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—¿Qué puede preocuparlo? ¡No será por estas tonterías! —dijo aludiendo con un gesto a la octavilla—. Puedo traerle a usted todas las octavillas que quiera. Las tengo vistas desde que estuve en la provincia de H*.
—¿Me está diciendo entonces que cuando estuvo usted allí…?
—Por supuesto. No iba a ser cuando no estuve. Había una con una viñeta: un hacha en el encabezamiento. Permítame —dijo ya con la octavilla en la mano—, sí, ésta también tiene un hacha; es la misma, exactamente la misma.
—Sí, un hacha. Vea usted, un hacha.
—Pero ¿cómo? ¿Le dan miedo las hachas?
—No es eso, señor mío…, y no me asusto, señor mío, pero este asunto… es un asunto tal…, aquí hay circunstancias…
—¿Qué circunstancias? ¿Sólo porque han traído esa octavilla de la fábrica? ¡Ja, ja! ¿Sabe que en esa fábrica los obreros mismos empezarán pronto a redactar octavillas?
—¿Qué me dice? —Von Lembke lo miró de un modo reprobatorio.
—Digo lo que dije. No los pierda de vista. Usted es demasiado permisivo, Andrei Antonovich. Escribe usted novelas. Y aquí hay que emplear los métodos de antes.
—¿Qué métodos de antes? ¿Y qué consejos son ésos? Se ha limpiado la fábrica. Mandé que la limpiasen y la han limpiado.
—Y entre los obreros cunde la rebelión. Con unos buenos golpes, se acabaría el asunto.
—¿La rebelión? ¡Qué tontería! Di una orden y la limpiaron.
—¡Ay, por Dios, Andrei Antonovich! ¡Es usted muy permisivo!
—En primer lugar, no soy lo que usted dice, y en segundo… —Von Lembke se sintió lastimado una vez más. Hablaba con el joven haciendo un esfuerzo, por curiosidad, para ver si éste le contaba algo nuevo.
—¡Ah, otra antigua conocida! —interrumpió Piotr Stepanovich arrebatando otra hoja de papel de debajo del pisapapeles; otra especie de hoja política, sin duda impresa en el extranjero, pero en verso—. ¡Hola, hola, ésta me la sé de memoria: «Un espíritu noble»! Vamos a ver. Sí, efectivamente, se trata de «Un espíritu noble». Trabé conocimiento con ese espíritu en el extranjero. ¿De dónde la ha sacado usted?
—¿La conoció en el extranjero? —preguntó Von Lembke algo alarmado.
—En efecto. Hace cuatro o cinco meses ya.
—Usted parece haber visto mucho en el extranjero. —Von Lembke le dirigió una mirada penetrante.
Piotr Stepanovich, sin hacerle caso, desplegó la hoja y leyó los versos en voz alta:
UN ESPÍRITU NOBLE
El origen era incierto,
entre el pueblo se crió,
pero, víctima del zar
y de los perversos nobles,
él mismo se sentenció
a vivir en sufrimiento,
entre penas y castigos,
persecución y tormento.
La libertad defendió,
la hermandad de todo el pueblo
y la igualdad de los hombres.
Y cuando por fin los siervos
se alzaron, nuestro estudiante
tuvo que irse al extranjero
para huir de las mazmorras,
el knut, la rueda y el hierro
con que el zar premia y obsequia
a los buenos de su reino.
Pronto una vez más a alzarse
contra su destino cruento,
el pueblo anhelante espera
el retorno del viajero
para con él como guía,
desbaratar el imperio,
destruir a la nobleza,
hacer reparto del suelo
y descargar la venganza
sobre la familia, el clero,
el matrimonio y demás
rémoras de un mundo viejo.
—Supongo que se la quitó al oficial ése —dijo desdeñosamente Piotr Stepanovich.
—¿También lo conoce?
—¿Cómo no? Compartí con él dos jornadas de locura y diversión. Necesitaba aturdirse, es obvio.
