2
Allí fui testigo de una escena bochornosa: a la pobre mujer la estaban engañando descaradamente y yo no podía hacer nada para impedirlo. Porque, a ver, ¿qué podía decirle? Yo ya había tenido tiempo para recapacitar un poco y concluir que todo lo que tenía eran vagas impresiones, presentimientos recelosos, y nada más. La hallé bañada en llanto, casi histérica, con un paño con agua de colonia en la cabeza y tomando sorbos de agua. Ante ella estaban Piotr Stepanovich, que hablaba por los codos, y el príncipe, silencioso como si tuviera la boca cosida. Ella, con lágrimas y gritos, colmaba de reproches a Piotr Stepanovich por su «apostasía». Al momento comprendí con sorpresa que atribuía todo el fracaso, toda la ignominia, de esa mañana, en suma, absolutamente todo, sólo a la ausencia de Piotr Stepanovich.
En él observé un cambio importante: daba la impresión de estar bastante preocupado por algo, de estar casi serio. De ordinario, nunca parecía serio, reía siempre, incluso cuando se encolerizaba, y se encolerizaba a menudo. ¡Oh, también ahora estaba furioso, hablaba groseramente, con descuido, en tono de impaciencia e irritación! Aseguraba que se había puesto enfermo, con dolor de cabeza y náusea, en casa de Gaganov, a quien había ido a visitar por casualidad esa mañana temprano. ¡Ay, la pobre mujer deseaba tanto ser engañada! La cuestión cardinal que se debatía era si debiera haber o no baile, esto es, la segunda mitad del festival. Iulia Mihailovna por nada del mundo consentía en presentarse en el baile después de «los insultos de la mañana», o, dicho de otro modo, anhelaba que se la obligara a hacerlo, y que la obligara precisamente él, Piotr Stepanovich. Lo tenía por un oráculo, y creo de veras que si él hubiera tomado la puerta en ese instante, ella habría tenido que guardar cama. Pero él tampoco quería irse: le era absolutamente necesario que el baile se celebrara ese día a toda costa y que Iulia Mihailovna estuviera sin falta en él…
—Pues, bueno, ¿a qué viene llorar? ¿Es que quiere dar un escándalo? ¿Descargar su enojo sobre alguien? Pues bien, descárguelo sobre mí, pero dese prisa porque el tiempo vuela y debe usted tomar una determinación. Desbarataron la lectura, ¿y qué? Pues nos desquitaremos con el baile. El príncipe es de igual parecer. Si el príncipe no hubiera estado allí, no sé cómo habría acabado aquello.
El príncipe estaba al principio en contra del baile (esto es, en contra de la presencia de Iulia Mihailovna en él, pues el baile en fin de cuentas tendría que celebrarse), pero después de dos o tres referencias como ésa a su opinión, comenzó gradualmente a sacudir la cabeza en señal de asentimiento.
Me chocó también entonces el tono de palpable descortesía que empleaba Piotr Stepanovich. ¡Oh, rechazo indignado la vil calumnia que circuló más tarde de que hubo algún lío amoroso entre Iulia Mihailovna y Piotr Stepanovich! No lo hubo ni pudo haberlo. Él ganó su ascendiente sobre ella apoyando vigorosamente desde el principio los sueños de la dama de influir sobre la sociedad y el ministerio. Entró en los planes de ella, incluso se los trazó, recurrió a la más burda adulación, la enredó de pies a cabeza en una maraña, y llegó a serle tan indispensable como el aire que respiraba.
Al verme, gritó ella con ojos relampagueantes:
—Pregúntele a él, que al igual que el príncipe no se apartó de mí un instante. Diga —prosiguió dirigiéndose a mí—, ¿no está claro que todo ello fue una conjura, una conjura indigna y artera para hacernos el mayor daño posible a mí y a mi Andrei Antonovich? ¡Ah, lo tenían todo preparado! Tenían un plan. ¡Es un complot, todo un complot!
—Va usted demasiado lejos, como siempre. Y como siempre, tiene la cabeza llena de poesía. Pero me alegro de ver al señor… —fingió haberse olvidado de mi nombre—, que nos dará su opinión.
