9.

Esta canción la he oído entonar después de un naufragio. Hoy repito todavía sus versos detestables, con tanto placer como, los de Homero: una imagen de Nuestra Señora, adornada con una corona gótica, y vestida con un manto de seda azul, guarnecido con galón de plata, me inspira mas devoción que una virgen de Rafael.

¡Si aquella pacífica Estrella de los mares se hubiera dignado al menos calmar las tribulaciones de mi vida! Pero yo estaba predestinado a sufrir agitaciones y congojas desde mi infancia; como la palmera del árabe, apenas salió mi tallo de la roca, cuando principió a ser combatido por el viento.

La Valée-aux-Loups, junio de 1812

Gesril. —Hervina Magon. —Combate contra dos grumetes.

Ya he manifestado que mi prematura rebeldía contra las maestras de Lucila fue el fundamento de mi mala reputación; un camarada vino a completarla.

Mi tío Mr. de Chateaubriand de Plessis, que se hallaba establecido en Saint-Malo, tenía, lo mismo que su hermano, cuatro hijas y dos hijos. De mis dos primos (Pedro y Armando), con los cuales me junté al instante, Pedro llegó a ser page de la reina, y Armando, a quien destinaban a la carrera eclesiástica, fue enviado al colegio. Pedro entró en la marina así que salió de la clase de pajes, y se ahogó en la costa e África. Armando, que permaneció en el colegio muchos años, dejó la Francia en 1790, sirvió durante toda la emigración, hizo con intrepidez mas de veinte viajes a la costa de Bretaña, embarcado en una chalupa, y al fin murió por la causa del rey en las llanuras de Grunelle el Viernes Santo del año de 1810, como lo he dicho ya y volveré a repetir cuándo refiera su catástrofe 10.

Privado de la compañía de mis dos primos, procuré reemplazarla contrayendo nuevos vínculos.

En el piso segundo de nuestra casa vivía un hidalga llamado Gesril, que tenía un hijo y dos hijas. Este hijo estaba educado de muy distinto modo que yo; era un niño mimado a quien alababan todo cuanto hacia, y cuyo placer favorito era el de andar a golpes, y con especialidad el de excitar a sus compañeros a armar camorra para erigirse en juez de la contienda. Hacia a las criadas que llevaban a pasear los niños las mas pérfidas jugarretas, y se hablaba muchísimo de sus travesuras, que se trasformaban en negros crímenes. El padre se reía de todo esto, y Pepito continuaba siendo el niño mimado de la casa. Gesril llegó a ser el mas íntimo de mis camaradas, y tomó sobre mí un ascendiente increíble: por mi parte aproveché las lecciones de tan excelente maestro, aun cuando mi carácter era diametralmente opuesto al suyo. Yo prefería los placeres solitarios y no gustaba de armar quimera con nadie. Gesril al contrario, era aficionadísimo a los juegos bulliciosos, y gozaba extraordinariamente cuando se hallaba en medio de las trifulcas de los muchachos. Cuando me hablaba cualquier pillastre, Gesril me decía: ¿Cómo sufres eso? Estas palabras me hacían creer que mi honor estaba comprometido, y saltaba a los ojos del temerario; su edad y su estatura no importaban un bledo. Mi amigo presenciaba el combate; y elogiaba mi valor; pero permanecía impasible, y no acudía jamás a prestarme auxilio. Algunas veces levantaba un ejército compuesto de todos los pilluelos que encontraba, los dividía en dos bandos, y los conducía a la playa, donde armábamos a pedradas frecuentes escaramuzas.

Gesril inventó otro juego que parecía mucho mas peligroso: cuando subía la marea y el tiempo estaba de borrasca, las olas que iban a estrellarse al pie del castillo por el lado del gran promontorio, saltaban hasta las torres principales. A veinte pies de altura, y sobre la base de una de estas torres, había un parapeto de piedra, angosto, escurridizo e inclinado, que se comunicaba al revellín que defendía el foso: tratábase, pues, de aprovechar el instante que mediaba entre dos olas para atravesar aquel sitio antes de que se rompiese la segunda y llegara a cubrir la torre. Veíase venir una montaña de agua, que avanzaba bramando, la cual podía arrastrarnos consigo o estrellarnos contra la muralla, si nos retardábamos un minuto. No había uno siquiera de nosotros que se negara a tentar la aventura; pero todos los muchachos palidecían antes de acometerla.

La inclinación que mostraba Gesril de impeler a los otros a trabar pendencias, en las que solo hacia el papel de mero espectador, inducirá acaso a pensar que su carácter no seria después muy generoso, Sin embargo, él fue quien en un teatro mas reducido llegó tal vez a borrar el heroísmo de Régulo: nada mas faltó a su gloria, sino que Roma la presenciara y que Tito Livio la cantara. Habiendo llegado a ser oficial de marina, fue hecho prisionero en Quiberon; pero viendo que los ingleses continuaban, bombardeando al ejército republicano después de terminado el combate, se arrojó al agua, se aproximo a nado hasta los buques, les dijo a los ingleses que suspendiesen el fuego, y les anunció la desgracia y la capitulación de los emigrados. Deseando aquellos salvarle la vida, le arrojaron un cable y le invitaron a que subiese a bordo: "Soy prisionero bajo mi palabra», les dijo agitándose entre las olas: y se volvió nadando a tierra: después fue fusilado con Sombreuil y sus demás compañeros.

Gesril fue mi primer amigo; habiendo sido mal juzgados los dos en nuestra infancia, nos unió el instinto de lo que podíamos valer algún día.

La primera parte de mi historia terminó con dos aventuras, que produjeron un notable cambio en el sistema de mi educación.

