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Cuando se dio cuenta de que se vencía el plazo para llevar a cabo su empresa, Stepan Trofimovich se sintió amedrentado. Sé que sufrió mucho por la secuela del terror que le dejó aquella noche horrenda, la noche antes de su partida. Nastasya recordaba que el señor se había acostado tarde y había dormido. Pero ello no prueba nada: cuentan que los condenados a muerte duermen la víspera misma de subir al patíbulo. Aunque salió de casa al amanecer, cuando un hombre nervioso se siente con mayores bríos (y el comandante, pariente de Virginski, dejaba de creer en Dios tan pronto como terminaba la noche), estoy seguro de que nunca logró, sin un escalofrío de horror, imaginarse a sí mismo solo en la carretera y en semejante estado. Sin duda, algún sentimiento de desesperación atenuó en alguna medida la espantosa soledad que sintió cuando dejó a Stasie y el cálido hogar en que había pasado veinte años. Sé también que habría salido a la carretera e iniciado su marcha aunque se hubiera imaginado algunos de los horrores que le esperaban. Mediaba en ello una dosis de orgullo que lo seducía a pesar de todos los pesares. ¡Ah, si hubiera podido aceptar las espléndidas condiciones de Varvara Petrovna y continuar viviendo de las mercedes de ella comme un simple gorron. Pero no había aceptado la limosna y no se había quedado. Y ahora era él quien dejaba a la señora, levantando «el estandarte de la gran idea» y yendo a morir por él en la carretera. Tal era sin duda su manera de sentir; era, evidentemente, su modo de actuar.
Más de una vez se me ha ocurrido otra pregunta: ¿por qué «salió por pies», es decir, por qué se escapó a pie, literalmente, y no se fue en coche? Al principio lo atribuí a cincuenta años de falta de sentido práctico y al fantástico desvarío provocado por una fuerte emoción. Suponía que la idea de apalabrar coches y caballos de relevo (aunque tuvieran campanillas) se le antojaría por demás sencilla y pedestre; por otra parte, una cruzada, aun con paraguas y todo, era algo mucho más pintoresco y más consonante con su deseo de expresar amor y venganza. Pero ahora que todo ha terminado, sospecho que ello ocurrió de modo mucho más sencillo. En primer lugar, temía alquilar caballos porque Varvara Petrovna podía enterarse e impedir su marcha a la fuerza —seguro que lo habría hecho tanto como que él lo habría acatado—; y entonces ¡adiós para siempre a la gran idea! En segundo lugar, para apalabrar caballos de relevo había que saber por lo menos a dónde se iba; y su mayor aflicción en ese momento consistía en que no lograba decidirse por lugar alguno. Su empresa habría resultado si él se hubiera decidido por algún sitio. ¿Porque qué haría precisamente en esa ciudad, y por qué no en otra? ¿Buscar a ce marchando? Pero ¿qué marchando? Ahí volvía a surgir la segunda y más angustiosa pregunta. Porque, a decir verdad, nada le infundía tanto miedo como ce marchando a quien tan de repente y con tanta premura se había lanzado a buscar, y a quien, en verdad, se espantaba de encontrar. No. La carretera era, sencillamente, lo mejor. Salir y andar por ella sin tener que pensar en nada. La carretera como algo largo, algo que no tiene fin, como la vida humana, como el ensueño humano. Hay una idea en la carretera, pero ¿qué clase de idea guarda la de apalabrar caballos de relevo? Apalabrar caballos de relevo es la muerte de la idea… Vive la grande route! y que Dios nos proteja.
