6

En plena noche Shatov fue de aquí para allá, recibió retos y requerimientos. Muchos fueron los momentos en los que Marie desesperó creyéndose al borde de la muerte. Gritaba que quería vivir, que «tenía que vivir» y que tenía terror a la muerte. «¡No quiero, no quiero!», repetía. De no haber sido por Arina Prohorovna lo habría pasado muy mal. Poco a poco logró calmar a la paciente, que empezó a obedecer, como una criatura, cuanto la otra le decía y ordenaba. Arina Prohorovna trataba a sus clientes con más severidad que dulzura, lo que no le impedía trabajar con gran pericia. Amanecía. De pronto, Arina Prohorovna supuso que Shatov había salido a la escalera para rezar y empezó a reír. Marie también rompió a reír, con risa maligna, ponzoñosa, como si en ello encontrase alivio. Terminaron por expulsar a Shatov sin más contemplaciones. La mañana repuntaba húmeda y fría. Shatov, en un rincón, juntó la cara a la pared, lo mismo que había hecho la víspera, cuando vino Erkel. No dejaba de temblar, sentía miedo de pensar, pero su mente se aferraba a toda imagen que en ella surgía, como acontece en los sueños. Se veía de continuo arrebatado por sus fantasías, que, a su vez, se deshacían sin cesar como hilo viejo. De la habitación salían atroces alaridos animales, intolerables, increíbles. Quería taparse los oídos, pero no podía. Cayó de rodillas, repitiendo inconscientemente: ¿Marie, Marie? Luego se oyó de pronto un grito, un nuevo grito, que le hizo estremecerse e incorporarse de un salto, el grito débil y discordante de una criatura. Se persignó y corrió a la habitación. Arina Prohorovna tenía en brazos un minúsculo ser humano, rojo y cubierto de arrugas, que gritaba y agitaba brazos y piernas, lamentablemente impotente, y que parecía, como una partícula de polvo, estar a merced del menor soplo de aire, pero chillando como si quisiese hacer valer su pleno derecho a vivir…

Marie estaba adormecida, pero un momento después abrió los ojos y clavó en Shatov una mirada extraña, muy extraña. Era una mirada enteramente nueva que Shatov no podía descifrar. No recordaba haber visto antes en ella mirada semejante.

—¿Varón? —preguntó ella a Arina Prohorovna con un hilo de voz.

—¡Varón! —gritó la comadrona, que ya estaba fajando al pequeño.

Ya fajado y colocado entre dos almohadas, se lo dio a Shatov para que lo tuviera en brazos. Marie, como temerosa de Arina Prohorovna, le hizo una seña a escondidas. Él comprendió de inmediato y le llevó el niño para que lo viera.

—¡Qué hermoso…! —murmuró con débil sonrisa.

—¡Mírenlo! —Arina Prohorovna rió alegre y triunfal mirándole la cara de Shatov—. ¡Hay que verle la cara!

—¡Anímese, Arina Prohorovna…! ¡Ésta es una alegría inmensa…! —murmuró Shatov con semblante prodigiosamente feliz, radiante al oír las dos palabras de Marie acerca del niño.

—¿A qué alegría inmensa se refiere? —preguntó Arina Prohorovna jovialmente, poniendo todo en orden y trabajando como una esclava.

—El misterio de la llegada de un nuevo ser humano es grande e incomprensible. ¡Lamento, Arina Prohorovna, que no lo crea usted así!

Shatov, aturdido y embelesado, murmuraba palabras inconexas. Era como si algo le agitara la cabeza y desbordara de su alma, a pesar suyo.

—Eran dos seres y ahora hay un tercero, un espíritu nuevo, completo y acabado, de los que no puede hacer el hombre con sus propias manos…, un nuevo pensamiento y un nuevo amor…, causa hasta espanto pensarlo… ¡Y en este mundo no hay nada más grande!

