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Entraban, sin embargo, en el caso otros factores. Piotr Stepanovich abrigaba sin duda ciertas intenciones con respecto a su padre. Yo tengo para mí que se proponía empujar al viejo hasta la desesperación e implicarle de ese modo en algún escándalo público de índole especial. Así lo precisaba para otros objetivos ulteriores de que se hablará más adelante. Por entonces se agolpaban casi todos ellos ilusorios. Además de Stepan Trofimovich tenía otra víctima. Víctimas, en general, las tenía en abundancia, como se vio después. Pero con esa otra víctima contaba muy en particular; y era nada menos que el señor Von Lembke.

Andrei Antonovich von Lembke pertenecía a esa tribu tan favorecida por la fortuna que, según el censo ruso, se compone de algunos centenares de miles y acaso no sabe siquiera que, tomada en conjunto, constituye una unión sólidamente organizada; unión, por supuesto, que no ha sido proyectada adrede, sino que existe espontáneamente dentro de la tribu, sin acuerdo verbal o escrito, como obligación moral que contraen sus miembros de apoyarse mutuamente, en todas partes y en cualesquiera circunstancias. Andrei Antonovich tuvo el honor de asistir a uno de esos selectos colegios rusos donde se educan los jóvenes de familias ampliamente dotadas de riqueza o buenas relaciones. Tan pronto como terminan sus estudios, los alumnos de tales colegios reciben por nombramiento cargos bastante importantes en algún departamento del Estado. Andrei Antonovich tenía un tío que era teniente coronel de ingenieros y otro que era panadero; pero consiguió ingresar en ese colegio aristocrático, donde encontró a no pocos de sus compañeros de tribu. Era buen chico y no de muchas luces, pero todos lo estimaban. Y cuando en los cursos superiores muchos de sus condiscípulos, en su mayoría rusos, habían aprendido ya a discutir problemas importantes, y parecían aguardar la graduación para resolverlos todos, Andrei Antonovich continuaba aún ocupándose en inocentes travesuras de colegio. Divertía a todos con sus picardías, que a la verdad, no eran muy sutiles, quizá cínicas a lo más, pero con las que lograba su propósito. A veces, cuando el profesor le hacía alguna pregunta durante la lección, se sonaba la nariz de manera sensacional, con lo que hacía reír a sus camaradas y al profesor; otras veces, en el dormitorio, representaba un cuadro obsceno ante el aplauso general; otras veces, en fin, interpretaba, con sólo resoplidos de la nariz, y por cierto con bastante destreza, la obertura de Fra Diavolo. Descollaba también por su deliberada incuria en el vestir, lo que por alguna razón consideraba divertido. En su último año de colegio empezó a escribir versos en ruso. Su propia lengua tribal la usaba con faltas de gramática, como ocurre en Rusia con muchos individuos de esa tribu.

