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Todos los que vieron esa mañana a Piotr Stepanovich lo recordaban extremadamente alterado. Fue a ver a Gaganov, que había llegado del campo el día anterior, a las dos de la tarde. La casa estaba colmada de visitas que hablaban acaloradamente de los sucesos recientes. Piotr Stepanovich era el que más hablaba y el que más se hacía oír. En la ciudad continuaban considerándolo «un estudiante parlanchín a quien le faltaba un tornillo», pero ahora, en medio de la agitación general, hablaba de Iulia Mihailovna y el tema era deslumbrante. Como confidente íntimo y reciente de la señora, sacaba a relucir muchos detalles tan nuevos como inesperados. Simulando un descuido (y por supuesto sin morderse la lengua), daba a conocer algunas de las opiniones personales de la dama sobre personas conocidas de la ciudad, hiriendo amores propios por doquier. Decía cosas tan confusas como incoherentes, cosa nada extraña en un hombre de escasas luces, pero resultaba que, como persona honrada, estaba penosamente obligado a esclarecer la profusión de enredos y, por su inocente impericia, ni siquiera sabía cómo empezar a acabar su relato. De modo indiscreto dio a entender también que Iulia Mihailovna había conocido el secreto de Stavrogin y había sido la que había urdido toda la intriga. En ésta lo había implicado también a él, Piotr Stepanovich, por estar asimismo enamorado de la infortunada Liza, «manipulándolo» de tal modo que casi había llevado a la joven a casa de Stavrogin en su propio coche. «Sí, a ustedes nada les cuesta reírse, señores, ¡pero si yo hubiera sabido, si hubiera sabido cómo iba a terminar todo ello!», dijo en conclusión. A varias preguntas en tono de alarma que le hicieron sobre Stavrogin contestó abiertamente que, en su opinión, la catástrofe de los Lebiadkin había sido pura casualidad y que el culpable de todo había sido el propio Lebiadkin por haber mostrado el dinero. Y esto lo remarcó con particular insistencia. Uno de los presentes observó que en vano trataba de «disimular», que había estado comiendo, bebiendo y casi durmiendo en casa de Iulia Mihailovna, que ahora era el primero en denigrarla, y que esto no era nada loable. Sin embargo, Piotr Stepanovich se defendió enseguida:
—He comido y bebido, pero no por falta de dinero; no soy el responsable de haber sido invitado. Permítame juzgar por mí mismo lo agradecido que debo estar por ello.
En general, causó una impresión favorable: «Puede que esté algo chiflado y es, por supuesto, hombre de poco seso, pero ¿acaso tiene la culpa de las necedades de Iulia Mihailovna? Al contrario, se ve que trató de ponerles coto…».
De improviso, pasadas las dos de la tarde se propagó la noticia de que Stavrogin, objeto de tantas conjeturas, se había marchado inesperadamente para Petersburgo en el tren de mediodía. Esto provocó gran interés; muchos fruncieron el ceño. Piotr Stepanovich quedó tan atónito que, según se dice, palideció y exclamó con estupefacción: «Pero ¿cómo dejaron que partiera?». Y abandonó de inmediato la casa de Gaganov. Sin embargo, dicen haberlo visto más tarde en dos o tres casas más.
Al anochecer fue a ver a Iulia Mihailovna, aunque no le fue tan fácil dado que ella no quería verlo. Lo supe tres semanas después por boca de ella, me lo confió antes de irse a Petersburgo. No me dio detalles, pero me dijo estremeciéndose que «la había sorprendido entonces hasta lo indecible». Sospecho que lo que hizo fue sólo con la amenaza de declararla cómplice suya si a ella se le ocurría «cantar». La necesidad de asustarla estaba estrechamente ligada a los proyectos de él entonces, proyectos que, por supuesto, ella desconocía; sólo cinco días después adivinó por qué Piotr Stepanovich no se había fiado de su silencio y por qué temía tanto un nuevo estallido de indignación.