—Mi opinión —me apresuré a decir— concuerda en todo punto con la de Iulia Mihailovna. La conjura está demasiado clara. Le he traído a usted estas escarapelas, Iulia Mihailovna. Que se celebre o no se celebre el baile no es asunto mío, puesto que está fuera de mi incumbencia; ahora bien, mi papel de acomodador ha terminado. Perdone mi nerviosismo, pero yo no puedo obrar en detrimento del sentido común y de mis propias convicciones.
—¿Oyen? ¿Oyen ustedes? —dijo abriendo agitada los brazos.
—Sí oigo, señora. Y usted escuche lo que digo —y se volvió hacia mí—. Supongo que todos ustedes han comido algo que produce alucinaciones. A mi parecer, no pasó nada, absolutamente nada, que no haya pasado antes y que no pueda pasar siempre en esta ciudad. ¿Qué conjura es ésa? Lo ocurrido resultó grotesco, estúpido a más no poder, pero ¿dónde está la conjura? ¿Una conjura contra Iulia Mihailovna, que los tiene a todos consentidos, que es quien los protege y que les ha perdonado sus travesuras de colegiales? Iulia Mihailovna, ¿qué vengo repitiéndole desde hace un mes? ¿Qué vengo advirtiéndole? ¿Para qué quiere a esa gente? ¿Qué necesidad hay de alternar con gentuza como ésa? ¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿Para unir a la sociedad? Pero, por los clavos de Cristo, ¿cree usted que la sociedad se unirá alguna vez?
—¿Cuándo me hizo usted advertencia alguna? Al contrario, usted aprobaba, incluso exigía… Confieso que me asombra usted… Usted mismo me ha traído a gente del más extraño pelaje.
—Al contrario. Discutí con usted y no aprobé lo que hacía. En cuanto a traerle gente, sí, se la traje, pero ya cuando esa gente había entrado aquí a docenas; y además, sólo últimamente, para organizar la «cuadrilla literaria», lo que usted no habría podido hacer sin esos zopencos. Pero le apuesto lo que quiera a que hoy han dejado entrar sin billete a otra docena, si no más, de zopencos como ésos.
—No hay duda de ello —confirmé yo.
—Ya ve que saca la misma conclusión. ¿Recuerda el ambiente que hemos tenido aquí últimamente, en este poblado de mala muerte? Porque esto ha sido pura insolencia y descaro, un escándalo incesante. ¿Y quién lo alentaba? ¿Quién lo encubría con su autoridad? ¿Quién sacaba a todo el mundo de sus casillas? ¿Quién ha enfurecido a toda esa gente? Porque usted tiene apuntados en su álbum todos los secretos de las familias de aquí. ¿No ha dado palmaditas de aprobación a esos poetas y dibujantes de usted? ¿No ha dejado que Liamshin le bese la mano? ¿No fue en presencia de usted que un seminarista insultó a un consejero de Estado y estropeó el vestido de su hija con sus botas embreadas? ¿Por qué le choca entonces que la gente esté indignada con usted?
—¡Pero todo eso es obra de usted! ¡Suya solamente! ¡Ay, Dios mío!
—No, señora. Yo se lo advertí. Reñimos por eso, ¿oye usted? Reñimos por eso.
—Miente usted descaradamente.
—Bueno, claro, a usted le es fácil decir eso. Ahora necesita una víctima, alguien en quien descargar su furia. Bien, ya le he dicho que la descargue sobre mí. Más vale que le pregunte a usted, señor… —todavía no podía recordar mi nombre—. Contemos con los dedos: yo sostengo que, con excepción de Liputin, no hubo ninguna conjura, ¡nin-gu-na! Voy a probarlo, pero primero analicemos a Liputin. Él salió a escena con los versos de ese idiota de Lebiadkin. Vamos a ver, ¿cree usted que fue una conjura? ¿No ha pensado que a Liputin pudo parecerle sencillamente ingenioso? Sí, en serio, en serio, ingenioso. Salió con el simple propósito de hacer reír y regocijar a todo el mundo; y a su protectora, Iulia Mihailovna, antes que a nadie. Eso fue todo. ¿No me cree? ¿Pero no concuerda eso con lo sucedido aquí durante un mes entero? ¿Quiere que le diga toda la verdad? Tengo la certeza de que en otras circunstancias todo podría haber salido bien. Fue una broma pesada, demasiado pesada, sí, pero divertida, ¿no le parece?
