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Cuando los rumores de que se liberaría a los siervos comenzaron a circular por Rusia, visitó a Varvara Petrovna un barón que venía de Petersburgo, hombre muy relacionado en la alta sociedad y muy cercano al gran acontecimiento. Varvara Petrovna apreciaba mucho tales visitas, porque desde la muerte de su marido sus contactos con la alta sociedad habían ido languideciendo y habían acabado por interrumpirse por completo. El barón estuvo tomando el té con ella. Estaban solos, salvo por Stepan Trofimovich, a quien Varvara Petrovna había invitado y deseaba exhibir. El barón ya había oído hablar algo de él o fingió haber oído, pero durante el té habló poco con él. Stepan Trofimovich quiso, por supuesto, quedar bien, amén de que sus modales eran exquisitos. Aunque de familia no muy encopetada, según parece, tuvo la suerte de criarse desde la niñez en una casa humilde de Moscú y, por consiguiente, con bastante esmero. Hablaba francés como un parisiense. De este modo, el barón debió de comprender desde el primer momento de qué clase de gente se rodeaba Varvara Petrovna aun en el aislamiento de la provincia. Pero no fue así. Cuando el visitante confirmaba sin reservas la absoluta autenticidad de los primeros rumores que entonces empezaba a circular sobre la gran reforma, Stepan Trofimovich no pudo contenerse, gritó de pronto «¡Hurra!» e hizo con la mano un gesto de entusiasmo. No fue un grito muy agudo ni careció de decoro. Tal vez el entusiasmo fuese premeditado y el gesto ensayado ante el espejo media hora antes del té; pero algo debió de fallarle, porque el barón se permitió una ligera sonrisa aunque, al momento y con exquisita cortesía, se puso a hablar de la emoción general y natural que embargaba todos los corazones rusos ante el magno acontecimiento. Poco después se despidió, sin olvidar al marcharse alargar un par de dedos a Stepan Trofimovich. De regreso a la sala, Varvara Petrovna se quedó callada unos minutos como si buscara algo en la mesa hasta que de pronto miró a Stepan Trofimovich, pálida y con ojos centelleantes, y le dijo en voz baja:
—¡Nunca le perdonaré lo que ha hecho!
Al siguiente día se reunió con su amigo como si nada hubiera pasado. Nunca aludió a lo ocurrido. Pero trece años después, en un momento trágico, lo recordó y se lo reprochó de nuevo, palideciendo como trece años antes cuando lo había dicho por vez primera. Sólo dos veces en la vida le había dicho «¡Nunca le perdonaré lo que ha hecho!». Lo del barón era ya la segunda; pero la primera fue a su modo tan característica y vino, por lo visto, a significar tanto en el destino de Stepan Trofimovich que he decidido referirme a ella.
Ello sucedió en la primavera de 1855, en el mes de mayo, justamente después de recibirse en Skvoreshniki la noticia del fallecimiento del teniente general Stavrogin, viejo frívolo, muerto de una afección al estómago cuando iba camino de Crimea para incorporarse al servicio activo. Varvara Petrovna quedó viuda y se puso de luto riguroso. Verdad es que no debió de sentir mucho dolor porque, por incompatibilidad de caracteres, llevaba cuatro años separada del marido, a quien venía pasando una pensión (el teniente general contaba sólo con centenar y medio de siervos y la paga militar, además de una alta graduación y relaciones, porque todo el dinero, así como Skvoreshniki, pertenecía a Varvara Petrovna, hija única de un rentista riquísimo). Ello no obstante, quedó impresionada con lo inesperado de la noticia y determinó vivir en completa soledad. Ni que decir tiene que Stepan Trofimovich fue su compañero inseparable.