Después del inesperado encuentro con Liza que ya he escrito, continuó su marcha más abstraído que nunca. La carretera pasaba a media versta de Skvoreshniki y, cosa rara, al principio no se dio cuenta de que iba por ella. En aquel momento le era intolerable pensar racionalmente o hacerse pleno cargo de lo que hacía. La llovizna apenas cesaba, volvía a empezar, pero él ni siquiera lo notaba. Tampoco notó que se había echado el maletín al hombro y que así podía caminar con más soltura. Después de haber recorrido una versta o versta y media se detuvo y miró a su alrededor. La vieja carretera, negra, cortada por surcos y bordeada de sauces, se alargaba ante él como un hilo interminable. A la derecha, campos desnudos cubiertos de rastrojo; a la izquierda, arbustos, y más allá de ellos un pequeño bosque. Y a lo lejos, muy a lo lejos, un tanto apacible, apenas se percibía la línea del ferrocarril y, por encima, el humo de un tren, pero sin que se oyera ruido alguno. Stepan Trofimovich se intimidó un poco, pero fue apenas un instante. Suspiró, apoyó el maletín en un sauce y se sentó a descansar. Al sentarse, notó un escalofrío y se arropó con la manta, y al notar que llovía abrió el paraguas. Así estuvo un largo rato, murmurando algo de vez en cuando y empuñando con fuerza el mango del paraguas. Ante él desfilaron varias imágenes en febril procesión, sucediéndose unas a otras en su mente. «Lise, Lise —pensaba—, y con ella ce Maurice… Gente más rara… Pero ¿qué fue ese incendio extraño que hubo por allí y eso que decían de unos asesinados…? Me parece que Stasie no ha tenido tiempo de enterarse de nada y me sigue esperando con el café… ¿A las cartas? ¿De veras que perdí hombres a las cartas? Hmm…, en Rusia, durante la llamada época de la servidumbre… ¡Ay, Dios mío! ¿Pero Fedka?». Se estremeció de espanto y miró en torno. «Bueno, ¿y qué pasará si detrás de una de esas matas está escondido Fedka? Porque dicen que tiene toda una banda de ladrones aquí por la carretera. ¡Dios! Yo en tal caso…, yo en tal caso le digo toda la verdad, le digo que tengo la culpa y que durante diez años he sufrido por él más de lo que él ha sufrido como soldado, y…, y le daré mi bolsa. Hmm, j’ai en tout quarante roubles; il prendra les roubles et il me tuera tout de même!».
De puro miedo, y sin que se sepa por qué, cerró el paraguas y lo puso junto a sí. A lo lejos, en la carretera, se veía un carro que venía de la ciudad; lo miró intranquilo.
«Grâce à Dieu; es un carro y viene despacio. No puede ser cosa de peligro. Estos pobres caballejos de aquí…, yo siempre he dicho que esa raza… Fue Piotr Illich el que habló de la raza en el club y le impuse una multa, et puis… Pues ¿qué es eso detrás del carro?… Creo que va en él una mujer. Una campesina y un campesino, celia commence à être rassurant. La mujer detrás y el hombre delante… c’est très rassurant. Detrás del carro llevan una vaca atada de los cuernos… c’est rassurant au plus haut degré».
El carro se acercó a donde él estaba, era un carro de campesinos, de sólida factura y buen aspecto. La mujer iba sentada en un saco relleno y el hombre en una de las tablas con las piernas colgando hacia el lado de la carretera donde estaba Stepan Trofimovich. Detrás del carro, en efecto, caminaba balanceándose una vaca colorada, atada por los cuernos al vehículo. El campesino y la mujer miraron detenidamente a Stepan Trofimovich, que les devolvió la mirada, pero cuando ya habían rebasado en unos veinte pasos el lugar donde estaba se levantó deprisa y trató de alcanzarlos. Era natural que se sintiese más seguro cerca del carro, pero habiéndolo alcanzado volvió una vez más a olvidarse de todo y a sumirse en sus despojos, en sus ideas y visiones. Iba caminando sin sospechar, por supuesto, que para el campesino y la mujer era en aquel momento el objeto más interesante y misterioso con que se podían cruzar en la carretera.
—¿Le molestaría decirnos de dónde sale usted, señor? —no pudo menos de inquirir la mujer cuando de pronto Stepan Trofimovich la miró distraído. Quizás la mujer tuviera unos veintisiete años, era robusta, de cejas negras y mejillas coloradas, con labios rojos que sonreían cordialmente y tras los cuales brillaban dientes blancos y regulares.
—¿A mí? ¿Me…, me pregunta usted a mí? —murmuró Stepan Trofimovich con afligida sorpresa.
—Seguro es un comerciante —dijo el campesino con suficiencia. Era un hombre alto, de complexión recia, rostro ancho e inteligente y barba cerrada de color rojizo.
—No, no formo precisamente parte del comercio; yo…, yo… moi c’est autre chose —Stepan Trofimovich paró de algún modo la pregunta y, por si acaso, se fue quedando un poco rezagado, a la altura de la vaca.