—Quizá no lo haya logrado.
—¿Por qué no? ¿Porque empezó a tirar mordiscos a la gente?
—Pero, algo no está claro: vio usted estos versos en el extranjero y después han sido encontrados en la habitación de ese oficial…
—Ah, comprendo, qué astucia. Me está haciendo un interrogatorio. Pues mire —empezó de pronto con gravedad nada común—, a mi regreso del extranjero di a ciertas personas una explicación de lo que allí había visto, y esas personas quedaron satisfechas de mi explicación porque de otro modo no estaría regocijando a esta ciudad con mi presencia. Considero que mis asuntos en ese aspecto han concluido y que no debo a nadie más explicaciones. Y han terminado, no porque yo haya sido un delator, sino porque es lo único que podía hacer. Quienes supieron del tema escribieron a Iulia Mihailovna diciendo sobre la honradez de mi persona. Pero, bueno, es historia pasada. Lo que he venido a decirle es una cosa grave y me alegro de que haya hecho salir de aquí a ese limpiachimeneas. Es asunto de suma importancia para mí, Andrei Antonovich. Tengo algo muy especial que pedirle a usted.
—¿Pedirme a mí? A ver. Estoy esperando y confieso que con curiosidad. Y debo añadir que me sorprende usted bastante, Piotr Stepanovich.
Von Lembke estaba un tanto agitado. Piotr Stepanovich cruzó las piernas.
—En Petersburgo —empezó— hablé con franqueza de muchas cosas, pero de otras, por ejemplo, de esto —dijo golpeando la hoja de los versos con el dedo—, no dije nada; primero, porque no valía la pena hablar de ellas, y segundo, porque respondí sólo a las preguntas que me hicieron. En cuestiones como ésas no me gusta tomar la iniciativa; y en eso veo la diferencia entre un bribón y un hombre honrado que ha sido simplemente víctima de las circunstancias… Pero dejemos esto al margen. Pues, señor, que ahora…, ahora que estos imbéciles…, bueno, ahora que esto ha salido a relucir y está en manos de usted, y ahora que veo que no se le puede ocultar nada (porque tiene usted ojos en la cabeza y nadie sabe lo que está cavilando, y mientras tanto siguen con la suya esos imbéciles), yo…, yo…, bueno, yo, para decirlo de una vez, he venido a pedirle que salve a un hombre que es también un imbécil, acaso un loco, en atención a su juventud, a sus infortunios, y en nombre de los principios humanitarios que usted profesa… ¡Porque no será humanitario sólo en sus novelas! —dijo interrumpiendo su parlamento con impaciencia y grosero sarcasmo.
Allí estaba un hombre con su entera franqueza, sus limitaciones en los aspectos morales e intelectuales al mismo tiempo, asunto que Von Lembke con perspicacia pudo advertir inmediatamente. Así lo venía éste sospechando desde tiempo atrás, de modo particular durante la semana anterior cuando, a solas en su despacho y especialmente de noche, lo maldecía en su fuero interno, de todo corazón, por sus éxitos inexplicables con Iulia Mihailovna.
—¿Para quién y para qué pide ese favor? —preguntó altivo, esforzándose por ocultar su curiosidad.
—Ay…, ¡maldita sea! ¡No es mi culpa si confío en usted! ¿Cómo puedo tenerla por considerarlo un hombre de bien y, lo que es más, hombre sensato, es decir, capaz de comprender…? ¡Maldita sea! —era muy claro que el hombre se había enredado—. Darle a usted su nombre —dijo por fin—, usted sabrá comprender, sería lo mismo que… delatar. ¿No es verdad?
—Pero ¿cómo puedo adivinar su nombre si no me lo dice?
—Ahí está el quid. La lógica que usted maneja siempre lo desarma a uno. ¡Dios santo…! ¡Bueno, qué demonio! Ese «noble individuo», ese «estudiante», es… Shatov…, eso es todo lo que tengo que decirle.
