33.

París, octubre de 1821.

La primera tonsura.— Cercanías de Saint-Malo

Corno Mme. de Chateaubriand era una santa mujer, obtuvo del obispo de Saint-Malo la promesa de conferirme la prima tonsura; lo que no era una gracia así como quiera, si se atiende a que el buen prelado era demasiado escrupuloso, y le parecía una profanación que tenía tendencia al pecado de simonía, el conferir la primera orden eclesiástica a un lego y a un militar. Mr. Courtois de Pressigny, hoy arzobispo de Besanzon y par de Francia, es un hombre honrado y de mérito. En la época a que me refiero, era joven, contaba con la protección de la reina, y se hallaba en camino de llegar a una fortuna, que consiguió después por mejores medios; por el de la persecución.

Púseme de rodillas a los pies del prelado, vestido de uniforme y ceñida la espada, para recibir la prima tonsura, y después de cortarme unos cuantos cabellos de la parte superior de la cabeza, hizo que me expidieran mi correspondiente título. Con este documento y así que fuesen admitidas mis pruebas de nobleza en Malta, quedaba apto para recibir 200,000 libras de renta, esto, que si se quiere, era un abuso en el orden eclesiástico, era una cosa muy útil en el orden político de la antigua constitución. ¿No valía mas en efecto, que esta especie de beneficio militar se agregase a la espada de un soldado, que a la sotana de un abate, el que se comería su gran prebenda paseando par las calles de París?» La prima tonsura que me confirieron por las razones arriba indicadas, sirvió de pretexto a algunos biógrafos mal informados para decir que mi primera vocación fue la del estado eclesiástico.

Lo que acabo de referir sucedía en 1788. En aquella época tenía yo caballos, y me divertía en correr por la campiña, o en galopar a la orilla del mar, contemplando las olas, mis quejumbrosas y antiguas compañeras; algunas veces me apeaba en la playa y me recreaba en verlas; toda la familia bulliciosa de Scyla, saltaba a mis rodillas para acariciarme: Nunc vada latrantis Scyllae. He ido a remotos países para admirar las escenas de la naturaleza y sin embargo, podía haberme contentado con la que me ofrecía mi país natal.

Nada hay mas delicioso que las cercanías de Saint- Malo en un radio de 5 a 6 leguas. Las orillas del Rance, desde su embocadura hasta Dinan, merecen por sí solas atraer a los viajeros: en ellas se encuentran interpoladas a cada paso las rocas y los cuadros de verdura, lo arenales y los bosques, las antiguos castillos de la Bretaña feudal, y las quintas modernas de la Bretaña comercial. Estas fueron construidas en un tiempo en que eran tan ricos los negociantes de Saint-Malo, que en sus días de regocijo despilfarraban las piastras, arrojándoselas al pueblo por la ventana. Todas aquellas habitaciones son el mayor lujo. Bonabant, castillo de los señores de Lasandre, está construido casi todo con mármol traído de Génova; magnificencia de la cual apenas se tiene una idea en París. La Brillantais, el Beau, el Mont-Marin, la Ballue y Colombier tenían jardines llenos de naranjos, y adornados con estatuas y magníficas fuentes, los que descienden en declive en algunos puntos formando pórticos de tilos y columnatas de pinos hasta una alfombrada pradera. La mar ofrece también a la vista por encima de las tapias de un parterre, sus embarcaciones, sus calmas y sus tempestades.

Todo campesino, marinero o labrador, poses una casita blanca con su correspondiente jardín; entre las flores, plantas y arbustos que se cuentan en él, figuran los groselleros, los rosales y las siemprevivas, y en algunos se hallan también tal cual planta de té de Cayenna o de tabaco Virgina, alguna flor de la China, y otros varios recuerdos, en fin, de otros climas y de otros suelos. Los terratenientes de la costa son de una raza normanda: las mugeres son altas, delgadas, ágiles, y visten jubones de lana parda, falda corta de coton o de seda rayada, y medias blancas con cuadrados azules. En la cabeza suelen llevar una especie de escofieta de punto o de batista. Todas las mañanas en la primavera se ve bajar en sus barcas a estas hijas del Norte, las que parece que van a invadir el país cuando llevan al mercado sus cestas llenas de fruta y sus limpios quesos y cuajadas; cuando se las ve sosteniendo con una mano en la cabeza vasijas negras llenas de leche o canastillos de flores, cuando se ve el contraste que forman sus blancas tocas con sus ojos azules, su sonrosado semblante y sus blondos cabellos cubiertos con perlas de rocío, se diría que las valkyrias del Edda, la mas joven de las cuales es el Porvenir, o las cenephoras de Atenas, no tenían tanta gracia. ¿Es parecido este cuadro que acabo de bosquejar al que ofrece en el día aquel país? Aquellas mugeres ya no existen mas que en mis recuerdos.

