3

De nuevo algo iba mal en la sala. Advertiré de antemano que rindo pleitesía a los grandes genios; pero ¿por qué estos señores genios de nuestra patria se comportan, al final de sus años de gloria, como unos párvulos? ¿Qué importaba que fuera Karmazinov y saliera a la plataforma con el garbo propio de cinco chambelanes? ¿Acaso es posible captar la atención de un público como el nuestro durante una hora entera con un solo ensayo? En general, según mi experiencia, ni un supergenio puede con impunidad mantener viva la atención del público más de veinte minutos en un recital literario que no sea de mucho vuelo. Cierto que la aparición del gran genio fue acogida con el mayor respeto. Incluso los ancianos de más severo talante daban muestra de aprobación e interés, y las señoras hasta manifestaban algún entusiasmo. Los aplausos, sin embargo, fueron de breve duración, no muy cordiales y algo esporádicos; pero en las filas de atrás no hubo una sola interrupción hasta el momento en que Karmazinov empezó a hablar, y aun entonces nada que pudiera estimarse censurable; sólo alguna incomprensión. Ya he indicado más arriba que tenía una voz harto aguda y penetrante, un tanto femenina, y que, por añadidura, ceceaba afectadamente como un gentilhombre cortesano. No bien pronunció algunas palabras, alguien se permitió soltar una risotada; sin duda algún imbécil maleducado que no habría visto antes nada del gran mundo y que sería por añadidura guasón. Pero no hubo la menor salida de tono; al contrario, chistaron al imbécil para que guardara silencio y así lo hizo. Pero el señor Karmazinov, con su voz amanerada y relamida, declaró que «en un principio no había consentido leer» (como si fuera necesario decir tal cosa). «Hay algunas frases —dijo— que brotan tan directamente del corazón que no cabe decirlas en voz alta; así, pues, una cosa tan sagrada no debe ser revelada en público (entonces, ¿por qué revelarla?); pero como se lo han pedido, va a revelarla, y como, además, deja la pluma para siempre y jura que por nada del mundo volverá a escribir, ha escrito esta última pieza; y como había jurado que “de ninguna manera volvería a leer nada en público”», etc., etc., y así por el estilo.