—¿Shatov? ¿Qué dice?
—Shatov es el «estudiante» a quien se menciona en los versos. Vive aquí. Fue siervo antes, ¿sabe…? El que dio la bofetada a…
—Lo sé, lo sé —Lembke arrugó el ceño—, pero, permítame, ¿de qué se lo acusa, concretamente y, lo que es más importante, por qué intercede usted por él?
—¿Pero no comprende? ¡Porque quiero que usted lo salve! Lo conozco hace ocho años, llegué a ser su amigo, se podría decir —afirmó Piotr Stepanovich agitado—. Bueno, no tengo por qué darle a usted cuenta de mi vida de antes —añadió descartando el tema con un gesto de la mano—. Nada de eso tiene importancia. No son más que tres personas y media, y con los del extranjero no llegan a una docena. Lo importante es que he puesto mi confianza en los sentimientos humanitarios de usted, en su inteligencia. Usted comprenderá y verá la cosa desde un punto de vista sensato, y no a tontas y a locas: como sueño disparatado de un demente…, fruto de la desgracia, entiéndame, de una desgracia que se remonta a muchos años, y no de una inaudita conspiración contra el gobierno.
Estaba casi sin aliento.
—Hum. Veo que es responsable de la hoja con el dibujo del hacha —concluyó Lembke casi con fatuidad—. Pero, mire, si es el único implicado, ¿cómo puede haberlas repartido aquí, en otras provincias y hasta en H*? Y, sobre todo, ¿dónde se hizo con ellas?
—Ya le digo que, cuando más, no pasan de cinco…, bueno, de una docena, ¿qué sé yo?
—¿No lo sabe?
—¡Qué ocurrencia! ¿Cómo iba a saberlo?
—Pero sabía que Shatov era uno de los conspiradores…
—¡Está bien! —Piotr Stepanovich hizo un gesto como protegiéndose de la aplastante perspicacia de su interrogador—. Bueno, escuche: voy a contarle toda la verdad. De las hojas subversivas no sé nada, ¿me entiende? Nada. Claro que ese alférez y alguno más, y otro más de aquí…, bueno, quizá Shatov, y alguien más…, ésos son todos, pura morralla… Pero es por Shatov por quien he venido a interceder. Es a él a quien hay que salvar, porque esos versos son suyos, de su propio caletre, y por mediación suya fueron impresos en el extranjero. Eso es lo que sé de cierto. De esas hojas subversivas no sé absolutamente nada.
—Si los versos son suyos, lo más probable es que también lo sean las hojas. Ahora bien, ¿qué es lo que le hace a usted sospechar del señor Shatov?
Piotr Stepanovich, con cara de quien ya ha perdido por completo la paciencia, sacó del bolsillo una cartera y de ésta una nota.
—¡Ahí está la prueba! —exclamó arrojándola sobre la mesa. Lembke la desdobló. Al parecer, la nota había sido escrita unos seis meses antes desde nuestra ciudad a algún punto del extranjero. Era breve; sólo unas cuantas palabras:
No puedo imprimir aquí «Un espíritu noble». No puedo hacer nada. Imprímala en el extranjero. Iv. Shatov.
Lembke clavó los ojos en Piotr Stepanovich. Varvara Petrovna decía con razón que el gobernador tenía una mirada casi borreguil, en ocasiones muy pronunciada.
—Lo que quiero decir —se apresuró a agregar Piotr Stepanovich— es que escribió unos versos aquí hace seis meses, pero que no los pudo imprimir aquí…, es decir, en una imprenta clandestina…, y por eso pide que se impriman en el extranjero… Me parece que está claro, ¿no?
—Sí, está claro, pero ¿a quién se lo pide? Eso es lo que no está claro —observó Lembke con astucia no disimulada.