Un domingo nos fuimos a la playa por el lado del Abanico de la puerta de Santo Tomás, y caminando a lo largo del Surco, cuyas murallas protegen contra las olas una porción de estacas gruesas clavadas en la arena. Como lo teníamos por costumbre, nos encaramamos a lo alto de los maderos para ver pasar debajo de nuestros pies las primeras ondulaciones del flujo de mar. Todos los sitios estaban ocupados como siempre, y había una porción de muchachas mezcladas con los muchachos. Yo era el que mas próximo me hallaba al mar, y no tenía delante de mi mas que una hermosa niña llamada Hervina Magon, la que se reía de placer, y lloraba de miedo. Gesril estaba al extremo opuesto por el lado de tierra. La marea iba aproximándose ya; hacia bastante viento; y los criados y niñeras gritaban: "¡Baje vd. señorita! baje vd. señorito!» Gesril fue alcanzado por una fuerte ola; cuando esta se sumió entre las estacas, y dio un empujón al muchacho que se hallaba a su lado; éste cayó sobre el que le seguía, y así sucesivamente, hasta que toda la hilera quedó derribada, como si hubiera sido de naipes; pero permaneciendo asidos los unos a los otros: únicamente cayó al mar la niña que se hallaba al extremo de la línea, la que no tenía donde apoyarse. El flujo la arrastro consigo: se oyeron al momento mil gritos de espanto; todas las niñeras se alzaron sus vestidos, entraron en el mar, y fueron apoderándose de sus respectivos muchachos, dándoles de paso unos cuantos cachetes. Hervina fue rescatada también; pero dijo que Francisco la había derribado. Las niñeras caen sobre mí; logro escaparme de sus manos, y echo a correr con objeto de parapetarme en la bodega de casa, a donde llegó también en persecución mía el ejército femenil. Afortunadamente habían salido mi padre y mi madre. La Villeneuve defendía la puerta con un valor heroico, y sopapeaba a la vanguardia enemiga. El verdadero autor del mal acudió también en mi auxilio. Gesril subió a su casa, llamo a sus dos hermanos, y los tres principiaron a arrojar jarros de agua, y tronchos de berzas cocidas sobre las sitiadoras. Al aproximarse la noche se levantó el sitio; pero se propagó por la ciudad este acontecimiento, y el caballero de Chateaubriand, que a la sazón contaba nueve años, pasó por un hombre atroz, por un resto de la banda de piratas que San Aaron había desterrado de su roca.

He aquí la otra aventura.

Algunos días después de lo que acabo de referir, fui con Gesril a Saint-Servan, barrio que se halla separado de Saint-Malo por el puerto mercante. Para llegar a él, cuando está baja la marea, es preciso atravesar unos cuantos puentes angostos; construidos con losas, por debajo de las cuales pasan corrientes de agua; estos puentes quedan de un todo cubiertos con la plenamar. Los criados que nos acompañaban se habían quedado rezagados a bastante distancia de nosotros. Al llegar a uno de los indicados puentes vimos a des grumetes que estaban en el extremo opuesto, y que caminaban en dirección contraria a la nuestra. Gesril me dijo: «¿Dejamos pasar a esos tunos?» y en seguida empezó a gritar: «¡Al agua, patos!» Estos, como buenos grumetes, entendían poco de chanzas, y siguieron avanzando: Gesril retrocedió, nos colocamos a la entrada del puente; cogimos unos cuantos guijarros y se los tiramos a la cabeza. Los grumetes cayeron entonces sobre nosotros, nos hicieron volver pies atrás, y armándose ellos también de piedras, nos llevaron en derrota hasta nuestro cuerpo de reserva, o lo que es lo mismo, hasta que nos incorporamos con nuestros criados. Yo no salí como Horacio, herido de un ojo, si bien recibí en la oreja izquierda tan descomunal pedrada, que casi me la arrancó, y la traía colgando sobre el hombro.

Pero no sentía el daño que me había causado, sino el tener que regresar a casa. Cuando mi amigo venia descalabrado de sus correrías, o traía desgarrado el traje, todos se compadecían de él, le mimaban y acariciaban, y le llevaban ropa para que se mudase: en semejante caso, yo no escapaba nunca sin castigo. El golpe que acababa de recibir no dejaba de ser peligroso, pero La France no logró persuadirme a que entrara en su casa. Fui a ocultarme en el piso segundo, a la de Gesril, quien me vendó la cabeza con una servilleta. Este vendaje le devolvió su bullicioso humor, y le dio por decir que parecía una mitra; transformome en obispo de buenas a primeras, y me hizo cantar misa mayor con él y sus hermanas hasta la hora de comer. El pontífice se vio precisado entonces a bajar al piso principal: el corazón me latía con violencia. Sorprendido mi padre al ver mi semblante descompuesto y manchado de sangre, no me dijo ni una palabra: mi madre dio un grito; La France refirió el lastimoso caso que me había sucedido, disculpándome como pudo; a pesar de todo esto, no me liberté de la correspondiente tunda. El señor y la señora de Chateaubriand mandaron que me curaran la oreja, y resolvieron separarme de Gesril lo mas pronto posible 11.

Yo no sé si fue aquel año cuando vino a Saint- Malo el conde de Artois, a quien obsequiaron con el simulacro de un combate naval. Desde lo mas elevado del bastión de la pólvora vi al joven príncipe que estaba mezclado entre la gente, presenciando desde las orillas del mar este espectáculo: ¡cuantos destinos desconocidos encerraban su brillo y mi oscuridad! Hasta entonces, sino me engaña la memoria, Saint-Malo no había visto mas que a los reyes de Francia Carlos IX y Carlos X.

He aquí el primer cuadro de mi infancia. Ignoro si la severa educación que me dieron es buena en principio; pero mis padres la adoptaron sin designio alguno, o por mejor decir, fue una consecuencia natural de su humor; de todos modos, es lo cierto que merced a ella, sé han diferenciado bastante mis ideas de los demás hombres, y mucho mas cierto todavía, que imprimió en mis sentimientos un carácter melancólico, hijo de la costumbre de padecer en la edad de la debilidad, de la impresión y de los goces.

