34.
El delfín caminaba bajo la protección de su hermana, y Mr. Du Touchet iba detrás de su discípulo, quien me reconoció, y llamó hacia mí la atención de la reina; Sr. M. me miró sonriéndose, y me saludó de la graciosa manera que lo había hecho el día de mi presentación. Jamás olvidaré aquella mirada que debía extinguirse tan pronto. Maria Antonieta dibujó tan perfectamente, al sonreírse, la forma de su boca, que el recuerdo de aquella sonrisa (¡cosa horrible!) me hizo conocer la quijada de la hija de los reyes en las exhumaciones de 1815.
El eco del golpe dado en Versalles resonó en París. A mi regreso, volví pies atrás al ver a la multitud que llevaba los bustos de Mr. Necker y del duque de Orleáns, cubiertos con crespones; gritaban, «¡Viva Necker! viva el duque de Orleans! y entre estos vivas se oía de vez en cuando otro mas avanzado e imprevisto: «¡Viva Luis XVII!» Victoreábase a aquel mismo niño cuyo nombre no se hallarla en la inscripción fúnebre de su familia, si yo no lo hubiese recordado en la Cámara de los pares! ¿Qué hubiera sucedido si Luis XVII hubiera sido colocado en el trono por abdicación de Luis XVl y declarado regente el duque de Orleáns? El príncipe de Lámbese, a la cabeza del regimiento Real-Alemán, hizo retroceder al pueblo desde la plaza de Luis XV hasta el jardín de las Tullerías e hirió a un anciano: este incidente dio ocasión a que cundiera la alarma por todas partes. Los talleres de los espaderos, fueron asaltados, y se extrajeron de los inválidos treinta mil fusiles. Armáronse los paisanos con picas, garrotes, horquillas, sables y pistolas: mientras unos saqueaban a San Lázaro, incendiaron otros las murallas. Apoderáronse de las riendas del gobierno los electores de París, y en una noche, fueron organizados, armados y equipados de guardias nacionales sesenta mil ciudadanos.
El 14 de julio fue tomada la Bastilla. Yo asistí en calidad de espectador a éste asalto, que defendían únicamente algunos inválidos y el gobernador tímido. Si las puertas hubiesen estado cerradas, el pueblo no hubiera entrado jamás en la fortaleza. Únicamente vi disparar dos o tres cañonazos, y estos disparos no fueron hechos por los inválidos, sino por algunos guardias franceses que habían subido ya a los torreones. De Launay fue sacado de su escondrijo, y después de haber sufrido mil ultrajes, le aporrearon en las gradas del Hotel de Ville: al preboste de los mercaderes, Flessellés, le hirieron en la cabeza de un pistoletazo; tal era el espectáculo que hallaban tan agradable los patriotas faltos de corazón. En medio de aquellos asesinatos, el pueblo se entregaba a la orgia, como lo hizo en las turbulencias de Roma en tiempo de Othon y de Vitelio. Los vencedores de la Bastilla, borrachos felices, proclamados conquistadores en tabernas, fueron paseados en triunfo por las calles y las plaza en carruajes de alquiler, escollábanlos las prostitutas y los sans-culottes, cuyo reinado daba entonces principio. Los transeúntes se descubrían con el respeto que infunde el miedo, ante aquellos héroes, algunos de los cuales murieron de fatiga en medio de su triunfo, Multiplicáronse las llaves de la Bastilla, y todos los tontos de alguna importancia fueron enviados a las cuatro partes del mundo. ¡Cuántas veces he desperdiciado mi fortuna! Si en aquélla época en que representé el papel de espectador, me hubiera inscrito en el registro de los vencedores, en el día tendría una pensión.
Los peritos acudieron presurosos a hacer la autopsia de la Bastilla. Se establecieron cafés provisionales en algunas tiendas de campaña, y la concurrencia se aglomeraba allí como en la feria de San German, o de Longchamp: se veían desfilar o detenerse una infinidad de carruajes, al pie de las torres desde las cuales les lanzaban enormes piedras entre inmensos torbellinos de polvo. Entre los obreros medio desnudos que demolían las murallas con aplauso de la muchedumbre, había algunas mujeres bien, vestidas, y algunos jóvenes elegantes. Presenciaban además este espectáculo los oradores de mas fama, los literatos mas conocidos, los pintores mas célebres, los actores y actrices de mas reputación, las bailarinas que se hallaban mas en boga, los extranjeros mas ilustres, los señores de la corte y los embajadores de Europa: la Francia antigua había acudido para presenciar su fin; la moderna para empezar su existencia.