—Obviamente que a Kirillov, por supuesto, está para eso en el extranjero… ¿Va a decirme que no lo sabía usted? Me temo que usted lo sabía desde un principio. ¿Por qué estaban si no en su mesa? ¿Por casualidad? Si es así, ¿por qué me está usted atormentando?
Se enjugó con gesto nervioso el sudor de la frente.
—Es posible que algo sepa… —dijo Lembke esquivando con mucha calma el golpe—, pero ¿quién es ese Kirillov?
—Un ingeniero que llegó hace unos días y que hizo de segundo de Stavrogin en el duelo. Un maníaco. Un loco. Tal vez aquél alférez de ustedes haya tenido un ataque de delirium tremens, pero éste está loco de atar, loco perdido, ¡en serio lo digo! ¡Ay, Andrei Antonovich! Si el gobierno supiera qué clase de individuos son éstos no se tomaría la molestia de levantarles la mano. Todos ellos, sin excepción, deberían estar en el manicomio. Yo ya les eché una buena ojeada en Suiza y en esos congresos que tienen.
—¿Desde allí dirigen el movimiento?
—¿Dirigen? ¿Quiénes? Tres hombres y medio. Porque basta con mirarlos para aburrirse. ¿Y qué movimiento es el de aquí? ¿Las hojas subversivas? ¿Y qué nuevos miembros tienen? ¡Un alférez con delirium tremens y dos o tres estudiantes! Usted, que es hombre inteligente, contésteme a esta pregunta: ¿por qué no reclutan a gente más importante? ¿Por qué son todos estudiantes y pazguatos de veintidós años? ¿Es que son muchos? De seguro que hay un millón de sabuesos buscándolos, y en total ¿a cuántos han encontrado? A siete. Le digo a usted que es para fastidiarse.
Lembke escuchaba con atención, pero con expresión que parecía decir: «¡Te creerás que me trago esas mentiras!».
—Bueno, mire; usted asegura que la nota fue dirigida al extranjero, pero no lleva dirección. ¿Cómo sabe usted que la nota fue dirigida al señor Kirillov y, además, al extranjero…? ¿Y que fue escrita precisamente por el señor Shatov?
—Procúrese enseguida una muestra de la escritura de Shatov y compárela. De seguro que en la oficina de usted hay alguna firma suya. Y en cuanto a Kirillov, él mismo me enseñó la nota entonces.
—Entonces, fue usted mismo…
—Claro que sí. ¡Como si eso fuera lo único que me enseñaron allí! Y en lo tocante a los versos, parece ser que fue el difunto Herzen quien se los escribió a Shatov cuando éste vagabundeaba todavía por el extranjero, como recuerdo del encuentro de ambos, parece, o como prueba de admiración o como carta de recomendación… ¡qué sé yo!, y Shatov los ha hecho circular entre la gente joven. Es como decir: «Esto es lo que Herzen piensa de mí».
—¡Ah, ésas teníamos! —Lembke comprendió al fin—. Porque lo de las hojas es fácil de comprender, pero ¿por qué los versos?
—Ya sabía que esto iba a entenderse así. Ahora, ¿por qué me pidió que se lo explicara? Mire, usted me da a Shatov, y que el diablo se lleve a todos los demás, incluso a Kirillov, que se ha encerrado ahora en casa de Filippov, donde también vive escondido Shatov. No me tienen ningún aprecio, porque regresé…, pero deme a Shatov y yo le entrego al resto servido en bandeja. ¡Le seré útil, Andrei Antonovich! Todo ese miserable grupo calculo que no pasa de nueve o diez personas. Yo también los vigilo y por razones que me callo. Ya conocemos a tres de ellos: Shatov, Kirillov y ese alférez; a los demás no les quito la vista de encima… porque no soy del todo miope. Aquí pasa lo mismo que en la provincia de H*; allí agarraron, por lo de las hojas subversivas, a dos estudiantes, a un alumno de secundaria, a dos nobles de veinte años, a un maestro de escuela y a un comandante retirado, de unos sesenta años, atontado por la bebida. Eso fue todo, créame. Hasta las autoridades se asombraron de que eso fuera todo. Necesito seis días. Ya lo pensé muy bien, ni más ni menos que seis días. Si quiere conseguir buenos resultados, déjelos durante esos seis días y yo se los entrego envueltos en un paquete; pero si los molesta usted antes, los pájaros abandonarán el nido. Pero deme a Shatov. Yo me quedo con Shatov… Lo mejor sería llamarlo secreta y amistosamente aquí, a la oficina de usted, e interrogarlo, haciéndole ver que ya se sabe todo… Y él de seguro que se echa a los pies de usted y rompe a llorar. Es un chico neurótico, desgraciado; su mujer se escapó con Stavrogin. Sea usted amable con él y le contará todo. Pero hacen falta seis días… Y lo principal, lo principal de todo: ¡ni una palabra a Iulia Mihailovna! Es un secreto. ¿Puede usted guardar un secreto?