Se dirá que semejante sistema de educación hubiera podido conducirme a detestar los autores de mis días! Pero no fue así: el recuerdo de sus rigores es para mí casi agradable: venero y estimo sus grandes prendas. Mis camaradas del regimiento de Navarra fueron testigos de los extremos que hice cuando supe la muerte de mi padre. Soy deudor a mi madre de os consuelos de mi vida, puesto que ella fue quien me imbuyó sanos principios de religión: yo recogía las verdades cristianas que salían de su boca como las estudiaba Pedro de Langres por la noche en una iglesia, a la luz de la lámpara que ardía ante el Santísimo Sacramento ¿Se hubiera desarrollado mejor mi inteligencia, habiéndome dedicado al estudio algún tiempo antes? Lo dudo: aquellas olas, aquellos vientos y aquella soledad, que fueron mis primeros maestros, armonizaban mejor acaso con mis disposiciones naturales; tal vez debo a estos salvajes fundadores algunas virtudes que sin ellos hubiera ignorado. Lo cierto es que ningún sistema de educación es en sí preferido a otro: ¿quieren mas los hijos a sus padres, hoy que los tutean y que no les inspiran temor alguno? Gesril era tratado con el mayor mimo, en la misma casa donde me reñían constantemente, y ambos hemos sido hombres de bien, y tiernos y respetuosos hijos. Tal cosa que uno cree perjudicial, es a que mas eficazmente contribuye al desarrollo del talento de un muchacho: y tal otra que le parece a uno conveniente, bastaría por si sola para enervar sus facultades intelectuales. Lo que Dios hace está bien hecho: cuando la Providencia nos destina a representar un papel en la escena del mundo, reserva para sí el cuidado de dirigirnos.

Dieppe, setiembre de 1812.

Carta de Mr. Pasquier.— Dieppe.— Cambió de mi educación.— La primavera en Bretaña.— Bosque histórico.— Campos pelagianos.— Ocaso de la luna en el mar.

El 4 de setiembre de 1812 me remitió Mr. Pasquier, prefecto de policía, la siguiente carta:

Prefectura política.

«El prefecto de policía invita a Mr. de Chateaubriand a que se tome el trabajo de presentarse en su despacho hoy a las cuatro de la tarde, o mañana a las nueve de la mañana.»

El señor prefecto de policía me llamaba para intimarme la orden de que saliera de París, y me dirigí, a Dieppe, cuyo primer nombre fue Bertheville, y la cual tomó el de Dieppe, hace mas de 400 años de la palabra inglesa deep, que significa profundo (surgidero). En 1788 estaba de guarnición en ella con el segundo batallón de mi regimiento: vivir en aquella ciudad, cuyas casas son de ladrillos y sus tiendas de marfil, en aquella ciudad de aseadas calles y hermoso cielo, era refugiarme al lado de mi juventud. Cuando salía a paseo, me dirigía las mas de las veces a las ruinas del castillo de Arques, que están llenas de históricos recuerdos. Todavía existen innumerables personas, que no han olvidado que Dieppe fue la patria de Duquesne. Cuando me quedaba en casa, se ofrecía a mi vista el grandioso espectáculo del mar; desde la mesa ante la cual solía sentarme, contemplaba a aquel mismo Océano que me vio nacer, y que baña las costas de la Gran Bretaña, y en donde he sufrido tan largo destierro: mis miradas vagaban sobre las olas que me llevaron a América, me trajeron a Europa, y me volvieron a llevar a las costas de África y del Asia. Yo te saludo, ¡oh mar, que has sido mi cuna, y el constante objeto de mi admiración! Quiero contarte la continuación de mi historia, si falto en ella a la verdad, tus olas, compañeras inseparables de mi vida, me acusarán de impostor ante los hombres en los venideros tiempos.

Mi madre manifestó siempre grandes deseos de que se me diese una educación clásica. Decía que la profesión de marino, a la cual me destinaban, «no seria acaso de mi gusto,» y por lo que pudiera suceder, le parecía muy conveniente darme una educación aplicable a cualquiera otra carrera. Su piedad la inducia a desear que yo me decidiese por la iglesia. Propuso, pues, que me llevaran a un colegio a estudiar matemáticas, dibujo, esgrima y el idioma inglés, y no habló ni una palabra del latín y el griego, temiendo incomodar a mi padre; pero pensaba interiormente dar orden de que me los enseñaran, privadamente primero, y en público cuando llegara a hacer algunos adelantos. Mi padre accedió a su proposición, y quedó acordado que entraría en el colegio de Dol, cuya ciudad mereció la preferencia por hallarse situada en el camino de Saint-Malo a Combourg.

En el crudo invierno que precedió a mi reclusión escolar, se prendió fuego a la casa en que habitábamos; mi hermano mayor me salvó entonces la vida casi milagrosamente, sacándome con riesgo de la suya, al través de las llamas. Mr. de Chateaubriand, que se había retirado a su castillo, llamó a su esposa su lado, y cuando llegó la primavera fue preciso obedecerle.

La primavera en Bretaña es mucho mas benigna que en las cercanías de París; y florece tres semanas antes. Los cinco pájaros precursores de ella que son: la golondrina, la oropéndola, el cuco, la codorniz y el ruiseñor, llegan con las brisas que se albergan en los golfos de la península armoricana. La tierra se cubre de margaritas, pensamientos, junquillos, jacintos, renunclos y anamosias, como en los parajes abandonados que circundan a San Juan de Letrán, y a la Santa Cruz de Jerusalén, en Roma. Los claros de los bosques se ven matizados de altos y elegantes helechos; los campos cuajados de gayombas y aliagas, resplandecen con sus flores que parecen mariposas de oro. Los setos, a lo largo de los cuales abundan la fresa, la frambuesa y la violeta, están decorados con zarzas, madreselvas y espinos elvares, cuyos tallos, negros e inclinados, producen hojas frutos magníficos. Por todas partes se oye el zumbido de las abejas y el cantó de las aves: los enjambres y los nidos llaman la atención de los muchachos a cada paso. En ciertos sitios resguardados del cierzo, crecen como en Grecia, las adelfas y el mirto, sin cultivo alguno; las brevas maduran tan pronto como en la Provenza, cada árbol frutal, con sus flores de carmín, se parece a un gran ramillete de novia de aldea.