Esta propensión a los versos lo hizo arrimarse a un compañero de estudios tétrico y deprimido, hijo de un pobre general ruso, a quien se tenía por futura lumbrera literaria. Éste lo tomó bajo su protección. Pero sucedió que al salir del colegio, hacía ya tres años, el tétrico camarada —que había abandonado su empleo oficial para consagrarse a la literatura rusa y que por eso andaba con botas destrozadas, con los dientes castañeteándole de frío, y con un liviano abrigo de verano en lo más crudo del otoño— tropezó por casualidad en el puente Anachkov con su antiguo protegido Lembka, como todos le llamaban en el colegio. ¿Y qué pasó? Que a la primera ojeada no lo reconoció y se detuvo sorprendido. Ante él estaba un joven irreprochablemente vestido, con patillas de matiz rojizo admirablemente recortadas, lentes, zapatos de charol, guantes recién estrenados, gabán de la Casa Charmére y cartera bajo el brazo. Lembke se mostró amable con su antiguo condiscípulo, le dio su dirección y lo invitó a visitarlo alguna noche. Resultó también que ya no era Lembka, sino Von Lembke. Su camarada fue, sin embargo, a verlo, quizá sólo por malicia. En la escalera, bastante fea y no por cierto la principal, pero cubierta de fieltro rojo, salió a su encuentro el portero a preguntarle qué buscaba. Sonó arriba un campanillazo. Pero en vez del boato que el visitante esperaba ver, encontró a su Lembka en un cuartito lateral, oscuro y deteriorado, dividido en dos por una gran cortina de color verde, con muebles cómodos, pero viejísimos, y cortinas también de un verde oscuro en las altas y angostas ventanas. Von Lembke se alojaba en casa de un general, pariente lejano y protector suyo. Recibió a su visitante con amabilidad, se mostró serio y exquisitamente cortés. Hablaron de literatura, pero sin rebasar los límites del decoro. Un criado con corbata blanca sirvió un té ligero y unas galletitas redondas. El ex condiscípulo, por puro gusto de molestar, pidió agua de Seltz, que le fue servida, pero al cabo de un rato, mientras Lembke daba muestras de azoramiento por tener que volver a llamar al criado para pedírsela. Por su parte, sin embargo, preguntó al visitante si quería tomar un bocado y quedó evidentemente satisfecho cuando éste rehusó la oferta y se marchó al fin. En una palabra, Lembke había empezado su carrera y vivía a costa de su pariente, el influyente general.

Por aquel entonces suspiraba también por la quinta hija del general y, al parecer, era correspondido. Pero, no obstante, llegado el momento oportuno casaron a Amalia con un fabricante alemán de edad provecta, antiguo camarada del viejo general. Andrei Antonovich no lloró mucho e hizo un teatro de cartulina: se levantaba el telón, salían los actores y gesticulaban con las manos. Había público en los palcos, la orquesta movía por resorte los arcos sobre los violines, el director agitaba la batuta, y en la sala de butacas aplaudían los petimetres y los oficiales. Todo ello era de cartulina, todo había sido inventado y fabricado por Von Lembke, que en esa labor pasó seis meses. El general organizó una velada íntima a propósito: se exhibió el teatro, que fue examinado atentamente y elogiado por las cinco hijas del general, junto con la recién casada Amalia y su fabricante, además de muchas señoras y señoritas con sus acompañantes alemanes. Lembke quedó satisfechísimo y se consoló pronto.

Pasaron los años y quedó asegurada su carrera. Siempre obtenía buenos cargos y siempre bajo jefes de su misma tribu, hasta alcanzar, por fin, un puesto de subida importancia para un funcionario de su edad. Hacía ya tiempo que deseaba casarse y que venía buscando cuidadosamente con quién. A hurtadillas de sus jefes había mandado una novela a la redacción de una revista, pero no se la publicaron. Por otra parte, había hecho, también de cartulina, un tren de juguete, y una vez más su creación fue recibida con gran aplauso: los pasajeros, con bultos y maletas, con niños y perros, salían al andén y subían a los vagones. Los revisores y mozos iban y venían, sonaba la campana, se daba la señal de partida y el tren se ponía en marcha. En la construcción de este ingenioso aparato pasó un año entero. Pero, de todos modos, era preciso casarse. El círculo de sus conocidos era bastante amplio, principalmente de sus conocidos alemanes; pero también alternaba con los rusos, claro está que por razones de su cargo. Por último, cuando ya tenía treinta y nueve años, recibió una herencia. Murió su tío el panadero y le dejó treinta mil rublos en su testamento. Lo que ahora importaba era obtener un buen puesto. A pesar de su vida oficial bastante elevada, era hombre harto modesto. Él se habría contentado con algún modesto puesto oficial independiente, con el derecho anexo de regular la compra de leña para las oficinas del Estado, o algo cómodo por el estilo, y así se habría pasado la vida muy tranquilo. Pero, ahora, en vez de la Minna o la Ernestina que había esperado, apareció de pronto Iulia Mihailovna. Al momento su carrera subió de nivel. El modesto y puntual Von Lembke sintió que también él era capaz de ambición.