París, octubre de 1821.

El aparecido.— La enfermedad.

Me despedí de mi madre para ir a ver a mis hermanos mayores que Vivian en las cercanías de Fougéres, y permanecí un mes en la posesión de Mme. de Chateaubourg. Sus dos casas de campo. Lascardais y el Plessis, situadas a las inmediaciones de Saint-Aubin-du-Cormier; célebre por su torre, y su batalla, se hallaban rodeadas de peñascos, de bosques y de arenales. El mayordomo de mi hermana era un tal Mr. Livoret, que había sido jesuita en otro tiempo, y al que le sucedió una extraña aventura.

Cuando fue nombrado mayordomo de Lascardais, acababa de morir el conde de Chateaubourg, padre: Mr. Livoret, que no le había conocido, quedó instalado de guardián del castillo. La primera noche que durmió solo en él, vio entrar en su habitación a un, anciano pálido, con bata, gorro de noche, y con una pequeña bugía en la mano. La aparición se acercó al hogar, y dejando la luz sobre la chimenea, se puso a atizar el fuego, y se sentó en seguida en un sillón. Mr. Livoret estaba temblando de pies a cabeza, y después de dos horas de sepulcral silencio, se levantó el anciano, volvió a coger su luz, y salió del cuarto cerrando en seguida la puerta.

El mayordomo refirió su aventura a la mañana siguiente a los colonos, los que, afirmaron, por la descripción que Mr. Livoret les hizo del aparecido, que era su antiguo amo. Pero no fue esto solo, si Mr. Livoret salía al bosque y volvía la vista atrás, se encontraba con el fantasma; si tenía que atravesar en el campo algún vallado de espinos o de retama, veía a la sombra a caballo. Habiéndose atrevido un día el pobre perseguido a decirle: «Dejadme, caballero de Chateaubourg;» el aparecido le respondió lacónicamente: «No.» Mr. de Livoret, hombre indiferente, y positivo, y cuya imaginación además no era de las mas brillantes, contaba su historia tantas cuantas veces se le decía que la contase, y siempre del mismo modo, y con el mismo acento de convicción.

Algún tiempo después hice un viaje a Normandía con un oficial de los mas bizarros, que padecía una fiebre cerebral, y nos alojamos en una casa de un pechero. Nuestras camas estaban separadas únicamente por un viejo tapiz que había prestado a éste el señor de la aldea. Detrás de aquel tapiz sangraban al paciente, y para quitarle los dolores lo metían en un año de nieve: el infeliz daba diente con diente cuando se hallaba en aquella tortura, se le ponían amoratadas las uñas, se le contraía el semblante, rechinaban sus dientes, y se le caía el pelo de la cabeza, y de su larga y punteaguda barba, único abrigo que caía sobre su desnudo, flaco y mojado pecho.

Cuando la enfermedad disminuía un poco, abría un paraguas, creyendo que iba a estar debajo de él al abrigo de sus dolencias: si este remedio fuera seguro, preciso seria erigir una estatua al autor de tan importante descubrimiento.

Los únicos buenos instantes que pasaba yo, eran aquellos en que iba a pasearme al cementerio de la iglesia de la aldea, que está situado, en una pequeña altura. Los muertos, los pájaros, y el sol que iba llegando ya a su ocaso, eran mis únicos compañeros. Allí me entregaba a ilusorios sueños sobre la sociedad de París, sobre mis primeros años, sobre mi fantasma y sobre los bosques de Combourg, de los cuales me hallaba tan próximo por el espacio, y tan distante por el tiempo, y después me volvía a casa a cuidar a mi pobre enfermo; era un ciego conduciendo a otro ciego.