Ningún suceso, por odioso o miserable que sea en sí mismo, debe ser tratado con ligereza, cuando es grave por las circunstancias y llega a formar época; lo que debió llamar la atención en la toma de la Bastilla (y esto no se tuvo presente entonces) no era precisamente el acto violento de la emancipación del pueblo, sino la emancipación misma, que fue el resultado de este acto.
Admirase lo que debía condenarse, es decir, el accidente, y nadie buscó en el porvenir los destinos cumplidos de un pueblo, el cambio de las costumbres, de las ideas y de los poderes políticos, y una renovación, de la especie humana, cuya era inauguraba la toma de la Bastilla, como un sangriento jubileo. La cólera brutal se cebaba en hacer ruinas, y la inteligencia es escudada y oculta bajo la cólera, fundaba con estas ruinas los cimientos del nuevo edificio.
Pero la nación que se equivoca acerca del hecho material, no se equivoca lo mismo sobre el hecho moral: la Bastilla era a sus ojos el trofeo de la esclavitud, y al verla situada a la entrada de París, al frente de los diez y seis pilares de Montfaucon, la consideraba como la horca de sus libertades 35. Al derruir una fortaleza de Estado, el pueblo cree que sacude el yugo militar, y no hace mas que contraer un empeño tácito de reemplazar el ejército que disuelve: sabidos son los prodigios que hizo el pueblo cuando llegó a convertirse en soldado.
París, noviembre de 1821.
Efecto que produjo en la corte la toma de la Bastilla.— Las cabezas de Fouton y de Berthier.
Despertando Versalles al ruido de los escombros de la Bastilla, y considerándolo como el ruido precursor de la caída del trono, pasó de la jactancia al abatimiento. El rey acudió presuroso a la Asamblea nacional: pronunció un discurso desde la silla de la presidencia, manifestó que estaba dada la orden para el alejamiento de las tropas, y regresó a palacio colmado de bendiciones: ¡demostraciones inútiles! los partidarios no creen nunca en la conversión de los partidos contrarios: la libertad que capitula, o el poder que se degrada, no obtiene gracia de sus enemigos.
Ochenta diputados partieron e Versalles para anunciar la paz a la capital, este fausto acontecimiento se celebró con iluminaciones. Mr. Bailly fue nombrado maire de París, y Mr. de La Fayette comandante de la guardia nacional. No he conocido mejor sabiduría que la que saca el pobre de sus desgracias. Las revoluciones tienen hombres para todos sus períodos. Unos las siguen hasta el fin, otros las empiezan, pero no las terminan.
La dispersión fue general, los cortesanos partieron para Basilea, Lausanne, Luxemburgo y Bruselas. Mme. de Polignac encontró en su fuga a Mr. Necker que regresaba. El conde de Artois, sus hijos, y los tres condes emigraron también. Amenazados a todas horas por sus insurrectos soldados, cedieron al torrente que los arrastraba. Luis XVl quedó solo con sus dos hijos y algunas damas, la reina, Mesdames (las infantas), y Mme. Isabel. Monsieur que permaneció en París hasta la evasión de Versalles, no era tampoco de gran utilidad para su hermano. La revolución desconfiaba de él, a pesar de que había decidido en cierto modo la suerte de la revolución, opinando en la Asamblea de los notables por voto individual. Por otra parte no profesaba al rey una grande estimación, comprendía muy mal a la reina, y el afecto de ambos esposos hacia él era bastante frio. Luis XVl llegó el 17 al Hotel de Ville, y fue recibido por cien mil hombres armados cómo los frailes de la Liga. Arengáronle, vertiendo lágrimas. Mrs. Bailly, Moreau de Saint-Méry, y Lally-Tolendal. El rey se enterneció, también a su vez y se puso en el sombrero una enorme escarapela tricolor: esto le valió ser declarado allí mismo hombre honrado, padre de los franceses, y rey de un pueblo libre que se preparaba en virtud de su libertad, a derribar la cabeza del hombre honrado, de su padre y de su rey!