—¿Cómo? ¿Considera usted ingenioso el proceder de Liputin? —exclamó Iulia Mihailovna con intensa indignación—. ¿Esa grosería? ¿Esa falta de tacto? ¡Algo tan ruin, tan repulsivo, fue hecho adrede! ¡Lo dice usted a propósito! ¡Sin duda estaba usted en la conjura con ellos!
—Sin duda. Estaba sentado detrás de ellos, y a hurtadillas puse la maquinaria en marcha. ¿Pero no ve que de haber estado yo metido en el ajo la cosa no habría terminado con Liputin? ¿No se da cuenta? ¿Entonces de seguro cree también que conspiré con mi papaíto para que armara adrede aquel escándalo? Bien, señora, ¿quién tiene la culpa de que mi padre hablara? ¿Quién trató de disuadirla ayer, ayer mismo?
—Oh, hier il avait tant d’esprit. ¡Contaba tanto con él, y, además, tiene tan buenos modales! Pensé que él y Karmazinov…, ¡y ahora, ya ve!
—Sí, señora, ya ve. Pero, a pesar de tant d’esprit, resultó un fracaso; y de haber sabido yo de antemano que sería un fracaso, y estando en la conjura contra el festival de usted, sin duda no habría intentado persuadirla de que no soltara la cabra en la huerta, ¿no le parece? Sin embargo, ayer traté de disuadirla, y de disuadirla por lo que pudiera pasar. No era posible, por supuesto, preverlo todo; lo probable es que ni él mismo supiera un minuto antes lo que iba a decir. Estos viejos neuróticos no se parecen al resto de la humanidad. Pero aún se puede salvar algo: para aplacar a la gente, envíele dos médicos mañana, con mandato administrativo y los honores debidos, para que lo reconozcan (incluso hoy, si es posible) y lo metan seguidamente en el hospital para una cura de agua fría. Al menos, así todo el mundo se echará a reír y verá que no hay por qué ofenderse. Yo lo anunciaré hoy mismo en el baile, porque al fin y al cabo soy su hijo. El caso de Karmazinov es distinto. Demostró ser un asno al leer durante una hora entera. ¡Seguramente ha estado en la conjura conmigo! Porque, a ver, ¿no haría yo también todo lo posible para ofender a Iulia Mihailovna?
—Oh, Karmazinov, quelle honte! Yo estaba casi ardiendo de la vergüenza que sentía por nuestro público.
—Pues, yo, señora, no llegué a arder, pero a él sí lo habría asado vivo. El público tenía razón. Y, una vez más, ¿quién tiene la culpa de lo de Karmazinov? ¿Acaso se lo impuse yo? ¿He sido yo de los que lo adoraban? ¡En fin, al diablo con él! ¿Pero y ese tercer maníaco, el político? Ése es harina de otro costal. Ahí metimos la pata todos. Ésa no fue conjura únicamente mía.
—¡Ay, no hable de eso, no hable! ¡Fue horrible, horrible! De eso la única culpable soy yo.
—Por supuesto que sí, pero en este caso la disculpo. Porque ¿quién puede vigilar a gente como ésa? ¿A los que hablan con el corazón en la mano? Ni en Petersburgo puede uno librarse de ellos. Se lo recomendaron a usted, ¿no es eso? ¡Y muy bien recomendado que venía! Así, pues, reconozca que no tiene más remedio que asistir al baile. Porque el caso es grave, ya que fue usted la que le puso en la tribuna. Ahora está usted obligada a declarar públicamente que no tiene nada que ver con ese individuo, que está ya en manos de la policía, y que la engañaron a usted de un modo inexplicable. Debe declarar con indignación que fue víctima de un loco. Porque eso, por supuesto, fue locura, ni más ni menos. Eso es lo que tiene usted que decir a las autoridades. Yo no puedo aguantar a la gente que muerde. Yo, quizá, digo cosas más fuertes todavía, pero no desde una tribuna pública. Y ahora se ha empezado a vocear lo del senador.
