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El incendio se veía con absoluta claridad desde el salón de Skvoreshniki (el mismo salón donde se entrevistaron por última vez Varvara Petrovna y Stepan Trofimovich). Cuando amanecía, a las seis, Liza contemplaba desde la última ventana de la derecha, el rojizo resplandor que se apagaba en el cielo. Estaba sola en la habitación. Usaba el vestido de la víspera, el mismo de fiesta en que había asistido a la «lectura»: espléndido, verde claro y cubierto de encaje pero ahora estaba un poco arrugado, puesto deprisa y con descuido. De pronto notó que no había abrochado bien el corpiño, se ruborizó, se lo arregló correctamente, recogió el chal rojo que había tirado sobre el sillón el día anterior y se lo puso en el cuello. Su abundante cabellera caía en bucles desordenados sobre el hombro derecho por debajo del chal. Tenía cara de cansancio y preocupación, pero a pesar de su gesto adusto, le brillaban los ojos. Una vez más volvió a la ventana y apoyó la cabeza ardiente sobre el frío cristal. Cuando se abrió una puerta, entró Nikolai Vsevolodovich.
—He mandado a un joven a caballo con un encargo —dijo—. En diez minutos sabremos todo. Mientras tanto, la servidumbre habla sobre el incendio provocado en el arrabal al otro lado del río, en la orilla, a la derecha del puente. El fuego que se inició a la medianoche ahora se está apagando.
No se acercó a la ventana, se detuvo a tres pasos de Liza, pero ella ni se movió para mirarlo.
—Según el calendario debería haber amanecido hace una hora, pero es casi de noche todavía —dijo ella irritada.
—Los calendarios suelen mentir —dijo él con amable sonrisa, pero sintió vergüenza y aclaró—: No tiene sentido vivir pendiente del calendario, Liza.
Molesto consigo mismo por la nueva tontería que había dicho, dejó de hablar. Liza sonrió con afectación.
—Está usted tan triste, que noto que ni siquiera puede hablarme. Pero serénese, lo que dice es cierto: vivo siempre según el calendario. Cada paso que doy se ajusta al calendario. ¿Le sorprende?
Se alejó rápidamente de la ventana y se sentó en un sillón.
—Siéntese, por favor. No nos queda mucho tiempo para estar juntos y quiero hablar con franqueza… ¿Por qué no lo hace también usted?
Nikolai Vsevolodovich se sentó a su lado y con gran cuidado, que se podría entender como gran timidez, le tomó la mano.
—¿Qué quieres decirme con todo esto, Liza? ¿De dónde has sacado estas maneras? ¿Qué quieres decir con eso de que «no nos queda mucho tiempo para estar juntos»? Se trata ya de la segunda frase misteriosa que debo escucharte decir desde que te despertaste.
—¿Lleva la cuenta ahora usted de mis frases misteriosas? —rió ella—. ¿Recuerda que anoche cuando entré aquí dije que era una mujer muerta? Veo que usted ha considerado necesario olvidarse de ello. Olvidarlo o no notarlo.
—No comprendo, Liza. ¿Qué significa muerta? Hay que vivir porque…
—¿No continúa? Ha terminado su locuacidad. Yo tuve mi momento en este mundo y eso basta. ¿Recuerda a Hristofor Ivanovich?
—No —dijo él frunciendo el ceño.
—¿Hristofor Ivanovich? ¿En Lausana? Se aburría usted muchísimo con él. El hombre éste entornaba la puerta, pasaba su cabeza mientras decía: «Vengo sólo un minuto» y se quedaba todo el día. Muy bien, no quiero parecerme a Hristofor Ivanovich y pasar aquí el santo día.
Él dejó ver una expresión de dolor.
—Liza, no me gusta ese modo malsano de hablar. Es además una actitud absolutamente negativa, sólo puede traerte daño. ¿Y todo esto, para qué? ¿Con qué objetivo? —le brillaban los ojos—. ¡Liza —exclamó—, te juro que ahora te quiero más que ayer, cuando viniste!
—¡Qué extraña confesión! ¿Por qué ayer y hoy y por qué esas comparaciones?
—No me dejarás, ¿verdad? —continuó él casi desesperado—. Hoy mismo nos iremos juntos, ¿qué piensas?
—¡No me apriete tanto la mano, que me lastima! ¿Y a dónde iríamos juntos hoy? ¿Donde otra vez pudiéramos «resucitar de entre los muertos»? No, basta ya de experimentos…; esto es excesivamente lento para mí. Además, tampoco soy capaz. Es muy apresurado. Si vamos a alguna parte, será a Moscú, a hacer visitas y recibirlas. Sabe usted que ése es mi ideal. Nunca le he ocultado qué clase de persona soy, ni siquiera en Suiza. Y ya que no podemos ir a Moscú y hacer visitas porque usted está casado, no veo por qué debemos hablar de este asunto.
—Liza, ¿entonces qué pasó ayer?
