3

—¡Ah, este lugar! —y señalando un sillón que estaba junto a la mesa y asistida por Mavriki Nikolayevich, Praskovya Ivanovna se dejó caer en él—. Si no fuera por mis piernas, nunca me sentaría en su casa, querida —agregó con una voz opaca.

Varvara Petrovna levantó apenas la cabeza y con semblante crispado oprimió su sien derecha con los dedos, marca evidente de un dolor punzante (tic douloureux).

—Veamos, Praskovya Ivanovna, ¿por qué motivo no te habrías sentado en mi casa? He disfrutado y compartido durante toda la vida de una amistad sincera con tu difunto marido y con tus niñas y por si no lo recuerdas nosotras jugábamos a las muñecas en el colegio.

Praskovya Ivanovna hizo un gesto desdeñoso con las manos.

—Ya lo sabía yo. Cuando se dispone usted a criticar, vuelve una y otra vez con la misma cantinela del colegio. Es un truco. Pero bien sé yo que esto no es más que un simple palabrerío. Ya no hay quién soporte la historia del colegio.

—Parece que has llegado de pésimo humor. ¿Te duelen las piernas? Aquí traen el café. Tómalo y no te enojes.

—Insiste usted, Varvara Petrovna en tratarme como si fuera una niña. ¡No quiero café! —y con un gesto impasible rechazó el café que le ofrecía el criado. También los otros rehusaron el café, excepto Mavriki Nikolayevich y yo. Si bien Stepan Trofimovich lo aceptó, de inmediato lo dejó en la mesa. María Timofeyevna, aunque habría querido tomar otra taza y hasta había estirado su mano para aceptarla, lo pensó mejor y la rehusó con decoro, sintiéndose por demás satisfecha.

Varvara Petrovna se sonrió ambiguamente.

—¿Sabes, querida Praskovya Ivanovna? Seguramente has vuelto a imaginarte algo y es con esa suposición con la que has llegado a mi casa. Has imaginado cosas toda la vida. Te has enardecido con lo del colegio. Pues bien, ¿te acuerdas de cómo llegaste un día y dijiste a toda la clase que el oficial de húsares Shablykin te había hecho una declaración de amor? ¿Y recuerdas cómo madame Lefebure demostró que mentías? Pero el caso es que no mentías, sino que sencillamente lo habías imaginado para divertirte. Bien, veamos, ¿qué te traes ahora? ¿Qué has imaginado esta vez? ¿Por qué estás tan incómoda?

—Hablando de amores, ¿recuerda usted que se enamoró en el colegio del clérigo que nos enseñaba doctrina cristiana? Vamos, recuérdelo, ya que es usted tan memoriosa. ¡Ja, ja, ja!

Una carcajada malévola le produjo un acceso de tos.

—¡Ah, así que no has olvidado lo del clérigo…! —Varvara Petrovna la miró con ira. Su cara se tiñó de verde. De pronto Praskovya Ivanovna tomó un aire serio.

—No es momento para risas, querida. He venido para saber por qué ha mezclado usted a mi hija en su escándalo ante toda la ciudad.

—¿En mi escándalo? —Varvara Petrovna se incorporó amenazadora.

—Mamá, te ruego yo también que hables con más moderación —dijo Liza Nikolayevna.

—¿Qué es lo que has dicho? —preguntó la madre, decidida una vez más a chillar, pero dominándose ante la fulminante mirada de su hija.

—¿Cómo es posible que hables de escándalo, mamá? —dijo Liza ruborizándose—. He llegado hasta aquí por mi propia voluntad, con permiso de Iulia Mihailovna, sólo porque quiero conocer la historia de esta infeliz y ver si puedo serle útil en algo.

—«La historia de esta infeliz» —repitió despacio Praskovya Ivanovna con risa maligna—. ¿Y por qué motivo tienes que mezclarte en estas «historias»? Y en cuanto a usted, querida, ¡ya estamos hartos de su despotismo! —exclamó furiosa volviéndose a Varvara Petrovna—. Decían por allí, no sé si con razón o sin ella, que tenía usted a toda la ciudad en un puño, pero noto evidentemente que ha llegado su hora.

Varvara Petrovna estaba tiesa en su asiento como flecha a punto de salir disparada del arco. Durante diez segundos tuvo los ojos clavados severamente en Praskovya Ivanovna.

—Agradécele a Dios, Praskovya, que todos los presentes sean gente de confianza —dijo al fin con calma siniestra—. Tu lengua ha ido demasiado lejos.

