1
Pasaron unos ocho días y las cosas empezaron a embrollarse un poco. Notaré de paso que tuve que sobrellevar muchas molestias durante esa desventurada semana, sin poder apartarme un poco de mi pobre amigo, comprometido para casarse, en mi calidad de confidente íntimo. Lo que más lo apenaba era la vergüenza que sentía, aunque esa semana no vimos a nadie y la pasamos solos; pero tenía vergüenza hasta de mí, de tal modo que cuanto más me revelaba, más contrariado se mostraba conmigo. Su suspicacia le hacía creer que todo el mundo conocía ya el asunto, toda la ciudad, y en consecuencia temía presentarse no sólo en el club, sino hasta en el pequeño círculo de sus amigos. Incluso los paseos que necesitaba para hacer ejercicio los daba entrada la noche, cuando reinaba la completa oscuridad.
Al cabo de ocho días no sabía aún si efectivamente era «novio», y por mucho que lo intentó no consiguió saberlo con toda seguridad. Todavía no se había entrevistado con la novia; más aún, no tenía la certeza de que fuera su novia, ni sabía siquiera si el asunto iba verdaderamente en serio. Por el motivo que fuese, Varvara se negaba rotundamente a que se acercase a ella. A una de sus primeras cartas (y le escribió muchas) ella contestó con el ruego de que no la importunase por el momento porque estaba ocupada; que ella tenía también muchas cosas importantes de su propia cosecha que comunicarle, pero que aguardaba para hacerlo a tener más tiempo libre del que con entonces contaba, y que en su tiempo y sazón le diría cuándo podía ir a verla. En cuanto a las cartas, aseguraba que se las devolvería sin abrir porque eran sólo «un capricho inútil». Yo leí esta nota de ella, que él mismo me enseñó.
Sin embargo, estas palabras tan bruscas como vagas no eran nada comparadas con su preocupación cardinal, preocupación que lo atormentaba de manera aguda e insistente y que lo hizo enflaquecer y acobardarse. Era algo que lo avergonzaba más que ninguna otra cosa, algo de lo que no quería hablar ni siquiera conmigo; al contrario, cuando aludía a ello me mentía y disimulaba como un chicuelo, lo que no impedía que me mandase llamar a diario, que no pudiera pasar sin mí un par de horas y necesitara de mí como del agua o del aire.
Semejante conducta hirió un poco mi amor propio. Valga decir que yo había adivinado hacía tiempo su secreto principal y que lo habría comprendido todo. Era entonces íntima convicción mía la de que la revelación de este secreto de Stepan, de esa preocupación cardinal, no redundaría en su honor, y, por lo tanto, como hombre todavía joven, me indignaban las groserías de sus sentimientos y la falta de delicadeza de algunas de sus sospechas. En mi irritación del momento —y también, lo confieso, por hastío de mi papel de confidente— quizá lo censuraba demasiado. En mi insensibilidad quería que me lo confesase todo, si bien, por otro lado, estaba dispuesto a admitir lo difícil que sería confesar ciertas cosas. Él también caló mis intenciones, es decir, se dio clara cuenta de que yo había vislumbrado sus pensamientos y estaba, por eso, enojado con él, y él, por su parte, estaba enojado conmigo porque yo lo estaba con él y había vislumbrado sus pensamientos. Acaso mi irritación fuese mezquina y absurda, pero cuando dos personas conviven aisladas resulta perjudicada la amistad sincera. Desde cierto punto de vista, él comprendía rectamente algunos aspectos de su situación e incluso podía definirla con precisión en aquello en que no era menester mantener el secreto.
—¡Oh, qué diferente era ella entonces! —me decía alguna vez de Varvara—. ¡Qué diferente era entonces, cuando hablábamos de todo…! ¿Querrá usted creer que entonces todavía sabía hablar? ¿Querrá creer que todavía tenía ideas propias? ¡Ahora todo ha cambiado! Dice que esto no es más que palabrería anticuada. Desprecia nuestro pasado… ahora tiene aire de dependienta de comercio, de ama de casa, de mujer amargada, y está siempre enfadada…
—¿Y por qué está enfadada ahora que ha hecho usted lo que exige? —le pregunté.
Me miró de través.
—Cher ami, si no hubiera consentido se habría puesto furiosa conmigo, fu-rio-sa, pero en todo caso menos ahora que he consentido.
Quedó satisfecho con la paradoja, y esa noche dimos remate a una botella entre los dos. Pero eso fue sólo un instante. Al día siguiente se sentía más atribulado y abatido que nunca.
