3

María Timofeyevna estaba en su habitación. Era un cuarto grande, dos veces el cuarto del capitán. Sus muebles eran toscos pero un mantel colorido adornaba la mesa ubicada delante del sofá. Una bujía iluminaba la sala y una alfombra muy bonita cubría el suelo. La cama, separada por una cortina verde que dividía el cuarto en dos, estaba alejada del resto del mobiliario. Cerca de la mesa, había un sillón grande y cómodo pero María Timofeyevna casi nunca lo usaba. En un rincón, como en su anterior casa, colgaba un ícono con una lamparilla encendida delante, y desparramadas por la mesa aparecían sus cosas indispensables: una baraja, un espejito, un librillo de canciones y hasta un panecillo dulce. Había, por añadidura, un par de libros con ilustraciones en color: uno, extracto de un popular libro de viajes para uso de adolescentes, y una colección de cuentos edificantes, en su mayoría sobre caballeros de la Edad Media, escritos especialmente para ser regalados en navidad y como textos escolares. También había un álbum con varias fotografías. Era evidente que, como había dicho el capitán, María Timofeyevna estaba ansiosa esperando al visitante, pero cuando éste entró, dormía recostada en el sofá, con la cabeza apoyada en una almohadilla de lana bordada. El recién llegado cerró la puerta con suavidad y, sin moverse, contempló a la durmiente.

El capitán había mentido un tanto al decir que ella se estaba «arreglando». Tenía puesto el mismo vestido oscuro que había llevado el domingo en casa de Varvara Petrovna. Los cabellos los tenía sujetos en la nuca de idéntico moño minúsculo y llevaba al descubierto su largo y delgado cuello. El chal negro que le había regalado Varvara Petrovna yacía, cuidadosamente doblado, en el sofá. Al igual que entonces, tenía la cara grotescamente cubierta de polvos y colorete. No había pasado más de un minuto cuando ella se despertó de pronto como si hubiera sentido sobre sí la mirada de él, abrió los ojos y se incorporó a toda prisa. Pero, por lo visto, algo extraño le sucedía también al visitante: seguía de pie en el mismo sitio, junto a la puerta, con la vista inmóvil y penetrante clavada silenciosa e insistentemente en el rostro de la joven. Quizás esa mirada era innecesariamente severa; quizás expresaba repugnancia o incluso un maligno deleite por haberla asustado; o quizás así lo había supuesto María Timofeyevna al despertar. Lo cierto es que, de improviso y tras una pausa momentánea, el rostro de ella reflejó un genuino espanto. Se contrajo convulso, mientras la pobre mujer levantaba las manos trémulas y rompía a llorar como un niño aterrorizado. Un instante más y habría empezado a gritar. Pero el visitante volvió en sí. De súbito alteró su semblante y se acercó a la mesa sonriendo amable y cariñosamente.

—Cuánto lamento haberla asustado, María Timofeyevna; fue mi modo de entrar inesperado mientras usted dormía —dijo alargándole la mano.

El sonido de aquellas amables palabras produjo el hechizo y desapareció el espanto, aunque ella seguía mirándolo sobresaltada, esforzándose por lo visto en descifrar algo. Trémula, le alargó la mano. Por fin, una tímida sonrisa afloró a sus labios.

—Hola, príncipe —susurró mirándole de modo extraño.

—¿Ha tenido usted un mal sueño? —continuó él con una sonrisa aún más cariñosa y amable.

—¿Y cómo sabe usted que estaba soñando con eso…? —de pronto se puso de nuevo a temblar, echándose hacia atrás, levantando la mano como para protegerse y a punto de romper de nuevo a llorar.

—¡No, basta ya! No hay por qué tener miedo. ¿Es que no me reconoce? —Stavrogin trató de persuadirla, pero esta vez no lo logró. Ella lo miraba, callada, con la misma penosa perplejidad y un angustioso pensamiento ocupaba su cabeza que intentaba en vano tratar de comprender algo. Después de algunas vacilaciones, aunque sin calmarse del todo, tomó una decisión.

—Siéntese, por favor, aquí junto a mí para que después pueda mirarlo bien —dijo con voz firme y al parecer con un nuevo propósito—. Y ahora no se preocupe, porque no lo miraré a los ojos y fijaré la vista en el suelo. No me mire usted tampoco hasta que yo se lo pida. Vamos, siéntese —dijo casi impaciente.

