7

Es posible que algo bueno le hubiera ocurrido, lo cierto es que se lo veía muy bien, tranquilo y hasta alegre.

—¿Me perdonas, Nicolas? —Varvara Petrovna no pudo contenerse y fue rauda a su encuentro.

—¡Era esto! —exclamó él en tono de broma indulgente—. Veo que ya lo sabe usted todo. Cuando salí de aquí iba pensando en el coche que quizá habría debido contarle mi aventura, por lo extraño que fue el modo de irme. Pero recordé que aquí se quedaba Piotr Stepanovich y me quedé tranquilo entonces.

Hablaba y recorría la sala con la vista.

—Piotr Stepanovich nos ha contado una historia antigua de Petersburgo sacada de la vida de un hombre singular —declaró triunfante Varvara Petrovna—, de un hombre antojadizo y loco, pero de sentimientos siempre elevados, siempre caballeresco y noble…

—¿Caballeresco? ¿Hasta eso hemos llegado? —dijo Nikolai riendo—. De todos modos, agradezco mucho a Piotr Stepanovich la prisa que se ha dado esta vez —aquí cambió con él una mirada fugaz—. Debe usted saber, maman, que Piotr Stepanovich es un pacificador universal: ése es su papel, su enfermedad, su misión, y se lo recomiendo a usted muy encarecidamente a ese respecto. Me figuro la clase de cuento que le habrá estado contando. En efecto, parece como si tomara apuntes cuando cuenta. Su cabeza es un archivo. Y tenga usted presente que, como realista que es, no puede decir mentiras y que aprecia la verdad más que el éxito…, salvo, por supuesto, en casos especiales en que el éxito se cotiza más alto que la verdad —al decir esto miró a su alrededor—. Así, pues, maman, está claro que no es usted la que debe pedirme a mí perdón, y que si en esto hay un poco de locura soy yo, por supuesto, el responsable, lo que quiere decir, a fin de cuentas, que soy yo el que está loco. Al fin y al cabo, debo mantener la fama que aquí tengo…

Y abrazó tiernamente a su madre.

—En todo caso, ya es un asunto terminado —lo dijo recurriendo a un ligero timbre de firmeza y sequedad. Varvara Petrovna conocía ese timbre, pero su exaltación no se calmó, sino todo lo contrario.

—Pensé que vendrías en un mes, Nicolas.

Maman, ya te lo explicaré todo, por supuesto, pero ahora…

Se acercó a Praskovya Ivanovna quien apenas lo miró, a pesar de que media hora antes se había quedado petrificada cuando hizo su primera aparición. Pero tenía ahora otros motivos de preocupación. Desde el instante mismo en que salió el capitán y tropezó en la puerta con Nikolai Vsevolodovich, Liza había estado riendo, sorda e intermitentemente al principio, pero la risa fue creciendo cada vez más, haciéndose más ronca y patente. Tenía el rostro encendido. El contraste con su aspecto sombrío de hacía un rato era sorprendente. Mientras Nikolai Vsevolodovich estuvo hablando con Varvara Petrovna, Liza había hecho dos veces seña a Mavriki Nikolayevich de que se acercara, como si fuera a decirle algo al oído, pero cuando éste se inclinaba, ella al momento reventaba de risa; cabía suponer que era precisamente del pobre Mavriki Nikolayevich de quien se reía. Por otra parte, se veía que trataba de dominarse y se llevaba un pañuelo a los labios. Nikolai Vsevolodovich, con aire ingenuo e inocente, se acercó a ella para saludarla.

—Perdóneme, por favor —respondió ella con rapidez—. Usted…, usted, por supuesto, ya ha conocido a Mavriki Nikolayevich… ¡Santo cielo, pero es usted imperdonablemente alto, Mavriki Nikolayevich!

Y de vuelta a la risa. Mavriki Nikolayevich era alto, pero no lo era «imperdonablemente».