Cuando ya había oscurecido del todo, a las ocho de la noche, los cinco miembros de nuestro grupo se reunieron en el domicilio del alférez Erkel, en una casilla deforme del pasadizo Fomin, ubicado en un extremo de la ciudad. La reunión había sido convocada por el propio Piotr Stepanovich; pero él se retrasó imperdonablemente y los miembros del grupo llevaban ya una hora esperándolo. Este alférez Erkel era el oficial forastero que durante la reunión en casa de Virginski había estado sentado con un lápiz en la mano y un cuaderno frente a los ojos. Hacía poco que estaba en la ciudad; había alquilado un cuarto en una casa propiedad de dos hermanas de la clase artesana, en una apartada callejuela, donde vivía solo, esperando marcharse pronto. Una reunión en su domicilio pasaría enteramente inadvertida. Este chico raro se distinguía por su inusitado mutismo; podía pasar siete noches seguidas sentado en medio de un grupo bullicioso enardecido en la conversación más apasionante, sin decir ni una palabra, aunque escuchando con aguda atención y clavando sus ojos de niño en los que hablaban. Tenía una cara bonita que hasta parecía inteligente. No pertenecía al grupo de los cinco; nuestra gente suponía que traía de alguna parte instrucciones especiales de índole ejecutiva. Ahora se sabe que no tenía instrucciones de nadie y que probablemente ni siquiera comprendía el papel que desempeñaba. Sencillamente había caído bajo el hechizo de Piotr Stepanovich, con quien se había relacionado hacía poco tiempo. Si hubiera conocido a un monstruo precozmente corrupto que lo hubiese incitado con cualquier pretexto socialista y romántico a juntar una cuadrilla de bandidos y, como prueba de lealtad, matar y robar al primer campesino con que se tropezara, lo habría hecho sin dudar. Su madre estaba enferma en algún lugar, y él le enviaba parte de su escaso sueldo. ¡Es fácil pensar cómo besaría ella esa cabecita rubia, cómo temblaría y rezaría por ella! Me detengo tanto en estos detalles porque el chico me daba mucha lástima.
Los «nuestros» estaban convulsionados. Los sucesos de la noche anterior los habían sorprendido enormemente y, además, atemorizado. El trivial, aunque sistemático, escándalo en el que hasta allí habían participado con tanto celo terminaba de modo inesperado. El incendio nocturno, el asesinato de los Lebiadkin, el linchamiento popular de Liza, todo eso era tan pasmoso que no hubo posibilidad de presagio. Tachaban con ardor de despótica y falaz la mano que los guiaba. En suma, mientras esperaban a Piotr Stepanovich se instigaban mutuamente, al punto de que acordaron pedirle de nuevo una explicación categórica, y si, como había ocurrido antes, él se negaba otra vez a darla, disolverían el grupo de cinco y crearían una nueva sociedad secreta «para la propaganda de ideas», que lo sustituyera en consonancia con los principios de democracia e igualdad. Liputin, Shigaliov y el especialista en el campesinado apoyaban el proyecto. Liamshin, si bien no decía nada, parecía estar conforme. Virginski titubeaba y quería oír primero lo que Piotr Stepanovich tuviera que decir. Decidieron escucharlo. Erkel no decía palabra. Se limitó a pedir té, que él mismo fue a buscar y trajo en vasos, sobre una bandeja, sin el samovar y sin permitir a la criada entrar en la habitación.
Piotr Stepanovich no se presentó hasta las ocho y media. Con paso ligero se acercó a la mesa redonda delante del sofá a la que estaban sentados los asistentes. No soltó el sombrero de las manos y rehusó el té que le ofrecieron. El enojo, la severidad y la arrogancia se dibujaban en su rostro. De seguro que por las caras notó de inmediato que estaban «amotinados».
—Antes de que yo abra la boca saquen ustedes lo que tienen en el buche —observó mirándolos a todos con maligna sonrisa.
Liputin empezó «en nombre de todos» y declaró con voz trémula de rencor que «si las cosas seguían por ese camino bien podían todos descalabrarse». No era que temiesen descalabrarse; estaban dispuestos a ello, pero sólo en pro de la causa común (movimiento general de aprobación).