Estaba claro que un nuevo sentimiento se iba apoderando de ella.

Nikolai Vsevolodovich se sentó y esperó. Los dos guardaron silencio durante bastante rato.

—Hum. Todo esto me parece tan extraño —murmuró ella de pronto y casi con repugnancia—. Es verdad que he tenido malos sueños. Pero ¿por qué se me habrá aparecido usted en sueños con ese mismo aspecto que tiene ahora?

—Bueno, dejemos atrás los sueños —dijo él impaciente y volviéndose hacia ella aunque estaba vetado y quizás con la misma expresión de antes en los ojos. Sabía que ella había querido (y mucho) mirarlo varias veces, pero había resistido el deseo y no había apartado la vista del suelo.

—Escuche, príncipe… —dijo alzando de pronto la voz—. Escuche, príncipe…

—¿Por qué no me mira a los ojos? ¿Por qué no lo hace? ¿Qué significa esta comedia? —exclamó él, perdida la paciencia.

Ella no pareció haberlo oído.

—Escuche, príncipe —repitió en tono firme por tercera vez, con un mohín de preocupación y desagrado—. Cuando me dijo usted el otro día en el coche que se iba a anunciar el matrimonio, temí que nuestro secreto terminaría con ello. Pero ahora no sé. Lo vengo pensando y veo que no sirvo para ello. Sé acicalarme y, quizá también, recibir visitas. No es cosa del otro jueves invitar a alguien a una taza de té, sobre todo si hay criados. Pero, aun así, ¿qué va a decir la gente? Yo ya ese domingo por la mañana me hice cargo de mucho en aquella casa. Esa señorita guapa no me quitaba los ojos de encima, sobre todo cuando entró usted. Porque fue usted quien entró, ¿verdad? La madre de ella no es más que una mujer ridícula de la buena sociedad. Mi Lebiadkin también estuvo desbarrando, y para no romper a reír me puse a mirar el techo. ¡Hay que ver lo bonito que es ese techo pintado! La madre de él debiera haber sido una abadesa; le tengo miedo, aunque me regaló un chal negro. A buen seguro que todos ellos se hicieron una idea rara de mí. Yo no me enfadé; allí estaba sentadita pensando: «¿Qué clase de pariente suyo soy?». Claro está que la gente sólo espera dotes espirituales de una condesa, porque para las faenas domésticas cuentan con muchos criados; y también, sí, cierta coquetería fina para recibir a visitantes extranjeros. Pero, en fin, ese domingo me miraban todos con desaliento. Menos Dasha, que era un ángel. Mucho me temo que lo ofendieran a él con algún comentario indiscreto sobre mí.

—No tema, no hay por qué preocuparse —Nikolai Vsevolodovich hizo una mueca.

—Pero, por otro lado, no importa mucho que a él le dé un poco de empacho de mí, porque en eso hay siempre más lástima que vergüenza. Claro que depende de la persona. Porque él sabe que soy yo quien debe tenerles más lástima a ellos que ellos a mí.

—Usted parece muy ofendida con todos ellos, María Timofeyevna.

—¿Quién? ¿Yo? No —y se sonrió con generosidad—. En absoluto. Los estuve observando con cuidado. Todos ustedes estaban enfadados; todos reñían. Se juntan ustedes y no saben cómo llevarse bien. ¡Tanta riqueza y tan poca alegría! Eso me parece repugnante. Ahora, sin embargo, ya no compadezco a nadie. Sólo me compadezco a mí misma.

—Me he enterado de que usted lo pasó muy mal con su hermano mientras yo estuve fuera.

—¿Quién ha dicho eso? Tonterías. Lo paso mucho peor ahora con los malos sueños que tengo. Por cierto que esos malos sueños empezaron con la venida de usted. Vamos a ver, ¿por qué ha venido? Dígamelo, por favor.

—¿Quiere usted volver al convento?

—¡Sabía yo que querrían volver a meterme en el convento! ¿Pero se creen que no sé lo que es ese convento? Y además, ¿para qué voy a ir allá? ¿Con qué voy a ir ahora? Ahora estoy sola en el mundo. Ya es tarde para empezar la vida por tercera vez.