Ahora bien, nada de esto tendría importancia, porque ¿quién no conoce los exordios de un autor? Aunque debo advertir que, dada la parca educación de nuestro público y la irritabilidad de las últimas filas de oyentes, todo ello pudo influir en lo que pasó. Pero ¿no habría sido mejor leer un breve cuento, uno de esos relatos cortísimos que solía escribir antes, esto es, un relato que, aunque trabajado y pulido, era a veces ingenioso? De ese modo se habría salvado la situación. Pero no, señor; nada de eso. ¡Qué retahíla nos soltó! Dios mío, ¿qué no metería en ella? Puedo afirmar que no ya a nuestro público, sino al de Petersburgo, lo habría paralizado de hastío. Imagínense ustedes casi treinta páginas impresas de la cháchara más vacua y relamida; y, por añadidura, este señor leía con voz un tanto condescendiente y lastimera, como si estuviera haciéndonos un favor, lo que era casi un vejamen para el auditorio. El tema…, ¿quién podría desentrañar ese tema suyo? Era algo así como un recuento de ciertas impresiones y reminiscencias. Pero ¿qué? ¿Y sobre qué? Por mucho que arrugábamos nuestros ceños provincianos durante la primera mitad de la lectura no lográbamos sacar nada en claro; de modo que durante la segunda mitad escuchábamos sólo por cortesía. Verdad es que allí se hablaba mucho de amor, del amor del genio por una dama, pero confieso que produjo cierta impresión molesta en el auditorio. Con su figura bajita y oronda, me parecía que al genial escritor no le iba muy bien hablar de su primer beso… Y, una vez más, era una lástima que esos besos no fueran como los de todo el mundo. No podían faltar en el ambiente descrito matas de aulaga (tenía que ser aulaga u otra planta cuyo nombre habría que buscar en un diccionario de botánica); y tampoco podía faltar en el cielo un matiz violáceo, que, por supuesto, ningún mortal había notado antes, o mejor dicho, que todos habían visto antes pero que no habían acertado a notar; pero sepan ustedes que «yo sí lo he visto y se lo describo a ustedes, tontos de capirote, como la cosa más natural del mundo». El árbol, bajo el que estaba sentada la interesante pareja de amantes había de ser obligadamente de color naranja. Estaban sentados no sé dónde en Alemania. De improviso ven a Pompeyo o Casio la víspera de la batalla, y sienten un escalofrío de arrobo en el espinazo. Una náyade se pone a chillar en los matorrales. Gluck toca el violín entre los juncos. El título de las piezas se da en toutes lettres pero nadie parece conocerlo y hay que buscarlo en un diccionario de música. Entretanto se levanta una bruma, una bruma tal que más que bruma parece un millón de almohadas. Y de buenas a primeras todo se esfuma, y el gran genio atraviesa el Volga durante un deshielo en invierno. Dos páginas y media dedica a la travesía, pero, no obstante, se las arregla para caerse por un agujero que hay en el hielo. El genio se va a ahogar… ¿Ustedes creen que se ahogó? ¡Ni por pienso! Todo eso es sólo para mostrar que, cuando estaba a punto de ahogarse y entregar el alma a Dios, vio pasar ante él un pequeño témpano de hielo, un témpano de hielo del tamaño de un guisante, pero puro y transparente «como una lágrima congelada», y en él se refleja Alemania o, más precisamente, el cielo de Alemania, y el brillo iridiscente de ese reflejo le trae a la memoria esa misma lágrima. Que «¿recuerda?, cayó de tus ojos cuando estábamos sentados bajo el árbol de esmeralda y tú gritaste gozosa: “¡No hay crimen!”. “No (dije yo entre lágrimas), pero en tal caso tampoco hay hombres justos”. Rompimos a llorar y nos separamos para siempre». Ella se va a un sitio junto al mar y él a unas grutas; y he aquí que él desciende, desciende y sigue descendiendo durante tres años bajo la torre Suharev de Moscú y, de buenas a primeras, en las mismísimas entrañas de la tierra, dentro de una cueva halla una lámpara y ante ella a un ermitaño. El ermitaño está orando. El genio se acerca a los barrotes de un tragaluz y de pronto oye un suspiro. ¿Creen ustedes que fue el ermitaño el que suspiró? No, señores. ¿Qué le importa a él el ermitaño? Lo que pasa es sencillamente que ese suspiro le «trajo a la memoria el primer suspiro de ella, treinta y siete años antes, cuando, ¿recuerdas?, estábamos sentados bajo el árbol de ágata en Alemania y tú me dijiste: “¿Para qué amar? Mira, en torno nuestro crece el almizcle, y estoy enamorada; pero cuando deje de crecer el almizcle dejaré de amar”». Y una vez más se levanta una bruma, aparece Hoffmann, la náyade silba un aire de Chopin y, de improviso, coronado de laurel, surge de entre la bruma Anco Marcio por encima de los tejados de Roma. «Sentimos en la espina un estremecimiento de deleite y nos separamos para siempre», etc., etc. En suma, quizá no lo cuente bien ni sepa contarlo, pero el sentido de la charla era algo por el estilo. Y, por último, ¡hay que ver la pasión indecorosa que nuestros grandes talentos sienten por los juegos enrevesados de palabras! El gran filósofo europeo, el gran erudito, el inventor, el trabajador, el mártir, todos los que laboran y sufren agobio vienen a ser para nuestro gran genio ruso poco más que cocineros que trabajan en su cocina. Él es el amo, y ellos se presentan ante él con sus altos gorros blancos en la mano a pedir órdenes. Lo cierto es que se ríe desdeñosamente de Rusia y que nada le gusta tanto como proclamar la bancarrota de Rusia en toda la línea ante los grandes intelectos de Europa; pero en cuanto a él mismo, no, señor, él está ya muy por encima de esos grandes intelectos europeos, que no son sino materia prima para sus juegos de palabras. Toma una idea ajena, le empalma su antítesis, y ya está listo el juego. Hay crimen, pero no crímenes; no hay verdad, no hay hombres justos; ateísmo, darwinismo, campanas de Moscú… Pero ¡ay!, tampoco cree ya en las campanas de Moscú; Roma, laureles, pero él ni siquiera cree en los laureles… Aquí tienen ustedes un acceso fingido de hastío byroniano, muecas a la manera de Heine, un poco de Pechorin; y sigue rodando, rodando, la máquina de vapor dando silbidos… «Pero alábenme, alábenme, que me gusta muchísimo. Lo de dejar la pluma no son más que palabras; esperen, que los voy a aburrir trescientas veces más, que se hartarán de leerme…».