—Pero ¿cómo? —preguntó Lembke asombrado—. ¿Nada le dijo usted a Iulia Mihailovna?
—¿A ella? ¡Dios no lo permita! ¡Pero, querido Andrei Antonovich! Yo aprecio demasiado la amistad de su esposa y le tengo un gran respeto… y todo lo demás…, ¡pero meteduras de pata, eso no! Yo no le llevo la contraria, porque, como usted sabe, llevársela es peligroso. Tal vez le haya insinuado algo porque eso le gusta, pero revelarle nombres, como acabo de revelárselos a usted, o cosas por el estilo, ¡ni pensarlo! Vamos a ver, ¿por qué he acudido a usted ahora? Porque usted, al fin y al cabo, es un hombre, un hombre serio, de larga y sólida experiencia en la Administración. Usted ha visto mucho mundo. Usted, en estos asuntos, sabe qué paso dar, y estoy seguro de que lo sabe de memoria por su experiencia en Petersburgo. Si yo le dijera a ella, por ejemplo, esos dos nombres, armaría un escándalo mayúsculo… Porque lo que quiere es asombrar a Petersburgo. No, señor, es demasiado fogosa, y eso es lo malo.
—Sí, tiene algo de fougue —murmuró, no sin contento, Andrei Antonovich, pero lamentando al mismo tiempo que este ignorante se atreviera a expresarse de esa manera tan libre acerca de Iulia Mihailovna. A Piotr Stepanovich seguramente le parecía todavía poco y creía necesario aumentar aún más la presión para darle coba a «ese Lembke» y tenerlo enteramente en su poder.
—En efecto, tiene fougue. Sin duda hablamos de una gran mujer, de una literata, pero… que ahuyentaría a esos pájaros. No guardaría el secreto seis horas, y mucho menos ocho días. ¡Ay, Andrei Antonovich, no pida a una mujer que guarde un secreto seis días! Usted conviene en que tengo alguna experiencia en estos asuntos, ¿verdad?, en que sé algo de esto, ¿verdad?, y en que usted mismo sabe que puedo saber algo de esto, ¿verdad? Si le pido a usted seis días no es por broma, sino porque el asunto lo requiere.
—He oído decir… —Lembke titubeaba en manifestar lo que pensaba—, he oído decir que usted, al volver del extranjero, expresó a las autoridades competentes… algo así como arrepentimiento, ¿no es cierto?
—Bueno, lo que pasara entre nosotros no le importa a nadie.
—Ni yo, por supuesto, quiero meterme en… Pero me parece que hasta ahora ha hablado usted de modo muy diferente; por ejemplo, de la fe cristiana, de las instituciones sociales y, por último, del gobierno…
—¡Se han dicho tantas cosas! Y las sigo diciendo; la diferencia aquí está en que esas ideas no deben llevarse a la práctica como lo hacen esos imbéciles. ¿Cuál es la ganancia de mordisquear el nombre de alguien? Sabe de lo que hablo y está de acuerdo, lo que dijo fue que era prematuro.