En el siglo XII el bosque de Brecheliant ocupaba los cantones de Fougéres, Rennes, Becherel, Dinat, Saint-Malo y Dol; los francos y los pueblos de la Dommonea lo escogieron para campo de sus batallas. Wace cuenta que se veía en él al hombre salvaje, la fuente de Berenton y un estanque de oro. Un documento histórico del siglo XV, Los usos y costumbres del bosque de Brecilién, confirma el romance de Rou: según los Usos, el bosque es de grande y espaciosa extensión: «hay en él cuatro castillos; un crecido número de magníficos estanques; hermosas chozas donde no hay moscas ni bicho alguno venenoso; doscientos criaderos de árboles; otras tantas fuentes, inclusa la de Belentón, junto a la cual veló sus armas el caballero Pontus.»

Hoy todavía conserva el país algunos vestigios que revelan su origen; cortado en diversas direcciones por zanjas, parece un bosque desde lejos, y tiene analogía con algunas provincias de Inglaterra: en otro tiempo era la mansión de la hadas, y en la continuación de estas páginas, se verá, que yo encontré allí en efecto una sílfide. Algunos ríos, que no son navegables, riegan aquéllos valles angostos, los que están separados unos de otros por pequeñas y arenosas cordilleras, en las cuales se crían acebos y otros arbustos. Por la parte de la costa se suceden los faros, vigías, torres, construcciones romanas, ruinas de castillos de la edad media, y los campanarios de la época del renacimiento: todo está rodeado por la mar; Plinio llamó a la Bretaña Península espectadora del Océano.

Entre el mar y la tierra se extienden los campos pelagianos: fronteras indecisas de ambos elementos; la alondra de tierra y la de mar agitan en ellos sus alas a un mismo tiempo: la barca y el arado, distantes tan solo un tiro de piedra una de otra, van surcando la tierra y el agua. El navegante y el pastor se prestan recíprocamente su lenguaje técnico, el marinero dice, las olas se amontonan, y el pastor, las flotas de carneros 12. Las arenas de diversos colores, las caprichosas labores que forman los mariscos, y las franjas de plateada espuma, guarnecen la orilla amarilla o verde de los sembrados. No recuerdo en cual de las islas del Mediterráneo, he visto un bajo relieve que representaba a las nereidas festonando las guarniciones de la falda de Ceres.

Pero lo que hay en Bretaña de mas admirable, es la salida de la luna por la parte de tierra, y su ocaso en el mar.

Destinada por Dios a ser aya del abismo, la luna tiene sus nubes, sus vapores, sus rayos y sus sombras especiales como el sol; pero al llegar a su ocaso, no se retira sola como este, sino acompañada de un séquito de estrellas. A medida que ya descendiendo sobre mi playa natal hasta los límites del cielo, comunica al mar su calma silenciosa: al poco rato se la ve sumergirse poco a poco en el horizonte, dejando descubierta la mitad de su frente, que se va apagando, inclinándose y desapareciendo entre la muelle intumescencia de las olas. Los astros, inmediatos a su reina, antes de precipitarse en pos de ella, parecen detenerse suspendidos en la cima de las aguas. No bien se ha puesto la luna, cuando un soplo de vienta viene a apagar la imagen de las constelaciones, del mismo modo que se apagan las luces después de una solemnidad.

Partida para Combourg.— Descripción del castillo.

Yo también debía ir con mis hermanas a Combourg: pusímonos, pues, en camino en la primera quincena de mayo. Mi madre, mis cuatro hermanos y yo partimos de Saint-Malo a la salida del sol en una enorme y antigua berlina, con adornos sobredorados, con los estribos por fuera, y bellotas de seda de color de púrpura en las cuatro esquinas de la imperial.. Ocho caballos, enjaezados como las mulas en España, con colleras de campanillas y cascabeles, y con gualdrapa franja de lana de diversos colores, tiraban del carruaje. Mientras que mi madre suspiraba honda y frecuentemente, mis hermanas hablaban hasta por los codos, y yo era todo ojos y oídos para ver y oír, y me llenaba de asombro a cada vuelta que daban las ruedas: aquéllos eran los primeros pasos de un judío errante, que no debía pararse jamás. ¡Y aun si el hombre no hiciese mas que cambiar de sitio! pero sus días y su corazón están sujetos a continuos cambios. Detuvímonos en una aldea de pescadores, situada sobre la plaza de Cancale, para que nuestros caballos tomaran aliento, y en seguida atravesamos las marismas y la ciudad de Dol, tan propensa a tercianas, pasando por la puerta del colegio, a donde yo tenía que volver a los pocos días, y continuando nuestra marcha hacia el interior del país.

Durante cuatro leguas mortales no vimos mas que retamales, eriales apenas roturados, sembrados de trigo negro, cuyas plantas eran cortas y raquíticas y miserables avenas: también encontramos algunos carboneros que llevaban recuas de caballejos de pelo basto y descuidada crin, y una porción de lugareños que traían el cabello largo y zajones de pelleja de cabra, los cuales arreaban con penetrantes gritos a sus acartonados bueyes, y caminaban detrás de una pesada carreta, como los faunos. Al fin descubrimos un valle, en cuyo fondo se veían el campanario de una iglesia situada a la inmediación de un estanque y las torres de un castillo feudal que sobresalían por encima de los árboles de una alameda, cuyas cimas doraban los rayos del sol poniente.

Me veo precisado a hacer una pausa; mi corazón late con tal violencia que repele la mesa en que escribo. Los recuerdos que se despiertan en mi alma me abruman: su número y su fuerza son para mí irresistibles; y sin embargo, ¿qué importancia pueden tener para el resto del mundo?