Según el cómputo antiguo, Iulia Mihailovna tenía doscientos siervos y, además, importantes relaciones. Por otra parte, Von Lembke era hombre bien plantado y ella había cumplido los cuarenta. Lo notable es que, efectivamente, se fue enamorando de ella poco a poco, conforme se iba acostumbrando a ser su prometido. En la mañana del día de la boda le envió una poesía. A ella le gustaba mucho todo eso, incluso la poesía; al fin y al cabo, no es broma tener cuarenta años. Muy pronto fue ascendido, recibió una condecoración y fue nombrado gobernador de nuestra provincia.

Antes de venir, Iulia Mihailovna adiestró cuidadosamente a su marido. Tenía la impresión de que éste no carecía de dotes, de que sabía cómo entrar en una sala y hacer valer su presencia, de que sabía escuchar y callar con aire meditabundo, de que había aprendido unas cuantas posturas muy decorosas, de que hasta podía pronunciar un discurso y tenía algunas puntas y retazos de ideas, y de que había tomado el barniz indispensable del nuevo liberalismo. Pero, con todo, la preocupaba que fuera un tanto reacio a las nuevas ideas, y que tras la interminable búsqueda de una carrera empezase claramente a sentir la necesidad de descanso. Ella deseaba contagiarle su propia ambición y él se puso de pronto a hacer una iglesia de juguete: el pastor salía a predicar el sermón, los feligreses escuchaban con las manos piadosamente entrelazadas, una señora se secaba las lágrimas con el pañuelo, un anciano se sonaba la nariz; por último tocaba el órgano, que había mandado traer ex profeso de Suiza sin parar mientes en los gastos. Iulia Mihailovna, un tanto alarmada, arrambló con todo el tinglado tan pronto como se enteró y lo encerró en una caja en su cuarto; y como compensación permitió a su marido escribir una novela, sólo que en secreto. Desde entonces se limitó a contar sólo consigo misma. Lo malo era que sus proyectos padecían de excesiva ligereza y falta de tino. La suerte la había hecho solterona demasiado tiempo. Ahora las ideas se sucedían una tras otra en su mente ambiciosa y activa en demasía. Abrigaba planes, se proponía resueltamente gobernar la provincia, soñaba con rodearse de un grupo de secuaces y acabó por adoptar una línea política determinada. Von Lembke llegó a alarmarse un tanto, aunque, con su tacto oficial, se hizo cargo de que no tenía motivo alguno de alarma en cuanto a la gobernación de la provincia. Los dos o tres primeros meses transcurrieron, en efecto, sin contratiempo alguno. Pero fue entonces cuando hizo su aparición Piotr Stepanovich, y algo extraño empezó a ocurrir.