—Ninguna de las dos cosas: no he dicho que estoy de acuerdo ni que fuera prematuro.
—Mide demasiado las palabras con cuentagotas, señor mío —observó Piotr Stepanovich alegremente—. Necesitaba conocerlo mejor y por eso le he hablado así como lo he hecho. No es solamente a usted, sino a otros muchos, a quienes trato de ese modo. Puede que haya querido averiguar de qué pie cojea usted.
—¿Para qué?
—No tengo idea —dijo riendo otra vez—. Vea, mi querido y respetado Andrei Antonovich, usted es muy listo, pero las cosas no han llegado aún a ese punto y probablemente no llegarán, ¿me entiende? Quizá lo entienda. Aunque al volver del extranjero di ciertas explicaciones a las autoridades competentes, y, a decir verdad, no veo por qué un hombre de ideas notorias no puede obrar en pro de sus opiniones sinceras…, lo cierto es que allí nadie me ordenó que enviara un informe acerca del carácter de usted, ni hubiera aceptado tales órdenes de allí. Piense que no tenía obligación de revelar a usted esos dos nombres. Hubiera podido mandarlos directamente allí, es decir, a donde di mis primeras explicaciones.
»Y si hubiera obrado por lucro o gusto propio habría salido perdiendo, porque le estarían agradecidos a usted y no a mí. Lo hago sólo por Shatov —Piotr Stepanovich agregó noblemente—, sólo por Shatov, en atención a nuestra antigua amistad…, y si por acaso quiere usted decir algo en mi favor cuando tome la pluma para escribir allá, hágalo enhorabuena, que no seré yo quien se lo impida, ¡ja, ja! Pero, adiós, que llevo aquí mucho tiempo, y no debiera darle tanta charla.
—Al contrario, me alegro mucho de que el asunto quede aclarado, por así decirlo —dijo Von Lembke levantándose también y con semblante amable, bajo la evidente impresión de las últimas palabras—. Acepto su propuesta agradecido y puede estar seguro de que haré cuanto esté de mi mano para que el celo que usted ha mostrado…
—Lo importante es respetar esos seis días. No necesito más.
—De acuerdo.
—Eso no significa que le ato a usted las manos. No puede usted abandonar sus investigaciones pero no los alarme antes de tiempo. Eso es lo que espero del talento y la experiencia de usted. Y de seguro que tiene usted en reserva una buena traílla de sabuesos y rastreadores, ¡ja, ja! —agregó Piotr Stepanovich con su cháchara alegre y frívola de mozalbete.
—No es precisamente así —Von Lembke esquivó con tono amable una respuesta directa—. Ésos son prejuicios de la gente joven, que cree que las autoridades tienen muchas cosas en reserva… Pero, a propósito, permítame una palabra más: si este Kirillov sirvió de segundo en el duelo de Stavrogin, supongo que también Stavrogin estará…
—¿Qué pasa con Stavrogin?
—Quiero decir que si son tan buenos amigos…
—¡Oh, no, no, no! En eso se equivoca usted, aunque es muy ladino. ¡Me sorprende usted! Yo pensaba que usted no carecía de informes acerca de ello… Hum, Stavrogin es exactamente lo contrario; pero absolutamente… Avis au lecteur.
—¿En verdad es posible? —desconfió Lembke—. Iulia Mihailovna me ha dicho que, según los informes que había recibido en Petersburgo, es hombre que viene con ciertas, ¿cómo diré?, instrucciones…
—Yo no sé nada, nada en absoluto, lo que se dice nada. Adieu. Avis au lecteur! —Piotr Stepanovich se negó repentina y limpiamente a hablar de ello.
Voló hacia la puerta.
—Por favor, Piotr Stepanovich, por favor —gritó Lembke—. Hay un asuntillo más y después ya no lo detengo.
Sacó un sobre del cajón de su mesa de despacho.
