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Quedó fijada la fecha en la que se efectuaría el festival. A todo esto, Von Lembke se mostraba melancólico y preocupado, vaya a saber por qué. Por su parte, Iulia Mihailovna también se preocupaba al verlo dominado por pensamientos sombríos. Definitivamente las cosas no iban bien. Nuestro anterior y apático gobernador no había dejado en buenas condiciones la administración provincial; una epidemia de cólera se apoderaba de la ciudad; una plaga en el ganado amenazaba con fuerza en algunos lugares; incendios en varias aldeas y en campos cada vez más extensos hicieron nacer el rumor de que rondaban incendiarios; a su vez, aumentaban los robos. Pero, sin duda, nada habría sido peor que de costumbre, de no haber habido otras razones de peso para alterar la tranquilidad del hasta entonces feliz Andrei Antonovich.
Lo que tenía tan afectada a Iulia Mihailovna era que, día a día, su marido se tornaba más taciturno y, además, cada vez más callado. La pregunta que la torturaba era: ¿qué estaba ocultando? Cierto que raras veces ponía objeciones a lo que ella le comentaba, decía u ordenaba y, por lo común, la obedecía sin chistar. Incluso no tuvo objeciones para dos o tres medidas sobremanera peligrosas, por no decir ilegales, con el propósito de ampliar los poderes del gobernador, que fueron tomadas a instancias de ella. Entre éstas hubo sin duda algunas acciones nada propicias; por ejemplo, personas que tenían que ser procesadas y enviadas a Siberia fueron, por idea de Iulia Mihailovna, propuestas para el ascenso. Se acordó desoír sistemáticamente algunas quejas y solicitudes. Todo ello salió a relucir más tarde. Lembke no sólo lo firmaba todo, sino que no ponía ni un pero a la intromisión de su cónyuge en lo que era en realidad su cumplimiento de funciones administrativas. Por otra parte, a veces se sulfuraba de pronto por «verdaderas tonterías», con lo que asombraba a Iulia Mihailovna. Por supuesto, tras días de obediencia, sentía la necesidad de resarcirse mediante unos instantes de rebelión. Desafortunadamente, Iulia Mihailovna no podía ingresar en los vericuetos de la mente de su esposo, a pesar de la intuición que la caracterizaba. ¡Ay, tenía otras cosas en la cabeza, de las que resultaron muchos trastornos!
No seré yo quien aclare todo esto; sobre todo porque me resulta difícil narrar ciertos aspectos. Tampoco es de mi incumbencia discutir errores gubernamentales, y por eso dejaré aparte todo lo tocante al aspecto administrativo de la cuestión. Cuando empecé esta crónica lo hice con propósitos de índole muy diferente. Por otra parte, la comisión investigadora que acaba de ser nombrada en nuestra provincia pondrá al descubierto otras cosas; basta sólo con esperar un poco. No obstante, es imposible pasar por alto algunas explicaciones.
Pero volvamos a Iulia Mihailovna. La pobre señora (me da pena) habría podido conseguir cuanto la atraía y subyugaba (fama y todo lo demás) sin recurrir a arbitrios tan desorbitados e insólitos como los que resolvió emplear desde el primer instante. Pero quizá por un exceso de romanticismo, o por los largos y tristes fracasos de su tierna juventud, se sintió la elegida, señalada por «una lengua de fuego» que sobre su cabeza posada no hizo otra cosa que signar las calamidades que fue realizando. La pobre señora resultó de buenas a primeras juguete de las más contrarias influencias cuando se creía plenamente original. Muchas gentes desaprensivas hicieron su agosto aprovechándose de su simplicidad durante el breve plazo en que su marido fue gobernador. ¡Y en qué embrollo no se metería con la pretensión de ser independiente! Estaba a favor de los grandes latifundios, de la clase aristocrática, de la ampliación de los poderes gubernamentales, del elemento democrático, de las nuevas instituciones, del orden público, del librepensamiento, de las ideas sociales, de la rigurosa etiqueta de los salones aristocráticos y de la desenvoltura casi tabernaria de la gente moza que la rodeaba. Soñaba con hacer el bien y conciliar lo inconciliable, o, lo que es más probable, con unir a todos y todo en la adoración de su propia persona. Tenía favoritos: estimaba mucho a Piotr Stepanovich, que, vale acotar, le dedicaba la más burda adulación. La estima de ella provenía a su vez de la creencia en que en algún momento él iba a revelarle una conspiración contra el gobierno. Es cierto aunque parezca inverosímil. Sin razón aparente, ella temía que en nuestra provincia se tramara una conspiración; y Piotr Stepanovich, con su mutismo, indirectas y equívocas respuestas, contribuía a empantanarla en ese temor. Ella, por otra parte, lo suponía comprometido con todo lo que resultara revolucionario, pero fiel a ella más allá de todo ideal, vencido por su adoración. Conspiraciones descubiertas, gratitud de Petersburgo, brillante futuro, el influjo de la «bondad» que impide que la juventud caiga en el abismo, todo esto formaba una nube gigantesca en su fantasiosa cabeza. Porque, veamos, ¿no había salvado y domesticado a Piotr Stepanovich (por alguna razón estaba absolutamente convencida de esto)? Así salvaría también a los demás. No le quedaría ninguno sin salvar: uno por uno, enviaría el informe necesario, actuaría según principios de la más alta justicia y, ¡quién sabe!, quizá la historia y el liberalismo ruso llegarían a bendecir su nombre. Todos los beneficios llegarían de un día para el otro.
De todos modos seguía resultando muy necesario que Andrei Antonovich se animara más, por lo menos antes del festival. Era indispensable que se alegrase y tranquilizase. A tal fin, Iulia Mihailovna mandó a Piotr Stepanovich que pasara a verlo en la esperanza de que aliviara su depresión con algún remedio que él conocería aunque no quisiera revelarlo: tal vez algunas declaraciones que, por ser de él, serían de procedencia infalible. Ella confiaba plenamente en su habilidad. Hacía ya tiempo que Piotr Stepanovich no había visitado el despacho del señor Von Lembke. Entró justo cuando el paciente se hallaba en un estado de ánimo singularmente difícil.