Pocos días después de esta reconciliación hallábame yo asomado a los balcones de mi posada con mis hermanas y algunos bretones, cuando oímos gritar; «¡Cerrar las puertas, cerrarlas puertas!» Un grupo de descamisados venia corriendo por una de las extremidades de la calle: llevaba dos estandartes que no distinguíamos bien desde lejos. Así que fueron acercándose hacia nosotros, vimos que eran dos cabezas desgreñadas y desfiguradas horriblemente, que los antecesores de Marat llevaban clavadas en las puntas de sus picas: aquellas cabezas eran las de Mrs. Foulon y Berthier. Todos, excepto yo, se retiraron de los balcones. Los asesinos se pararon enfrente de mí, y alargaron las picas, cantando, saltando, y dando brincos para aproximar a mi cara aquellas pálidas efigies. El ojo de una de las cabezas, que lo habían hecho saltar de su órbita, caía sobre el ennegrecido rostro del cadáver: la pica atravesaba por la abierta boca, cuyos dientes mordían el hierro: «¡Ladrones! exclamé yo, no siéndome posible reprimir mi indignación; ¿es así como entendéis la libertad?» Si en aquel instante hubiera tenido un fusil, hubiese hecho fuego a aquellos vándalos, como a una manada de lobos. Los amotinados dieron bramidos de coraje y trataron de derribar a golpes las puertas para subir por mi cabeza y reunirla con las de sus víctimas. Mis hermanas se pusieron malas, y los cobardes de la fonda me abrumaron a reconvenciones. Los asesinos, en cuya persecución venia fuerza armada, no tuvieron tiempo de invadir la casa y se alejaron. Aquellas cabezas, y otras que vi en igual estado muy poco después, cambiaron mis disposiciones políticas: cobré un horror profundo a los festines de aquellos caníbales, y empezó a germinar en mi espíritu la idea de abandonar la Francia, y de dirigirme a cualquier punto lejano.
París, noviembre de 1821.
Vuelve a ser llamado Mr. Necker.— Sesión del 4 de agosto de 1789.— Jornada del 5 de octubre.— Llevan al rey a París.
Mr. Necker, tercer sucesor de Turgot, después de Colonne y Taboureau, llamado por segunda vez al ministerio el 25 de julio, y recibido con festejos y aclamaciones, se vio a poco precipitado por los sucesos, perdiendo su popularidad. No dejaba de ser una du las cosas singulares de aquella época, el que un personaje tan grave hubiese sido elevado al puesto de ministro por los manejos de un hombre tan adocenado y tan ligero como el marqués de Pezay. El rendimiento de cuentas, que hizo que se sustituyese en Francia el sistema de empréstitos al de contribuciones, removió las ideas en tales términos, que hasta las mugeres discutían acerca de los ingresos y de los gastos: veíase por la vez primera, o se creía ver algo en el caos de los números. Aquellos cálculos, pintados de un color a lo Thomás, habían sido el principio de la reputación del director general de hacienda. Hábil tenedor de caja, pero economista sin recursos, escritor noble, pero engreído; y hombre honrado, aunque sin virtud alguna elevada, el banquero venia a ser uno de aquellos antiguos partiquinos que so presentaban en el escenario a explicar al público la obra que iba a representarse, y que desaparecían al levantarse el telón. Mr. Necker es el padre de madame Staël; su vanidad le impedía conocer que su verdadero título para la posteridad era la gloria de su hija.
La monarquía fue demolida, como la Bastilla, en la sesión de la Asamblea nacional de la tarde del 4 de agosto. Los que llevados de su odio a lo pasado, declaman hoy en contraía nobleza, olvidan sin duda que un individuo de ella, el vizconde de Noailles, secundado por el duque de Aiguillon, y por Mathieu de Monfmorency, fue quien derribó el edificio, objeto de las prevenciones revolucionarias. En virtud de la proposición del diputado feudal, fueron abolidos los derechos feudales, los de caza, palomar y vivero, los diezmos, los privilegios de las órdenes, ciudades y provincias, las servidumbres personales, los señoríos e justicia y la venta de los oficios. Los golpes mas violentos que recibió la antigua constitución del Estado, procedían de los nobles. Los patricios empezaron la revolución y los plebeyos la acabaron; la antigua Francia debió su gloria a la nobleza francesa: la Francia moderna le debe su libertad, dado caso que exista libertad para la Francia.
Las tropas acantonadas en las cercanías de París recibieron orden de retirarse, y por uno de esos consejos contradictorios que hacían fluctuar la voluntad del rey, fue llamado a Versalles el regimiento de Flandes. Los guardias de corps dieron un banquete a la oficialidad del mismo, en el que se enardecieron las cabezas en algún tanto. La reina se presentó a mitad de comida con el delfín, y hubo muchos brindis a la salud de la familia real: el rey asistió también; y la música militar tocó la canción entusiasta y favorita: ¡Oh Richard, oh mon roi! Cuando llegó a París la noticia de este banquete, los de opinión opuesta se apoderaron de ella con una avidez extraordinaria. Exparciose la voz de que Luis rehusaba su sanción a la declaración de los derechos para escaparse a Metz con el conde de Estaing: Marat, que redactaba en aquella época El Amigo del pueblo, se desencadenó. En la madrugada, del 6 nos anunciaron que el rey venia a París.