—¿Hace mucho que llegó? —murmuró ella dominándose de nuevo, incluso turbándose, pero con los ojos chispeantes.

—Poco más de dos horas —contestó Nicolas mirándola con fijeza. Debo advertir que era hombre sobremanera circunspecto y cortés, pero aparte de la cortesía, parecía por completo indiferente, hasta aburrido.

—¿Y dónde va a vivir?

—Aquí.

Varvara Petrovna observaba también a Liza, pero de pronto la asaltó una idea.

—¿Dónde has estado, Nicolas, durante esas dos horas y pico? —preguntó—. El tren llega a las diez.

—Llevé primero a Piotr Stepanovich a casa de Kirillov. Tropecé con él en Matveyevo (a tres estaciones de aquí) y hemos venido en el mismo vagón.

—Yo estaba esperando en Matveyevo desde el amanecer —confirmó Piotr Stepanovich—. Durante la noche descarrilaron los últimos vagones de nuestro tren y estuve a punto de romperme las piernas.

—¡De romperse las piernas! —exclamó Liza—. ¡Mamá, mamá, y nosotras que queríamos ir la semana pasada a Matveyevo! ¡También quizá nos habríamos roto las piernas!

—¡Dios santo! —dijo Praskovya Ivanovna persignándose.

—¡Mamá, mamá, por favor, no se asuste si de veras me rompo las piernas! Eso puede muy bien sucederme. Usted misma me vive diciendo que voy en mi caballo como una loca. Mavriki Nikolayevich, ¿me llevará usted de paseo cuando esté coja? —dijo de nuevo entre risas—. Si eso pasa, no permitiré a nadie más que a usted sacarme de paseo. Se lo digo para que lo tenga presente. Pero supongamos que me rompo sólo una pierna… Sea amable y dígame que le gustaría…

—¿Que se rompiera una pierna? —preguntó con seriedad Mavriki Nikolayevich frunciendo las cejas.

—¡Ahí sería usted quien me llevaría de paseo! ¡Sólo usted y nadie más!

—Incluso en tal caso será usted la que me saque a mí, Lizaveta Nikolayevna —murmuró Mavriki Nikolayevich más serio aún.

—¡Dios mío, pero si ha querido usted hacer un juego de palabras! —exclamó Liza con terror fingido—. ¡Mavriki Nikolayevich, no se atreva nunca a ir por ese camino! ¡Pero hay que ver lo egoísta que es usted! Estoy convencida, y lo digo en su honor, de que se calumnia usted a sí mismo. Al contrario. En tal caso me dirá usted todo el santo día que con una pierna de menos estoy más interesante. Habría algo, sin embargo, que no tendría remedio: usted es excesivamente alto y yo, sin una pierna, sería excesivamente baja. ¿Cómo podríamos ir del brazo? Haríamos mala pareja.

Lanzó una carcajada. Las agudezas y alusiones no tenían gracia, pero estaba claro que no era éxito lo que buscaba.

—¡Histeria! —me dijo por lo bajo Piotr Stepanovich—. ¡Pronto, un vaso de agua!

Tenía razón. Un momento después todos acudieron a ella. Se trajo agua. Liza abrazaba a su madre, la besaba con pasión, sollozaba en su hombro y, a la vez, la apartaba de sí, le observaba la cara, y se reía a carcajadas. También la madre se puso a gimotear. Varvara Petrovna en seguida se llevó a las dos a sus habitaciones, saliendo por la misma puerta por la que antes había entrado Daria Petrovna. Pero no estuvieron allí mucho tiempo, cuatro minutos a lo sumo…