Sin embargo, lo que más me irritaba era que no se decidía a hacer una visita a la recién llegada familia Drozdov para renovar la amistad, algo que, según se decía, la familia misma deseaba, pues habían preguntado por él, y algo que él, por su parte, ansiaba un día tras otro. De Liza hablaba con un entusiasmo que me resultaba difícil de entender. Sin duda recodaba en ella a la niña a quien tiempo atrás había amado tanto. Pero, además, se figuraba por algún motivo que junto a ella encontraría en seguida alivio a todas sus penas de ahora y quizás el medio de despejar sus dudas más angustiosas. En Liza pensaba hallar una criatura de algún modo fuera de lo común. Pero, a pesar de ello, no iba a visitarla, aunque todos los días se disponía a hacerlo. Lo principal era que yo, por mi parte, tenía grandísimo empeño en conocerla, para lo cual sólo podía contar con Stepan. Por esos días me habían causado profunda impresión mis encuentros casuales con ella, por supuesto en la calle, cuando ella salía de paseo en un soberbio caballo, en traje de amazona, acompañada por aquél a quien llamaban su pariente, un apuesto oficial del ejército, sobrino del difunto Drozdov. Mi ofuscación duró un instante y no tardé en comprender lo imposible de mis sueños; pero sólo por un instante. Es posible comprender mi enojo con mi pobre amigo por su terca reclusión.
A todos los amigos se les había advertido oficialmente desde un principio que Stepan no recibiría durante algún tiempo y se les había rogado que no le importunasen de ningún modo. Él insistió en que se les enviase una circular a tal efecto, a pesar de que yo me opuse. A requerimiento de él fui a verlos a todos para decirles que Varvara había encargado a nuestro «viejo» (así le llamábamos entre nosotros) un trabajo arduo, a saber, ordenar cierta correspondencia de varios años de duración; que se había encerrado en casa y que yo lo estaba ayudando, etc., etc. Al único que tuve tiempo de encontrar fue a Liputin, y decidí aplazarlo; en realidad, temía encontrarlo. Sabía de antemano que no creería una sola palabra mía, que comenzaría a gritar sin duda que allí había un secreto que sólo a él querían ocultarle, y que no bien me apartara de él recorrería toda la ciudad haciendo preguntas y propalando chismes. Así iba cavilando cuando por casualidad tropecé con él por la calle. Parecía haberse enterado ya de todo por medio de los amigos a los que yo había avisado lo que pasaba. Pero, cosa rara, no sólo no manifestó curiosidad ni hizo preguntas acerca de Stepan, sino que, al contrario, me cortó la palabra cuando empecé a disculparme por no haber ido antes en su busca y pasó seguidamente a otro tema. Verdad es que tenía muchas cosas que contar; estaba excitadísimo y muy contento de tropezar con alguien que lo escuchara. Empezó contando las noticias de la ciudad, la llegada de la gobernadora con «nuevos temas de conversación», la oposición que se estaba formando en el club, el hecho de que todo el mundo hablase de las nuevas ideas aunque no a todos les iban bien, etc., etc. Estuvo hablando un cuarto de hora y de manera tan divertida que no podía apartarme de él. Aunque no podía aguantarlo, confieso que tenía el don de hacerse escuchar, sobre todo si se ponía furioso por algún motivo. A mi juicio, este hombre era un espía auténtico y congénito. En todo momento sabía las últimas noticias y los secretos de nuestra ciudad, con preferencia los inconfesables, y era cosa de maravilla oír hasta qué punto consideraba de su incumbencia cosas que nada tenían que ver con él. Siempre pensé que el rasgo destacado de su carácter era la envidia. Cuando esa misma tarde conté a Stepan mi encuentro de la mañana con Liputin y la conversación que tuvimos, aquél, con gran sorpresa mía, se alarmó sobremanera y me hizo la absurda pregunta de si «Liputin sabía o no». Yo traté de probarle que era imposible que lo supiera tan pronto y que seguramente nadie se lo habría dicho, pero Stepan seguía en sus trece.
—Piense usted lo que guste —dijo al fin inesperadamente—, pero yo estoy convencido de que no sólo sabe todo lo tocante a nuestra situación, y con todos los detalles, sino que sabe todavía más, algo que ni usted ni yo sabemos y que quizá nunca sabremos, o que sabremos cuando sea demasiado tarde y la cosa ya no tenga solución.
Yo guardé silencio, pero esas palabras sugerían mucho. Después de esto pasaron cinco días sin que mencionáramos una sola vez el nombre de Liputin. Para mí estaba claro que Stepan se arrepentía de haberme confesado tales sospechas y de haberse ido demasiado de lengua.