5
En aquel lugar ninguna puerta llevaba llave; en aquel lugar nada estaba siquiera cerrado. El zaguán y los dos primeros cuartos estaban a oscuras, pero en el último cuarto, en el que vivía y tomaba té Kirillov, había luz y se oían risas y gritos. Nikolai Vsevolodovich fue a donde estaba esa luz, pero se detuvo en el umbral, sin entrar. Había té en la mesa. En medio de la habitación, de pie, estaba una vieja, pariente del dueño de casa, con la cabeza descubierta, un refajo por toda indumentaria, botas en los pies desnudos y un chaleco de piel de liebre. Llevaba en los brazos a un niño de año y medio, vestido apenas con una camisetilla, desnudas las piernas, coloradas las mejillas y el pelo revuelto, blanco de tan rubio, a quien acababa de levantar de la cuna. El niño, al parecer, había estado llorando momentos antes y en sus mejillas brillaban aún algunas lágrimas; pero ahora alargaba los brazos, daba palmadas y se reía a carcajadas como se ríen los niños pequeños, con un sollozo en la voz. Delante de él, Kirillov lanzaba desde el suelo una pelota grande de goma roja. La pelota llegaba hasta el techo, caía de nuevo y el niño gritaba: «¡Ota, ota!» y se la daba, el niño la tiraba con sus pequeñas manos inexpertas y Kirillov corría de nuevo a recogerla. Al cabo la «ota» rodó bajo el aparador. «¡Ota, ota!» gritó el niño. Kirillov se tendió en el suelo y se estiró a fin de rescatar la «ota» de debajo del aparador. Nikolai Vsevolodovich entró en el cuarto. Al verlo, el niño se agarró a la vieja y prorrumpió en largo llanto, por lo que ella se lo llevó de inmediato.
—¿Stavrogin? —preguntó Kirillov incorporándose del suelo con la pelota en las manos y sin mostrar la menor sorpresa ante la inesperada visita—. ¿Quiere usted té?
Ahora estaba de pie y derecho.
—Sí. No digo que no si está caliente —contestó Nikolai Vsevolodovich—. Estoy completamente humedecido.
—Muy caliente, incluso hirviendo —afirmó Kirillov satisfecho—. Siéntese. No importa si trae usted algo de barro. Luego pasaré un trapo por el suelo.
Nikolai Vsevolodovich tomó asiento y casi de un trago se bebió la taza que se le había servido.
—¿Un poco más?
—No, gracias.
Kirillov, que hasta entonces había permanecido de pie, se sentó frente al visitante y preguntó:
—¿Qué lo trae a usted hasta aquí?
—Un tema pendiente. Lea esta carta. Es de Gaganov. Recordará usted que ya le hablé de él en Petersburgo. Como usted sabe —empezó a explicar Nikolai Vsevolodovich—, tropecé con este Gaganov por primera vez en mi vida hará cosa de un mes en Petersburgo. Nos encontramos dos o tres veces pero siempre había gente entre nosotros. Nunca nos presentaron y aunque tampoco me ha dirigido la palabra, ha encontrado de todos modos una ocasión para mostrarse extremadamente insolente conmigo. Ya le hablé a usted de ello entonces. Pero lo que usted no sabe es que, al marcharse de Petersburgo antes que yo, me mandó una carta, no como ésta, pero impertinente en alto grado y tanto más extraña cuanto que en ella no se daba la menor explicación de por qué me la mandaba. Yo le contesté a vuelta de correo diciéndole con franqueza que probablemente estaba enojado conmigo por el incidente con su padre cuatro años antes, aquí en el club, y que, por mi parte, estaba dispuesto a presentarle todas las excusas posibles, dado que mi acción no había sido intencionada y era resultado de una enfermedad. Le rogaba además que tomara eso en cuenta y que aceptara mis excusas. Pero él se marchó sin contestar: y he aquí que ahora me lo encuentro comido de rabia en este sitio. Me han contado algunos de los comentarios que ha hecho sobre mí en público. Son bastante ofensivos y contienen inesperadas acusaciones. En fin, además hoy ha llegado esta carta, una carta como seguramente nadie ha recibido antes, llena de improperios y con la frase «su abofeteada cara». Por eso he venido, y lo he hecho con la esperanza de que usted acepte ser mi segundo.