Estoy procurando recordar ahora todos los detalles de los últimos momentos de esa mañana memorable. Me acuerdo de que cuando nos quedamos solos, sin las señoras (salvo Daria Pavlovna, que no se había movido de su sitio), Nikolai Vsevolodovich fue saludando uno por uno a todos, excepto a Shatov, que seguía sentado en su rincón, con la cabeza aún más gacha que antes. Stepan Trofimovich empezó a decir frases ingeniosas a Nikolai Vsevolodovich, pero éste se dirigió al punto a Daria Pavlovna. Antes de llegar a ella, sin embargo, Piotr Stepanovich lo llevó casi a la fuerza a una ventana, donde se puso a decirle algo al oído con gran rapidez, algo al parecer muy importante a juzgar por la expresión de su rostro y los gestos que acompañaban a lo dicho. No obstante, Nikolai Vsevolodovich lo escuchaba indolente y distraído, con su sonrisa oficial, y por último casi con impaciencia, como deseando zafarse. Se apartó de la ventana en el instante justo en que volvían las señoras. Varvara Petrovna hizo sentar a Liza en el mismo lugar de antes, diciéndole que debían quedarse y descansar por lo menos diez minutos más, porque el aire fresco quizá no sentaría bien a sus nervios agitados. Atendía solícitamente a Liza y hasta tomó asiento a su lado. Junto a ellas se plantó al momento Piotr Stepanovich, libre ya, e inició una cháchara atropellada y alegre. Nikolai Vsevolodovich, por su parte, se acercó con paso deliberado a Daria Petrovna, que al verle venir empezó, sobresaltada, a agitarse en su asiento, dando señales de turbación y poniéndose encendida.

—Al parecer, tengo que darle mis parabienes…, ¿o todavía no? —dijo con una expresión peculiar en el rostro.

Dasha respondió algo difícil de oír.

—Disculpe la indiscreción —agregó él levantando la voz—, pero sabrá usted que se me informó adrede. ¿Lo sabía usted?

—Sí, sé que se le informó adrede.

—Espero, sin embargo, no haber dado un paso en falso al felicitarla —dijo riendo—, y si Stepan Trofimovich…

—¿Por qué debería felicitarla? —saltó al punto Piotr Stepanovich—. ¿Por qué razón, Daria Pavlovna? ¡No me diga que es lo que pienso! Se ha enrojecido y eso me lo confirma. Es que es así, ¿por qué otra cosa habría que felicitar a nuestras bellas y nobles mocitas? ¿Y de qué otra clase de felicitaciones se ruborizarían tanto? Bueno, entonces la felicito y si acerté, pague la apuesta que hicimos en Suiza cuando usted fue la que aseguró que nunca se casaría. Ah, cómo es posible que me haya olvidado nada menos que del objeto de mi visita: Suiza. Dime —se dirigió a Stepan Trofimovich—, ¿cuándo vas a Suiza?

—¿A Suiza? —dijo Stepan Trofimovich maravillado y confuso.

—Y claro. ¿No ibas a Suiza a casarte?

—¡Pierre! —exclamó Stepan Trofimovich.