—Aquí hay otra muestra del mismo género, y con ello pruebo que me fío implícitamente de usted. Mírela. ¿Qué opina?
En el sobre había una carta, una carta extraña, anónima, dirigida a Lembke, recibida el día anterior. Enfurecido, Piotr Stepanovich, leyó:
Excelencia:
Que eso es usted debido a su cargo. Por la presente doy noticias de que ha ocurrido un atentado contra la vida de personas del grado de general y contra la patria: todos los indicios apuntan a este motivo. Yo mismo las he repartido continuamente durante muchos años. También ateísmo. Se prepara un motín, y miles de hojas revolucionarias, y para cada una habrá cien personas que irán corriendo a cogerlas con la lengua fuera si las autoridades no se incautan antes de ellas; porque se ha prometido mucho en recompensa, y la gente ordinaria es imbécil y hay además vodka. Y la gente, buscando al culpable, destruirá al culpable y al inocente, por temor a ambos. Me arrepiento de lo que no he hecho, pues tales son mis circunstancias. Si desea que informe a la autoridad para la salvación de la patria, y también de las iglesias y las imágenes, yo soy el único que puede hacerlo. Pero a condición de recibir al momento un perdón de la policía secreta por telégrafo, para mí solo, y que los otros respondan de sí. Coloque usted una vela encendida todas las noches a las siete en la ventana de la portería de su casa, ésa será la señal. Cuando la vea, creeré e iré a besar la mano misericordiosa venida de Petersburgo, con tal que se me dé una pensión, porque, de otro modo, ¿cómo voy a vivir? Pero usted no se arrepentirá ya que ello le valdrá una estrella. Hay que obrar con sigilo, pues de lo contrario me retuercen el pescuezo.
Quedo de Vuestra Excelencia desesperado servidor, y librepensador arrepentido, que se arrodilla ante usted.
Anónimo.
Von Lembke explicó que habían dejado la carta en la portería cuando en ella no había nadie.
—Bueno, ¿qué piensa usted? —preguntó Piotr Stepanovich en tono más bien rudo.
—Parece una broma.
—Lo más probable es que sea eso. A usted no le toma nadie el pelo.
—Y sobre todo porque es tan estúpido.
—¿Ha recibido usted cosas así antes?
—Dos veces. Siempre anónimas.
—Claro, no las firmarían. ¿De estilo diferente? ¿De letra distinta?
—De estilo diferente y de letra distinta.
—¿Y de tono zumbón como ésta?
—Sí, igual y, sobre todo, muy repugnantes.
—Pues si ha habido otras, ésta es seguramente de la misma laya.
—Y, sobre todo, la cosa es tan estúpida. Porque ésas son personas educadas y seguramente no escribirían de ese modo.
—Pues sí, sí.
—Pero ¿y si se trata de alguien que quiere efectivamente informar a las autoridades?
—No es probable —cortó secamente Piotr Stepanovich—. ¿Qué quiere decir lo del telegrama de la policía secreta y la pensión? Está claro que es un pasquín.
—Sí, sí —dijo Lembke avergonzado.
—Mire, deje esto de mi cuenta. De seguro que averiguo quién lo ha escrito. Me entero antes que los otros.
—Tómelo —asintió Von Lembke tras un breve titubeo.
—¿Se lo ha enseñado usted a alguien?
—A nadie.
—¿Quiere decir a Iulia Mihailovna?
—¡Dios no lo permita! ¡Y, por los clavos de Cristo, no sea usted quien se lo enseñe! —gritó Lembke aterrado—. Le causaría mucho sobresalto… y se pondría furiosa conmigo.
—Sí, usted sería el primero en llevarse la bronca. Diría que merece usted que le escriban de ese modo. Ya se sabe lo que es la lógica femenina. Bueno, adiós. Quizá en dos o tres días pueda traerle el anónimo autor de esta carta. Pero, ante todo, ¡no olvide nuestro acuerdo!