—¡Pero mire lo que dice este hombre! Sólo se trata de un desarrollo ulterior del organismo, sólo eso. No hay misterio de ninguna clase —dijo Arina Prohorovna con risa franca y alegre—. De ser verdad lo que dice, hasta una mosca sería un misterio. Pero escuche lo que digo: no debiera nacer más gente, pues ya sobra. Primero hay que cambiarlo todo de manera que no sobre, y después ¡que nazca! Bueno, pasado mañana tendremos que llevarlo al orfanato… No hay más remedio.

—De ningún modo lo mandaré al orfanato —exclamó Shatov con firmeza, mirando el suelo.

—¿Lo va usted a adoptar?

—Es mi hijo.

—Por supuesto es un Shatov, legalmente es un Shatov, y no tiene usted que hacerse pasar por bienhechor de la humanidad. Los hombres no pueden vivir sin frases bonitas. Bueno, bueno, muy bien; pero, señores míos, tengo que irme —dijo cuando acabó de arreglarlo todo—. Volveré esta mañana y también luego a la tarde, si es necesario; pero ahora, ya que todo ha resultado bien, tengo que ver a otras pacientes que me esperan hace tiempo. Creo que tiene por ahí a una vieja, Shatov. Una vieja está bien, pero no deje sola mucho tiempo a su mujer. Siéntese a su lado, que quizá puede serle útil. María Ignatyevna no le mandará a paseo, por lo visto… Vamos, hombre, que lo decía sólo en broma.

En la puerta, hasta donde la acompañó Shatov, agregó sólo para él:

—Me ha dado usted que reír para el resto de mi vida. No le cobraré nada. Me reiré hasta en sueños. Nunca he visto nada más cómico que usted esta noche pasada.

Y se marchó plenamente satisfecha. Por el aspecto y las palabras de Shatov era evidente que este hombre «se preparaba a ser padre y era un atontado». De inmediato corrió a su casa para contarle todo a Virginski, aunque le habría quedado más cerca ir a ver a otra paciente.

Marie, ha dicho la comadrona que debes esperar un ratito antes de dormirte, aunque veo que te va a ser muy difícil… —apuntó Shatov con timidez—. Yo me sentaré aquí a la ventana y te cuidaré, ¿qué te parece?

Y se sentó junto a la ventana, detrás del sofá para que no pudiera verlo. Pero no había pasado un minuto cuando lo llamó y le pidió quejumbrosa que le arreglara la almohada. Él se puso a hacerlo, mientras ella miraba enfurruñada la pared.

—¡No, así no, así no…! ¡Qué manos más torpes!

Él volvió a intentarlo.

—¡Baje la cabeza! —dijo ella de pronto con voz huraña y esforzándose por no mirarle.

Él se estremeció, pero inclinó la cabeza sobre ella.

—Un poco más…, así no…, más cerca… —y con un movimiento impulsivo, rodeó el cuello de él con el brazo izquierdo y le estampó en la frente un beso húmedo y ardiente.

¡Marie!

A ella le temblaban los labios y pugnaba por dominarse, pero de improviso se incorporó y exclamó con ojos chispeantes:

—¡Nikolai Stavrogin es un miserable! —y, exhausta, volvió a caer en la cama como si la hubiesen cortado de raíz, con la cabeza hundida en la almohada, sollozando histéricamente y apretando con fuerza en la suya la mano de Shatov.

Desde ese momento ya no le permitió alejarse de ella y le pidió que se sentase a la cabecera de la cama. No podía hablar mucho, pero no apartaba de él la vista, sonriendo cándidamente. Parecía haberse convertido de súbito en una jovencita inconsciente. Todo parecía haber cambiado. Shatov lloraba como un mocoso, o bien hablaba arrebatado, como una cotorra, a tontas y a locas. Le besaba las manos. Ella lo escuchaba extasiada, quizá sin entender palabra, pero acariciándolo con la mano débil. Él le habló de Kirillov, de cómo empezarían a vivir «una vida nueva» y «para siempre», de la existencia de Dios; de lo bueno que era todo el mundo… En medio de su entusiasmo sacaron de nuevo al niño para contemplarlo.