—Entonces un caballero —sentenció el campesino al oír palabras que no eran rusas y tirando de las riendas.
—Por eso lo mirábamos. ¿Es que va de paseo? —volvió a preguntar la mujer con curiosidad.
—¿Me…, me pregunta usted?
—El tren trae a veces a extranjeros, las botas de usted no son como las de aquí…
—Son botas militares —dijo el campesino con gravedad y muy pagado de su saber.
—No. No, tampoco soy precisamente militar; yo…
«¡Qué mujer más preguntona! —se dijo, irritado, Stepan Trofimovich—. ¡Y cómo me miran…! Mais en fin… Además, es raro que tenga la sensación de haberles hecho algo malo, cuando lo cierto es que nada malo les he hecho».
La mujer murmuró algo al oído del hombre.
—Si no le molesta y le parece bien, podría subir con nosotros.
—Sí, sí, amigos míos, con muchísimo gusto, porque estoy cansadísimo. Pero ¿cómo voy a subirme?
«¡Qué raro —decía para sus adentros— que haya ido tanto rato junto a esta vaca y no se me haya ocurrido pedirles que me lleven… Esta vida real tiene algo muy peculiar…».
El hombre, sin embargo, seguía sin detener el caballo.
—Pero ¿hacia dónde va usted, señor? —preguntó con un poco de confianza.
Stepan Trofimovich no comprendió al momento.
—¿Quizás a Hatovo?
—¿Hatovo? No, no precisamente a casa de Hatov… No lo conozco, aunque he oído hablar de él.
—A siete verstas de aquí está la aldea de Hatovo.
—¿La aldea? C’est charmant. Sí, claro, he oído hablar de ella.
Stepan Trofimovich seguía andando y aún no lo subían al carro. Una idea genial cruzó por su cerebro:
—Ustedes quizá creen que soy… Tengo pasaporte y soy profesor, mejor dicho, si lo prefieren, maestro. Maestro-jefe. Oui, c’est comme qa quonpeut traduire. Me gustaría mucho ir en el carro…, les compraré…, les compraré por ello una punta de vodka.
—Tendrá que ser medio rublo, señor; el camino es malo.
—De otro modo no nos tendría cuenta —apuntó la mujer.
—¿Medio rublo? Pues bien, medio rublo. C’est encore mieux; fai en tout quarante roubles, mats…
El campesino paró el carro, y entre él y la mujer ayudaron a Stepan Trofimovich a subirse y se sentó junto a ella. Su mente seguía siendo un torbellino. A veces, él mismo se sentía terriblemente distraído, pensaba en lo que no tenía por qué pensar, y se maravillaba de ello. Muchas habían sido las veces en las que le daba pena y humillación notar su morbosa debilidad mental.
—¿Qué es esto que va detrás? ¿Una vaca? —preguntó de pronto a la mujer.
—¿Pero qué, señor? ¿Nunca ha visto una? —dijo riendo ésta.
—En la primavera se nos murió el ganado —medió el campesino—, ¿entiende…? La peste. Murieron todos los animales. No quedó ni la mitad. Aquello fue el fin.
Y arreó al caballo, que había vuelto a atascarse en un bache.
—Sí, eso es lo que pasa en Rusia… y, por lo común, nosotros los rusos… Bueno, en realidad eso también nos pasa —Stepan Trofimovich no terminó la frase.
—Si es usted maestro, ¿a qué va a Hatovo? ¿O es que va más allá todavía?
—Yo… no es que vaya más allá…, c’est à dire, voy a casa de un comerciante.
—Entonces será a Spasov.
—Sí, sí, precisamente. A Spasov. Pero es lo mismo.
—Si va a usted a Spasov a pie y con esas botas, tardará ocho días en llegar —dijo riendo la mujer.
—Sí, sí, es verdad, mes amis, da igual —la interrumpió impaciente Stepan Trofimovich.
«¡Qué gente tan preguntona! Sin embargo, la mujer habla mejor que él, y observo que desde el 19 de febrero, cuando los emanciparon, su modo de hablar ha cambiado un poco… ¿Y a ellos qué les importa si voy o no voy a Spasov? Si les pago, ¿por qué no me dejan en paz?».
—Si va usted a Spasov, tendrá que tomar el vapor —persistió el campesino.
—Eso es —dijo la mujer con animación—, porque en coche, por la orilla, es un rodeo de veinte verstas.