Todo lo que yo tenía de tímido en las tertulias, tenía de audaz y osado en las plazas públicas: me creía nacido para la soledad o para el foro. Dirigime a los Campo Elíseos, y lo primero que se ofreció a mi vista fueron los cañones, sobre los cuales venían montadas a horcajadas algunas harpías, ladronas y prostitutas, diciendo obscenidades, y haciendo los gestos mas inmundos. En seguida, y en medio de una horda compuesta de gentes de ambos sexos y de todas edades, caminaban a pié los guardias de corps, los que se vieron precisados a cambiar con los guardias nacionales sus sombreros, espadas y tahalíes: cada uno de sus caballos traía encima a dos o tres verduleras, asquerosas bacanales, que venían borrachas y con los pechos al aire. Detrás de los guardias iba la diputación de la Asamblea nacional, y luego seguían los carruajes del rey, qué rodaban por la oscuridad polvorosa de un bosque de picas y bayonetas. A las portezuelas del coche iban varios traperos llenos de guiñapos, y carniceros con su sangriento delantal, con su cuchillo desnudo, y las mangas remangadas; la imperial, el pescante, y el sitio de los lacayos, estaban ocupados por otros señores del mismo jaez. Disparábanse tiros de fusil y de pistola, y el populacho gritaba: ¡Ahí van el pastelero, la pastelera y el marmitón! Delante del hijo de San Luis, a guisa de lábaro, iban clavadas en dos alabardas las cabezas de dos guardias de corps, rizadas y empolvadas por un peluquero de Sévres.
El astrónomo Batlly declaró a Luis XVl en el Hotel de Ville, que el pueblo, humano, fiel y respetuoso, acababa de conquistar a su rey: y el rey por su parte, muy sensible a esta manifestación y muy contento, declaró que había venido a París por su propia voluntad: falsedades indignas, hijas de la violencia y del miedo, que deshonraban entonces a todos los hombres y a todos los partidos. Luis XVl no era falso, sino débil; pero si la debilidad no es lo mismo que la falsedad, hace sus veces: el respeto que deben inspirar la virtud y la desgracia del rey santo y mártir, convierten todo juicio humano casi en un sacrilegio.
Asamblea constituyente.
Luego que dejaron a Versalles los diputados, tuvieron su primera sesión el 19 de octubre en uno de los salones del arzobispado. El 9 de noviembre se trasladaron al recinto del Manége, cerca de las Tullerías. En lo que restaba del año de 1789, expidieron decretos despojando de sus bienes al clero, destruyendo la antigua magistratura. Decretaron los asignados, la autorización de la municipalidad de París para que se constituyera en primer comité de indagaciones, y el mandato de los jueces para el procedimiento del marqués de Favras.
La Asamblea constituyente, a pesar de todo lo que puede echársele en cara, no deja de ser por eso la congregación popular mas ilustre, que había existido hasta entonces en las naciones. No hubo cuestión política, por elevada que fuese que no tocase y resolviese con acierto, ¡Que fuera de ella, si se hubiese atenido únicamente a los acuerdos de los Estados generales, sin tratar de ir más allá! Todo cuanto la experiencia y la sabiduría humana habían descubierto, concebido, y elaborado durante tres siglos, se halla consignado en estas actas, así como los diversos abusos de la antigua monarquía, y los medios propuestos para remediarlos. En ellas consta también la reclamación de todas las libertades, inclusa la de la prensa, y la promoción de toda clase de mejoras para la industria, las manufacturas, el comercio, los caminos, el ejército, las contribuciones, la hacienda, las escuelas y la instrucción pública, etc. Hemos atravesado sin sacar provecho alguno, abismos de crímenes y montes de gloria. La República y el Imperio no han servido para nada, el imperio no hizo mas que regularizar la fuerza brutal de los brazos que la república había puesto en movimiento, y dejarnos la centralización; mal necesario fue en aquella época, en que todas estaban destruidas, y en que la anarquía y la ignorancia bullían en todas las cabezas. Acerca de esto, apenas hemos dado un paso desde la Asamblea constituyente acá: sus trabajos vienen a ser como los del gran médico de la antigüedad, los cuales marcaron los límites de la ciencia. Hablemos, pues, de algunos individuos de aquella Asamblea, y fijémonos en Mirabeau, que es el que los domina a todos.
París, noviembre de 1821.
Mirabeau.
Arrojado por los desórdenes y los azares de su vida a los mas grandes acontecimientos y a la existencia de los presidiarios, de los despojadores y de los aventureros, Mirabeau, tribuno de la aristocracia, diputado de la democracia, tenía algo de Graco y de don Juan, de Catilina y de Guzmán de Alfarache, del cardenal de Richelieu y del cardenal de Retz, del truhan de la regencia y del salvaje de la revolución. tenía además la esencia de los Mirabeau, familia florentina desterrada, que conservaba algo de esos palacios armados y de esos grandes facciosos celebrados por Dante: familia que se había naturalizado en Francia, donde el espíritu republicano de la edad media de la Italia y el sentimiento feudal habían producido una sucesión de hombres extraordinarios.