Y por eso mismo debía él confiar en ellos, darles a conocer las cosas de antemano, porque «de otro modo, ¿qué iba a pasar?» (nueva conmoción y algunos carraspeos). Obrar así era humillante y peligroso… «No es que tengamos miedo, pero si uno actúa y los demás son sólo comparsas, entonces uno puede dar un paso en falso y nos atrapan a todos los demás». (Exclamaciones: «¡Eso, eso!». Aprobación general).
—¡Maldición! ¿Qué es lo que ustedes quieren?
—¿Y qué relación tienen con la causa común las intrigas del señor Stavrogin? —preguntó furioso Liputin—. Aun si de algún modo misterioso pertenece al centro, si es que efectivamente existe ese fantástico centro, nosotros no queremos saber nada de ello. Mientras tanto se ha cometido un asesinato y la policía está sobre aviso. Si sigue la pista llegará hasta nosotros.
—Si los atrapan a usted y a Stavrogin, nos atraparán a nosotros también —agregó el especialista en el campesinado.
—Y sin beneficio alguno para la causa común —concluyó Virginski desolado.
—¡Qué tontería! El asesinato fue una casualidad. Lo cometió Fedka para robar.
—Hum. Extraña coincidencia, sin embargo —dijo Liputin enroscándose.
—Y si quieren saberlo, ha sido por ustedes.
—¿Por nosotros?
—En primer lugar, usted mismo, Liputin, tuvo parte en esa intriga; y, en segundo lugar, tenía usted órdenes de poner a Lebiadkin en el tren y darle dinero. ¿Y qué hizo usted? Si lo hubiese puesto en camino nada de esto habría pasado.
—Pero ¿no fue usted mismo quien sugirió que sería una buena idea dejarlo leer los versos?
—Una sugerencia no es una orden. La orden era ponerlo en camino.
—Orden. Palabra bastante extraña… Al contrario, la orden de usted era que se aplazara su marcha.
—Usted cometió un error y demostró lo necio y terco que es. En cuanto al asesinato, fue decisión de Fedka. Fue obra exclusivamente suya, para robar. Usted ha oído que rumoreaban por ahí y se lo ha creído. Tiene usted miedo. Stavrogin no es tan estúpido, y la prueba es que se ha marchado hoy a las doce después de entrevistarse con el vicegobernador. De haber estado implicado en ello, no lo habrían dejado marcharse a Petersburgo en pleno día.
—¡Pero si no decimos que el señor Stavrogin haya sido el asesino! —recalcó Liputin con malicia—. Tal vez no se haya enterado, como tampoco me enteré yo. Y de esto usted tiene pruebas. Aunque por lo que veo he caído en la trampa.
—¿Y quién es el culpable entonces? —preguntó Piotr Stepanovich con mirada lúgubre.
—Aquellos que juzgaron necesario prender fuego a la ciudad. Lo peor es que quiere usted sacarse el tema de encima. Sin embargo, tenga a bien leer esto y mostrárselo a los demás. Es sólo para que estén al corriente.
Sacó del bolsillo la carta anónima de Lebiadkin a Lembke y se la acercó a Liputin. Éste la leyó, quedó sorprendido, y con aire pensativo se la pasó a su vecino. La carta dio rápidamente la vuelta al círculo.
—¿De veras es letra de Lebiadkin? —preguntó Shigaliov.
—Lo es —declararon Liputin y Tolkachenko (esto es, el especialista en el campesinado).
—La he mostrado sólo para que estén ustedes al corriente y porque sé lo sentimentales que son en lo que concierne a Lebiadkin —repitió Piotr Stepanovich recuperando la carta—. De manera, señores, que por pura casualidad Fedka nos ha librado de un sujeto peligroso. ¡Ahí tienen lo que a veces son las casualidades! Instructivo, ¿no lo creen así?
Los miembros del grupo se miraron unos a otros.
—Y ahora, señores, ha llegado mi turno de preguntar —dijo Piotr Stepanovich tomando un aire digno—. Háganme saber qué se proponían al prender fuego a la ciudad sin permiso para ello.