—¿Dice usted que nadie nunca ha recibido una carta semejante? —le preguntó Kirillov—. Es posible escribir de este modo en un momento de rabia. Ha ocurrido más de una vez. Pushkin escribió una carta así a Hekern. Pero bueno, iré. Dígame qué debo hacer.
Nikolai Vsevolodovich explicó que Kirillov debería ir al día siguiente y empezar repitiendo las excusas, incluso con la promesa de una segunda carta consignándolas, pero a condición de que Gaganov, por su parte, prometiera no escribir más cartas. De este modo, la carta recibida sería, a partir de ese momento, definitivamente olvidada.
—Creo que pide usted demasiadas concesiones. No aceptará —afirmó Kirillov.
—Lo que especialmente he venido a averiguar es si usted está dispuesto a comunicarle esas condiciones.
—Yo se las diré, pero… allá usted. No aceptará.
—Lo sé. Sé que no aceptará.
—Quiere batirse. Dígame cómo piensa usted batirse.
—Lo que sucede es que yo deseo que esto termine mañana sin falta, y para siempre. Usted debe ir a verlo a eso de las nueve de la mañana. Él lo escuchará y no aceptará, pero hará que se entreviste usted con su segundo… pongamos que hacia las once. Usted llega a un acuerdo con él, de tal modo que para la una o las dos de la tarde estemos todos en el lugar señalado. Por favor, procure arreglarlo así. El arma será la pistola, y le pido a usted encarecidamente que especifique que las barreras deberán estar a diez pasos una de otra. Usted situará a cada uno de nosotros a diez pasos de cada barrera y a la señal convenida nos acercamos uno a otro. Cada uno debe ir hasta su barrera, pero puede disparar antes conforme se aproxima a ella. Creo que le he dicho todo.
—Diez pasos entre las barreras no es mucho —señaló Kirillov.
—Bueno, doce entonces, pero no más. Usted comprende que quiero batirme en serio. ¿Sabe usted cargar una pistola?
—Sí sé. Tengo pistolas. Daré mi palabra de que usted no ha disparado con ellas. Su segundo tendrá que dar la suya con respecto a las de él. Dos pares, y decidiremos a cara o cruz si se usarán las de ellos o las nuestras.
—Perfecto.
—¿Quiere usted ver las pistolas?
—Si fuera posible.
Kirillov se puso en cuclillas delante del baúl que tenía en un rincón. Todavía no lo había vaciado, sino que de él iba sacando cosas conforme las iba necesitando. Del fondo sacó un estuche de madera de palma forrado de terciopelo rojo y de éste extrajo un par de pistolas muy bonitas y de alto precio.
—Lo tengo todo: pólvora, balas, cartuchos. También tengo un revólver. Espere.
Volvió a rebuscar en el baúl y sacó otro estuche con un revólver americano de seis recámaras.
—Guarda usted bastantes armas y todas de mucho valor.
—Sí, de mucho valor. De muchísimo.
El pobre, el casi mendicante Kirillov —que, por otra parte, ni siquiera notaba su pobreza— mostraba ahora con jactancia evidente sus preciosas armas, sin duda adquiridas a costa de grandes sacrificios.
—¿Continúa usted con las mismas intenciones? —preguntó Stavrogin tras un minuto de silencio y con alguna cautela.
—Con las mismas —le respondió Kirillov lacónicamente, mostrando en su voz que había adivinado qué se le preguntaba y recogiendo sus armas de la mesa.
—¿Cuándo entonces? —preguntó de nuevo Nikolai Vsevolodovich con mayor cautela aún al cabo de un corto silencio.
Mientras tanto Kirillov había metido los dos estuches en el baúl y se había sentado en el sitio de antes.
—Usted sabe que eso no depende de mí. Cuando me lo digan —murmuró como algo turbado por la pregunta, pero con la evidente disposición a contestar a cualquier otra. Miraba a Stavrogin sin desviar de él los ojos, negros y sin brillo, con mirada tranquila, pero bondadosa y afable al mismo tiempo.