—¿Del senador? ¿Quiénes son los que vocean?
—Pues mire, ni yo mismo lo entiendo. ¿Usted, Iulia Mihailovna, no sabe nada de un senador?
—¿De un senador?
—Pues sepa que la gente está convencida de que han nombrado gobernador de aquí a un senador y que a ustedes los relevan desde Petersburgo. Se lo he oído decir a muchos.
—Y yo también —confirmé yo.
—¿Quién ha dicho tal cosa? —preguntó Iulia Mihailovna enrojeciendo.
—O sea ¿quién lo dijo primero? ¡Yo qué sé! Pero sí lo dicen. Lo dice todo el mundo. Sobre todo ayer. Todos lo estaban comentando muy en serio, aunque no se puede sacar nada en claro. Por supuesto que los más listos y capaces no dicen nada, pero sí escuchan lo que dicen los otros.
—¡Qué bajeza! ¡Y… qué estupidez!
—Pues por eso debe usted presentarse en el baile, para cerrar la boca de esos idiotas.
—Confieso que yo misma me considero obligada, pero… ¿y si se produce otro escándalo? ¿Y si no viene nadie? ¡Porque no vendrá nadie, nadie!
—¡Menuda broma! ¿Que no vienen? ¿Y la ropa que se han hecho? ¿Y los vestidos de las jóvenes? Después de esto no puedo considerarla a usted como mujer. ¡Qué poco conoce a la gente!
—La mariscala no vendrá. ¡No vendrá!
—Pero, en fin de cuentas, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué no vendrán? —acabó él por gritar con irritada impaciencia.
—Deshonra, vergüenza. Eso es lo que ha ocurrido. No sé lo que pasó, pero fuera lo que fuera, no puedo volver allí.
—¿Por qué no? Pero, vamos a ver, ¿de qué tiene usted la culpa? De ese modo lo que hace es echársela a sí misma. ¿No es la culpa más bien del público, de los señores viejos, de los padres de familia? Debieran haber parado los pies a esos granujas y haraganes, porque se trata de pillos y haraganes y nada más. Nada serio. No se puede contar con la policía en ninguna sociedad del mundo. Aquí cada cual parece esperar que un policía especial lo proteja dondequiera que vaya. No comprenden que la sociedad tiene que protegerse a sí misma. ¿Y qué hacen aquí los padres de familia, los altos funcionarios, y sus esposas e hijas en tales circunstancias? Callar y morderse las uñas. No hay espíritu cívico para poner coto a los pillos.
—¡Ay, ésa es la pura verdad! Callan, se muerden las uñas y… se hacen los desentendidos.
—Pues si es la verdad, entonces tiene que ir allí y decírsela en voz alta, con orgullo, con severidad. Mostrarles, en efecto, que no se da usted por vencida. Sobre todo a esos viejos y esas madres. ¡Oh, lo sabrá usted hacer! No le faltan dotes cuando tiene la cabeza clara. Los junta usted a todos y se lo dice en voz alta, muy alta. Y, después, un comunicado a La Voz y a la Gaceta de la Bolsa. Espere, que yo se lo arreglo todo, yo mismo se lo preparo. Y, claro, hay que poner más cuidado: hay que vigilar el buffet; pedir al príncipe, pedir a este señor… No puede usted abandonarnos, monsieur, cuando precisamente hay que empezar de nuevo. Y, por último, usted y Andrei Antonovich llegan del brazo. ¿Qué tal está Andrei Antonovich?
—¡Ay, de qué modo tan injusto, tan equivocado, tan cruel ha juzgado usted siempre a ese hombre angelical! —exclamó Iulia Mihailovna en un arranque inesperado y casi con lágrimas, llevándose el pañuelo a los ojos. Piotr Stepanovich quedó tan asombrado que casi perdió el habla.
—Pero, santo cielo, ¿qué he hecho yo…? Yo siempre…
—Usted nunca, ¡nunca! ¡Nunca ha sido justo con él!