—¿Cómo? ¿Qué dice? ¿Que nosotros, nosotros, prendimos fuego a la ciudad? ¿Está usted en su sano juicio? —exclamaron todos.
—Entiendo que han ido ustedes ya demasiado lejos —prosiguió con insistencia Piotr Stepanovich—, pero ya no se trata de travesuras con Iulia Mihailovna, Los he reunido aquí, señores, para explicarles el grave peligro en que se encuentran por pura estupidez, peligro que, además de amenazarlos a ustedes, pone en riesgo muchas otras cosas.
—Pero si nosotros somos los que estábamos a punto de hacerle notar el despotismo y la falta de igualdad con que fue tomada una medida tan extraña y grave sin consultar con los miembros —dijo casi irritado Virginski, que hasta entonces había estado en silencio.
—¿Entonces lo están negando? Entonces yo afirmo que fueron ustedes los que prendieron fuego a la ciudad. No hay otro culpable más que ustedes. Les ruego ahora, señores, que dejen de mentir porque tengo informes que lo prueban. Su obstinación puso en peligro la causa común. Ustedes son sólo un eslabón en una larga cadena y están obligados a obedecer ciegamente al centro. Y, no obstante, tres de ustedes indujeron a los obreros de Shpigulin a provocar el incendio sin ninguna orden mía y el incendio tuvo, en efecto, lugar.
—¿Cuáles tres? ¿Cuáles de nosotros?
—Anteayer a las tres de la madrugada usted, Tolkachenko, estaba incitando a Fomka Zavyalov en la taberna Nomeolvides.
—¡Por Dios santo! —dijo Tolkachenko dando un respingo—. ¡Pero si apenas le dije una palabra, y eso sin intención! ¡Porque lo habían fustigado esa mañana! ¡Y enseguida dejé de hablarle porque vi que estaba borracho! De no recordarlo usted, ni siquiera me habría acordado de ello. No se prende fuego con una palabra.
—Usted es como aquel que se asombra de que una chispita pueda hacer volar un polvorín.
—Además, yo le estuve hablando en voz baja y al oído. ¿Cómo ha podido usted enterarse? —preguntó Tolkachenko sorprendido.
—Porque estaba debajo de la mesa. No se preocupen, señores. Conozco todos sus pasos. ¿Y usted, Liputin, se sonríe con sarcasmo? Sepa que yo sé, por ejemplo, que a medianoche, tres días atrás, usted pellizcó brutalmente a su mujer en el dormitorio cuando se iba a acostar.
Liputin palideció y abrió la boca asombrado.
(Más tarde se supo que se había enterado de la hazaña de Liputin por Agafya, la criada de éste, a quien le pagaba desde el principio para que lo espiara, lo que se puso en claro después).
—Quisiera señalar algo importante —Shigaliov se levantó de pronto.
—Hágalo.
Shigaliov se sentó y se enderezó en el asiento:
—Por lo que veo y no creo equivocarme, usted mismo al principio, y una vez más después, trazó con gran elocuencia (aunque de modo bastante teórico) un cuadro en que Rusia aparece cubierta de una red inmensa de pequeños grupos. Cada uno de estos núcleos de activistas, haciendo nuevos prosélitos y multiplicándose indefinidamente, procura mediante propaganda sistemática perjudicar el prestigio de las autoridades locales, sembrar la confusión entre la población rural, promover el cinismo y el escándalo, el descreimiento en todo lo habido y por haber, el ansia de algo mejor y, por último, recurriendo a los incendios como medio especialmente eficaz para sobresaltar al pueblo, llevar el país a la desesperación si ello es necesario. ¿No son éstas sus palabras, que he tratado de repetir al pie de la letra? ¿No es ése el programa de acción que nos comunicó usted como representante autorizado del comité central, del que todavía no sabemos absolutamente nada y que hasta la fecha es para nosotros casi un mito?
—Así es. Sólo que está haciendo muy largo el cuento.