Al pie de la colina había un arroyo, que vadeamos sin la menor dificultad, y después de seguir el camino real por espacio de una media hora, nos separamos de él, y el coche penetró en un quínconce por una calle de olmedillas, cuyas cimas se entrelazaban unas con otras, formando una verde bóveda sobre nuestras cabezas: todavía recuerdo el instante en que entré en aquel lugar sombrío, y el pavoroso placer que produjo en mi alma.

Al salir de la oscuridad del bosque atravesamos un zaguán plantado de nogales que lindaba con el jardín y con la casa del mayordomo; de aquí pasamos por una puerta abierta en una de las paredes, a un patio cubierto de yerba, llamado el Patio Verde. A la derecha se veían las caballerizas, y un bosque de castaños; a la izquierda otro bosque de castaños también. En el centro del patio, cuyo terreno se elevaba gradualmente, se veía el castillo situado entre dos grupos de árboles. Su triste y severa fachada era una cortina, encima de la cual había una galería cubierta y llena de labores. A los extremos de esta cortina aparecían dos torres desiguales en la fecha, en los materiales, en altura y espesor, que terminaban por almenas cubiertas de un techo puntiagudo, de la misma forma que un gorro puesto sobre una corona gótica.

Se veían algunas ventanas enrejadas, abiertas sin orden alguno en las desnudas murallas. Una gradería ancha, empinada, de veinte y dos escalones, sin rampas y sin pretil, y construida sobre el cegado foso, reemplazaba al puente levadizo y terminaba en la puerta del castillo, abierta en medio de la cortina. Encima de esta puerta estaban las armas de Combourg y los agujeros por los que salían en otro tiempo los brazos y las cadenas del puente levadizo.

El carruaje se detuvo al pie de la gradería, donde encontramos a mi padre que había salido a recibirnos. La reunión de la familia dulcificó tanto por el pronto su humor, que nos hizo la mas dulce acogida. Después de subir los 22 escalones, penetramos en un vestíbulo sonoro, de bóveda ojiva.

De este vestíbulo pasamos a un reducido patio interior, por el que entramos a la sala del edificio que mira al Mediodía sobre el estanque, y que está unido a dos torrecillas. El cuerpo entero del castillo tiene la figura de un carro de cuatro ruedas. Después de andar un corto trecho, encontramos a piso llano una sala que se llamaba en otro tiempo la Sala de los Guardias. En cada uno de sus extremos había una ventana, y otras dos en la línea lateral. Para ensanchar las cuatro había sido preciso perforar muralla de ocho a diez pies de espesor. De los dos ángulos exteriores de la sala partían dos corredores de plano inclinado, como el corredor de la gran pirámide, que conducían a las dos torrecillas. Una escalera de caracol abierta en una de ellas, facilitaba la comunicación de la sala de los Guardias con el piso superior; tal era la distribución de este cuerpo de edificio.

El de la fachada de la torre principal, por el lado del Patio Verde, se componía de una especie de dormitorio cuadrado y oscuro que serbia de cocina, del vestíbulo y de una capilla. Encima de estas piezas estaba el salón de los Archivos o de los Blasones, o de los Pájaros, o de los Caballeros, llamado así por su techo lleno de escudos de armas iluminadas, y de pájaros pintados. Los alféizares de las ventanas, angostos y sobrecargados de adornos, eran además tan profundos que formaban una especie de gabinetes, alrededor de los cuales había bancos de granito. Añádase a todo esto los pasadizos y escaleras secretas que abundaban con profusión en las diversas partes del edificio, los calabozos y azoteas, un laberinto de galerías cubiertas y descubiertas, subterráneos amurallados, cuyas ramificaciones eran enteramente desconocidas, y el silencio, la oscuridad y la aglomeración de piedra que se veía por todos lados, y se formará una idea exacta del castillo de Combourg.

Una comida que nos sirvieron en la sala de los Guardias, y de la que disfruté sin oposición de ninguna especie, dio término a la primera jornada feliz de mi vida. La verdadera felicidad cuesta poco: cuando es demasiado cara, no suele ser de muy buen género.

El día siguiente, así que me desperté, salí a recorrer las cercanías del castillo, y a celebrar mi llegada a aquellos solitarios lugares. La gradería estaba situada al Nordeste; cuando se sentaba alguno en la parte superior de la misma, se ofrecía a su vista el Patio Verde, y un poco mas allá una huerta situada entre dos alamedas, una a la izquierda (el quinconce que habíamos atravesado) llamada el petit Mail y otra a la derecha, que llevaba el nombre de el grand Mail, y la cual era un bosque de encinas, hayas, sicómoros, olmos y castaños. Mme. de Sevigné ponderaba en su tiempo la antigüedad de los árboles que daban sombra a este sitio; después de aquella época habían trascurrido ciento cuarenta años que añadían nuevos quilates a su belleza.

Por el lado opuesto, es decir, al Este y al Mediodía, el paisaje ofrecía un cuadro muy distinto; desde las ventanas de la sala grande se veían las casas de Combourg, un estanque, la calzada del mismo, por donde pasaba el camino real de Rennes, un molino de agua, una pradera llena de ganado vacuno, que estaba separada del estanque por la calzada. Al lado de esta pradera había una granja dependiente del priorato fundado en 1149 por Rivallon, señor de Combourg, donde se veía una estatua del caballero armado de todas armas, tendido de espaldas sobre su tumba. Desde un poco mas allá del estanque, el terreno que se elevaba gradualmente, formaba un anfiteatro de árboles, desde el cual se oían las campanas de las aldeas, y los esquilones de los castillejos de los hidalgos. Sobre el último plano del horizonte, entre el Occidente y el Mediodía, se perfilaban las alturas de Becherel. Un terrado cercado de un seto de boj, daba la vuelta en torno del castillo, pasaba por detrás de las caballerizas, e iba a reunirse en diferentes direcciones al jardín de los baños, que se comunicaba con el grand Mail.