La fealdad de Mirabeau, aplicada, recordaba el Juicio final de Miguel Ángel. Los surcos abiertos por la viruela en el semblante del orador, parecían como la huella que deja el fuego al pasar. La naturaleza había dispuesto su cabeza para el imperio o para el cadalso, tallado sus brazos para oprimir con ellos una nación o robar una mujer. Cuando sacudía su cabellera mirando al pueblo, lo paraba; cuando levantaba el brazo, la plebe corría furiosa. En medio del espantoso desorden de una sesión lo he visto en la tribuna sombrío, feo e inmóvil: recordaba el caos de Milton.
Mirabeau tenía algo de su padre y de su tío, quienes, como Saint-Simon, escribían a la diabla paginas inmortales. Suministrábanle discursos para la tribuna, y tomaba de ellos lo que su espíritu necesitaba. Si los adoptaba enteros, los pronunciaba mal; conocíase que no eran suyos por las palabras que intercalaba a la ventura. Sacaba su energía de sus vicios, y estos vicios no nacían de un temperamento enfermizo, sino de pasiones profundas, abrasadoras y tempestuosas. El cinismo de las costumbres, destruyendo el sentimiento moral, engendra una especie de barbaros: estos bárbaros de la civilización, aptos para destruir como los godos, no tienen cual ellos, el poder de fundar: aquellos eran los robustos hijos de una naturaleza virgen: estos son los abortos monstruoso de una naturaleza depravada.
Por dos veces hallé a Mirabeau en un banquete: una en la casa de la sobrina de Voltaire, la marquesa de Villette, y otra en el Palais-Royal, con diputados de la oposición que Chapelier me había hecho conocer: Chapelier fue al cadalso en la misma carreta que mi hermano y Mr. de Malesherbes.
Mirabeau habló mucho, y sobre todo mucho de sí propio. Aquel hijo de leones, león él mismo, aquel hombre, tan positivo en hechos, era lodo lo novelesco, todo lo poeta, todo lo entusiasta posible por su imaginación. En su lenguaje reconocíase al amante de Sofía, exaltado en sus sentimientos y capaz de los mayores sacrificios. «Yo la encontré, dijo; esta mujer adorable... Supe lo que era su alma, aquella alma formada con las manos de la naturaleza en un momento de magnificencia.»
Mirabeau me encantó con sus aventuras amorosas, con sus planes domésticos, que mezclaba con áridas discusiones. Me interesaba además por otro motivo: como yo había sido tratado severamente por su padre, el cual había guardado como el mío, la inflexible tradición de la autoridad paternal absoluta.
El gran convidado se extendió sobre la política extranjera, y no dijo casi nada sobre la política interior; era, sin embargo, lo que le preocupaba: pero dejó escapar algunas palabras de soberano desprecio contra los hombres que se proclamaban superiores merced a la indiferencia que afectaban hacia las desdichas y los crímenes. Mirabeau había nacido generoso, sensible a la amistad, dispuesto a perdonar las ofensas. A pesar de su inmoralidad, tenía conciencia; solo se había corrompido para sí propio: su espíritu recto y firme no hacia del asesinato una sublimidad, y no tenía admiración alguna para los matadores y asesinos.
Mirabeau, era orgulloso, y se elogiaba ultrajándose; aunque se constituyó en mercader de paños para ser elegido por el pueblo (habiendo tenido la nobleza la honrosa locura de rechazarlo), estaba orgulloso de su nacimiento: Pájaro extraviado cuyo nido fue entre cuatro torrecillas, dice su padre. No olvidaba que había aparecido en la corte montado en las carrozas, y cazado con el rey. Exigía que se le calificase con el título de conde, y cubrió a sus pajes y lacayos con la librea de su casa, cuando todos suprimían sus colores y cuarteles. Citaba a tuertas y derechas a su pariente el almirante de Coligny. Habiéndolo llamado el Monitor Riquet: «¿Sabéis, dijo colérico al periodista, que durante tres días habéis desorientado con vuestro Riquet a la Europa?» Repetía esta gracia impudente y tan conocida: «En otra familia mi hermano, el vizconde, seria el hombre de talento y una mala cabeza: en mi familia es el tonto y un hombre de bien.» Los biógrafos atribuyen esta palabra al vizconde comparándose con humildad a los otros miembros de la familia.