—Lo que pasó ayer ya ha pasado.
—¡Es imposible! ¡Es cruel!
—Lo es. Sopórtelo porque en verdad es cruel.
—Se está vengando de mí por el capricho de ayer —murmuró él sonriendo con malicia. Liza enrojeció.
—¡Cuánta mezquindad!
—¿Entonces por qué me ofreció usted… «tanta felicidad»? Tengo derecho a saberlo.
—No. Tendrá usted que acostumbrarse a vivir sin derechos. No haga que la estupidez acentúe aún más la mezquindad de sus suposiciones. Por cierto, ¿es que le teme usted a la opinión pública? ¿Que lo censuren por «tanta felicidad»? Si es así, no se preocupe. No tiene usted la culpa de lo que pasó, usted no es responsable de nada. Ayer, cuando abrí la puerta de esta casa, usted ni siquiera sabía quién iba a entrar. Sí, en efecto, fue sólo un capricho mío, como acaba usted de decir; nada más. Puede usted mirar a cualquiera cara a cara, con aire cándido y triunfal.
—Tus palabras y esa sonrisa me hielan de espanto desde hace una hora. Esa «felicidad» de la que hablas con tanto rencor significa… todo para mí. ¿Cómo viviré sin ti ahora? Te juro que ayer te quería menos. ¿Por qué me quitas todo hoy? ¿Sabes lo que era para mí esta nueva esperanza? He pagado por ella con la vida.
—¿La propia o la ajena?
Él se puso de pie de un salto.
—¿Qué quieres decir con eso? —interpeló mirándola fijamente.
—Saber si ha pagado por ella con su vida o con la mía; eso es lo que he preguntado. ¿O es que ya ni siquiera comprende usted? —Liza preguntó sonrojándose—. ¿Por qué este sobresalto de pronto? ¿Por qué me mira de ese modo? Me asusta usted. ¿Qué teme? Hace tiempo que noto que usted tiene miedo, ahora, precisamente ahora, en este instante… ¡Santo cielo, qué pálido está usted!
—Liza, si sabes algo, te juro que yo no… y que no hablaba en absoluto de eso cuando decía lo de pagar con la vida…
Finalmente, una sonrisa lenta y pensativa brotó de sus labios. Se sentó despacio, apoyó los codos en las rodillas y se cubrió el rostro con las manos.
—Un mal sueño, una pesadilla… Hablábamos de dos cosas distintas.
—Yo no sé de qué hablaba usted… ¿En verdad no sabía ayer que lo dejaría hoy? ¿Lo sabía o no lo sabía? No mienta, ¿sí o no?
—Sí, lo sabía… —confesó él con voz opaca.
—Entonces ¿qué más quiere? Lo sabía usted y se «reservó» ese momento. ¿Qué otras cuentas nos quedan por arreglar?
—Dime toda la verdad —gritó él profundamente acongojado—. Ayer, cuando abriste mi puerta, ¿sabías que la abrías sólo por una hora?
Ella lo miró con aborrecimiento.
—Evidentemente la persona más seria puede hacer las preguntas más inesperadas. ¿Qué lo preocupa a usted tanto? ¿Que una mujer lo deje a usted primero y no usted a ella? Sepa, Nikolai Vsevolodovich, que mientras he estado aquí me he dado cuenta de que usted ha sido considerablemente generoso conmigo, y eso no puedo soportarlo.
Él se levantó y caminó apenas unos pasos por la habitación.
—Bien. Supongo que así debía terminar la cosa… Pero ¿cómo ha podido ocurrir todo esto?
—¿Y eso qué importa? Lo que importa es que usted lo sabe perfectamente y lo entiende mejor que nadie. Además, usted ya sabía que las cosas iban a ocurrir de este modo. Soy una señorita de la buena sociedad, mi corazón se ha formado en la ópera. Fue así como todo empezó. Ésa es la única explicación.
—No comprendo.
—No debe sentirse herido en su vanidad. Todo comenzó como algo muy bello, que no he podido prolongar. Anteayer, cuando lo «insulté» ante todos y usted me contestó como un respetuoso caballero, llegué a casa e inmediatamente sospeché que usted me rechazaba por estar casado y no por despreciarme simplemente, y eso fue, siendo yo una señorita de buena sociedad, lo que más temía. Imaginé, qué ilusa, que usted estaba intentando protegerme al evadirme. En este errado pensamiento puede advertir usted cuánto aprecio su generosidad. Fue en ese momento en que apareció Piotr Stepanovich para aclararme todo. Él me confió que usted no sabe qué decisión tomar con respecto a una gran idea que tiene, idea ante la cual ni él ni yo somos nada, pero que en todo caso yo soy un obstáculo para usted. Dijo que él también estaba involucrado; quería que los tres siguiéramos unidos y me habló de historias harto fantasiosas que incluyen un barco y unos remos de arce de una canción rusa. Le di mis felicitaciones por su excelsa condición de poeta, cumplido que aceptó como si fuera sincera. Y como yo sabía además que mi arrojo sólo duraría un momento, decidí dar el paso. Eso es todo y nada más; ya no más explicaciones, por favor. Acabaríamos peleando. No tema usted a nadie, que yo me echo toda la culpa. Soy una chica perversa, antojadiza. Fue ese barco de ópera lo que me sedujo. Soy una señorita… Y, ¿sabe?, seguía creyendo que estaba usted enamoradísimo de mí. No desprecie a una tonta ni se ría de esta lagrimita que acabo de lanzar. Me gusta muchísimo llorar cuando «tengo lástima de mí misma». Pero basta, basta. No sirvo para nada, ni usted tampoco sirve para nada. Los dos hemos fallado, cada uno a su manera; consolémonos con eso. Al menos así no sufrirá nuestra vanidad.