Se trataba de que el joven Verhovenski manifestó desde el primer momento una patente falta de respeto a Andrei Antonovich y se arrogó sobre éste ciertos derechos extraños; y de que Iulia Mihailovna, siempre tan celosa en proteger la dignidad de su marido, no quería en absoluto darse cuenta de ello, o al menos no le daba importancia. El joven se convirtió en su favorito; comía, bebía y casi dormía en la casa. Von Lembke trató de defenderse, lo llamaba «joven» delante de la gente, le daba palmaditas condescendientes en el hombro, pero nada producía efecto. Piotr Stepanovich parecía reírse de él en su cara, incluso cuando daba la impresión de hablar en serio, y le decía los mayores despropósitos en presencia de extraños. Una vez, al volver a casa, encontró al joven en su despacho, durmiendo tan campante en el diván. Éste dijo, por vía de explicación, que había pasado a verlo y que, no encontrándolo en casa, «había echado una siesta». Von Lembke se dio por ofendido y una vez más se quejó a su mujer, que, tomando a risa la susceptibilidad del marido, dijo que era él mismo quien, por lo visto, no sabía hacerse respetar, que al menos con ella «ese muchacho» no se permitía nunca pareja familiaridad, y que en el fondo «era cándido y desenvuelto, aunque nada amigo de convencionalismos». Von Lembke quedó mohíno. En esa ocasión ella los reconcilió, aunque Piotr Stepanovich no llegó al punto de presentar excusas, sino que salió del paso con un chiste grosero que en otra ocasión se habría podido tomar por un insulto más, pero que en ésta se tomó por arrepentimiento. El punto flaco estaba en que Andrei Antonovich había perdido pie desde el primer momento, revelándole el secreto de la novela. Suponiéndolo un joven ardoroso de talante poético y soñando desde hacía ya tiempo con alguien que lo escuchase, le había leído dos capítulos una noche, en los primeros días de conocerlo. El joven escuchó sin disimular su aburrimiento, bostezó irrespetuosamente, no pronunció una palabra de elogio; pero al marcharse pidió el manuscrito para leerlo con detenimiento en su casa y formar una opinión, y Andrei Antonovich se lo dio.

Todavía no lo había devuelto, aunque pasaba a diario, y cuando se lo pedía contestaba con una carcajada. Por último declaró que lo había perdido en la calle. Cuando Iulia Mihailovna se enteró de ello, se enojó muchísimo con su marido.

—¿Quizá también le contaste lo de la Iglesia? —le preguntó no sin bastante alarma.

Von Lembke empezó a cavilar de veras, y el cavilar no le sentaba bien y le había sido prohibido por los médicos. Aparte de que en la provincia despuntaban ya trastornos de los que hablaremos más adelante, tenía un motivo personal de cavilación: su corazón había sido lastimado y no sólo su vanidad oficial. Al casarse, Andrei Antonovich no había podido sospechar ni por asomo la posibilidad de discordias familiares o futuras disensiones. Así se lo había imaginado toda su vida pensando en Minna o Ernestina. No se sentía capaz de aguantar las borrascas domésticas. Iulia Mihailovna tuvo, por fin, con él una explicación.

—No puedes enfadarte con él por eso —dijo—, aunque sólo sea porque eres tres veces más juicioso que él y estás muy por encima de él en la escala social. A ese chico le quedan aún muchos resabios de librepensador; en mi opinión son travesuras; pero no hay que obrar precipitadamente; hace falta proceder con cautela. Es menester apreciar a nuestra gente joven. Yo los trato con amabilidad y así les impido que se lancen al abismo.

—¡Pero es que dice cosas atroces! —objetó Von Lembke—. Yo no puedo tratarlo con indulgencia cuando afirma delante de mí y de la gente que el gobierno emborracha al pueblo con vodka para embrutecerlo e imposibilitar que se subleve. Imagínate mi situación cuando tengo que oír eso delante de todo el mundo.

Al decir esto, Von Lembke se acordó de una conversación que había tenido poco antes con Piotr Stepanovich. Con el deseo inocente de hacer gala de su liberalismo, le había enseñado su colección particular de octavillas subversivas y manifiestos de toda índole, rusos y extranjeros, que venía juntando cuidadosamente desde 1859, y no como aficionado, sino por loable curiosidad. Adivinándole la intención, Piotr Stepanovich dijo bruscamente que en un renglón de cualquiera de esas hojas volantes había más ideas que en toda una dependencia del Estado, «sin exceptuar quizá la de usted mismo».

Lembke acusó el golpe.

—Pero eso es prematuro aquí, demasiado prematuro —dijo con voz suplicante apuntando a las octavillas.

—No, no es prematuro; puesto que le tiene usted miedo, no es prematuro.

—Pero mire; aquí, por ejemplo, se incita a la gente a destruir las iglesias.