El fondo de los sentimientos de Mirabeau era monárquico; ha pronunciado estas bellas palabras: «He querido curar a los franceses de la superstición a la monarquía y sustituir un verdadero culto.» En una carta destinada a ser leída por Luis XVl, escribía: «No quisiera haber trabajado tan solo para destruir.» Sin embargo, esto fue lo que aconteció: el cielo, en castigo de haber empleado mal nuestros talentos nos da el arrepentimiento por nuestros mismo triunfos.
Mirabeau removía la opinión con dos grandes palancas: de un lado tomaba su punto de apoyo en las turbas, de quienes se había constituido en defensor despreciándolas; del otro, aunque traidor a su orden, sostenía la simpatía por las afinidades de casta y comunes intereses. Jamás sucederá esto a un plebeyo, campeón de las clases privilegiadas; seria abandonado de su partido sin conquistarse la aristocracia, ingrata por naturaleza, cuando no se ha nacido en sus filas. La aristocracia no puede además improvisar un noble, puesto que la nobleza es hija del tiempo.
Mirabeau ha hecho muchos discípulos. Rompiendo los lazos morales, han soñado muchos que se transformarían en hombres de estado. Estas imitaciones solo han producido perversos raquíticos: aquel que se lisonjea de ser corrompido y ladrón, no es mas que un miserable perdido: aquel que se cree despreocupado, no es sino un vil, y aquel que se vanagloria de ser un criminal solo es un infame.
Muy pronto para él, demasiado tarde para ella Mirabeau se vendió a la corte y la corte lo compró. Jugó su nombradía por una pensión y una embajada: Cromwel estuvo a pique de trocar su porvenir por un título y la orden de la Jarretiere. A pesar de su soberbia, Mirabeau no se estimaba en lo que valía. Ahora que la abundancia del numerario y de los destinos ha elevado el precio de las conciencias, no hay personaje cuya adquisición no cueste algunos centenares de miles de francos y los primeros honores del Estado. La tumba desligó a Mirabeau de sus promesas, y lo puso al abrigo de los peligros que verosímilmente no habría podido vencer. Su vida habría demostrado su debilidad para el bien; su muerte lo ha dejado en posesión de su fuerza pata el mal.
Al salir de nuestra comida discutíase sobre los enemigos de Mirabeau: yo me hallaba a su lado, y no había pronunciado una sola palabra. Me miró fijamente con sus ojos de orgullo, de vicio y genio, y aplicando su mano sobre mi espalda me dijo: «No me perdonarán jamás mi superioridad.» Aun siento la impresión de aquella mano, cual si Luzbel me hubiese tocado con su ardiente espada.
Mirabeau ha sufrido ya la metamorfosis que sucede con todos aquellos cuya memoria está destinada a vivir; llevada desde el Panteón a las sentinas, y vuelto a conducir al Panteón, se ha elevado a toda la altura de los tiempos que hoy le sirven de pedestal. No se ve ya el Mirabeau real sino el Mirabeau idealizado, el Mirabeau tal como lo retratan los pintores para hacerle el símbolo o el mito de la época que representa: así viene a ser mas falso y mas verdadero. De tantas reputaciones, de tantos acontecimientos, de tantas ruinas no quedan mas que tres hombres, cada uno de ellos identificado con cada una de las tres grandes épocas revolucionarias. Mirabeau para la aristocracia Robespierre para la democracia, Bonaparte para el despotismo: la monarquía nada tiene: la Francia ha pagado bien caras tres reputaciones que la virtud no puede enaltecer.
París, diciembre de 1821.
Sesión de la Asamblea nacional.—Robespierre.
Ofrecían las sesiones de la Asamblea nacional un interés de que distan mucho las de nuestras actuales cámaras. Había quien madrugaba para ir a tomar sitio en las tribunas atestadas de gente. Los diputados estaban en el salón comiendo, conversando y gesticulando, y formaban grupos según sus opiniones. Leída el acta, se discutía el asunto prefijado, cuando no había proposiciones extraordinarias, no se iba allí a tratar de insípidos artículos de ley; rara vez dejaba de estar a la orden del día un plan de destrucción. Quien hablaba en pro y quien en contra; pero todos se lanzaban a improvisar bien o mal. Según iban acalorándose los debates se mezclaban las tribunas en la discusión, aplaudiendo y animando a los oradores, o silbándolos y voceándolos. El presidente agitaba la campanilla, entre tanto que los diputados se apostrofaban desde los bancos. Mirabeau, el joven, se arrojaba sobre su competidor y le asía por la garganta: Mirabeau, el mayor, gritaba: ¡Callen los treinta votos! Un día me hallaba yo a espaldas de la oposición realista: delante tenía a un caballero del Delfinado, moreno de rostro, y bajo de estatura, que pateaba de rabia en su asiento, y decía a sus amigos señalando a la mayoría: «¡Cargaremos espada en mano sobre esa canalla!» Las damas de la Halle, o verduleras, que estaban haciendo calceta en la tribuna, se levantaron al oírle, echando espuma por la boca, y enarbolando sus calcetas gritaron: ¡A la linterna! El vizconde de Mirabeau, Lautrec y algunos otros jóvenes de la nobleza, querían andar a golpes con las tribunas.