Claro está que aquello no acabó bien; pero lo peor era que la culpa fue suya. Desde hacía rato la gente arrastraba los pies, se sonaba la nariz, tosía y hacía lo que se hace cuando el escritor, quienquiera que sea, retiene al público más de veinte minutos en una lectura literaria. Pero el autor genial no se daba cuenta de ello. Seguía ceceando y balbuceando sin parar mientes en el auditorio, hasta que todos empezaron a dar muestras de desasosiego. De pronto, salió de las últimas filas una voz, una voz sola pero tonante:

—¡Dios mío, cuántas estupideces!

Fue una exclamación involuntaria y, estoy seguro, sin intención de provocar. Era un hombre que estaba sencillamente harto. Pero el señor Karmazinov se detuvo, miró irónicamente al público y dijo con voz afectada y el empaque de un chambelán agraviado: «Señoras y señores, ¿es que los he aburrido más de la cuenta?».

Su error estuvo en ser el primero en hablar, porque provocando de tal modo una respuesta, daba pie a cualquier bellaco para que hablase a su vez, y, por así decirlo, legítimamente, mientras que si se hubiera reportado, la gente sólo habría seguido sonándose la nariz a más y mejor y se habría salido del paso… Quizás esperaba una salva de aplausos en respuesta a su pregunta, pero no los hubo; al contrario, todo el mundo pareció intimidarse y encogerse; todo el mundo permaneció mudo.

—Usted no ha visto nunca a Anco Marcio; eso no es más que su modo de escribir —exclamó de pronto una voz irritada y casi histérica.

—Claro que no —confirmó al momento otra voz—. En nuestro tiempo no hay espectros, sino fenómenos naturales. Consúltelo en un libro de ciencias naturales.

—Señoras y señores, lo que menos esperaba eran reparos como ésos —dijo Karmazinov hondamente sorprendido. El gran genio había perdido toda noción de su país durante su residencia en Karlsruhe.

—En nuestro siglo es vergonzoso decir que el mundo se apoya en tres peces —gorjeó de pronto una muchachita—. No es posible, Karmazinov, que haya bajado usted a la gruta del ermitaño. Y, además, ¿quién habla de ermitaños en el día de hoy?

—Señoras y señores, lo que me choca es que tomen esto tan en serio. Sin embargo…, sin embargo, llevan ustedes toda la razón. Nadie aprecia la verdad y el realismo más que yo…

Aunque sonreía irónicamente, se veía que estaba sobrecogido. Su rostro parecía decir: «No soy lo que ustedes piensan de mí. Estoy al lado de ustedes. Lo único que les pido es que me alaben, que me alaben aún más, cuanto más mejor, porque eso me gusta muchísimo».

—Señoras y señores —gritó, herido al fin en su amor propio—. Veo que mi pobre poema no encaja bien aquí. Y tampoco encajo yo, por lo visto…

—Apuntó usted a un cuervo y le dio a una vaca —dijo algún tonto con voz de trueno, algún borracho, sin duda, a quien en fin de cuentas no había que hacer caso; aunque es cierto que provocó una risa clamorosa.

—¿Dice usted que a una vaca? —repitió al punto Karmazinov, cuya voz se hacía por momentos más aguda y chillona—. De cuervos y vacas, señoras y señores, prefiero no decir nada. Respeto demasiado a toda clase de público para permitirme cualquier género de comparaciones, por inocentes que sean. Pero he pensado que…

—Yo que usted, señor mío, andaría con más cuidado —exclamó alguien en las últimas filas.

—Pero yo pensaba que al dejar la pluma y despedirme de mis lectores sería escuchado…

—Sí, sí, queremos oírle, sí queremos —osaron decir al cabo unas cuantas personas en la primera fila.

