5

Ya había llegado ese momento en que el anfitrión y sus invitados están en las últimas conversaciones antes de separarse. Estábamos todos en el umbral de la puerta.

—La razón por la cual el señor Kirillov está hoy tan sombrío —dijo Liputin volviéndose cuando ya salía de la habitación y, por así decirlo, de pasada— es que acaba de enojarse mucho con el capitán Lebiadkin por causa de la hermana de éste. El capitán Lebiadkin golpea día y noche a su bella hermana, que está loca. Parece que incluso llega a utilizar un auténtico látigo cosaco. Por eso, para verse libre de todo, Aleksei Nilych ha alquilado una casita junto a la casa de ellos. Bueno, señores, hasta la vista.

—¿Una hermana? ¿Enferma? ¿Con un látigo? —gritó Stepan como si fuera él a quién de repente dieran de latigazos—. ¿Qué hermana? ¿Qué Lebiadkin?

Su terror de antes regresó intacto.

—¿Lebiadkin? Es un capitán de reserva. Antes sólo se llamaba a sí mismo capitán de ayudante…

—¿Eh? ¿Qué importa su graduación? ¿Qué hermana? ¡Dios mío! ¿Dice usted que Lebiadkin? Pero si hubo aquí un Lebiadkin…

—Pues es el mismo, nuestro Lebiadkin ¿Se acuerda usted? ¿En casa de Virginski?

—¿Al que cogieron con billetes falsos?

—Pues ha vuelto hace casi tres semanas y en circunstancias muy especiales.

—¡Pero si es un granuja!

—¿Es que no puede haber un granuja entre nosotros? —preguntó de pronto Liputin con una sonrisa burlona y escudriñando a Stepan con sus ojos furtivos.

—Ay, ¡Dios, no quise decir eso…! Aunque, por otra parte, estoy en perfecto acuerdo con usted en lo de granuja; sobre todo con usted. Pero ¿qué más hay, qué más? ¿Qué quería decir usted con eso…? Porque sin duda usted quiso decir algo con eso.

—No son más que tonterías… Lo que quiero decir es que ese capitán, según todas las apariencias, no se marchó entonces de aquí por causa de unos billetes falsos, sino para buscar a su hermana que, por lo visto, se esconde de él en alguna parte; ahora la ha traído aquí…; ésa es la historia. ¿Por qué parece usted asustado, Stepan? A fin de cuentas, repito sólo lo que él me dijo cuando estaba borracho, porque cuando no lo está no dice esta boca es mía. Es hombre irritable, ¿cómo diría yo?, un militar con aires de esteta, pero de mal gusto. Y esa hermana suya no sólo está loca, sino que es coja por añadidura. Parece que alguien la sedujo y que desde hace muchos años Lebiadkin recibe del seductor un tributo anual en compensación por su mancillado honor. Al menos eso es lo que se saca de él cuando está bebido, aunque a mi juicio no son más que despropósitos de borracho, pura jactancia. Sin contar que esas componendas pueden hacerse por mucho menos dinero. Ahora bien, que lleva mucho dinero encima es indudable. Hace diez días andaba descalzo y ahora tiene los billetes a puñados. Yo mismo lo he visto. A la hermana le dan ataques a diario, se pone a chillar y es entonces cuando la pone «en cintura» con el látigo. Dice que hay que enseñarles a las mujeres a tener respeto. No comprendo cómo Shatov puede seguir viviendo en la misma casa que ellos. Aleksei aguantó sólo tres días. Se conocen desde Petersburgo. Y ahora ha alquilado la casita para estar más tranquilo.

—¿Es eso verdad? —Stepan se volvió al ingeniero.

—Habla usted por los codos, Liputin —murmuró Kirillov enfadado.

—¡Enigmas! ¡Secretos! ¿Por qué hay de pronto tantos secretos entre nosotros? —preguntó Stepan sin poder contenerse.

El ingeniero frunció el ceño, se puso colorado, se encogió de hombros y salió de la habitación.

—Aleksei le quito el látigo, lo rompió y lo tiró por la ventana —agregó Liputin—. Tuvieron además una riña formidable.

—¿Por qué cotorrea usted tanto, Liputin? ¡Eso es estúpido! ¿Por qué? —preguntó Aleksei.

—Pero ¿qué se gana con ocultar por modestia los impulsos más nobles del propio espíritu? Del de usted, quiero decir, porque no hablo del mío…

—¡Qué estúpido es esto…, y además innecesario…! Lebiadkin es un necio, un perfecto tarambana, inútil para la causa y… enteramente perjudicial. ¿A qué viene tanta palabrería? Yo me voy.

—¡Qué lástima! —exclamó Liputin con una ancha sonrisa—. ¡Y yo que iba a hacerlo reír a usted, Stepan, con otra pequeña anécdota! Venía incluso con intención de contársela, aunque probablemente la ha oído usted ya. Bueno, otro día será. Aleksei tiene tanta prisa… Hasta la vista. La anécdota tiene que ver con Varvara. Me hizo reír mucho anteayer. Me mandó llamar expresamente. ¡Qué divertido!

Pero Stepan literalmente lo atrapó. Lo agarró de los hombros, lo hizo entrar de nuevo en la habitación y lo sentó en un silla. Liputin se acobardó o poco menos.

—¿Que qué paso? —empezó, mirando con cautela a Stepan desde su silla—. De repente me mandó a llamar para preguntarme «confidencialmente» si, en mi opinión, Nikolai está loco o cuerdo. Es para asombrarse, ¿no?

—¡Usted está loco! —murmuró Stepan; y de repente se puso furioso—. Liputin, usted sabe demasiado bien que ha venido aquí a contar alguna bajeza de esa índole… y quizás algo peor.

Al punto me vino a la memoria la sospecha que había expresado de que Liputin no sólo sabía de nuestro asunto más que nosotros, sino además algo que nosotros no sabríamos jamás.

—¡Por favor, Stepan! —musitó Liputin como poseído de terror—. ¡Por favor…!

—Calle y empiece. Le ruego encarecidamente, señor Kirillov, que también usted vuelva y esté presente, ¡muy encarecidamente! Tome asiento. Y usted, Liputin, hable con franqueza y sencillez… y sin excusas de ningún género.

—Si hubiera sabido que iba usted a ponerse así, no habría empezado siquiera… ¡Y yo que pensaba que usted lo sabía todo ya de Varvara!

—¡Usted no pensaba nada de eso! ¡Empiece, empiece, le digo!

—¡Al menos hágame el favor de sentarse también! No me parece bien estar yo sentado y tenerlo a usted corriendo delante de mí con tanto sofoco. Lo que tengo que decir me saldría todo revuelto.

Stepan se detuvo y con aire imponente se dejó caer en el sillón. El ingeniero fijó sombrío los ojos en tierra. Liputin nos miró a todos con frenético regocijo.

—Vamos a ver por dónde voy a empezar… me tienen ustedes tan azorados.

Los demonios
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