—¡Jamás se puede comprender a una mujer! —murmuró Piotr Stepanovich con sonrisa torcida.
—¡Es el hombre más veraz, más delicado, más angélico! ¡La bondad personificada!
—Pero, vamos a ver, ¿he dicho yo alguna vez que no sea bueno…? Yo siempre he dicho que…, que…
—¡Nunca! Pero dejemos esto. No me he portado con él como debía. Hace un rato esa hipócrita, la mariscala, ha hecho también alusiones sarcásticas a lo de ayer.
—¡Oh, ella no tiene por qué aludir a lo de ayer! Ya tiene bastante con preocuparse de lo de hoy. ¿Y por qué se inquieta usted tanto si no va al baile? Claro que no irá después de verse envuelta en ese escándalo. Quizá no tenga la culpa de nada, pero en todo caso tiene que mirar por su reputación. Se ha ensuciado las manos.
—¿Qué es eso, que no lo entiendo? ¿Por qué tiene las manos sucias? —preguntó perpleja Iulia Mihailovna.
—Bueno, yo no lo sé de cierto, pero por toda la ciudad se clamorea que ella ha sido quien los ha juntado.
—¿A qué se refiere usted? ¿A quiénes ha juntado?
—¡Ah! ¿Pero no lo sabe? —preguntó él con fingido asombro—. ¡Pues a Stavrogin y Lizaveta Nikolayevna!
—¿Cómo? ¿Qué? —gritamos todos.
—¿Pero de veras que no lo saben? ¡Vaya! Pues bien, la ciudad ha sido escena de unos trágicos amoríos: Lizaveta Nikolayevna se fue derecha del coche de la mariscala al coche de Stavrogin y se escapó con «éste último» a Skvoreshniki en pleno día. Hace sólo una hora, quizá no tanto.
Nos quedamos de piedra. Lo asediamos, por supuesto, a preguntas, pero con gran sorpresa nuestra no pudo darnos detalles precisos aunque había sido testigo «accidental» de lo sucedido. La cosa, por lo visto, pasó así: cuando la mariscala llevaba en coche a Liza y Mavriki Nikolayevich desde la «lectura» hasta la casa de la madre de Liza (que seguía enferma de las piernas), vieron un carruaje que esperaba a la vuelta de la esquina, no lejos de la puerta de la casa, a unos veinticinco pasos. Liza se apeó corriendo y se acercó a ese carruaje; se abrió la portezuela y se cerró seguidamente. Liza gritó a Mavriki Nikolayevich: «¡Perdóneme!», y el carruaje salió a toda velocidad para Skvoreshniki. A nuestras febriles preguntas sobre si todo había sido preparado de antemano y sobre quién estaba en el carruaje, Piotr Stepanovich contestó que no sabía nada, que sin duda todo había sido preparado y que no había visto a Stavrogin en el carruaje. Quizás el que iba en él fuera el mayordomo, el viejo Aleksei Yegorovich. Cuando le preguntamos por qué él, Piotr Stepanovich, se encontraba allí y por qué estaba seguro de que Liza había ido a Skvoreshniki, contestó que por casualidad pasaba por allí en ese momento, y que al ver a Liza se acercó corriendo al carruaje (¡y, sin embargo, con toda su curiosidad no logró ver quién iba adentro!), y que Mavriki Nikolayevich no sólo no corrió en su seguimiento, sino que ni siquiera intentó detener a Liza; más aún, que detuvo a la mariscala cuando ésta se puso a gritar a voz en cuello: «¡Que se va con Stavrogin!».
En ese momento ya no pude contenerme más y apostrofé a Piotr Stepanovich:
—¡Tú, canalla, eres quien lo ha tramado todo! ¡Por eso has estado tan ocupado toda la mañana! ¡Tú has ayudado a Stavrogin, tú llegaste en el carruaje, tú la ayudaste a subir en él… tú, tú, tú! Iulia Mihailovna, este hombre es enemigo de usted. ¡La destruirá a usted también! ¡Tenga cuidado!
Y salí disparado de la casa.