¡Ay! un golpe, una caída, una pena moral, pudieran haber arrebatado su genio a Homero, Newton y a Bossuet, y aquellos hombres divinos, en vez de excitar una piedad profunda, y un sentimiento amargo y eterno, hubieran sido quizás objeto de burla. He conocido y amado a muchas personas, cuya razón se ha extraviado al lado mío, como si llevara yo el germen del contagio. No acierto a explicarme el cruel buen humor que respira la obra principal de Cervantes, sino por medio de una reflexión triste; considerado el hombre de una manera absoluta, y pensando detenidamente el bien y el mal, casi nos darían tentaciones de desear cualquier accidente que condujera al olvido, como un medio de libertare de sí mismo: un borracho alegre es una criatura feliz. A no ser por la religión, seria una felicidad el ignorarse a sí mismo, y el llegará la muerte sin haber sentido la vida.

Cuando regresamos de Normandía, conseguí traer a mi compatriota perfectamente curado.

París, octubre de 1821.

Estados de Bretaña en 1789.— Insurrección.— Matan a Saint-Riveul, mi compañero de colegio.

Mme. Lucila y Mme. de Farcy que me habían acompañado en mi viaje a Bretaña, manifestaron deseos de regresar a París; pero yo tuve precisión de quedarme por la situación turbulenta de la provincia. Los Estados se hallaban convocados para fin de diciembre (1788). La municipalidad de Rennes, y a su ejemplo las demás municipalidades de Bretaña, acordaron prohibir a sus respectivos diputados el que se ocupasen de ningún otro asunto, hasta tanto quedase enteramente arreglada la cuestión de las pechas de el conde de Boisgelin, que debía presidir el orden de la nobleza, se apresuró a llegar a Rennes, y en seguida se pasaron oficios convocando a todos los nobles, incluso aquellos, que eran, como yo, demasiado jóvenes para tener voto deliberativo. Podíamos Ser atacados de un momento a otro, y como había tanta necesidad de brazos como de votos, todos acudimos a nuestro puesto.

Antes de la apertura de los Estados hubo una porción de reuniones preparatorias en casa de Mr. de Boisgelin. Todas aquellas escenas ruidosas que yo había presenciado, volvieron a renovarse. El caballero de Guet, el marqués de Trémargat, y mi tío el conde de Bedée, a quien llamaban Bedée, el de la alcachofa; a causa de su inmensa gordura, en contraposición de otro Bedée flaco y larguirucho a quien llamaban el espárrago, rompieron una porción de sillas encaramándose para perorar. El marqués de Trémargat, oficial de marina, que tenía una pierna de palo, acarreaba algunos amigos a su partido: cierto día que se hablaba de establecer una escuela militar para educar en ella a los hijos de la pobre nobleza, exclamó un individuo del estado llano: «¿Y para los nuestros? Para los vuestros, el hospital» respondió Trémargat: palabra de que se apoderó el pueblo, y que produjo sus frutos.

En estas reuniones descubrí una nueva cualidad de mi carácter, que he vuelto a encontrar después en la política y en el ejército: cuanto mas se acaloraban mis colegas o mis camaradas, tanto mas frio me iba yo quedando, y veía brotar fuego en la tribuna o aplicar la mecha a un cañón con la mayor indiferencia: jamás he tenido miedo ni a las palabras, ni a las balas.

El resultado de nuestra deliberación fue, que la nobleza trataría primero de los asuntos generales, y no pasaría a ocuparse de las pechas, sino después de terminar todas las cuestionas; resolución diametralmente opuesta a la que había adoptado el estado italiano. Los nobles no tenían gran confianza en el clero, el que solía abandonarlos con frecuencia, principalmente cuando lo presidia el obispo de Rennes, personaje muy comedido, que hablaba con un ligero ceceo, que no carecía de cierta gracia, y gozaba de algún prestigio en la corte, Un periódico titulado el Centinela del Pueblo, que redactaba en Rennes un aprendiz de escritor, que había venido es-profeso de París, fomentaba los odios.