¿Podría un pintor, que cogiese su lápiz para bosquejar el castillo, con arreglo a esta descripción minuciosa en demasía, hacerla con alguna exactitud? Lo dudo; y sin embargo, este objeto se representa ahora a mi memoria como si lo estuviera viendo: ¡tal es el poder del recuerdo, y la impotencia de la palabra en as cosas materiales! En principiando a hablar de Combourg, me hago cuenta de que canto las primeras estrofas de una canción, que solo para mí tiene atractivos: preguntad al pastor del Tirol por qué suenan agradablemente a sus oídos las tres o cuatro notas que repite a sus cabras, notas salvajes lanzadas para que vayan a reproducirse de eco en eco desde el uno al otro extremo del torrente.

Mi primera aparición en Combourg; fue de corta duración. Escasamente haría quince días que me hallaba en el castillo, cuando llegó el abate Porcher, rector del colegio de Dol; pusiéronme entre sus manos y me vi precisado a marchar con él, a pesar de mis llantos y lamentos.

Dieppe, setiembre de 1812.

Revisados en junio de 1846.

Colegio de Dol. —Matemáticas y lenguas. —Rasgos de mi memoria.

Yo no podía ser considerado en el colegio de Dol como un extraño; mi padre era canónigo, como descendiente y cabeza de la casa de Guillermo de Chateaubriand, Señor de Beaufort, y fundador en 1529 de una silla principal en el coro de la catedral. El obispo de Dol, Mr. Hercé, amigo de mi familia, y prelado de grande moderación política, de rodillas y con el crucifijo en la mano fue pasado por las armas en Quiberon en el campo del martirio, con su hermano el abate de Hercé. Así que llegué al colegio, me recomendaron muy particularmente al abate Leprince, profesor de retórica, y geómetra profundo; era un hombre de talento, de buena presencia y amante de las artes: él fue quien se tomó el trabajo de enseñarme mi Bezout: el abate Egault, regente de tercer año, fue mi maestro de latinidad: estudiaba las matemáticas en mi cuarto, y el latín en la clase general.

Preciso fue que trascurriera algún tiempo para que un búho de mi especie se acostumbrase a estar encerrado dentro de la jaula de un colegio, y a no tender su vuelo, sino al toque de una esquila.

Érame además imposible adquirir esos amigos transitorios que presenta la fortuna, porque era un pobre diablo que apenas traía dinero para una semana: tampoco quise hacer nada por formarme una clientela, porque aborrecía a los protectores. Mis miradas no tenían tendencia a sojuzgar a nadie, pero tampoco quería ser sojuzgado por ninguno: no era bueno ni paira tirano ni para esclavo, y tal he permanecido.

Sin embargo, a los pocos días llegó a ser mi cuarto el centro de reunión; mas tarde ejercí en mi regimiento la misma influencia: no siendo mas que un simple subteniente, los oficiales mas antiguos venían de tertulia a mi casa, y preferían mí habitación al café. Ignoro de qué procedía esto, pero no seria seguramente de mi facilidad a amoldarme al espíritu y costumbres de los otros. Tenía tanta afición a cazar y correr, como a leer y escribir. Hoy me es indiferente platicar sobre las cosas mas comunes o sobre los asuntos mas elevados. El ingenio escita tan poco mi sensibilidad, que casi me es antipático, aun cuando no me tengo por un bestia. Ningún defecto me choca, exceptuando el carácter burlón y la pedantería, cosas ambas, de las cuales me cuesta mucho trabajo no burlarme: siempre hallo en los otros alguna cualidad superior a las mías, y si por casualidad descubro en mí alguna ventaja sobre ellos, no puedo menos de turbarme.

Las cualidades que había dejado dormir mi primera educación, se despertaron en el colegio. Mi aptitud para el trabajo era notable, y extraordinaria mi memoria. Hice rápidos progresos en las matemáticas, para cuyo estudio manifesté tan felices disposiciones que el abate Leprince estaba sorprendido. También manifesté una afición decidida a los idiomas. Los rudimentos de las lenguas, que son el suplicio de la mayor parte de los estudiantes, fueron para mí muy poco trabajosos: esperaba la hora de las lecciones de latinidad con una especie de impaciencia, y la consideraba como una distracción de mis números y de mis figuras de geometría. En menos de un año me puse a la misma altura en que se hallaban los de quinto. Por una rareza inconcebible, mis frases latinas se transformaban en pentámetros tan naturalmente que el abate Egault me apellidaba el Elegiaco; apodo que temí quedara entre mis compañeros.

En cuanto a mi memoria, voy a referir dos solos rasgos. Aprendí mis tablas de logaritmos con tal perfección, que si se me daba un número en la proporción geométrica, hallaba de memoria el exponente en la proporción aritmética y viceversa.

Después de los rezos de la noche, que hacíamos en comunidad en la capilla del colegio, el rector leía un rato, y preguntaba al primer chico que se le ocurría, acerca de lo que había leído. Cuando llegaba la hora del rosario, estábamos cansados de jugar y muriéndonos de sueño y nos dejábamos caer sobre los bancos, procurando buscar un rincón oscuro, para no ser vistos ni preguntados. Había sobre todo un confesonario cuya posesión nos disputábamos, como el retiro mas seguro. Una noche tuve yo la dicha de ocupar este puesto, en el cual me creía al abrigo de las preguntas del rector, pero desgraciadamente había observado mi maniobra, y resolvió hacer un ejemplar. Al efecto leyó lenta y pausadamente la segunda parte de un sermón, y a las pocas palabras principiaron a dormirse casi todos los oyentes. Ignoro por qué feliz casualidad permanecí despierto en mi confesonario; el rector que no me veía mas que las puntas de los pies, creyó que me había quedado traspuesto como los demás, y apostrofándome de improviso, me preguntó acerca de lo que acababa de leer.

