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La única palabra que repetía una y mil veces era cuchillo: «¡Cuchillo, un cuchillo!» volvía a recalcar con una furia irreprimible mientras intentaba caminar entre el barro y sin poder diferenciar serenamente su camino. Por momentos quiso reírse a carcajadas, con una risa rabiosa; pero algo hizo que se dominara y lograra ahogar la risa. Recién logró volver en sí cuando llegó al puente, justamente allí horas antes Fedka había salido a su encuentro. Ahora, era el mismo Fedka quien lo esperaba tal como le había prometido. Al verlo se quitó la gorra, mostró los dientes en una sonrisa plena y alegre y empezó a mascullar algo en voz bronca y regocijada. Al principio, Nikolai Vsevolodovich pasó de largo, sin detenerse ni escuchar siquiera un momento al pícaro que iba pisándole los talones. De pronto lo asaltó la idea de que se había olvidado por completo de él, y de que se había olvidado cabalmente mientras él mismo iba repitiendo para sus adentros: «Un cuchillo, un cuchillo». Agarró al pícaro por el chaquetón y con toda la furia de que venía colmado lo arrojó violentamente contra el puente. Hubo un momento en que Fedka quiso dar la cara, pero barruntando en seguida que con un adversario como ése —que, además, lo había agarrado desprevenido—, llevaba sin duda las de perder, se aguantó y quedó callado, sin ofrecer resistencia alguna. Sujeto de rodillas en el suelo, con los codos retorcidos a la espalda, el astuto pícaro esperaba tranquilamente un desenlace, sin sentir que corría peligro.

No se equivocó. Nikolai Vsevolodovich se había quitado con la mano izquierda la bufanda de lana para atar de manos a su prisionero, pero de pronto lo soltó, no se sabe por qué, y de un fuerte empellón lo alejó de sí. Fedka al punto se incorporó de un salto y giró sobre los talones. En su mano brilló de pronto, casi por ensalmo, una cuchilla de zapatero corta y ancha.

—¡Aparta de mi vista esa cuchilla! ¡Ponla en su sitio! ¡Vamos, hazlo ahora mismo! —ordenó Nikolai Vsevolodovich con gesto imperioso. La cuchilla se esfumó tan repentinamente como había aparecido.

Nikolai Vsevolodovich, silencioso de nuevo y sin mirar tras sí, prosiguió su camino, pero el tenaz facineroso, a pesar de todo, le iba a la zaga, aunque ya sin la locuacidad de antes y manteniendo una respetuosa distancia. Así llegaron casi juntos al extremo del puente, salieron a la orilla del río, y torcieron allí a la izquierda, de nuevo por una callejuela larga y desierta, pero por la que se llegaba más pronto al centro de la ciudad que por la calle Bogoyavlenskaya.

—¿Es verdad que has robado una iglesia de este distrito el otro día? ¿Es verdad lo que dicen? —preguntó de pronto Nikolai Vsevolodovich.

—Mire usted, señor, lo cierto es que entré en la iglesia con intención de rezar —el presidiario repuso mansa y cortésmente, como si lo ocurrido no tuviera mayor importancia; y no sólo con mansedumbre, sino hasta con dignidad. De la familiaridad «amistosa» anterior no quedaba ni sombra. El que ahora hablaba era un hombre serio, un hombre de negocios, un hombre, sí, que había sido agraviado sin motivo, pero capaz de olvidar el agravio.

—Y cuando Nuestro Señor me llevó allá —continuó relatando—, pensé: ¡Oh, qué paraíso celestial! Eso me pasó por ser pobre, señor, porque las gentes como un servidor no pueden vivir sin ayuda. Y Dios es mi testigo de que salí perdiendo. El Señor me castigó por mis pecados, porque por el incensario, el copón y la faja del diácono sólo me dieron doce rublos. Por el sotacuello de San Nikolai, casi nada, porque decían que no era de plata de ley y era de similor.

—¿Pero es verdad que mataste al guarda?

—Mire usted, señor, la verdad es que el guarda y yo íbamos a medias en el robo. Pero luego, cuando ya era de día, junto al río, tuvimos nuestros más y nuestros menos sobre cuál de los dos debía cargar con el caso. Se me fue la mano, señor; pero lo despaché sin sufrimiento, sin que apenas se diera cuenta.

—¡Matas! ¡Robas!

—Mire usted, señor, eso mesmo, cuasi con las mesmas palabras, es lo que me aconseja Piotr Stepanovich, que es muy tacaño y duro de entrañas en lo de ayudar al prójimo. Cuantimás que no cree ni tanto así en el Padre Celestial que nos hizo a todos del barro de la tierra; y dice que fue la naturaleza la que lo hizo todito, hasta el último animal. Y además no se da cuenta de que las gentes como un servidor no pueden hacer maldita la cosa sin que alguien de posibles nos eche una mano. Y cuando uno se lo dice, se lo queda mirando a uno como un borrego mira el agua. ¡Qué hombre raro! Ahora, señor, piense usted en el caso del capitán Lebiadkin, a quien acaba usted de visitar. ¿Podrá usted creer que cuando todavía vivía en casa de Filippov, antes de venir usted, dejaba de vez en cuando la puerta de la casa abierta de par en par, mientras dormía en el suelo más borracho que una cuba y con el dinero que se le salía por los bolsillos? Lo he visto con mis propios ojos. Porque las gentes como un servidor no pueden hacer maldita la cosa si alguien no nos echa una mano, señor…

—¿Cómo es eso que lo viste con tus propios ojos? ¿Entraste de noche?

—Puede ser, pero nadie lo sabe.

—¿Y por qué no lo mataste?

—Estuve tentado, señor, pero tiré de las riendas, por así decirlo. Porque estando seguro con toda seguridad de que en cualquier momento podía echar el guante a centenar y medio de rublos, ¿por qué hacer eso cuando podía echárselo a mil quinientos nada más que con aguardar un poco? Porque el capitán Lebiadkin (y lo he oído con mis mesmas orejas) siempre esperaba mucho de usted cuando estaba borracho, y no hay taberna de por aquí, por zaparrastrosa que sea, donde no lo haya anunciado después de oírselo contar a un montón de gente, yo también empecé a poner mis esperanzas en Vuestra Excelencia. Yo le digo esto, señor, como a mi propio padre o mi propio hermano, porque por mí nunca se enterará de ello Piotr Stepanovich; ni él ni alma viviente. Así, pues, señor, ¿me dará usted, finalmente los tres rublos? Con ello, señor, me sacaría usted de dudas, quiero decir que podría saber en qué piensa usted, porque las gentes como un servidor no pueden hacer nada si alguien no les echa una mano.

Nikolai Vsevolodovich empezó a reírse a carcajadas, su risa estallaba en medio de la noche mientras sacaba de su bolsillo el monedero en el que llevaba hasta cincuenta rublos en billetes pequeños, primero sacó uno del fajo y se lo lanzó, luego un segundo, un tercero y por fin un cuarto. Fedka iba atrapándolos en el aire, recogiendo los que caían en el barro y gritando: «¡Oh, oh!». Nikolai Vsevolodovich acabó por lanzarle todo el fajo y, sin dejar de reír, continuó caminando —ahora solo— por una de las callejuelas.

Allá quedó el desertor buscando más billetes de rodillas y arrastrándose por el barro. Esperaba encontrar algún billete perdido, echado a la suerte por el viento y perdido entre los charcos. Había pasado más de una hora cuando todavía se escuchaban sus exclamaciones, sus alabanzas y sus discontinuos: «¡Oh, oh!».

Los demonios
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