Marie —exclamó, tomando al niño en brazos—, la pesadilla de antes ha concluido, igual que la vergüenza y las demás porquerías. Ahora comenzaremos de nuevo los tres juntos…, ¡sí, sí…! Ah, a propósito ¿qué nombre le pondremos?

—¿Qué nombre? ¿A él? —repitió sorprendida. Su rostro dio muestra de terrible angustia.

Cruzó las manos, miró a Shatov con reproche y ocultó la cara en la almohada.

Marie ¿qué te pasa? —gritó él con dolorida alarma.

—¡Ingrato! ¿Cómo pudo usted, cómo pudo…?

Marie… , perdóname, Marie… Sólo te he preguntado qué nombre íbamos a ponerle. Yo no sé…

—¡Ivan! ¡Ivan! —ella levantó la cara, sonrojada y cubierta de lágrimas—. ¿Cómo podía pensar que le pondríamos otro nombre horrible?

Marie, cálmate. ¡Estás muy nerviosa!

—¡Otra grosería! ¡Atribuirlo a mis nervios! Apuesto a que si yo hubiera dicho que le pusiéramos… ese nombre horrible, usted habría consentido inmediatamente, quizás hasta sin pensarlo. ¡Oh, qué viles y mezquinos son los hombres! ¡Todos son iguales!

Por supuesto, un momento después, habían hecho las paces. Shatov la persuadió de que durmiera un rato. Ella se durmió, pero sin soltarle la mano. Se despertaba a menudo, lo miraba como recelosa de que se fuera y volvía a dormirse.

Kirillov mandó sus «felicitaciones» con la vieja, y envió té caliente, filetes fritos, caldo y pan blanco para «María Ignatyevna». La paciente bebió el caldo con ansia y la vieja le cambió los pañales al niño. Marie hizo que Shatov se comiera los filetes.

Tiempo después, extenuado, Shatov, se durmió en su silla, con la cabeza en la almohada de Marie. Así los encontró Arina Prohorovna, que cumplía con su palabra. Los despertó alegremente, habló con Marie de lo que había que hacer, examinó al niño y ordenó una vez más a Shatov que no dejara sola a su mujer. Luego, después de burlarse de la «feliz pareja» se fue satisfecha como la vez anterior.

Cuando Shatov se despertó ya no había luz, por eso lo primero que hizo fue encender una bujía. Luego fue a buscar a la vieja. Al llegar a la escalera sintió los pasos suaves y lentos de alguien que subía a su encuentro. Era Erkel.

—¡No entre! —murmuró Shatov; y tomándolo impulsivamente de la mano lo obligó a volver a la puerta—. Espere aquí, que enseguida vuelvo. ¡Me había olvidado de usted por completo! ¡Ay, cómo me lo recuerda usted ahora!

Tanta prisa se daba que no corrió a ver a Kirillov y sólo llamó a la vieja. Marie estaba desesperada al par que indignada de que a él «pudiera ocurrírsele dejarla sola».

—¡Pero si éste es el último paso! —gritó él con entusiasmo—. ¡Y luego una vida nueva, y nunca más recordaremos los horrores pasados!

De algún modo logró calmarla y prometió volver a las nueve en punto. La besó con ardor, besó al niño y bajó de inmediato para encontrarse con Erkel.

Fueron al parque de Stavrogin en Skvoreshniki, donde, en un lugar solitario, en un extremo del parque lindante con un pinar, había enterrado hacía un año y medio la imprenta que le había sido confiada. Era un sitio agreste y despoblado, enteramente invisible, bastante apartado de la mansión de Stavrogin. Distaba de la casa de Filippov unas tres versas y media, quizá cuatro.

—¿Vamos a ir andando? Tomaré un coche.

—Le ruego encarecidamente que no lo tome —respondió Erkel—. Han puesto mucho énfasis en este punto porque el cochero sería un testigo.

—Está bien, da lo mismo. ¡Lo que importa es terminar con esto!

Caminaron deprisa.

—¡Erkel, es usted un jovencito! —gritó Shatov—. ¿Ha sido usted feliz alguna vez?

—El que parece serlo y mucho, es usted —le respondió Erkel intrigado.

Los demonios
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