La segunda parte de la plática, venia a ser una enumeracion de los diferentes modos de ofender a Dios: mi memoria me sirvió tan completamente, que no solo dije la esencia de lo que había oído, sino que hice las divisiones por su orden, y repetí casi palabra por palabra una porción de hojas de una prosa mística e ininteligible para un muchacho. Suscitose en la capilla un murmullo de aplausos: el rector me llamó, me dio un golpecito en la mejilla, y me concedió permiso, por vía de recompensa, para estarme en la cama al siguiente día hasta la hora del almuerzo. Procuré por mi parte evadirme modestamente de la admiración de mis compañeros, y me aproveché de la gracia que me había concedido. Aquella memoria para retener las palabras, que no conservo tan entera, dio lugar a otra clase de memoria mas singular, sobre la cual acaso se me presentará ocasion.de decir algo.

Una cosa hay que me humilla: la memoria suele ser muchas veces cualidad de los tontos: en general pertenece a los espíritus tardos, a los cuales hace mas pesados todavía por el bagaje con que los sobrecarga, sin embargo, ¿qué seria de nosotros sin la memoria? Sin ella olvidaríamos nuestras amistades, nuestros amores, nuestros placeres y nuestros asuntos: el genio no podría reunir sus ideas: el corazón mas afectuoso perdería su ternura, si llegara a perder sus recuerdos; nuestra existencia no abarcaría mas que los momentos sucesivos de un presente que va trascurriendo sin cesar: lo pasado seria como sino hubiese existido. ¡Oh miserables de nosotros! nuestra vida es tan vana, que no es mas que un reflejo de nuestra memoria.

Dieppe, octubre de 1812.

Vacaciones de Combourg.— Vida en un castillo de provincia.— Costumbres feudales.— Los habitantes de Combourg.

Pasaba la temporada de vacaciones en Combourg. La vida que se hace en un castillo situado en las cercanías de París, se parece muy poco a la que se disfruta en un castillo de una provincia remota.

Los dominios de Combourg consistían únicamente en incultos arenales, algunos molinos, y los dos bosques Bourgouët y Tanoern; lo cual era bien poca cosa en un país donde los bosques tenían escaso valor. Pero en cambio, Combourg era rico en derechos feudales de diversas especies: los unos determinaban ciertos cánones o censos para ciertas concesiones, o se fijaban en los usos, hijas del antiguo orden político; los otros no tenían otro origen al parecer, que las diversiones.

Mi padre procuró restablecer algunos de los últimos para prevenir la prescripción, y cuando se hallaba toda la familia reunida, nos entregábamos a estas fiestas góticas; las tres principales eran el Salto de los pescadores, la Quintana (especie de circo con un pilar en medio) y una feria, llamada la Angevina. Los lugareños, calzados con sus correspondientes zuecos, y hombres de una Francia que ya no existe, contemplaban los juegos de una Francia que había dejado de existir. Al vencedor se le daba un premio, y al vencido se le imponía una multa.

La Quintana conservaba la tradición de los torneos, y tenía cierta relación, a no dudarlo, con el antiguo servicio militar feudal. Du Cange la describe perfectamente (voce quintana). Las multas debían pagarse en moneda antigua de cobre, desde el valor de dos carneros de oro hasta la corona de 25 sueldos parisienses.

La feria llamada la Angevina, se verificaba en la pradera del estanque el 4 de setiembre, día de mi cumpleaños. Los vasallos tenían obligación de tomar las armas, y venían al castillo a enarbolar la bandera de su señor: de aquí iban a la feria a establecer el orden, y proteger la exacción de la alcabala que correspondía a condes de Combourg por cada cabeza de ganado, y que venia a ser una especie de derecho de regalía. Durante la feria, había mesa franca en mi casa, y tres noches de baile: los amos danzaban en la sala grande, y la orquesta se componía de un músico que rascaba el violín; los vasallos, en el Patio Verde y al gangoso sonido de una guitarra. Además se cantaba, se daban vivas, y se disparaban arcabuzazos. Este estrépito se mezclaba con los relinchos y balidos del ganado de la feria: las gentes vagaban por los bosques y los jardines, y una vez al año, cuando menos, se veía en Combourg algo que se asemejaba a la alegría.

De suerte, que es preciso que yo haya tenido en mi vida posiciones bastante extrañas, para haber asistido a las carreras de la Quintana y a la proclamación de los Derechos del Hombre; para haber visto la milicia plebeya de una aldea de Bretaña, y la guardia nacional de Francia; el estandarte de los señores de Combourg, y la bandera de la revolución. He sido en cierto modo, el último testigo de las costumbres feudales.

Las únicas visitas que se recibían en el castillo, eran de los habitantes de la aldea, y de la nobleza de las cercanías; aquellas gentes honradas fueron mis primeros amigos. Nuestra vanidad suele dar regularmente demasiada importancia al papel que representamos en el mundo. El plebeyo de París, se ríe del de una ciudad pequeña; el noble de la corte se burla del noble de provincia; el hombre conocido desdeña al que vive en la oscuridad, sin tener en cuenta que el tiempo hace igual y estricta justicia a sus pretensiones, y que todos son igualmente indiferentes o ridículos para las generaciones venideras.

El principal habitante de la aldea, era un tal Mr. Potelel, antiguo capitán de navío de la compañía, de las Indias, el cual nos contaba magnificas historias de Pondichery. Mi padre tenía vehementes deseos de tirarle su plato a la cabeza, porque al referirlas apoyaba los codos sobre la mesa. Después de Mr. Potelet venia el tercenista de tabacos, Mr. Launay de La Billardiere, padre de familia que contaba una docena de hijos, como Jacob, nueve hijas y tres varones; el mas joven de estos, David, era mi compañero en los juegos de la infancia 13. Al bueno de Mr. Launay se le antojó echaría de noble en 1789: ¡qué época tan oportuna fue a escoger! Su casa estaba llena de regocijo, y de deudas. El senescal Gebert, el fiscal Petit, el recaudador Corvaisier, y el capellán Charmel, eran las personas que constituían la sociedad de Combourg. No he encontrado en Atenas personajes de tanta celebridad.