—Más bien cuarenta.
—Llegará con el tiempo justo de tomar el vapor en Ustyevo mañana a las dos —reclamó la mujer. Pero Stepan Trofimovich guardaba un silencio parco. También lo guardaron sus interrogadores. El campesino tiraba de las riendas del caballo; la mujer cambiaba breves palabras con él de vez en cuando. Stepan Trofimovich se adormeció, y quedó atónito cuando la mujer, riendo, lo despertó de una sacudida y se encontró en una aldea bastante grande, a la puerta de una cabaña con tres ventanas.
—¡Qué siesta, señor!
—¿Qué? ¿Dónde estoy? ¡Está bien, está bien, no importa! —dijo Stepan Trofimovich con un suspiro, bajándose del carro.
Miró tristemente en torno. La aldea le parecía extraña y por demás inadecuada.
—¡Pero si he olvidado el medio rublo! —dijo al campesino con gesto innecesariamente apresurado. Era evidente que ahora temía separarse de ellos.
—Arreglaremos cuentas ahí dentro; pase, por favor —invitó el campesino.
—Ahí dentro se está bien —le animó la mujer.
Stepan Trofimovich subió los escalones desvencijados. «Pero ¿cómo es posible esto? —murmuró con honda y recelosa perplejidad, entrando en la cabaña—. Elle l’a voulu». Algo le dio una punzada en el corazón y volvió a olvidarse de todo, hasta de haber entrado en la cabaña.
Era una cabaña campesina clara y bastante limpia, con tres ventanas y dos habitaciones. No era una posada, sino simple cabaña, en la que por antigua costumbre solía pararse la gente que pasaba por la aldea. Stepan Trofimovich, sin dudarlo, fue derecho al primer rincón. Se olvidó de saludar, tomó asiento y se sumió en sus meditaciones. Mientras tanto, sintió de pronto en todo el cuerpo un calorcillo que resultaba grato después de las tres horas que había pasado en la humedad del camino. Incluso el breve e intermitente escalofrío que le recorría la columna, como suele ocurrir en los ataques de fiebre, sobre todo a las personas nerviosas, se le antojó curiosamente agradable al pasar de súbito del frío al calor. Levantó la cabeza y el olor delicioso de las tortitas calientes que la dueña preparaba en el fogón le hizo cosquillas en la nariz. Sonriendo infantilmente, se inclinó hacia la mujer y le dijo:
—¿Eso qué es? ¿Son tortitas? Pero… c’est charmant.
—¿Quiere, señor? —al momento la dueña le invitó respetuosamente.
—Claro que quiero, claro que sí, y… también quisiera pedirle té —repuso Stepan Trofimovich reanimándose.
—¿Quiere que ponga el samovar? Con mucho gusto.
En un plato grande con ancho dibujo azul aparecieron las tortitas, las típicas tortitas campesinas, delgadas, hechas en parte con harina de trigo, y cubiertas de mantequilla fresca caliente, en suma, tortitas muy sabrosas. Stepan Trofimovich las probó con deleite.
—¡Qué ricas están! ¡Ah, si hubiera por aquí un doigt d’eau de vie!
—Disculpe, señor, ¿es vodka lo que quiere?
—Exacto, exacto, un poquitín, un tout petit rien.
—¿Unos cinco kopeks, quiere decir?
—Cinco, sí, cinco, cinco, cinco, un tout petit rien —asintió Stepan Trofimovich con sonrisa beatífica.
Pídale a un campesino que haga algo por usted, y él si quiere y puede, le servirá con cordialidad y cuidado; pero si le pide que vaya por vodka, su cordialidad usual y reposada se transforma al instante en un apresurado y gozoso afán de servirle, en una solicitud por usted que nada tiene que envidiar a la de un pariente próximo. El que va por vodka —aunque sepa de antemano que es usted y no él quien lo va a beber— parece, como si dijéramos, que va a participar en alguna medida de la futura satisfacción de usted…
En menos de tres o cuatro minutos (la taberna estaba a dos pasos) Stepan Trofimovich tenía ante sí en la mesa una botella y un vaso grande de color verdoso.
—¿Todo esto es para mí? —preguntó asombrado—. Siempre he tenido vodka, pero nunca he sabido que daban tanto por cinco kopeks.