Pero en breve sucedía a este alboroto otro de distinta especie. Presentábanse en la barra multitud de peticionarios armados con picas exclamando: «El pueblo se muere de hambre: tiempo es ya de tomar medidas contra los aristócratas, y de ponerse al nivel de las circunstancias.» El presidente respondía con el mayor respeto a los ciudadanos: «La Asamblea tiene fijos los ojos en los traidores, y hará justicia.» De aquí nuevos desórdenes; los diputados de la derecha clamaban, que aquello era ir rectamente a la anarquía: los de la izquierda replicaban que el pueblo podía expresar libremente su voluntad y que tenía derecho a quejarse de los fautores del despotismo, incluso los que se abrigaban en el seno de la representación nacional. Así se entregaba a sus colegas al brazo del pueblo soberano, el que iba a aguardarlos junto a los reverberos.
Las sesiones nocturnas eran mas escandalosas aun que las que se celebraban durante el día: a la luz de las arañas se habla siempre con mas facundia y con mas osadía. Convertíase entonces el salón del Manége en un verdadero teatro donde se representaba uno de los dramas mas importantes del mundo. Los actores principales pertenecían todavía al antiguo orden de cosas; revueltos con ellos los que habían de reemplazarles, casi nunca desplegaban los labios. Al terminar una discusión violenta vi cierto día subir a la tribuna un diputado de aspecto vulgar, de rostro nebuloso y frio, regularmente peinado, y vestido como un mayordomo de buena casa, o como un escribano de pueblo, que gusta de parecer bien. Hizo una perorata larga e insípida, que nadie escuchó: pregunté su nombre y me lo dijeron: era Robespierre. La gente que gastaba zapatos iba ya a salir del salón, cuando el populacho llamaba con sus zuecos a la puerta.
París, diciembre de 1821.
La sociedad.— Aspecto de París.
Siempre que leía en la historia las agitaciones políticas de diversos pueblos antes de la revolución, me asombraba que se hubiese podido vivir en aquellos tiempos, y no acertaba a comprender cómo escribía Móntaine de buen humor en un castillo, a cuyos alrededores no podía pasearse sin grave peligró de caer en manos de los de la Liga o de los protestantes.
La revolución francesa me explicó este fenómeno. Todo momento de crisis produce una duplicación de vida en los individuos. La lucha entre dos civilizaciones, el choque de lo pasado con lo porvenir; la mezcla de las costumbres antiguas con las modernas, forman, en toda sociedad humana que se disuelve, una combinación transitoria que no consiente un momento de fastidio. Libres las pasiones y los caracteres, se manifiestan con una energía, imposible el pueblos bien organizados. La infracción de las leyes, la emancipación de los deberes, de los usos, y de los miramientos sociales y hasta los peligros, acrecen el interés de este desorden. El pueblo humano suele echarse a la calle como en un día de asueto, libre de sus pedagogos, y vuelto por cortos momentos al estado natural, y sin sentir la necesidad del freno social, hasta que le abruma la férula de nuevos tiranos, engendrados por su ilimitada licencia.
De ninguna manera pudiera pintarse mejor la época de 1788 y 1790, que comparándola con la arquitectura del tiempo de Luis XII y de Francisco I, allá cuando los órdenes griegos comenzaron a mezclarse con el estilo gótico; o asimilándole con la colección de ruinas y sepulcros de todas las clases que después del terror se amontonaron revueltos en los claustros de los Petits-Augustinos. En todos los sitios de París se celebraban reuniones literarias, sociedades políticas y funciones públicas: las mayores celebridades divagaban entre la muchedumbre, sin ser de nadie conocidas, como aquellas almas que a orillas del Leteo aguardaban la hora de pasar a la luz. Al mariscal Gouvion de Saint Cyr le vi trabajar en el teatro del Marais, haciendo un papel en la Madre culpable de Beaumarchais. Del club de los Feuillants la gente pasaba al de los Jacobinos, de los bailes y casa de luego a los grupos del Palais-Royal, de la tribuna de la Asamblea nacional a la tribuna al aire libre. Circulaban incesantemente por las calles las diputaciones populares, los piquetes de caballería y las patrullas de infantería. Junto a un hombre vestido con casaca francesa; peluca empolvada, espada al cinto, sombrero bajo el brazo, escarpines y medias de seda, mirábase pasar a otro hombre de cabellos cortos, y sin polvos, frac inglés corbata americana. Los mismos actores publicaban las noticias en el teatro; la gente del patio, congregada en número considerable para ver comedias de circunstancias, entonaba canciones patrióticas. Cuando por casualidad salía un abate a la escena, gritábale el pueblo: «¡Fuera solideos,» y él respondía; «Señores, viva la nación!» Íbase a la ópera Buffa a oír cantar a Mandini y su esposa Viganoni y Róvedino, después de haber oído aullar al son del caire esto marcha; íbase a admirar a Mme. Dugazon, y Mme. Saint-Aubin, a Carline y la niña Olivier, a Mlle. Contat, Molé, Henry y Talma; que comenzaba a despertar, después de haber visto ahorcar a Favras.