—Por algún motivo está usted muy enfadada. ¿No teme que deje de quererla?

—No me importa usted un comino. Lo que temo es que yo deje de querer a alguien.

Se rió desdeñosamente.

—Supongo que algo muy malo le he hecho a él —añadió como para sí—, pero no sé lo que podrá ser. Y el no saberlo me atormentará toda la vida. Siempre, noche y día, en estos últimos cinco años, he temido haberle hecho algo malo. He rezado, he rezado mucho, pensando continuamente en que le he hecho algo malo. Y, efectivamente, ahora resulta que es verdad.

—¿Qué es lo que efectivamente resulta?

—Lo que temo es que quizás hay algo también de su parte —prosiguió sin contestar a la pregunta, incluso sin oírlo—. De todos modos, ¿cómo ha podido juntarse con esa gentuza? La condesa habría querido devorarme, aunque me sentó a su lado en el coche. Todos conspiran; ¿es posible que él también lo haga? ¿Es posible? ¿Es posible que él también me haya traicionado? —le temblaron los labios y la barbilla—. Oiga, ¿ha leído usted algo acerca de Grishka Otrepyev, el pretendiente al trono de los zares, que fue maldecido en siete catedrales?

Nikolai Vsevolodovich guardó silencio.

—Bien, ahora voy a volverme hacia usted y voy a mirarlo —de súbito pareció tomar una determinación—. Vuélvase usted también hacia mí y míreme, pero con más atención. Quiero asegurarme por última vez.

—Hace ya mucho rato que estoy mirándola.

—Hum. Ha engordado usted mucho… —dijo María Timofeyevna observándolo con cuidado.

Estuvo por decir algo más, pero de nuevo, y por tercera vez, el mismo espanto de antes alteró momentáneamente su rostro; y de nuevo se echó hacia atrás, levantando la mano como para esquivar un golpe.

—Pero ¿qué es lo que le ocurre? —gritó Nikolai Vsevolodovich casi furioso.

Sin embargo, el espanto duró sólo un instante y su semblante se contrajo ahora en una extraña sonrisa, suspicaz y desagradable.

—Le ruego, príncipe, que se levante y entre —dijo de pronto con voz firme y perentoria.

—¿Cómo que entre? ¿A dónde voy a entrar?

—Durante cinco años no he hecho más que figurarme cómo entraría él. Levántese en seguida y salga a la habitación de al lado. Yo estaré sentada como si no esperase nada y tomaré un libro y usted entra de improviso después de haber viajado por el extranjero durante cinco años. Quiero ver cómo será eso.

Nikolai Vsevolodovich rechinó los dientes y murmuró unas palabras ininteligibles.

—¡Ya basta! —dijo golpeando la mesa—. Escúcheme, por favor, María Timofeyevna. Tenga la bondad de prestarme toda su atención si es posible. ¡Al fin y al cabo, no está usted loca del todo! —agregó con impaciencia—. Mañana voy a anunciar nuestro matrimonio. Nunca vivirá usted en una mansión, desengáñese. ¿Quiere usted vivir conmigo toda la vida, aunque muy lejos de aquí? Quiero decir en las montañas, en Suiza. Hay allí un sitio… No se preocupe, que nunca la abandonaré ni la meteré en un manicomio. Habrá bastante dinero para que podamos vivir sin necesidad de ayuda. Habrá una criada y usted no tendrá trabajo alguno que hacer. Tendrá todo lo que desee, dentro de lo posible. Podrá usted rezar sus oraciones, ir a donde quiera y hacer lo que le guste. No la tocaré y tampoco me moveré nunca de allí. Si quiere, no hablaré nunca con usted; o, si lo desea, me contará usted todas las noches sus cuentos, como lo hacía en aquel cuarto de Petersburgo. Si le parece bien, seré yo quien le lea libros. Pero a cambio de quedarnos en ese sitio (y es un sitio muy tétrico) toda la vida. ¿Quiere usted? ¿Se atreve a hacerlo? ¿No va a arrepentirse? ¿No me vendrá luego con lágrimas y maldiciones?