—Pues yo, querida, no le temo a la opinión ajena tanto como le teme otra persona cuyo nombre no diré. Bien sé que, por orgullo, usted tiembla ante el qué dirán. Y con respecto a que ésta es gente de confianza, es mejor para usted que así sea.

—Te has vuelto más juiciosa esta semana, ¿verdad?

—No se trata de eso, no es que me haya vuelto más juiciosa, sino que finalmente la verdad ha salido por fin a la luz esta semana.

—¿Cuál verdad ha salido a relucir esta semana? Óyeme bien, Praskovya Ivanovna, no hagas que pierda la calma. Explícate ahora mismo, te lo pido encarecidamente: ¿qué verdad ha salido a relucir y qué quieres dar a entender con ello?

—¡Ahí la tienes! ¡Ahí está sentada toda la verdad! —Praskovya Ivanovna de pronto señaló con el índice a María Timofeyevna y lo hizo con la osadía desesperada de quien ya no mide las consecuencias y piensa sólo en satirizar a su adversario. María Timofeyevna, que había estado mirándola todo ese tiempo con alegre curiosidad, lanzó una gozosa carcajada al saberse señalada por el dedo de la enfurecida visitante y se acomodó feliz en su sillón.

—¡Jesucristo! ¡Señor mío! Pero ¿todos ustedes han perdido el juicio? —exclamó Varvara Petrovna palideciendo y apretándose contra el respaldo de su asiento.

Se puso tan pálida que produjo una conmoción en la sala. Fue Stepan Trofimovich el primero en correr a su lado; yo también me acerqué; hasta Liza se levantó de su sillón, aunque sin apartarse de él. Pero la que más se asustó fue la propia Praskovya Ivanovna. Lanzó un grito, se levantó cuanto pudo y empezó a lamentarse con voz llorosa.

—¡Varvara Petrovna, amiga mía, perdone mi malicia y mi necedad! ¡Vamos, pronto, que alguien le dé agua!

—¡Pero, por favor, Praskovya Ivanovna, no lloriquees, te lo ruego! ¡Y ustedes, señores, apártense ya mismo, háganme el favor! ¡No necesito agua! —dijo Varvara Petrovna con firmeza, aunque con voz opaca y labios descoloridos.

—¡Varvara Petrovna, querida amiga mía! —prosiguió Praskovya Ivanovna algo más tranquila—. Siento culpa por haber estado hablando a tontas y a locas, pero es que me tienen completamente trastornada esos anónimos con los que algún infame me está bombardeando. Mejor fuera que se los mandaran a usted, ya que es a usted a quien se refieren, porque yo, al fin y al cabo, tengo una hija.

Varvara Petrovna la miró en silencio con ojos muy abiertos y la escuchó con asombro. En ese instante se abrió silenciosamente la puerta que había en un rincón y apareció Daria Pavlovna. Al entrar se detuvo y miró a su alrededor; nuestra turbación la dejó atónita. Evidentemente no notó la presencia de María Timofeyevna, ya que nadie se la había advertido. Stepan Trofimovich fue el primero en verla, hizo un movimiento rápido, enrojeció y, no se sabe por qué, anunció en voz alta: «¡Daria Petrovna!», logrando que todas las miradas convergieran en la recién llegada.

—¡Así que ésa es Dasha! —exclamó María Timofeyevna—. ¡Mira, Shatushka, no se parece a tu hermana! ¿Y cómo se atreve ese hermano mío a llamar a esta muchacha encantadora «la sierva Dasha»?

Mientras tanto Daria Pavlovna se había acercado a Varvara Petrovna, pero sorprendida por la exclamación de María Timofeyevna se volvió rápidamente y quedó plantada ante su silla, clavando los ojos largamente en la chiflada.

—Siéntate, Dasha —dijo Varvara Petrovna con una calma alarmante—. Más cerca, así, aún sentada desde donde estás puedes ver a esa mujer. ¿La conoces?

—No, no la he visto nunca —respondió en voz baja Dasha; y tras un silencio breve agregó—: debe ser la hermana enferma de un tal señor Lebiadkin.

—Para mí también es la primera vez que la veo, querida, aunque hace ya tiempo que quería conocerla. Noto además que en cada uno de sus gestos se nota la buena educación —exclamó María Timofeyevna con entusiasmo—. Y en cuanto a lo de los insultos de ese lacayo mío, ¿cómo es posible que una joven tan simpática y bien educada como usted le haya robado dinero? ¡Porque es usted simpática, simpática, simpática! Así como se lo digo —concluyó con ardor, remarcando cada una de sus palabras y mientras sacudía su mano.