Los Estados se reunieron en el convento de los Dominicos situado en la plaza de Palacio. Entramos en el salón de sesiones con la disposición de ánimo que acaba de ver el lector, y apenas nos hablamos constituido, cuando principió a asediarnos el pueblo. Los días 25, 26, 27 y 28 de enero de 1789 fueron para nosotros días muy aciagos. El conde de Thiard tenía muy pocas tropas, y como era un jefe de carácter indeciso y falto de energía, no hacia mas que ir de un lado para otro sin hacer nada. La escuela de jurisprudencia de Rennes, a cuya cabeza iba Moreau, pidió auxilios los jóvenes de Nantes, cuatrocientos de los cuales entraron en la ciudad sin que pudiera impedírselo el gobernador con ruegos y amenazas Las reuniones, en diferente sentido, habían llegado a ser unas coalisiones sangrientas.

Cansados al fin de vernos bloqueados en nuestro salón, tomamos la resolución de salir fuera, con espada en mano, lo que ofrecía un espectáculo magnífico. A una señal del presidente, desenvainamos todos a lo vez las espadas, y como una guarnición exhausta de víveres, hicimos al grito de ¡viva la Bretaña! una furiosa salida, decididos a derrotar a los sitiadores. El pueblo nos recibió a silbidos y a pedradas, y empezó a descargar sobre nosotros sendos palos y algunos tiros de pistola Por nuestra parte abrimos una gran brecha en las masas que se aglomeraban sobre nosotros. La mayor parte de los nobles salieron heridos, y muchos de ellos quedaron contusos y completamente estropeados. Cuando a fuerza de mil trabajos y sudores conseguimos vernos libres, cada cual se fue a su casa.

Entre los nobles, los estudiantes de jurisprudencia y sus amigos de Nantes, hubo una porción de desafíos. Uno de estos duelos se efectuó en la Plaza Real a presencia de todo el mundo, la victoria se decidió a favor del viejo Keralieu, oficial de marina, que fue atacado por su adversario, y quien se defendió con una energía que mereció los aplausos de sus mismos enemigos.

En otro grupo estaban el conde de Montboueher y un estudiante llamado Ulliac, a quien dijo el primero en medio del combate: «Esta cuestión debemos ventilarla nosotros, caballero.» Formosa al punto un círculo en torno de ambos, y habiendo hecho saltar Montboucher la espada de su contrario, se la devolvió en seguida, y después de abrazarse cordialmente se dispersó el grupo.

La nobleza de Bretaña no sucumbió al menos sin honra: se negó abiertamente a enviar sus diputados a los Estados generales porque no había sido convocada según las leyes fundamentales de la constitución de la provincia; poco tiempo después fue a reunirse en gran número con los ejércitos de los príncipes, y se dejó diezmar para el de Condé, o para el de Charette en las guerras Vendeanas. ¿Hubiera introducido algún cambio la nobleza en la Asamblea nacional, y si hubiera llegado el caso le asistir a ella? No es lo probable: en las grandes trasformaciones sociales, la, resistencia individual, muy digna de elogio si se quiere, es impotente contra los hechos. Con todo, no se puede calcular lo que hubiera podido producir un hombre del genio de Mirabeau, pero de opuestas opiniones, si hubiese existido en el orden de la nobleza bretona.

El joven Boishue y Saint-Riveul, mi compañero de colegio, habían perecido antes de estas escaramuzas al dirigirse a la Cámara de la nobleza: en vano fue defendido el primero por su padre, quien presenció su muerte.

Lector, yo me detengo para que veas correr las primeras gotas de sangre que debía derramar la revolución. El cielo quiso que saliese de las venas de un compañero de mi infancia. En el supuesto de que hubiera sucumbido yo en lugar de Saint-Riveul, se hubiera dicho de mí, sin mas alteración que la del nombre, lo mismo que se dijo de la primera víctima que dio principio a la gran inmolación: «Un noble llamado Chateaubriand; fue muerto al dirigirse al salón de los Estados.» Estas dos palabras hubieran reemplazado mi larga historia. ¿Hubiera representado Saint-Riveul el mismo papel que yo sobre la tierra? ¿Estaba destinado a la oscuridad o al brillo de la fama?

Ahora, lector, ya pueden pasar adelante: atraviesa el rio de sangre que separó para siempre el antiguo mundo del que acabas de salir; del mundo nuevo a cuya entrada te; sorprenderá la muerte.

París, noviembre de 1831.