—¿Y por qué no? Usted es un hombre inteligente y, por supuesto, incrédulo, pero sabe demasiado bien que necesita de la religión para embrutecer al pueblo. La verdad es más honrosa que la mentira.

—De acuerdo, de acuerdo, estoy plenamente de acuerdo con usted; pero eso es prematuro aquí, prematuro… —dijo Von Lembke frunciendo el ceño.

—Y entonces, ¿qué género de funcionario público es usted si está de acuerdo en que hay que derribar las iglesias y marchar sobre Petersburgo con garrotes y decir que sólo es cuestión de tiempo?

Atrapado de modo tan burdo, Lembke se quedó atónito.

—No es eso, no es eso —dijo arrebatado y sintiéndose cada vez más herido en su vanidad—. Usted, como joven que es, se equivoca, sobre todo por desconocer nuestros propósitos. Oiga, mi querido Piotr Stepanovich, usted nos llama funcionarios públicos, ¿no es eso? Bueno. ¿Funcionarios independientes? Bueno. Pero a ver, dígame: ¿qué es lo que hacemos? Sobre nosotros recae la responsabilidad y, a fin de cuentas, contribuimos a la causa común igual que ustedes. Sólo que nosotros mantenemos en pie lo que ustedes tratan de echar abajo y lo que, sin nosotros, se caería a pedazos. No somos, ni por pienso, enemigos de ustedes. A ustedes les decimos: vayan delante, progresen, derriben incluso, quiero decir lo viejo y lo que necesita enmienda; pero, cuando convenga, les fijaremos límites necesarios, con lo cual les salvaremos de sí mismos, porque si no fuera por nosotros pondrían ustedes a Rusia patas arriba, la privarían de todo decoro visible, mientras que nuestra tarea está en salvaguardar ese decoro. Comprendo que ustedes y nosotros nos necesitamos mutuamente. En Inglaterra, los whigs y los tories se necesitan unos a otros. Total, que nosotros somos los tories y ustedes los whigs. Así es como yo entiendo la cosa.

Andrei Antonovich llegó hasta el patetismo. Ya en Petersburgo se había aficionado a hablar como hombre listo y liberal y lo importante era que ahora nadie espiaba sus palabras. Piotr Stepanovich guardaba silencio y, contra su costumbre, estaba serio. Esto animó más al orador.

—¿Sabe usted que yo soy el «amo de la provincia»? —prosiguió Von Lembke paseándose por el despacho—. ¿Sabe usted que por mis múltiples deberes no puedo cumplir con ninguno? ¿Y que, por otra parte, puedo decir con sinceridad que aquí nada tengo que hacer? Todo el intríngulis está en que aquí todo depende del parecer del gobierno. Pongamos que al gobierno se le ocurre proclamar la república, por motivos políticos o para calmar pasiones populares, y que a la vez aumenta los poderes de los gobernadores; pues bien, nosotros los gobernadores aceptaríamos la república. ¿Qué digo la república? Aceptaríamos cualquier cosa. Yo, por mí, estoy dispuesto… En suma, que si el gobierno me exige por telégrafo activité dévorante, yo le doy activité dévorante. Yo les he dicho aquí, en su propia cara: «Señores míos: Para mantener en equilibrio y desarrollar todos los organismos provinciales sólo hace falta una cosa: ¡aumentar los poderes del gobernador!». Entienda usted que es menester que todos estos organismos (sean agrícolas o judiciales) tengan vida doble, por así decirlo; es decir, que es necesario que existan (estoy de acuerdo en que eso es indispensable), pero por otra parte, es necesario que no existan, todo según el parecer del gobierno. Si al gobierno se le mete en la cabeza que tales organismos resultan de buenas a primeras indispensables, yo me encargaré de que estén listos al momento. Si dejan de ser indispensables, nadie encontrará uno en mi provincia. He aquí cómo entiendo yo lo de activité dévorante, y no la habrá mientras no se aumenten los poderes del gobernador. Usted y yo estamos hablando cara a cara. Como usted sabe, ya he notificado a Petersburgo la necesidad de tener un centinela especial a la puerta de la residencia del gobernador. Estoy esperando respuesta.