Mayo estaba a pleno. Los atardeceres eran maravillosos. Florecían los cerezos silvestres. Los dos amigos se reunían a última hora de la tarde en el jardín y, sentados en el cenador hasta entrada la noche, compartían sus ideas y pensamientos. Había momentos poéticos. Afectada por el cambio de vida, Varvara Petrova hablaba más que de ordinario. Parecía querer apretarse contra el corazón de su amigo y así transcurrieron varios días. De pronto se le ocurrió a Stepan Trofimovich un pensamiento extraño: «¿No contaba con él la viuda inconsolable y no esperaría de él una propuesta de matrimonio al cabo del año de luto?». Era un pensamiento cínico, pero cuando más excelso es un espíritu tanto más contribuye a la preferencia por los pensamientos cínicos, tal vez sólo por las múltiples posibilidades que ofrecen. Empezó a examinar el asunto detenidamente y llegó a la conclusión de que así parecía ser. Se decía «sí, es una hacienda enorme, pero…». En realidad, Varvara Petrovna no tenía pizca de hermosa. Era alta, amarilla de tez, huesuda, de rostro desmesuradamente largo con un no sé qué caballuno. Stepan Trofimovich vacilaba cada día más, lo atormentaba la duda y hasta lloró de indecisión un par de veces (lloraba con bastante frecuencia). Sin embargo, a la caída de la tarde, su semblante empezó a reflejar algo equívoco e irónico, una pauta de coquetería al par que de altivez. Esto sucede a menudo sin querer, involuntariamente, y es tanto más perceptible cuanto más honrado es un hombre. Quién sabe cómo juzgar el caso, pero lo más probable es que en el corazón de Varvara Petrovna no hubiera nada que justificase las sospechas de Stepan Trofimovich. Por otra parte, ella no habría modificado el apellido Stavrogina por el de él, por muy famoso que éste fuera. Tal vez todo se redujo a un pasatiempo de parte de Varvara Petrovna, la revelación de una inconsciente exigencia de mujer, muy natural en algunas circunstancias excepcionales. Pero no puedo poner las manos en el fuego por ello. Hasta hoy sigue siendo un misterio el corazón femenino. Pero continúo con mi relato.
Es posible suponer que ella, más observadora y sagaz, adivinó enseguida por detrás de la extraña expresión del semblante de su amigo, que con frecuencia demostraba una inocencia excesiva. No obstante, los encuentros vespertinos seguían su curso acostumbrado y los coloquios eran igual de líricos e interesantes. Ocurrió que en cierta ocasión, después de un diálogo animado y poético, se separaron llegada la noche, dándose un cordial apretón de manos a la puerta de la casita en donde residía Stepan Trofimovich. Los veranos se instalaban en esa dependencia, situada casi en el jardín de la enorme mansión señorial de Skvoreshniki. Acababa de entrar en su vivienda y, en desabrida meditación, se disponía a encender un cigarro y, sin encenderlo aún, se había detenido vencido por el cansancio, paralizado ante la ventana abierta, mirando las nubes blancas y tenues como plumón de ave que se desliza en torno a la brillante luna. De pronto, un ligero susurro lo sobresaltó. Allí estaba otra vez Varvara Petrovna, de quien se había separado sólo cuatro minutos antes. El rostro amarillo de la dama había tomado un matiz casi azulado y le temblaban las comisuras de los labios apretados. Durante diez segundos por lo menos le clavó la mirada, en silencio, con mirada dura e implacable, y de pronto musitó con rapidez:
—¡Jamás le perdonaré lo que ha hecho!
Cuando transcurridos diez años de esta escena Stepan Trofimovich me contaba su melancólica historia en voz baja y a puerta cerrada, juraba que fue tal la impresión que aquello le produjo que no vio ni oyó desaparecer a Varvara Petrovna. Dado que más tarde ella no aludió jamás a lo ocurrido y las cosas siguieron como antes, llegó a pensar que todo había sido una alucinación, un amago de dolencia, tanto más cuanto que esa misma noche cayó en efecto enfermo y lo estuvo quince días, lo que muy a propósito vino a interrumpir las entrevistas en el cenador.
Pero lejos de pensar en una alucinación, todos los días de su vida aguardó la continuación o, si se prefiere, el desenlace de este acontecimiento. No creía que pudiese terminar así. Y si así terminó, motivo tuvo para mirar de reojo a su amiga más de una vez.