Llenó el vaso, se levantó y, cruzando la habitación con cierta solemnidad, fue al otro rincón, donde estaba sentada su compañera de viaje con la que había compartido el saco, la joven de las cejas negras que tanto lo había fastidiado en el camino con sus preguntas. Al principio, la mujer se sorprendió y rechazó la oferta pero después de hacerse rogar, según exigía la cortesía, se levantó y terminó el vaso decorosamente en tres tragos, como beben las mujeres. Devolvió el vaso y se inclinó ante Stepan Trofimovich con expresión de agudo sufrimiento en el rostro. Él se inclinó a su vez, solemnemente, y volvió a la mesa con aire de orgullo.
Todo esto lo hizo sin premeditación. Un segundo antes no tenía idea de obsequiar a la joven campesina.
«Yo sé a la perfección cómo tratar a la gente del pueblo; sí, a la perfección; y siempre se lo he dicho», pensaba contento de sí mismo mientras vertía en el vaso lo que quedaba en la botella; aunque era menos de un vaso entero, lo satisfizo y reanimó y hasta se le subió a la cabeza.
«Je suis malade tout a fait, mais ce n’est pas trop mauvais d’etre malade».
—¿Quiere usted comprar? —oyó junto a él una voz suave de mujer.
Alzó los ojos y vio con sorpresa ante sí a una señora —une dame et elle en avait l’air— de algo más de treinta años, de aspecto muy modesto, ataviada al estilo de la ciudad, con un vestido oscuro y un gran chal gris sobre los hombros. En su rostro había algo muy afable que le gustó de inmediato a Stepan Trofimovich. Acababa de volver a la cabaña, donde había dejado sus cosas en un banco cerca de donde estaba sentado Stepan Trofimovich, entre ellas una cartera que él, al entrar —lo recordaba ahora—, había mirado con curiosidad, y una bolsa de hule no muy grande. De la bolsa sacó dos libros exquisitamente encuadernados, con una cruz grabada en la cubierta, y se los alargó a Stepan Trofimovich.
—Eh…, mais je crois que c’est l’Evangile…, con el mayor gusto del mundo… ¡Ah, ahora comprendo… vous étes ce quon appelle una vendedora de biblias…! Más de una vez he leído algo acerca de ello… ¿Medio rublo?
—Treinta y cinco kopeks —respondió la vendedora.
—Con sumo gusto… Je nai rien contre l’Evangile, et… Hace tiempo que quería volver a leerlo…
En ese momento se dio cuenta de que no había leído el Evangelio en por lo menos treinta años y que quizá sólo siete años antes había recordado algunos pasajes cuando estaba leyendo la Vie de Jesús, de Renán. Como no llevaba cambio, sacó sus cuatro billetes de diez rublos —todo lo que llevaba encima—. La dueña de la cabaña se encargó de cambiarlos, y fue entonces cuando él se dio cuenta de que habían entrado muchas personas en la cabaña. Hacía rato que lo observaban y, al parecer, hablaban de él. Hablaban también del incendio de la ciudad, y más que nadie el hombre del carro y la vaca, que acababa de volver de allí. Hablaban de incendios y de los obreros de Shpigulin.
«Cuando me traía, no me dijo palabra del incendio, aunque habló de todo lo demás», recordó por algún motivo Stepan Trofimovich.
—Pero, Stepan Trofimovich, señor mío, ¿en verdad es usted? ¡Nunca lo habría pensado…! ¿Pero no me conoce el señor? —gritó un sujeto entrado en años, con cara de siervo a la usanza antigua, barba afeitada, y embutido en un grueso gabán de ancho cuello vuelto hacia abajo. Stepan Trofimovich se alarmó al oír que lo llamaban por su nombre.
—Perdón —murmuró—, pero no me doy cuenta de quién puede ser usted…
—¡Seguramente el señor se ha olvidado! Soy Anisim, Anisim Ivanov. Estuve sirviendo al difunto señor Gaganov, y más de una vez vi al señor, con Varvara Petrovna, en casa de la difunta Avdotia Sergeyevna. Iba a casa del señor con libros que ella le mandaba, y un par de veces le llevé dulces que ella encargaba de Petersburgo…
—¡Ahora sí, me acuerdo de ti, Anisim! —dijo Stepan Trofimovich sonriente—. ¿Vives aquí?