—¡Lea usted, lea! —repitieron extáticas algunas voces femeninas, y por fin se oyeron aplausos, si bien tímidos y esporádicos. Karmazinov sonrió torcidamente y se levantó de su asiento.

—Créame, Karmazinov, que todos lo consideramos como un honor… —incluso la mariscala se atrevió a hablar.

—Señor Karmazinov —interrumpió una voz juvenil en el fondo del salón. Era la voz de un maestro muy joven de la escuela del distrito, muchacho excelente, juicioso y honrado, llegado poco antes a nuestra ciudad. Hasta se levantó de su asiento—. Señor Karmazinov, si yo tuviera la dicha de enamorarme del modo que usted ha descrito, la verdad es que no haría de mi amor un ensayo destinado a la lectura pública…

Se puso como la grana.

—Señoras y señores —exclamó Karmazinov—. He concluido. Suprimo el final de mi lectura y me marcho. Pero permítanme que lea sólo los seis últimos renglones:

«¡Sí, amigo lector, adiós! —leyó seguidamente en su manuscrito y ya sin sentarse en el sillón—. Adiós, lector. Ni siquiera insisto en que nos separemos como buenos amigos, porque ¿de qué vale inquietarse? Puedes incluso insultarme. ¡Oh, insúltame cuanto quieras, si ello te place! Pero lo mejor sería que nos olvidáramos para siempre uno de otro. Y si todos vosotros, lectores, fuerais de pronto tan generosos que, cayendo de rodillas, me pidierais con lágrimas: “Escribe, escribe para nosotros, Karmazinov, para la patria, para la posteridad, para las coronas de laurel”, también os respondería (agradeciéndooslo, por supuesto, con la mayor cortesía): “No, queridos compatriotas, ya hemos viajado juntos bastante tiempo, merci. ¡Ya es hora de que cada cual se vaya por su camino! Merci, merci, merci”».

Karmazinov se inclinó ceremoniosamente y, rojo como salido de agua hirviendo, se aprestó a abandonar la escena.

—Nadie va a caer de rodillas. ¡Habráse visto mayor tontería!

—¡No es vanidoso, que digamos!

—Eso es sólo su género de humorismo —rectificó otro con más sensatez.

—Dios nos libre de esa clase de humorismo.

—Pero, así y todo, ¡hay que ver qué descaro, señoras y señores!

—Por lo menos ha terminado ya.

—¡Y no ha sido poco aburrimiento!

Pero todas estas exclamaciones, fruto de la incultura, que salían de las últimas filas (aunque, en verdad, no sólo de las últimas) fueron ahogadas por los aplausos de otro sector del público. Hubo llamadas a Karmazinov. Algunas señoras, con Iulia Mihailovna y la mariscala a la cabeza, se apiñaron en torno de la plataforma. En manos de Iulia Mihailovna, sobre un cojín de terciopelo, apareció una preciosa corona de laurel, que a su vez rodeaba a otra corona de rosas.

—¡Laureles! —dijo Karmazinov con sonrisa débil y un sí es no es mordaz—. Esto, por supuesto, me conmueve. Acepto con honda emoción esta corona preparada de antemano que aún no ha tenido tiempo de marchitarse. Pero les aseguro a ustedes, mes dames, que me he vuelto de improviso tan realista que creo que hoy día los laureles están más a propósito en manos de un cocinero hábil que en las mías…

—Sí, un cocinero es más útil —gritó el seminarista que había estado en la «sesión» de Virginski. Hubo un conato de desorden. En muchas filas se levantó la gente para ver la ceremonia de la corona de laurel.

—Yo ahora mismo daría tres rublos más por un cocinero —anunció clamorosamente otra voz, clamorosa en demasía, clamorosa con insistencia.

—Y yo también.

—Y yo.

—Pero ¿es que no hay buffet?

—Señoras y señores, esto es una estafa…

No obstante, es menester confesar que toda la gente que alborotaba miraba con temor a los altos funcionarios y al comisario de policía que se hallaba en el salón. Al cabo de diez minutos todo el mundo volvió a sentarse, pero ya sin el orden de antes. Y tal fue el caos incipiente con que vino a enfrentarse el pobre Stepan Trofimovich…

Los demonios
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