Mrs. del Petit-Bois, de Chateau-d'Assie, de Tinteniac, y otro a otros dos hidalgos, venían los domingos a oír misa a la parroquia y se quedaban después a comer con el señor del castillo. La familia, con la cual teníamos mas íntimas relaciones, era la de Tremaudan; esta familia constaba del marido, de su mujer, que era muy hermosa, de una hermana natural y de un sin número de hijos: habitaba en una especie de quinta que no tenía mas distintivo de nobleza que un palomar. Los Tremaudan viven aun. Mas prudentes o mas dichosos que yo, no han perdido aun de vista las torces del castillo que yo abandonó hace treinta años: su método de vida en la actualidad es el mismo que seguían cuando iba yo a comer con ellos dos veces a la semana: nunca han salido de aquel puerto, al que no volveré yo mas. Por espacio de mucho tiempo han estado dudando si el hombre de quien oían hablar era el caballerito. El rector o cura de Combourg, o sea el abate de Sevin, cuyos sermones he oído muchas veces, ha mostrado la misma incredulidad; el buen señor no podía persuadirse de que el travieso chicuelo, camarada de los aldeanos, fuese el defensor de la religión: al fin acabó por creerlo, y me ha citado en sus sermones, después de haberme tenido en sus rodillas. ¿Me reconocerían hoy, bajo los disfraces del tiempo, aquellas dignas y honradas gentes, a quienes se representa mi imagen desnuda de toda idea extraña, y que me están viendo tal como era en mi infancia y en mi juventud? Estoy seguro de queme vería precisado a decirles mi nombre antes que manifestasen deseos de estrecharme en sus brazos.

He llegado a persuadirme de que llevo la desgracia a mis amigos. Un guardabosque, llamado Raulx, que se había unido a mí, fue muerto por un cazador furtivo. Este asesinato me causó una impresión extraordinaria. ¡Qué extraño misterio encierra el sacrificio humano! ¡Por qué han de consistir el crimen mas horrible y la gloria mas grande en verter la sangre del hombre? Mi imaginación me representaba á, Raulx, conteniéndose las entrañas con las manos, y dirigiéndose arrastrando hacia la cabaña en que espiró. Entonces concebí la idea de la venganza, y hubiera querido batirme con el asesino. En esto no me parezco a la generalidad de los hombres: apenas siento las ofensas en los primeros instantes; pero se van agravando en mi memoria: su recuerdo en lugar de menguar, se aumenta con el tiempo: duerme meses y años enteros en mi corazón, y se despierta después a la menor circunstancia con nueva fuerza; mis heridas me parecen entonces mas recientes que el primer día. Pero si yo no perdono a mis enemigos, tampoco les hago ningún daño; soy rencoroso pero no soy vengativo. Cuando hallo la posibilidad de vengarme desaparece el deseo de verificarlo: únicamente seria yo peligroso en la desgracia. Los que creyeron obligarme a ceder, oprimiéndome, se engañaron mucho: la adversidad es para mí lo que era la tierra para Anteo; yo recobro fuerzas en el seno de mi madre. Si la felicidad me hubiera llevado en sus brazos alguna vez me hubiese ahogado.

Dieppe, octubre de 1812.

Segundas vacaciones en Combourg.— Regimiento de Conti.— Campamento en Saint-Malo. — Una Abadía.— Teatro.— Casamiento de mis dos hermanas mayores.— Regreso al colegio.—Da principio la revolución de mis días.

Con gran sentimiento mío tuve que regresar a Dol. Al siguiente año hubo un proyecto de desembarco en Jersey, y se estableció un campamento cerca de Saint-Malo. Acantonáronse en Combourg algunas tropas; Mr. de Chateaubriand dio cortés alojamiento a los coroneles de los regimientos de Turena y de Conti, duque de Saint-Simon el uno, y el otro marqués de Gaussans 14. Veinte oficiales comían diariamente en el castillo. Las chanzonetas de aquellos extranjeros me desagradaban extraordinariamente; sus paseos turbaban la paz de mis bosques. La primera idea de viajar que se me vino a las mientes, tuvo su origen de haber visto correr a caballo bajo los árboles al teniente coronel del regimiento de Contí, el marqués de Wignacourt.

Cuando oía a nuestros huéspedes hablar de París y de la corte me entristecía; tenía empeño en adivinar lo que era la sociedad; pero a medida que iba formando de ella una idea confusa y lejana, se turbaba mi imaginación y se ofuscaban mis sentidos. Al tender la vista sobre el mundo desde las tranquilas regiones de la inocencia, me daban vértigos como cuando se mira a la tierra desde lo alto de las torres, cuyas agujas se pierden en el cielo.

Una cosa había, sin embargo, que me agradaba en extremo, la parada. Todos los días veía formada en el Patio Verde a la guardia entrante, con sus tambores y música a la cabeza. Mr. de Caussausse brindó a llevarme al campamento de la costa y mi padre consintió en ello.

Mr. de La Morandais, hidalgo de intachable nobleza, a quién la necesidad había reducido a la condición de mayordomo de las tierras de Combourg, fue el en cargado de conducirme a Saint-Malo. El buen hidalgo vestía un traje de camalote gris con un galoncillo de plata al cuello y un morrión o casquete de fieltro del mismo color, terminado en punta. Púsome a la grupa de su yegua Isabela, y yo me afianzaba al cinturón de su cuchillo de caza: esta expedición me pareció deliciosa. Cuando Claudio de Bullion y el padre del presidente de Lamoignon iban al campo siendo niños, «los llevaban sobre un burro, metidos en una aguadera de mimbre, y para igualar el peso ponían una piedra en el lado donde iba Lamoignon, porque era mucho mas flaco que su camarada.» [Memorias del presidente de Lamoignon.)

Mr. de La Morandais conocía todos los atajos por donde se llegaba antes a Saint-Malo.

Moult volontiers, de grand maniere,

Alloit en bois et en riviére;

Car nuiles gens ne vont en bois,

Moult volontiers comme François

Memorias de ultratumba Tomo I
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