—Cada uno tiene derecho a expresarse a su manera. Dándonos a entender que ya llegan a varios centenares los nudos individuales de esta red general que cubre a toda Rusia y predicando la teoría de que si cada cual cumple con éxito su cometido toda Rusia, en un momento dado, siguiendo una señal…
—¡Qué demonio! ¡Tengo mucho que hacer sin necesidad de su verborragia! —dijo Piotr Stepanovich moviéndose en su asiento.
—Está bien. Voy a abreviar: hemos presenciado escándalos, hemos visto el descontento de la población, hemos asistido y ayudado al colapso de la administración local y, por último, hemos sido testigos oculares del incendio. ¿De qué está usted descontento? ¿No es ése su programa? ¿De qué puede acusarnos?
—¡De obstinación! —increpó Piotr Stepanovich furioso—. Mientras yo estoy aquí, ustedes no deben atreverse a obrar sin mi permiso. ¡Ya basta!
»La delación está preparada y quizá mañana o esta misma noche vengan a detenerlos. Conque ya ven. Mis informes son fidedignos.
Quedaron todos aturdidos.
—Los detendrán no sólo como instigadores del incendio, sino como miembros de un grupo de cinco. El delator conoce todos los secretos de la red. ¡Éste es el embrollo que han armado ustedes!
—¡Ha sido Stavrogin! ¡Estoy seguro! —exclamó Liputin.
—¿Qué…? ¿Por qué Stavrogin? —Piotr Stepanovich pareció sorprendido—. ¡Ay, qué demonios! —dijo reponiéndose enseguida—. ¡Es Shatov! Creo que ya saben ustedes que Shatov fue tiempo atrás miembro de la Sociedad. Debo decirles que, al hacer seguir sus pasos por personas de quienes no sospecha, he sabido, con gran asombro mío, que para él no es un secreto la organización de la red y…, en suma, que lo sabe todo. Para soslayar la acusación de haber pertenecido antes a la Sociedad, nos delatará a todos. Hasta ahora ha estado titubeando y no le he puesto la mano encima. Pero lo del incendio lo ha decidido: está conmocionado y ya no dudará. Mañana nos detendrán como incendiarios y delincuentes políticos.
—¿Es verdad? ¿Y cómo lo sabe Shatov?
La conmoción era indescriptible.
—Es verdad, definitivamente cierto. Yo no tengo derecho a revelar mis fuentes de información y cómo me he enterado, pero mientras tanto les indicaré lo que puedo hacer por ustedes: puedo influir sobre Shatov por medio de cierta persona para que, sin sospechar nada, demore la delación, aunque sólo por veinticuatro horas. Demorarla más tiempo es imposible. Conque pueden ustedes considerarse a salvo hasta pasado mañana por la mañana.
Todos guardaban silencio.
—¡Tendremos que mandarlo al infierno! —Tolkachenko fue el primero en gritar.
—¡Debiéramos haberlo hecho hace tiempo! —agregó Liamshin con rencor, dando un golpe en la mesa.
—¿Cómo hacerlo? —murmuró Liputin.
Piotr Stepanovich se aprovechó al momento de la pregunta y expuso su plan. Consistía en persuadir a Shatov de que al anochecer del día siguiente fuera a un sitio apartado donde había enterrado la imprenta clandestina que le había sido confiada y, una vez allí, «ajustarle las cuentas». Se detuvo en excesivos detalles absolutamente innecesarios, que pasamos aquí por alto, y explicó puntualmente las relaciones ambiguas, ya conocidas del lector, que en la actualidad mantenía Shatov con la Sociedad central.
—Sí, esto está bien —apuntó Liputin dudoso—, pero una vez más habrá… una aventura de ese género… y puede resultar demasiado sensacional.
—Sin duda —asintió Piotr Stepanovich—, pero también eso ha sido previsto. Hay un medio de desviar por completo las sospechas.
Y con igual precisión que antes les habló de Kirillov, de su intención de suicidarse y su promesa de no hacerlo hasta que se le diera la señal, dejando al morir una nota en que se haría responsable de cuanto se le dictara. (En suma, todo lo que ya sabe el lector).
