3

Lo primero que hizo fue ir a ver a Kirillov, que aguardaba de pie en el medio de la habitación. Ya casi era la una de la madrugada.

—¡Kirillov, mi mujer va a dar a luz!

—¿Qué? ¿Cómo?

—¡Un niño! ¡Va a tener un niño!

—¿Está seguro?

—¡Por supuesto que lo estoy! ¡Tiene espasmos…! ¡Necesito una vieja, una mujer, pronto! ¿Podremos encontrarla ahora? Solía usted tener varias mujeres en la casa…

—¡Cuánto siento no saber dar a luz! —exclamó Kirillov pensativo—. No quiero decir que sea yo quien dé a luz, sino que no sé ayudar a dar a luz… o, en fin, no sé cómo es que debe decirse…

—Lo que usted quiere decir es que no sabe ayudar en un parto. Pero no lo busco a usted, necesito una mujer, una vieja, una enfermera, una criada.

—¡Encontraré una vieja, pero quizá no enseguida…! Si quiere, yo mismo puedo ir…

—No, no, de ningún modo. Iré a buscar a Virginskaya, la comadrona.

—¡Horrible mujer!

—Lo sé, Kirillov, lo sé, pero es la mejor. Todo ocurrirá sin reverencia ni júbilo, con repugnancia, entre blasfemias y juramentos. ¡Ante un misterio tan enorme como es la venida al mundo de una nueva criatura…! ¡Y ya la está maldiciendo!

—Si quiere usted, yo…

—No venga. Mientras voy a buscar a Virginskaya, acérquese de vez en cuando a la escalera y escuche sin hacer ruido. Pero no se atreva a entrar, porque la asustaría. No entre por nada del mundo; escuche tan sólo… pero si pasa algo horrible… si algo horrible ocurre, entre.

—Comprendo. Tengo otro rublo. Tome, aquí está. Iba a comprar una gallina mañana, pero ya no quiero. Vaya usted corriendo, lo más deprisa que pueda. El samovar estará listo toda la noche.

Kirillov ignoraba por completo lo que se tramaba con respecto a Shatov, y jamás antes había sospechado la magnitud del peligro que amenazaba a éste. Sólo sabía que Shatov tenía algunas cuentas pendientes con «esa gente», y aunque él también estaba enredado con ella por instrucciones recibidas del extranjero (muy superficiales, por lo demás, ya que nunca había estado muy metido en nada), lo cierto era que últimamente había echado todo por alto, todos los encargos, había desatendido todos los asuntos, especialmente los de «la causa común», y se había consagrado a la vida contemplativa… Aunque Piotr Verhovenski, en la sesión que ya conocemos, había invitado a Liputin a acompañarlo a casa de Kirillov para cerciorarse de que éste se haría responsable en momento oportuno del «caso Shatov», no había nombrado a Shatov en su entrevista con Kirillov, ni aludido a él en modo alguno, probablemente por considerarlo improcedente y aun por desconfiar del propio Kirillov. Demoró hablar de eso hasta el día siguiente cuando todo estuviera terminado y ya a Kirillov no le importaría el asunto. Eso era lo que pensaba Piotr Verhovenski de Kirillov. También Liputin había notado que no se había mentado a Shatov, no obstante lo prometido por Piotr Verhovenski, pero tan agitado estaba que no pudo protestar.

Como un vendaval corrió Shatov a casa de los Virginski, maldiciendo lo largo de la calle y pensando que no tenía fin.

Tuvo que llamar largo rato a la puerta, pues hacía tiempo que todos dormían; pero no dudó en golpear con furia las ventanas. Un perro encadenado en el patio intentaba soltarse mientras ladraba rabiosamente. Lo siguieron los perros de toda la calle, provocando un verdadero estruendo de ladridos.

—¿Por qué golpea usted de ese modo y qué necesita? —se oyó por fin en la ventana la mansa voz del propio Virginski, que no correspondía al calibre del «ultraje». Las ventanas se abrieron, y también el postigo.

—¿Quién está ahí? ¿Quién es el sinvergüenza? —gritó una voz femenina que ahora sí correspondía a la magnitud del «ultraje». Era la solterona pariente de Virginski.

—Soy yo, Shatov. Mi mujer ha vuelto y está a punto de dar a luz…

—Entonces que lo haga. ¡Váyase!