Año de 1789. Viaje de Bretaña a París.— Movimiento sobre París.— Aspecto de París.— Vuelta de Mr. Necker.— Versalles.— Regocijo de la familia real.—Insurrección general .— Toma de la Bastilla.

El año de 1789, tan famoso en nuestra historia y en la, historia de la especie humana, me cogió en los arenales incultos de mi país natal; no habiendo podido dejar la provincia sino demasiado tarde, llegué a París después del saqueó de la casa Réveilton, a apertura de los Estados generales, la constitución del estado llano en Asamblea nacional, el juramento del Jéu-dé-Paume, la sesión real del 23 de junio, y la incorporacion del clero y la nobleza al estado llano.

En todos los pueblos de mi tránsito, reinaba la mayor agitación: los lugareños detenían los carruajes en las aldeas, pedían los pasaportes, y preguntaban a los viajeros. El movimiento y la agitación iban siendo mayores a medida que se iba aproximando a la capital. Al pasar por Versalles, vi acuarteladas las tropas en los jardines, llenas las plazas de trenes de artillería, la sala provisional de la Asamblea nacional situada en la plazuela de Palacio, y a los diputados que iban y venían de un lado a otro mezclados con los curiosos, los soldados y la real servidumbre.

Las calles de París estaban atestadas de inmensas turbas que se agolpaban a las puertas de los panaderos; los transeúntes se reunían al rededor de los guardacantones, y pronunciaban discursos; los tenderos abandonaban sus mostradores y salían a cazar noticias para volver a contarlas luego a la puerta de sus tiendas; los alborotadores se aglomeraban en la plaza del Palacio Real, Camilo Desmoulins principiaba a distinguirse entre los grupos.

Casi en el instante mismo en que nos apeamos Mme. de Farcy, Mme. Lucila y yo en una fonda de la calle de Richelieu, estalló una insurreccion: el pueblo se dirigió en tropel a la Abadía para poner en libertad algunos guardias arrestados por sus jefes. Los oficiales del cuadro de un regimiento de artillería, que estaba acuartelado en los inválidos se unieron al pueblo. Aquel día principió la defeccion en el ejército.

La corte dispuesta a ceder unas veces, y a resistir otras, tenaz y débil al mismo tiempo, y manifestando tan pronto miedo como valor, se dejó burlar por Mirabeau, el que pidió el alejamiento de las tropas y no consintió en que se alejasen; aceptó la afrenta, y no destruyó la causa. Habiendo corrido la voz en París de que venia un ejercito por el sumidero de Montarte, y de que los dragones iban a forzar las barreras, se excitó al pueblo a que desempedrara las calles, y a que subiera las piedras hasta los quintos pisos para arrojarlas después sobre tos satélites del tirano: los parisienses pusieron al momento manos a la obra. En medio de aquel trastorno, recibió Necker la orden de retirarse. El nuevo ministerio se componía de MM. de Breteuil, de la Galaisiere, del mariscal de Broglie, de La Vauguyon de Laporte, y de Foulon, los cuales reemplazaban a MM. Montmorin, de La Luzerne, de Saint-Priest, y de Nivernais.

Un poeta bretón, que hacia muy poco tiempo que de había dado a luz, me suplicó que lo llevase a Versalles. Hay gentes que tienen humor de visitar los jardines y las fuentes de artificio en medio del trastorno de los imperios; los emborronadores de papel son los que mas especialmente adolecen de este achaque, y los que tienen la facultad de entregarse a su manía durante los mas graves acontecimientos; su frase o su estrofa es lo único que les llama la atención.

Me decidí a llevar a mi Píndaro a la hora de misa a la galería de Versalles. El Ojo de Buey estaba radiante; la vuelta de Mr. Necker había exaltado los ánimos; creíase segura la victoria, y Sansón y Simon, confundidos entre las masas, eran quizá espectadores del regocijo de la familia real.

La reina pasó con sus dos hijos, cuyas blondas cabelleras parecían reclamar una corona: la señora duquesa de Angulema, de edad entonces de once años, atraía las miradas de todos por su virginal orgullo: hermosa con la nobleza del rango y la inocencia de la juventud parecía que iba diciendo como la flor de naranjo en la guirnalda de Julia de Corneille.

J'ai la pompe de ma naissance

Memorias de ultratumba Tomo I
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