—Yo, por supuesto, comprendo el porqué de pegarse un tiro —empezó Nikolai Vsevolodovich después de un silencio de tres minutos y frunciendo un poco el ceño—. Yo también pensé en ello alguna vez, pero siempre vino a interponerse alguna nueva idea. Si comete uno una villanía o, más aún, algo vergonzoso, es decir, una estupidez, sólo que muy ruin y… ridícula, de la que la gente se acuerda mil años con repugnancia, y de pronto piensa uno: «Un tiro en la sien y nada más». ¿Qué importa entonces lo que piensa la gente o si lo piensa con repugnancia o sin ella, no es verdad?
—¿Llama usted a eso una nueva idea? —preguntó pensativo Kirillov.
—No, yo… no llamo…, pero cuando la tuve en el pasado sentí que era una nueva idea.
—«¿Ha sentido una idea?» —dijo Kirillov—. Esto está bien. Hay muchas ideas que siempre y de pronto resultan nuevas. Eso es cierto. Yo ahora veo muchas cosas como por primera vez.
—Imaginemos que usted vive en la luna —interpuso Stavrogin sin escuchar y siguiendo el hilo de su pensamiento— y supongamos que allí ha hecho todas esas cosas ridículas y ruines… Usted sabe desde aquí que se estarán riendo allá y maldiciendo su nombre mil años, eternamente, en toda la luna. Pero está usted aquí y mira la luna desde aquí: ¿qué le importa a usted aquí todo lo que hizo allá ni que maldigan allá su nombre durante mil años? ¿No lo cree así?
—No sé —le respondió Kirillov—. Yo nunca he estado en la luna —agregó sin asomo de ironía, sólo para puntualizar los hechos.
—¿De quién es ese niño que estaba aquí?
—La suegra de la vieja ha venido de visita…, no, la nuera…, da igual. Por tres días. Está enferma en la cama con el niño. De noche llora mucho, cosa del estómago. La madre duerme y la vieja lo trae aquí. Yo lo divierto con la pelota. La pelota es de Hamburgo. La compré en Hamburgo para tirarla hacia arriba y agarrarla. Robustece la espalda.
—¿A usted le gustan los niños?
—Sí, me gustan —repuso Kirillov, pero con bastante indiferencia.
—Por lo tanto, ¿le gustará a usted la vida también?
—Sí, claro, también la vida. ¿Por qué?
—¿Pero no ha decidido pegarse un tiro?
—Pero eso no tiene nada que ver. ¿Por qué habría de juntar lo uno con lo otro? La vida es una cosa y eso es otra. La vida existe, pero la muerte no existe en absoluto.
—Entonces ¿usted cree en una futura vida eterna?
—No. No en una vida futura eterna, creo en una vida presente eterna. Hay momentos especiales, se llega a uno de esos momentos, de pronto se para el tiempo y se convierte en eternidad.
—¿Espera usted llegar a uno de esos momentos?
—Sí.
—Apenas es posible en nuestro tiempo —declaró Nikolai Vsevolodovich, también sin asomo de ironía, lenta y reflexivamente—. En el Apocalipsis, el ángel jura que ya no existirá el tiempo.
—Lo sé, lo sé. Lo que allá se dice es verdad. Exacto e inteligible. Cuando la humanidad entera alcance la felicidad no existirá el tiempo, porque ya no será necesario. Es un pensamiento muy verdadero.
—¿Dónde lo meterán?
—No lo meterán en ningún sitio. El tiempo no es un objeto, sino una idea. Desaparecerá de la mente.
—Los viejos lugares comunes de la filosofía. Han sido los mismos desde el principio de los siglos —murmuró Stavrogin en tono de desdeñosa lástima.
—¡Los mismos de siempre! ¡Los mismos desde el principio de los siglos y nunca habrá otros! —afirmó Kirillov con ojos brillantes, como ganando una batalla, como si tal idea fuera su victoria.
—Usted parece muy feliz, Kirillov.
—Sí, muy feliz —le contestó, como si estuviera dándole la más común de las respuestas.
—Pero no hace tanto tiempo que estaba usted desconsolado y enojado con Liputin, ¿no es cierto?
—Hum…, ya no sermoneo a nadie. Entonces no sabía todavía lo que era ser feliz. ¿Ha visto usted una hoja? ¿Una hoja caída de un árbol?
—Sí, la he visto.