—¡No hay Pierre que valga…! Aquí estoy para decirte que no me opongo si eso es lo que deseas en verdad. Si lo que quieres es que «te salve» como me escribes y ruegas en la misma carta —siguió la cháchara—, aquí estoy para lo que gustes mandar. ¿Es verdad que se casa, Varvara Petrovna? —preguntó volviéndose súbitamente a ella—. Espero no estar siendo indiscreto pero repito lo que él me dijo en su carta, que toda la ciudad lo sabe y que todos le dan la enhorabuena, hasta el punto de que para evitarlo sale sólo de noche. Aquí en el bolsillo traigo la carta. Pero ¿querrá usted creerme, Varvara Petrovna, que no entiendo palabra de lo que dice? Dime sólo esto, Stepan Trofimovich, ¿hay que felicitarte o hay que «salvarte»? ¡Hay que ver cómo, junto a párrafos que expresan la mayor felicidad, hay otros de los más desesperados! Para empezar pide perdón; bueno, sí, en eso sigue su pauta habitual…; pero vamos a ver: imagínese que un hombre que me ha visto dos veces en su vida, y eso por pura casualidad, ahora cuando va a casarse por tercera vez se figura que con ello infringe sabe Dios qué deberes paternos y me ruega, a mil verstas de distancia, que no me enfade y que le dé mi consentimiento. Por favor, no te ofendas, padre; son cosas de la edad. Yo tengo la manga ancha y no te lo censuro; quizás, incluso, redunde en honor tuyo, etc., etc.; pero lo que importa al cabo es que no entiendo lo que importa en el asunto. En la carta hablas de no sé qué «pecados en Suiza». Me caso, dices, por no sé qué pecados o por pecados ajenos, en fin, como sea, en suma, «pecados». La muchacha (escribe) es una joya y, por supuesto, «él es indigno» de ella, ésas son sus palabras. Pero ¿por qué pecados o circunstancias se ve «obligado a casarse e ir a Suiza»? ¿Y por qué me pide que lo deje todo y venga volando a salvarle? ¿Entiende usted algo de esto? Pero…, pero por la cara que ponen ustedes —y dio una vuelta en redondo, con la carta en las manos y una sonrisa inocente en los labios— veo que, según mi costumbre, parece que he metido la pata… por la estúpida franqueza mía o, como dice Nikolai Vsevolodovich, por mi apresuramiento. Pero yo pensaba que estaba entre amigos, quiero decir entre tus amigos, padre, entre tus propios amigos, porque yo, al fin y al cabo, soy un extraño aquí. Y veo…, veo que aquí todos saben algo y que yo soy precisamente el que no sabe.

Seguía mirando a su alrededor.

—¿Entonces lo que está diciendo es que Stepan Trofimovich le escribió diciendo que se casaba «por pecados ajenos cometidos en Suiza» y que viniera usted volando a «salvarle»? ¿Eso escribió? —preguntó de pronto Varvara Petrovna, acercándose a él amarilla de rabia, con la cara crispada y temblorosos los labios.

—Bueno, en fin, si algo hay aquí que yo no he comprendido —respondió Piotr Stepanovich como asustado y confundiéndose con su propio discurso—, entonces, claro, es él quien tiene la culpa por escribir de esa manera. Aquí está la carta. En realidad no me ha escrito una sino millones de cartas en estos últimos meses, tantas que le confieso, no llegué a leer todas. Perdóname, padre, por esa confesión estúpida, pero, vamos, tienes que reconocer que aunque las cartas me las mandabas a mí, en realidad las escribías para la posteridad, conque a ti te da dos cuartos de lo mismo… Bueno, bueno, no te enfades, que al fin y al cabo somos familia. Ahora bien, esta carta, Varvara Petrovna, esta carta sí la leí hasta el final. Estos «pecados», señora, estos «pecados ajenos» quizá no pasen de ser nuestros propios pecadillos, y apuesto que son de lo más inocentes; pero de pronto se nos ocurre hacer de ellos un lance imaginario con su punta de autosacrificio; más aún, es para poner de relieve el autosacrificio para lo que se inventa el lance. Porque, vea usted, nuestra situación económica no anda bien; y hay que acabar por confesarlo. Como sabe usted, le tenemos afición a la baraja…, pero, en fin, esto no viene al caso, no viene en absoluto al caso. Me temo que se me va la lengua, Varvara Petrovna, pero es que me asustó, y yo venía efectivamente medio dispuesto a «salvarle». A fin de cuentas, tengo vergüenza de mí mismo. ¿Es que iba a ponerle el cuchillo en la garganta? ¿Acaso soy un acreedor implacable? Ahí en la carta dice algo de una dote… ¿Pero de veras, de veras, te vas a casar, padre? En fin, lo de siempre; habla que te habla, y sólo para oírse a sí mismo… ¡Ay, Varvara Petrovna, seguro estoy de que me echará usted ahora la culpa, y, por supuesto, también por mi manera de hablar…!