—Vivo cerca de Spasov, señor, cerca del monasterio de V. Estoy de criado en casa de María Sergeyevna, la hermana de Avdotia Sergeyevna. Quizás el señor se acuerde de que la señora se rompió una pierna cuando se cayó del coche yendo a un baile. Ahora la señora vive cerca del monasterio y yo sigo con ella. Y ahora, como el señor puede ver, voy a la ciudad a visitar a mis parientes…
—Veo, ya veo.
—¡Qué alegría verlo, señor! El señor siempre me trató muy bien —dejo Anisim sonriendo de contento—. Pero ¿a dónde va el señor, solo por lo que parece? El señor, que se sepa, nunca ha viajado solo.
Stepan Trofimovich le miró con timidez.
—¿Va el señor por casualidad a Spasov?
—Sí, voy a Spasov. Il me semble que tout le monde va a Spasof…
—Será, seguramente a casa de Fiodor Matveyevich, ¿no es verdad? ¡Cómo se va alegrar! Allá en tiempos le tenía al señor mucho respeto. Todavía sigue hablando del señor muy a menudo…
—Así es, voy a casa de Fiodor Matveyevich.
—Claro, claro. Por eso estos campesinos se han hecho un lío y creen haber visto al señor andando por la carretera. Es gente de poco entendimiento.
—En realidad, yo…, yo…, ¿sabes, Anisim? Aposté, como hacen los ingleses, a que iría a pie, yo, yo…
La frente se le cubrió de sudor.
—Claro, claro… —Anisim lo escuchaba con rigurosa curiosidad. Pero Stepan Trofimovich no podía aguantar más. Estaba tan desconcertado que quería levantarse y salir de la cabaña. Sin embargo, trajeron el samovar y en ese momento volvió la vendedora de biblias, que había salido a buscar algo. Como quien se agarra a una tabla de salvación, Stepan Trofimovich se volvió hacia ella y le ofreció té. Anisim se dio por vencido y se fue.
En efecto, entre los campesinos se propagaba la perplejidad: «¿Qué clase de hombre es éste? ¡Lo habían encontrado en la carretera, decía que era maestro, iba vestido como un extranjero, tenía menos juicio que un niño, contestaba disparadamente, como si estuviera huyendo de alguien y llevaba dinero!». Empezaban a pensar que se debía dar parte a las autoridades, «ya que las cosas no iban bien en la ciudad». Pero Anisim lo arregló todo en un santiamén. Salió al zaguán y dijo a todo el que quiso escuchar que Stepan Trofimovich no era precisamente un maestro, sino «un sabio que estudiaba cosas de mucha importancia, que en tiempos había sido también propietario allí, que había vivido veintidós años en casa de la generala Stravrogina y que era la persona más importante en ella, y que todo el mundo le respetaba muchísimo en la ciudad; que en el club de la nobleza había noches que perdía hasta billetes de cincuenta y cien rublos; que tenía el título de consejero, que era igual que un teniente coronel del ejército, sólo que con una graduación menos que la de coronel; y en cuanto a tener dinero, le daba tanto la generala Stavrogina que no había quien pudiera contarlo», etc., etc.
«Mais c’est una dame, et tres comme il faut —pensó Stepan Trofimovich, descansando después del asedio de Anisim y mirando con agradable curiosidad a su vecina la vendedora, que bebía el té después de echarlo en el platillo y mordisqueaba un terrón de azúcar—. Cepetit morceau de sucre, ce ríest ríen… Hay algo en ella noble e independiente a la vez que… dulce. Comme ilfaut toutpur, sólo que de un estilo diferente».
Pronto se enteró por ella misma de que se llamaba Sofya Matveyevna Ulitina y que vivía en K*, donde tenía una hermana viuda de un artesano. Ella también era viuda, y su marido, que había sido sargento antes de ascender a subteniente, había sido muerto en Sebastopol.
—Pero usted es muy joven, vous ríavezpos trente ans.
—Treinta y cuatro, señor —dijo Sofya Matveyevna sonriendo.
—¿Entiende usted el francés?
—Un poco, señor. Después de morir mi marido pasé cuatro años en casa de un caballero y lo aprendí de los niños.
Contó que cuando quedó viuda a los dieciocho años había pasado algún tiempo de enfermera en Sebastopol y después había vivido en varios sitios, y que ahora viajaba vendiendo el Nuevo Testamento.