—Hace poco vi una amarilla con un poco de verde todavía, ajada en los bordes. Arrancada por el viento. Cuando tenía diez años, cerraba a propósito los ojos en el invierno y me imaginaba una hoja, verde, luciente, con venas, y el sol brillaba. Abría los ojos y no lo creía, por lo hermoso que era. Y volvía a cerrarlos.
—¿Qué significa esto? ¿Es una alegoría?
—No, no lo es. ¿Por qué habría de serlo? No es una alegoría, sino una hoja, sólo una hoja. La hoja es buena. Todo es bueno.
—¿Todo?
—Todo. El hombre es infeliz porque no sabe que es feliz. Sólo por eso. ¡Eso es todo, todo! Quien llega a saberlo, llega a ser feliz en ese momento mismo. Esa suegra morirá, pero quedará la muchacha. Todo es bueno. Lo descubrí de pronto.
—Y si alguien muere de hambre o alguien insulta y deshonra a la muchacha, ¿eso es bueno?
—Lo es. Y si alguien se levanta la tapa de los sesos por la niña, eso también es bueno. Y si no se la levanta, también lo es. Todo es bueno, todo. Es bueno para todos los que saben que es bueno. Si supieran que sería bueno para ellos, sería bueno, y mientras no sepan que es bueno para ellos no será bueno. Ésa es mi idea, toda ella, y no hay ninguna otra.
—¿Cuándo llegó usted a saber que era tan feliz?
—Lo supe la semana pasada. El martes, no, mejor dicho, el miércoles, porque era de noche y ya era miércoles.
—¿Y cómo lo supo?
—Ocurrió. No recuerdo bien. Daba vueltas por el cuarto…, no importa. Paré el reloj. Eran las tres menos veintitrés minutos de la madrugada.
—¿Una señal de que el tiempo debía detenerse?
Kirillov hizo un silencio.
—No son buenos —retomó de pronto el hilo— porque no saben que son buenos. Cuando lo sepan no violarán a la muchacha. Es necesario que sepan que son buenos y al momento todos lo serán. Todos; hasta el último.
—Ya que usted lo sabe, ¿será, por lo tanto, bueno?
—Lo soy.
—Debo decirle que en esto estoy de acuerdo —murmuró Stavrogin cejijunto.
—Aquel que enseñe que todos son buenos dará fin al mundo.
—Quien lo enseñó fue crucificado.
—Volverá y se llamará el Hombre-Dios.
—¿El Dios-Hombre?
—El Hombre-Dios. En eso hay una diferencia.
—¿Fue usted quien encendió la lamparilla ante la imagen?
—Sí, fui yo.
—Entonces ¿cree usted en Dios?
—A la vieja le gusta que la lámpara… y hoy no ha tenido tiempo —murmuró Kirillov.
—Y usted ¿todavía reza?
—Rezo, sí le rezo a todo. ¿Ve usted esa araña que se desliza por la pared? Pues la observo y le doy gracias por deslizarse.
Volvieron a brillarle los ojos. Siguió mirando fijamente a Stavrogin, con mirada firme y sostenida. Stavrogin, por su parte, lo observaba con la frente fruncida y una punta de repugnancia, pero sin el menor asomo de burla.
—Apuesto a que la próxima vez que venga creerá usted en Dios —agregó levantándose y cogiendo el sombrero.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Kirillov levantándose también.
—Si llega usted a saber que cree en Dios, creerá usted en Él. Pero como no sabe usted todavía que cree en Dios, pues no cree en Él —dijo Nikolai Vsevolodovich riendo.
—No, no es así —reflexionó Kirillov—. Usted tergiversa mi idea. Hace un chiste de tertulia. Recuerde lo que usted ha significado en mi vida, Stavrogin.
—Adiós, Kirillov.
—Vuelva de noche. ¿Cuándo?
—¿Es que se ha olvidado usted de lo de mañana?
—¡Ah, sí, lo había olvidado! No se preocupe, que no me despertaré tarde. A las nueve. Sé despertarme a la hora que quiero. Cuando me acuesto digo: «A las siete», y me despierto a las siete; «a las diez», y me despierto a las diez.
—Tiene usted dotes notables —dijo Nikolai Vsevolodovich mirando su rostro pálido.
—Le abriré el portillo.
—No se moleste. Se lo pediré a Shatov.
—¡Ah, claro, Shatov! Bueno, entonces, adiós.