Incluso ahora no comprendo cómo pude lanzarle a la cara esas frases. Yo mismo me maravillo. Pero tuve razón: según se supo después, todo había pasado casi exactamente como yo se lo dije. Ante todo saltaba a la vista el modo equívoco en que dio la noticia. Al llegar a la casa no se había apresurado a contarlo como noticia sensacional, sino que había fingido que nosotros lo sabríamos aun sin decírnoslo él, algo imposible en el escaso tiempo transcurrido. Y de saberlo nosotros, no lo habríamos callado hasta que él lo contase. Tampoco pudo haber oído lo del «clamoreo» de toda la ciudad contra la mariscala, también por falta de tiempo. Por añadidura, cuando lo contaba se sonrió un par de veces, con sonrisa harto despectiva y satisfecha, considerando sin duda que éramos tontos de capirote a quienes había engañado por completo. Pero yo tenía otras cosas en qué pensar. Estaba convencido de la verdad del caso principal y salí de casa de Iulia Mihailovna lleno de furia. La catástrofe me llegó al alma. Me sentía tan dolorido que casi se me saltaban las lágrimas; sí, quizás incluso lloré. No sabía qué hacer. Decidí ir a ver a Stepan Trofimovich, pero el fastidioso señor se negó de nuevo a abrirme. Nastasya me aseguró con un murmullo respetuoso que se había acostado a descansar, pero no le creí. En casa de Liza conseguí interrogar a unos criados, que confirmaron la huida, pero no sabían más. En la casa reinaba el desconcierto; la señora había tenido desmayos y Mavriki Nikolayevich estaba con ella. Me pareció improcedente llamar a Mavriki Nikolayevich. De Piotr Stepanovich me dijeron, en respuesta a mis preguntas, que había venido a la casa varias veces en los últimos días, en ocasiones hasta dos veces al día. Los criados estaban tristes y hablaban de Liza con especial respeto; le tenían afecto. Que estaba arruinada, absolutamente arruinada, me parecía indudable, pero no alcanzaba a explicarme el lado psicológico del caso, máxime después de la escena de la víspera con Stavrogin. Corretear por la ciudad haciendo preguntas en casa de amigos maliciosos, adonde de seguro había llegado ya la noticia, me parecía repugnante, aparte de ser humillante para Liza. Pero lo extraño fue que corrí a ver a Daria Pavlovna, donde no me recibieron (en casa de Varvara Petrovna no recibían a nadie desde la víspera); y no sé qué habría podido preguntarle ni para qué fui. De allí me dirigí a casa de su hermano. Shatov me escuchó sombrío y en silencio. Debo indicar que lo hallé muy deprimido; parecía sobremanera abstraído y me escuchó como haciendo un gran esfuerzo. Apenas dijo nada, limitándose a ir y venir por su cuchitril con zancadas más fuertes que de costumbre. Cuando yo ya bajaba por la escalera me gritó que fuera a ver a Liputin: «Allí se enterará de todo». Pero no fui a ver a Liputin, sino que volví sobre mis pasos cuando ya estaba bastante lejos y subí de nuevo a casa de Shatov, a quien, sin entrar, pregunté lacónicamente, entreabriendo la puerta, si no pensaba ir a ver a María Timofeyevna ese día. Shatov me lanzó un juramento y yo me fui. Haré notar, para que no se olvide, que esa misma noche fue adrede a ver a María Timofeyevna al otro extremo de la ciudad. Hacía tiempo que no la veía. La halló en excelente estado de salud y humor y a Lebiadkin ebrio perdido, durmiendo en el sofá de la habitación delantera. Esto fue a las nueve en punto. Él mismo me lo dijo al día siguiente cuando nos encontramos momentáneamente en la calle. Antes de las diez de la noche decidí ir al baile, pero ya no como «joven acomodador» (había dejado mi escarapela en casa de Iulia Mihailovna), sino por curiosidad de oír (sin hacer preguntas) qué se decía en la ciudad de todos esos acontecimientos. También deseaba ver a Iulia Mihailovna, aunque fuera de lejos. Me reprochaba a mí mismo el haber salido tan deprisa de su casa aquella tarde.