—Al contrario, al contrario. Veo que ha acabado usted por perder la paciencia, y con razón —aprobó Varvara Petrovna con inquina.

Había escuchado con maligna satisfacción el torrente de declaraciones «veraces» de Piotr Stepanovich. Era evidente que éste estaba haciendo un papel (qué clase de papel yo no lo sabía entonces, pero sin duda era un papel, y por cierto representado de manera bastante torpe).

—Al contrario —prosiguió ella—. Le agradezco mucho que haya hablado. De no haberlo hecho, no me habría enterado. Estoy abriendo por fin los ojos al cabo de veinte años. Nicolas, decía antes que se te había informado de propósito. ¿Es que Stepan Trofimovich también te escribió a ti sobre el particular?

—Yo tuve de él una carta muy inocente… y muy digna…

—Veo que te turbas y escoges las palabras con cuidado. Eso basta. Stepan Trofimovich, espero de usted un favor fuera de lo común —dijo volviéndose de pronto a él con ojos relampagueantes—. Tenga la bondad de salir ahora mismo y en adelante no vuelva a poner los pies en mi casa.

Ruego al lector que recuerde la «exaltación» de poco antes, que aún no se había calmado. Bien mirado, la culpa la tenía también Stepan Trofimovich. Pero lo que a la sazón me dejó asombrado fue la irreprochable dignidad con que estuvo aguantando las «revelaciones» de Petrusha, sin intentar interrumpirlas, y la «excomunión» de Varvara Petrovna.

¿De dónde sacó tanto aguante? Yo sólo me percaté de que su primer encuentro con Petrusha lo había lastimado sin duda hondamente por el modo en que éste había respondido a sus abrazos. Era un dolor profundo y genuino, al menos en sus ojos y su corazón. Sin embargo, otro dolor lo atormentaba en ese instante, a saber, la punzante convicción de haber obrado indignamente; él mismo me lo confesó más tarde con absoluta franqueza. Ahora bien, un dolor indudable y genuino puede hacer a veces firme y estoico a un hombre sobremanera frívolo, aunque sea por poco tiempo; más aún, un dolor verdadero, genuino, puede en ocasiones hacer listos a los necios, también, naturalmente, por breve tiempo.

Es rasgo propio de un dolor de esa índole. Y si ello es así, ¿qué no podría ocurrir con un hombre como Stepan Trofimovich? ¡Una completa revolución, por supuesto también por poco tiempo!

Se inclinó con dignidad ante Varvara Petrovna y no dijo palabra (cierto que no le quedaba nada por decir). Habría querido irse al momento, pero no se apresuró y se acercó a Daria Pavlovna. Ésta, al parecer, lo había previsto, porque enseguida, asustada, empezó a hablar como si se apresurase a tomarle la delantera:

—Por favor, Stepan Trofimovich, por amor de Dios no diga nada —empezó con voz rápida y excitada, semblante contraído y alargándole la mano—. Tenga la seguridad de que sigo respetándolo tanto como antes, que lo estimo tanto como antes y… piense bien de mí, Stepan Trofimovich, cosa que apreciaré mucho, pero mucho…

Stepan Trofimovich se inclinó profundamente, muy profundamente, ante ella.

—Haz tu voluntad, Daria Petrovna. Sabes que en este asunto debe hacerse lo que tú quieras. Así ha sido antes, lo es ahora y lo será en el futuro —sentenció gravemente Varvara Petrovna.

—¡Anda, ahora lo comprendo todo! —exclamó Piotr Stepanovich, dándose un golpe en la frente—. ¿Pero…, pero en qué situación quedo yo ahora después de esto? ¡Daria Pavlovna, por favor, perdóneme! ¿Te das cuenta, pariente, del papel que me obligas a hacer ahora? —dijo encarándose con su padre.

Pierre, bien podrías hablarme de otro modo, ¿no te parece, amigo mío? —indicó mansamente Stepan Trofimovich.