—¿Entiendes algo? —inquirió Varvara Petrovna con altiva dignidad.

—Lo entiendo todo, señora…

—¿Has oído lo que te ha dicho del dinero?

—Se debe referir al dinero que, a pedido de Nikolai Vsevolodovich, cuando estaba todavía en Suiza, me encargué personalmente de entregarle al señor Lebiadkin, el hermano de ella.

Hubo un momento de silencio.

—¿Fue el mismo Nikolai Vsevolodovich quien te pidió que lo entregaras?

—Él tenía mucho deseo de hacer llegar ese dinero al señor Lebiadkin: trescientos rublos en total. Y como no conocía su dirección y sólo sabía que vendría aquí a nuestra ciudad, me pidió que se lo entregara, si efectivamente venía el señor Lebiadkin.

—¿Y qué es todo eso sobre el dinero… desaparecido? ¿Eso de lo que hablaba hace un momento esa mujer?

—De eso no sé nada, señora. Yo también he oído decir que el señor Lebiadkin anda diciendo por ahí, a quien quiera oírlo, que no le di todo el dinero que le correspondía. Lo que dice no lo comprendo. Eran trescientos rublos y le entregué trescientos rublos.

Daria Pavlovna había recobrado ya casi por completo su compostura; y advertiré que habría sido difícil confundir por mucho tiempo a esta muchacha y sacarla de sus casillas, cualesquiera que fueran sus sentimientos. Respondía ahora sin apresurarse, contestaba enseguida y con precisión a cada pregunta, tranquila y llanamente, sin la menor huella de su primera y repentina agitación y sin el menor azoramiento que pudiera sugerir conciencia alguna de culpabilidad. La mirada de Varvara Petrovna no se desvió de ella un instante mientras estuvo hablando. Varvara Petrovna reflexionó un momento.

—Si Nikolai Vsevolodovich —dijo finalmente con firmeza y en beneficio de los presentes, aunque mirando sólo a Dasha— ni siquiera recurrió a mí para su encargo y te lo confió a ti, tendría sus razones para obrar así. No tengo ningún derecho a averiguar cuáles pueden haber sido sus motivos y si quería ocultármelos. Su participación me basta y me tranquiliza sobre el particular. Ante todo quiero que entiendas esto, Daria. Pero ya ves, hija, que aun con tu conciencia limpia y por desconocimiento del mundo puedes cometer alguna indiscreción; y la has cometido al aceptar ese contacto con un sinvergüenza. Los rumores pregonados por ese infame confirman tu indiscreción. Pero ya me informaré acerca de él y, como soy tu protectora, sabré defenderte. Ahora lo que hace falta es darle un final a todo esto.

—Lo mejor será que cuando él venga a verle a usted —interrumpió de pronto María Timofeyevna inclinándose ahora hacia delante en su sillón— lo envíe usted al cuarto de los criados. Que juegue allí con ellos a las cartas, sobre un baúl, mientras nosotros seguimos aquí tomando café. Se le puede mandar una taza, aunque sólo siento por él un desprecio muy grande —y sacudió la cabeza significativamente.

—Hace falta acabar con eso —repitió Varvara Petrovna después de escuchar atentamente a María Timofeyevna—. Por favor, Stepan Trofimovich, tire del cordón de la campanilla.

Stepan Trofimovich así lo hizo y dio un paso adelante con gran agitación.

—Sí…, sí, yo… —masculló acalorado, ruborizándose, cortándose y tartajeando—, sí, yo también he oído una historia canallesca o, mejor dicho, una calumnia…, ha sido… con la mayor indignación…, enfin c’est un homme perdu et quelque chose comme un forçat évadé

Se quedó cortado sin terminar la frase. Varvara Petrovna lo miró de pies a cabeza con los párpados entornados. Entró el ceremonioso Aleksei Yegorovich.

—El coche —ordenó Varvara Petrovna—. Y tú, Aleksei Yegorovich, prepárate para conducir a la señorita Lebiadkina a su casa. Ella misma te dirá dónde vive.

—El señor Lebiadkin lleva algún tiempo esperándola abajo y pide encarecidamente que se le reciba, señora.

—Eso es imposible, Varvara Petrovna —dijo, adelantándose con inquietud, Mavriki Nikolayevich, que hasta entonces había guardado silencio—. Permítame decir que no es la clase de hombre a quien se puede recibir en sociedad. Es…, es… un hombre imposible, Varvara Petrovna.