—Su firme voluntad de quitarse la vida (filosófica y, a mi juicio, lunática) es ya conocida allí. Todo lo aprovechan para la causa común. Previendo lo útil que podría ser Kirillov y convencidos de que su propósito era absolutamente serio, le ofrecieron medios para venir a Rusia (por algún motivo quería morir en Rusia), le dieron instrucciones que se comprometió a cumplir (y que ha cumplido) y, además, le hicieron prometer como ya saben ustedes, que se quitaría la vida sólo cuando se le dijera. Él accedió a todo. Observen que está ligado a la Sociedad por un compromiso especial y que desea serle útil. Más no puedo decirles. Mañana, después de lo de Shatov, le dictaré la nota en que se declarará causante de la muerte de Shatov. Lo cual no parecerá extraño. En la nota quedará bien claro que fueron amigos, que viajaron a América, donde pelearon. Si es necesario le dictaremos algo más a Kirillov, por ejemplo, lo de las proclamas revolucionarias. Y lo del incendio también. Dejen eso en mis manos. No se preocupen. No tiene prejuicios y firmará cualquier cosa.
No tuvo mucho entusiasmo la propuesta, que se veía como demasiado fantasiosa para ser cierta. Algunos más, otros menos, habían oído hablar de Kirillov. Liputin más que los otros.
—Pero puede volver a pensarlo y negarse a hacerlo —dijo Shigaliov—. En todo caso, está loco y no cabe fiarse de él.
—No se alarmen, señores, no se negará —dijo Piotr Stepanovich con brusquedad—. Según nuestro acuerdo, estoy obligado a avisarle en la víspera, es decir, hoy mismo. Invito a Liputin a ir conmigo a verle ahora mismo y asegurarnos de todo; y cuando él vuelva les dirá a ustedes (hoy mismo si es preciso) si es verdad o no. Sin embargo —agregó, dando otro rumbo a sus palabras, con aguda desesperación, como si de pronto sintiese que honraba demasiado a tales personas perdiendo demasiado tiempo en persuadirlas—, sin embargo, hagan lo que crean más conveniente. Si deciden no llevarla a cabo, la unión se viene abajo, pero sólo por la insubordinación y deslealtad de ustedes. De ser así, que cada cual se vaya por su lado ahora mismo. Pero sepan que en tal caso, además del disgusto de la delación de Shatov y sus consecuencias, tendrán que cargar con otro pequeño disgusto, del que se les advirtió severamente cuando se formó la unión… En cuanto a mí, señores, no les tengo mucho miedo… No vayan a fantasear con la idea de que estoy ligado a ustedes… Sin embargo, eso nada tiene que ver.
—Hemos decidido hacerlo —exclamó Liamshin.
—No hay otra salida —masculló Tolkachenko—. Siempre y cuando Liputin confirme lo de Kirillov, nosotros…
—Me opongo. ¡Rechazo con toda mi alma esta cruel decisión! —dijo Virginski, levantándose.
—¿Pero? —preguntó Piotr Stepanovich.
—¿Pero qué?
Virginski calló.
—Sin embargo yo creo que uno puede despreciar el riesgo de la vida propia —dijo Erkel, despegando repentinamente los labios—, pero cuando se pone en peligro la causa común, entonces uno no tiene derecho a despreciar el riesgo a la vida propia…
Perdió el hilo y enrojeció. A pesar de estar todos sumidos en las propias reflexiones, lo miraron atónitos, tan inusual era oírle hablar.
—Yo estoy a favor de la causa común —declaró Virginski de pronto.
Todos se levantaron. Quedó estipulado que al mediodía del día siguiente todos volverían a reunirse para intercambiar informes y definir el plan. Todos conocieron el lugar en el que estaba enterrada la imprenta, cada uno supo cuál era el rol que debía desempeñar y cuáles sus obligaciones. Sin perder más tiempo Liputin y Piotr Stepanovich se fueron juntos al encuentro de Kirillov.