—¡Busco a Arina Prohorovna y no me voy sin ella!

—No puede atender a todo aquel que se presente. Menos de noche… ¡Vaya a buscar a la Maksheyeva y deje de armar ese alboroto! —gruñó la irritada voz de la mujer. Se oía cómo Virginski trataba de calmarla, pero la vieja solterona lo apartó a empujones sin dejar de gritar.

—¡No me iré de aquí! —gritó de nuevo Shatov.

—¡Un momento, espere un momento! —gritó al fin Virginski, imponiéndose a la vieja—. Le ruego que espere cinco minutos, Shatov. Voy a despertar a Arina Prohorovna. Pero por favor, deje de dar golpes y no grite… ¡Qué horrible es todo esto!

Al cabo de cinco interminables minutos apareció Arina Prohorovna.

—¿Ha llegado su mujer? —se oyó su voz en el postigo y, con asombro de Shatov, no irritada, sino perentoria como de costumbre; porque Arina Prohorovna no sabía hablar de otra manera.

—Sí, está con dolores de parto.

—¿María Ignatyevna?

—Sí, María Ignatyevna. ¿Quién iba a ser, sino María Ignatyevna?

Después de un silencio, Shatov oyó que en la casa cambiaban palabras en voz baja.

—¿Hace mucho que llegó? —volvió a preguntar madame Virginskaya.

—A las ocho de la noche. Apúrese, por favor.

Nuevo cuchicheo y como un cambio de pareceres.

—Escuche. ¿No se equivoca usted? ¿Ha sido ella misma quien le ha mandado a buscarme?

—No. Ella no me ha mandado a buscarla. Ella quiere una campesina, una simple campesina, para no ser pesada. Pero no se preocupe, que yo le pagaré.

—Bien. Voy. Me pague o no. Siempre he apreciado la independencia de pareceres de María Ignatyevna, aunque quizás ella no se acordará de mí. ¿Tiene usted todo lo necesario?

—No tengo nada. Pero lo compraré todo, todo, todo…

«Hay generosidad hasta en esta gente —pensó Shatov encaminándose a casa de Liamshin—. El hombre y sus convicciones son, por lo visto, dos cosas muy diferentes. ¡Puede que haya sido injusto con ellos! Todos somos culpables, todos somos culpables y… ¡sólo falta que nos convenzamos de eso…!».

No tuvo que llamar mucho rato en casa de Liamshin. Sorprendido por Shatov, abrió enseguida el postigo, saltando de la cama en paños menores y con los pies descalzos a riesgo de resfriarse; y eso que era hombre muy aprensivo que cuidaba siempre de su salud. Pero había motivo especial de tal vigilancia y presteza: Liamshin había pasado la noche temblando y no había podido cerrar los ojos todavía por la agitación que le había provocado la reunión de los cinco; lo espantaba pensar en visitas imprevistas e indeseables. Sobre todo le atormentaba la noticia de la delación de Shatov. Y he aquí que, de pronto y como a propósito, alguien llamaba con fuerza a su ventana.

Tanto se acobardó de ver a Shatov que cerró de golpe el postigo y volvió corriendo a la cama. Shatov empezó a gritar y golpear la ventana con el puño cerrado.

—¿Cómo se atreve a llamar así en plena noche? —gritó Liamshin con voz amenazante, aunque paralizado de terror, cuando al cabo de un par de minutos resolvió abrir de nuevo el postigo y se convenció por fin de que Shatov había venido solo.

—Tome su revólver; se lo devuelvo. Déme quince rublos.

—¿Qué dice? ¿Está usted borracho? Esto es escandaloso. Voy a pescar un catarro. Espere que me eche la manta encima…

—Déme rápido quince rublos. Si no, voy a seguir golpeando y gritando hasta que amanezca. Le haré polvo la ventana.

—Y yo llamaré a un guardia y lo llevarán al calabozo.

—¿Usted cree que soy mudo? ¿O acaso no puedo también yo llamar a un guardia? ¿Quién le teme más a un guardia, usted o yo?

—¡Pensar que tiene usted ideas tan canallescas…! Sé a qué alude… ¡Espere, espere, y por lo que más quiera deje de golpear! ¿Quién tiene dinero de noche? ¿Y para qué quiere dinero si no está borracho?