—¡Una pesadilla! —gritó Nikolai Vsevolodovich retorciéndose las manos y deambulando por la sala—. Pobrecita Liza, ¿qué has hecho de ti?
—Me he quemado los dedos y nada más. ¿También usted llora? Pórtese con más decoro, sea indiferente…
—¿Por qué, por qué viniste?
—¿No se da cuenta de que se está poniendo en ridículo ante la opinión pública con esta clase de preguntas?
—¿Por qué te has arruinado de manera tan horrible y tan estúpida? ¿Qué haremos ahora?
—¿Y éste es Stavrogin, el «vampiro» Stavrogin, como gusta nombrarlo una señora de aquí que está enamorada de usted? Que le quede claro. He cambiado mi vida entera por una hora y estoy satisfecha. Cambie usted también la suya…, pero, claro, usted no tiene por qué hacerlo. Tendrá todavía muchas «horas» y muchos «momentos».
—Los mismos que tú. Te doy mi palabra formal. ¡Ni una hora más que tú!
Él seguía caminando por la sala y no vio la fugaz pero penetrante mirada de Liza en la que de pronto parecía asomar la esperanza. Pero ese rayo de luz se apagó al momento.
—¡Liza, si supieras lo que me cuesta mi imposible sinceridad de ahora! ¡Si pudiera revelarte…!
—¿Revelarme? ¿Quiere usted revelarme algo? ¡Dios me proteja de sus revelaciones! —con cara dominada por el terror dijo esto último. Él, contenido, esperó inquieto.
—Debería decirle que ya cuando estábamos en Suiza presentí que escondía en lo más profundo de su alma algo horroroso, repugnante y sangriento, algo que al mismo tiempo lo hace parecer sumamente ridículo. Ahórrese decirme si es verdad, porque haré de usted el hazmerreír de la gente. Me reiré de usted el resto de su vida… ¡Ay! ¿Se pone pálido otra vez? ¡No lo haré, no lo haré! Ya me voy —dijo levantándose de pronto con gesto despectivo.
—¡Hostígame, mátame, descarga en mí tu rabia! —gritó él desesperado—. Estás en todo tu derecho. Sabía que no te quería y te he deshonrado. Sí, «me reservé el momento». Tenía la esperanza… No pude resistir el fulgor que me llegó al corazón cuando por voluntad propia viniste anoche, sola. De pronto creí que te quería… Casi lo podría creer ahora.
—A tal acto de sinceridad le respondo con la misma moneda: no quiero jugar el papel de una enfermera caritativa. Es posible que finalmente sea una enfermera si no encuentro manera conveniente de morir pronto; pero si llego a serlo, no lo seré para usted, aunque sin duda lo necesita más que un cojo o un manco. Siempre he creído que usted me llevaría a un lugar donde habría una araña enorme y maligna, del tamaño de un hombre, y que allí pasaríamos toda la vida observándola y temiéndole. En eso acabaría nuestro amor. Vuelva usted a Dasha; ésa irá con usted adonde quiera llevarla.
—Y usted no puede dejar de recordarla incluso ahora.
—¡Pobre perrita! Déle mis saludos. ¿Sabe ella que ya en Suiza se la reservaba usted para la vejez? ¡Hay que ver lo considerado que es usted! ¡Qué previsión! ¡Ay! ¿Quién está ahí?
En el fondo de la sala se entreabrió una puerta, asomó una cabeza y enseguida desapareció.
—¿Eres tú, Aleksei Yegorovich? —preguntó Stavrogin.
—No, soy sólo yo —dijo Piotr Stepanovich medio asomándose de nuevo—. ¿Cómo está usted, Lizaveta Nikolayevna? En todo caso, buenos días. Sabía que los encontraría en esta sala. Vengo sólo un momento, Nikolai Vsevolodovich. Lo lamento, pero necesito absolutamente decirle dos palabras…, apenas dos.
Stavrogin fue hacia la puerta, pero a los tres pasos se volvió a Liza.
—Liza, si ahora oyes algo quiero que sepas que la culpa es mía.
Ella se estremeció y le miró recelosa, pero él salió apresuradamente de la sala.