—Mais, mon Dieu, ¿no fue usted quien tuvo una aventura extraña en la ciudad, una aventura muy extraña?
Ella se ruborizó; resultó que había sido ella.
—Ces vauriens, ces malheureux…! —dijo él con voz trémula e indignada; el recuerdo penoso y abominable fue como una punzada en el corazón. Durante un momento pareció abstraído.
«Bah, ha salido otra vez —dijo despabilándose y notando que ella no estaba a su lado—. Sale a menudo y tiene algo que hacer. Noto que también parece preocupada… Bah, je deviens égoiste…».
Alzó la vista y vio de nuevo a Anisim, pero esta vez en circunstancias sumamente peligrosas. La cabaña estaba llena de campesinos, a quienes por lo visto el propio Anisim había traído. Allí estaban el dueño de la cabaña, el campesino de la vaca, otros dos campesinos (que resultaron ser cocheros), un hombrecillo quizá ya un poco borracho, vestido a lo campesino aunque bien afeitado, que parecía un artesano arruinado por la bebida y que hablaba más que nadie. Y todos ellos hablaban de él, de Stepan Trofimovich. El campesino de la vaca se mantenía en sus trece, y aseguraba que siguiendo por la orilla del lago se daba un rodeo de treinta y cinco verstas, y que no había más remedio que tomar el vapor. El artesano medio borracho y el dueño de la cabaña lo contradecían vivamente:
—Pero si el señor cruza el lago en el vapor le resulta más cerca. Eso no tiene vuelta de hoja. Pero lo que pasa es que el vapor no va por allí en esta parte del año.
—Sí, va, sí va, y seguirá yendo ocho días más —Anisim estaba más excitado que los demás.
—¡Pues claro que va! Pero no va puntual porque se acaba la temporada. Hay veces que se queda en Ustyevo tres días seguidos.
—Mañana está aquí, mañana a las dos en punto. El señor estará en Spasov antes de anochecer —rugió Anisim.
—Mais qu es-ce quil a, cethomméi —gritó tembloroso Stepan Trofimovich, aguardando con terror lo que le deparaba la suerte.
También fueron de la partida los cocheros y trataban de conchabarse con él. Pedían tres rublos por llevarlo a Ustyevo. Los otros gritaban que era demasiado, que ésa era la tarifa corriente y que todo el verano habían cobrado lo mismo por llevar gente allá.
—Pero… aquí también se está bien —masculló Stepan Trofimovich—. Y no quiero…
—Sí, señor, sí. El señor tiene razón. Ahora se está muy bien en Spasov y Fiodor Matveyevich se alegrará mucho de ver al señor.
—Mon Dieu, mes amis, todo esto es tan nuevo para mí…
Por fin volvió Sofya Matveyevna. Pero se sentó en el banco con aire triste y deprimido.
—¡No llegaré nunca a Spasov! —dijo a la dueña.
—¿Cómo? ¿También usted va a Spasov? —preguntó Stepan Trofimovich sorprendido.
Resultaba que una señora le había dicho la víspera que esperase en Hatovo y le había prometido llevarla a Spasov, pero la señora no había venido.
—Y ahora, ¿qué hago? —repetía Sofya Matveyevna.
—Mais ma chère et nouvelle amie! Yo puedo llevarla tan bien como esa señora a esa aldea, cualquiera que sea, y tengo alquilado un coche, y mañana…, bueno, mañana iremos juntos a Spasov.
—¿Pero usted también va a Spasov?
—Mais que faire? Et je suis enchanté. Yo la llevo allí con sumo gusto. Éstos quieren llevarme y ya me he puesto de acuerdo con ellos… ¿Con quién de vosotros he arreglado? —Stepan Trofimovich sintió de pronto un deseo irresistible de ir a Spasov.
Un cuarto de hora después se subieron a una carretela cubierta, él muy animado y plenamente satisfecho, ella junto a él, con su bolsa y sonriendo agradecida. Anisim les ayudó a montar.
—Buen viaje, señor —dijo, afanándose solícito en torno al vehículo—. Ha sido un placer muy grande ver al señor.
—¡Adiós, adiós, amigo mío, adiós!
—El señor verá a Fiodor Matveyevich.
—Fiodor Matveyevich, sí, lo veré… Adiós, entonces.