—Ha vuelto mi mujer. Se lo devuelvo por diez rublos menos de los que me cobró usted. No lo he disparado una sola vez. Tome el revólver. ¡Vamos, tómelo!

Como un autómata Liamshin sacó la mano por el postigo y tomó el revólver. Esperó un instante, de pronto, asomó la cabeza y como desquiciado, sintiendo un escalofrío en la espalda le dijo:

—Miente. Su mujer no ha vuelto. La verdad es que… usted quiere fugarse.

—Es usted un estúpido. ¿A dónde iba a ir? Lo de fugarse le va mejor a Piotr Verhovenski que a mí. Acabo de estar en la casa de la comadrona Virginskaya y ha aceptado ir enseguida. Pregúnteles, si no. Mi mujer está con dolores de parto. Necesito el dinero. ¡Démelo!

Un enjambre de ideas revoloteó en la mente tramposa de Liamshin. Todo tomó otro rumbo, pero el pánico aún no lo dejaba pensar.

—Pero ¿cómo…, si no vive usted con su mujer?

—¡Le rompo a usted el cráneo por preguntar eso!

—¡Entiendo! ¡Perdóneme! Es que me tomó de sorpresa… Pero entiendo; entiendo. ¿De veras que irá Arina Prohorovna? ¿Acaba usted de decir que había ido? Bien sabe usted que no es verdad. Vea, vea cómo está mintiendo a cada paso.

—Seguramente en este momento está ya con mi mujer. No me haga esperar… Yo no tengo la culpa de que sea usted tonto.

—¡Mentira! No soy tonto. Perdone, pero me es imposible… —y desconcertado por completo trató por tercera vez de cerrar la ventana, pero Shatov lanzó un alarido tal que al momento volvió a asomarse.

—¡Esto es un verdadero atentado personal! ¿Qué es lo que quiere usted de mí? ¡Dígamelo! ¡Diga sus exigencias! ¡Pero piense, piense, que estamos en plena noche!

—¡Exijo quince rublos, cabeza de asno!

—Pero puede que no quiera aceptar la devolución del revólver. No tiene usted derecho a exigirlo. Usted compró la cosa y se terminó… No tiene usted derecho. No puedo reunir ese dinero en medio de la noche. ¿Dónde iba a procurarme esa cantidad?

—Siempre tienes dinero, siempre. Te he rebajado diez rublos, pero todo el mundo sabe que eres un roñoso.

—Vuelva pasado mañana, ¿me oye? Pasado mañana por la mañana, a las doce en punto, y le daré esa suma. ¿Qué le parece?

Shatov aporreó por tercera vez el marco de la ventana.

—Dame diez rublos y mañana, en cuanto amanezca, cinco más.

—No. Pasado mañana por la mañana, cinco. Mañana le juro que no los tengo. Más vale que no venga… que no venga.

—¡Dame diez, roñoso!

—¿A qué vienen esos insultos? Voy a encender una vela. Mire, ha roto el cristal… ¿A quién se le ocurre blasfemar así de noche? Aquí tiene —dijo dándole un billete por la ventana.

Shatov lo tomó. Era un billete de cinco rublos.

—Le juro que no puedo darle más. ¡Aunque me mate! ¡No puedo! Pasado mañana podré dárselo todo, pero ahora es absolutamente imposible.

—¡De aquí no me voy! —rugió Shatov.

—Bueno, tome. Aquí tiene más; vea, aquí hay más, y eso es todo lo que le doy. Aunque brame y siga bramando no le doy más. No le doy más, haga lo que haga. ¡No, no y no!

Estaba frenético, desesperado, cubierto de sudor. Los dos billetes que acababa de entregar eran de un rublo cada uno. En total, fueron siete rublos los que recibió Shatov.

—Vete al infierno. Mañana vuelvo. No me das los ocho que me adeudas, y yo te muelo a palos, Liamshin.

«No estaré en casa, idiota», al instante le replicó Liamshin aunque para sus adentros.

—¡Espere, espere! —gritó furioso a Shatov, que ya salía corriendo—. ¡Espere, vuelva! Diga, por favor: ¿es verdad eso de que ha vuelto su mujer?

—¡Bruto! —le gritó con asco Shatov mientras corría vertiginosamente hacia su casa.

Los demonios
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