—Que espere —dijo ésta a Aleksei Yegorovich. Éste desapareció.

C’est un malhonnête homme et je crois même que cest un forçat évadé ou quelque chose dans ce genre —murmuró de nuevo Stepan Trofimovich volviendo a cortarse y a ponerse colorado.

—Liza, es hora de marcharnos —anunció con tono desdeñoso Praskovya Ivanovna levantándose de su asiento. Parecía arrepentida de haberse llamado a sí misma necia, impulsada por el miedo. Mientras estuvo hablando Daria Pavlovna la había escuchado con una mueca de altivez en los labios. Pero lo que más me chocó fue el semblante de Lizaveta Nikolayevna desde que entró Daria Pavlovna. Sus ojos expresaban odio y desprecio a duras penas disimulados.

—Espera un momento, Praskovya Ivanovna, te lo ruego —dijo Varvara Petrovna con la misma calma insólita de antes—. Por favor, siéntate. Estoy empeñada en terminar con todo lo que tengo que decir. Además, sé que te duelen las piernas. Así, gracias. Hace un momento perdí la cabeza y te dije unas cuantas palabras fuera de lugar. Debes perdonarme. He obrado mal y quiero ser la primera en confesarlo porque deseo ser justa en todo. Por supuesto, tú también te disparaste y aludiste a no sé qué anónimo. Toda carta anónima es ya merecedora de desprecio por el solo hecho de no estar firmada. Si tú piensas de otro modo no te lo envidio. En todo caso, te aconsejo que no te metas esa porquería en el bolsillo; yo no me ensuciaría con ella. Y ya que eres la que ha empezado a hablar de esto, te diré que yo también recibí hace seis días una carta anónima y bufonesca. En ella me decía un bribón que Nikolai Vsevolodovich se había vuelto loco y que yo, por mi parte, debía tener mucho cuidado con cierta mujer coja que «desempeñaría un papel extraordinario en mi vida»; me acuerdo bien de la expresión. Como sé que Nikolai Vsevolodovich tiene un sinfín de enemigos, mandé buscar a un sujeto de aquí, el más vengativo, taimado y despreciable de todos ellos, y de mi conversación con él saqué en claro de qué fuente ruin procedía el anónimo. Y si a ti también, mi pobre Praskovya Ivanovna, te han molestado por culpa mía con ese género de cartas, «bombardeándote» con ellas como decías, por supuesto que soy la primera en lamentar el haber sido causa inocente de ello. Eso es todo lo que quería decirte a manera de explicación. Siento que estés tan cansada y tan irritada. ¡Ah, una cosa más! He decidido aceptar enseguida a ese sujeto sospechoso de quien Mavriki Nikolayevich ha dicho, con expresión no del todo feliz, que es de ésos a quienes no se puede recibir. Liza, en particular, no tiene nada que hacer aquí. Ven acá, Liza, niña mía, y déjame que te dé otro beso.

Liza atravesó la sala y se paró en silencio delante de Varvara Petrovna, que se puso a besarla, a abrazarla, la miró con ojos de pasión, hizo sobre ella la señal de la cruz y volvió a besarla.

—Bueno, Liza, adiós —en la voz de Varvara Petrovna había casi lágrimas—. Créeme que nunca dejaré de quererte, sea cual sea la suerte que te depare el destino… Dios te bendiga, siempre he acatado su santa voluntad…

Habría dicho algunas palabras, pero hizo un esfuerzo y guardó silencio. Liza, siempre callada y como ensimismada, se dirigió a su asiento, pero de pronto se plantó ante su madre.

—Mamá, yo no me voy todavía. Quiero quedarme un rato más con la tía —dijo con voz tranquila, pero en sus palabras se reflejaba una férrea determinación.

—¡Santo Dios! ¿Qué es todo esto? —exclamó Praskovya Ivanovna, alzando los brazos en señal de impotencia. Sin embargo, Liza no contestó y hasta parecía que no la había oído. Se sentó en el mismo rincón de antes y se puso a contemplar de nuevo algo invisible en el aire.

El rostro de Varvara Petrovna dibujó una expresión de triunfo y orgullo.

—Mavriki Nikolayevich, le quiero pedir un gran favor. Tenga usted la bondad de echar un vistazo a ese hombre que está abajo, y si hay la menor posibilidad de aceptarlo, tráigalo aquí.

Mavriki Nikolayevich se inclinó y salió. Apenas un instante después volvió acompañado del señor Lebiadkin.

Los demonios
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