—No grites, por favor —clamó Pierre dando manotazos—. Créeme que ésos son los nervios, sólo esos viejos y débiles nervios tuyos, y que de nada sirve gritar. Mejor será que me digas cómo no previste que yo sería el primero en hablar. ¿Por qué no me avisaste de antemano?

Stepan Trofimovich le dirigió una mirada penetrante.

Pierre, tú que estás al tanto de lo que aquí pasa, ¿de veras que no sabías nada de este asunto, que no habías oído hablar de él?

—¿Qué dices? ¡Habrase visto! De modo que no sólo eres un niño viejo, sino un niño lleno de malicia. Pero ¿oye usted lo que dice, Varvara Petrovna?

Se oyó un rumor de voces, pero de improviso se produjo un incidente extraordinario que nadie habría podido prever.

Los demonios
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
prologo.xhtml
100.xhtml
101-00.xhtml
101-01.xhtml
101-02.xhtml
101-03.xhtml
101-04.xhtml
101-05.xhtml
101-06.xhtml
101-07.xhtml
101-08.xhtml
101-09.xhtml
102-00.xhtml
102-01.xhtml
102-02.xhtml
102-03.xhtml
102-04.xhtml
102-05.xhtml
102-06.xhtml
102-07.xhtml
102-08.xhtml
103-00.xhtml
103-01.xhtml
103-02.xhtml
103-03.xhtml
103-04.xhtml
103-05.xhtml
103-06.xhtml
103-07.xhtml
103-08.xhtml
103-09.xhtml
103-10.xhtml
104-00.xhtml
104-01.xhtml
104-02.xhtml
104-03.xhtml
104-04.xhtml
104-05.xhtml
104-06.xhtml
104-07.xhtml
105-00.xhtml
105-01.xhtml
105-02.xhtml
105-03.xhtml
105-04.xhtml
105-05.xhtml
105-06.xhtml
105-07.xhtml
105-08.xhtml
200.xhtml
201-00.xhtml
201-01.xhtml
201-02.xhtml
201-03.xhtml
201-04.xhtml
201-05.xhtml
201-06.xhtml
202-00.xhtml
202-01.xhtml
202-02.xhtml
202-03.xhtml
202-04.xhtml
203-00.xhtml
203-01.xhtml
203-02.xhtml
203-03.xhtml
204-00.xhtml
204-01.xhtml
204-02.xhtml
204-03.xhtml
205-00.xhtml
205-01.xhtml
205-02.xhtml
205-03.xhtml
206-00.xhtml
206-01.xhtml
206-02.xhtml
206-03.xhtml
206-04.xhtml
206-05.xhtml
206-06.xhtml
206-07.xhtml
207-00.xhtml
207-01.xhtml
207-02.xhtml
208-00.xhtml
208-01.xhtml
209-00.xhtml
209-01.xhtml
210-00.xhtml
210-01.xhtml
210-02.xhtml
210-03.xhtml
300.xhtml
301-00.xhtml
301-01.xhtml
301-02.xhtml
301-03.xhtml
301-04.xhtml
302-00.xhtml
302-01.xhtml
302-02.xhtml
302-03.xhtml
302-04.xhtml
303-00.xhtml
303-01.xhtml
303-02.xhtml
303-03.xhtml
304-00.xhtml
304-01.xhtml
304-02.xhtml
304-03.xhtml
304-04.xhtml
305-00.xhtml
305-01.xhtml
305-02.xhtml
305-03.xhtml
305-04.xhtml
305-05.xhtml
305-06.xhtml
306-00.xhtml
306-01.xhtml
306-02.xhtml
306-03.xhtml
307-00.xhtml
307-01.xhtml
307-02.xhtml
307-03.xhtml
308-00.xhtml
308-01.xhtml
AP-00.xhtml
AP-01.xhtml
A01-00.xhtml
A01-01.xhtml
A01-02.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml