santo Sacramento del altar era para mí tan perceptible como la presencia de mi madre, que estaba a mi lado Cuando tocó a mis labios la sagrada forma, sentí que se iluminaba mi espíritu y temblaba de respeto: el único pensamiento material que bullía en mi mente era el temor de profanar el pan sagrado.
Le pain que de vous propose Sert aux anges d‘aliment,
Dieu-lui même le compose De la fleur de son froment.
Racine