—Necesita usted dos —dijo Piotr Stepanovich.

—¿Por qué dos? —preguntó Von Lembke deteniéndose ante él.

Andrei Antonovich torció el gesto.

—Usted…, usted ¡hay que ver qué libertades se toma, Piotr Stepanovich! Aprovechándose de mi buen talante, me tira usted toda clase de indirectas y hace usted el papel de bourru bienfaisant

—Bueno, sea como usted quiera —murmuró Piotr Stepanovich—. De todos modos, ustedes nos allanan el camino y preparan nuestro éxito.

—Pero, vamos a ver, ¿quiénes son esos «nosotros» y de qué «éxito» se trata? —preguntó Von Lembke mirándole fijamente, pero sin recibir respuesta.

Iulia Mihailovna quedó muy descontenta al tener noticia de la conversación.

—Pero ¿es que no puedo tratar a tu favorito con autoridad oficial? —Von Lembke dijo en defensa propia—. ¿Sobre todo cuando hablamos a solas…? Quizá digo demasiado… por mi bondad natural.

—Por demasiada bondad. No sabía que tenías una colección de octavillas. Haz el favor de enseñármelas.

—Pero… ¡si me pidió que se las prestara por un día!

—¡Y, una vez más, se las habrás dado! —exclamó irritada Iulia Mihailovna—. ¡Qué falta de tacto!

—Mandaré a alguien a que las recoja.

—No las entregará.

—¡Exigiré que lo haga! —gritó Von Lembke hirviendo de cólera y hasta saltando de su asiento—. ¿Quién es él para que yo le tema y quién soy yo para no atreverme a hacer nada?

—Siéntate y tranquilízate —dijo Iulia Mihailovna conteniéndolo—. A tu primera pregunta contesto que me fue recomendado con mucho interés, que tiene talento y que a veces dice cosas muy ingeniosas. Karmazinov me aseguró que está bien relacionado en todas partes y que goza de gran predicamento entre la gente joven de la capital. Y si por medio de él me atraigo a todos los demás y los agrupo en torno de mí, los salvaré de la catástrofe, dando una nueva salida a sus ambiciones. Me es adicto de todo corazón y me obedece sin chistar.

—Pero mientras se los trate con amabilidad… pueden hacer, ¿qué sé yo? Por supuesto, es una idea… —dijo Von Lembke defendiéndose vagamente—, pero…, pero, mira, he oído decir que han encontrado unas octavillas subversivas en un distrito de por aquí.

—Ese rumor ya corría durante el verano: octavillas, billetes falsos, y qué sé yo qué más; pero hasta la fecha no han encontrado ni uno solo. ¿Quién te lo ha dicho?

—Se lo he oído a Von Blum.

—¡Ay, líbrame de ese Blum de tus pecados! Y no vuelvas a mentar su nombre en mi presencia.

Iulia Mihailovna se enfureció y durante un instante ni siquiera pudo hablar. Von Blum era un funcionario de la secretaría del gobernador a quien detestaba de modo especial. De esto se dirá algo más adelante.

—Te ruego que no te preocupes por Verhovenski —dijo concluyendo la plática—. Si alguna vez hubiera participado en algunas travesuras, no hablaría como te habla a ti y a toda la gente de por aquí. Los fraseólogos no son peligrosos. Es más, diré incluso que si llegase a ocurrir algo, yo sería la primera en saberlo por él. Me es fanáticamente adicto, fanáticamente.

Advertiré, anticipando los acontecimientos, que si no hubiera sido por la tozudez y vanidad de Iulia Mihailovna es posible que no hubiera ocurrido nada de lo que esa vil gentuza logró perpetrar entre nosotros. De mucho de eso fue ella responsable.

Los demonios
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