Las arboledas del boulevard del Temple y de los Italianos, conocido también con el nombre de Coblentz, y los paseos del jardín de las Tullerías, estaban inundados de señoras muy lujosas, entre las cuales descollaban tres hijas de Gretry, blancas y sonrosadas como su traje, que al poco tiempo murieron una tras otra. «Entregose al eterno sueño, dice Gretry hablando de la mayor, sentada sobre mis rodillas, y tan hermosa, como lo fue toda su vida. Una multitud de carruajes atravesaba por las encrucijadas salpicando de lodo a los descamisados: la linda Mme. de Buffon se dejaba ver de vez en cuando, reclinada en un faetón del duque de Orleans, o aguardándole a la puerta de algún club.
La elegancia y el buen gusto de la sociedad aristocrática continuaban en pie todavía, campeando en el palacio de la Rochefoucault, en tos saraos de las señoras de Poix, de Henia, de Simiane, y de Vaudrevil, y en algunos de la alta magistratura. En casa de Necker, del conde de Montmorin y de los diferentes ministros, se reunían con Mme. Staël, la duquesa de Aiguillon, y las señoras de Beaumont y de Serilly, todas las nuevas celebridades de Francia. Reinaba ya la libertad de las modernas costumbres. El zapatero se arrodillaba para tomar la medida de una bota, vestido con uniforme de oficial de la guardia urbana; el fraile, se quitaba pasado el viernes, sus hábitos blancos o negros para presentarse el domingo con sombrero, redondo y traje de paisano; el capuchino se iba a leer periódicos a las hosterías y en mas de un corro de traviesas muchachas aparecían sentadas las graves religiosas, tías o hermanas suyas, echadas de los monasterios. Acudían los curiosos a visitar estos conventos abiertos al mundo, con el mismo afán con que se recorren en Granada los solitarios salones de la Alhambra, o con que se contemplan en Tibur las columnas del templo de la Sibila.
Abundaban en fin los duelos y los amores; amistades contraídas en la cárcel y lazos políticos; citas misteriosas, al pie de tristes ruinas, bajo un cielo sereno, en medio de la paz y de la poesía de la naturaleza: paseos extraviados, silenciosos y solitarios, interpolados con eternos juramentos y arrebatos indefinibles de ternura, al sordo rumor de un mundo que huía, y al lejano estruendo de una sociedad que se derrocaba, amenazando con su caída aquellos goces favorecidos por la sombra y el estrépito de sucesos extraordinarios. Si dos personas se perdían de vista por espacio de veinte y cuatro horas, no podían responder de volverse a ver. Unas entraban en las diversas sendas revolucionarias; otras meditaban la guerra civil; otras se embarcaban para el Ohio, enviando por delante suntuosos planos de castillos que habían de construirse entre los salvajes; otras marchaban a reunirse con tos príncipes. Los realistas afirmaban que todo aquel barullo concluiría el día menos pensado por un decreto del parlamento. En cuanto a los patriotas, no menos ligeros en sus. esperanzas, presagiaban el remado de la paz y de la felicidad, juntamente con el de la libertad. El palacio de las Tullerías, inmensa cárcel llena de reos ya prejuzgados, elevábase en medio de estas fiestas, de destrucción. también se divertían ellos en tanto que venían a sacarlos para la carreta, la tortura y la camisa colorada puesta a secar: por las ventanas del edificio veíanse as luces deslumbradoras que en cada noche de reunión iluminaban los salones de la reina.
Cantábase la siguiente:
«La sainte chandelle d‘ Arras
Le flambeau de la Provence,
S’ils ne nous éclairent pas
Mettent le feu dans la France;
On ne peut pas les toucher,
Mais on espére les moucher.»