Ella lo escuchaba con sumo interés, sin decir palabra alguna mientras lo pensaba.

—Todo lo que me dice me parece increíble —respondió al cabo en tono a la vez irónico y displicente—. ¿De modo que quizá tuviera que vivir en esas montañas cuarenta años? —rompió a reír.

—Pero bueno, ¿y cuál es el problema? Viviremos cuarenta años —dijo Nikolai Vsevolodovich frunciendo el entrecejo.

—Hum. No iré allí ni arrastrada.

—¿Ni siquiera irá conmigo?

—¿Quién es usted para que yo vaya con usted? ¡Pasarme con usted cuarenta años sentada en lo alto de una montaña! ¡Valiente idea! ¡Y hay que ver lo paciente que se ha vuelto la gente ahora! No, no es posible que el gavilán se convierta en búho. ¡Mi príncipe no es así! —y levantó la cabeza con aire orgulloso y triunfante.

De improviso se le ocurrió a él:

—¿Por qué me llama usted príncipe y… por quién me toma? —preguntó.

—¿Cómo? Pero ¿no es usted príncipe?

—Nunca lo he sido.

—¿De modo que usted, usted mismo, me dice en mi propia cara que no es príncipe?

—Digo que nunca lo he sido.

—¡Santo Dios! —exclamó juntando las manos en señal de asombro—. Cualquier cosa esperaba de sus enemigos, pero esa insolencia ¡nunca! ¿Está vivo? —gritó frenética acercándose a Stavrogin—. ¿Es que lo has matado? ¡Vamos! ¡Confiesa!

—¿Con quién me confundes? —Stavrogin se levantó de un salto con el rostro desencajado. Pero ya no era fácil asustarla. Estaba triunfante.

—¿Quién sabe quién eres y de dónde has salido? ¡Sólo mi corazón, durante estos cinco años…, sólo mi corazón ha presentido toda esta intriga! Y yo he estado aquí sentada tratando de adivinar qué especie de búho ciego vendría al cabo. No, querido. Eres un mal actor; peor que mi Lebiadkin. Saluda en mi nombre a la condesa y dile que mande a alguien mejor que tú. Dime, ¿te ha contratado a sueldo? ¿Te ha dado trabajo en la cocina como obra de caridad? ¡Conozco bien vuestro engaño! ¡Os entiendo bien a todos, hasta al último de vosotros!

Él la tomó fuerte del brazo, por encima del codo, pero ella rompió a reír en su misma cara:

—Te pareces mucho a él, sí, mucho; y hasta puede que seas pariente suyo, ¡pero qué gente tan ladina! Debes saber que mi hombre es un gavilán y un príncipe, mientras que tú no eres más que un lechuzo y un mercachifle. Mi hombre, si quiere, se inclina ante Dios, y, si no quiere, no se inclina…, pero a ti te dio un bofetón Shatov (¡tan bueno, tan simpático!). Me lo dijo mi Lebiadkin. Y tú, ¿de qué tenías tanto miedo cuando entraste en la sala aquel domingo? ¿Quién te había asustado? Tan pronto como te vi esa cara vulgar cuando me caía y tú me levantaste…, fue como si en el corazón se me hubiera metido un gusano. ¡No es él, me dije, no es él! Mi gavilán nunca se avergonzaría de mí ante una señorita de la buena sociedad. ¡Ay Dios! ¡Con lo feliz que yo era esos cinco años, pensando que mi gavilán estaba allí, al otro lado de las montañas, volando y mirando el sol…! Dime, impostor, ¿cuánto dinero te han dado? ¿Te tuvieron que dar mucho para que consintieras en hacer el papel? Yo no te habría dado un ochavo. ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!

—¡Idiota! —gritó Nikolai Vsevolodovich rechinando los dientes y agarrándola del brazo con mayor fuerza aún.

—¡Fuera de aquí, impostor! —gritó ella, altiva—. ¡Soy la esposa de mi príncipe, y no me espanta tu cuchillo!

—¿Cuchillo?

—Sí, cuchillo. Traes un cuchillo escondido. Tú creiste que estaba dormida, pero lo vi. Lo sacaste cuando entrabas en el cuarto.

—¿Qué has dicho, infeliz? ¿Cuáles han sido tus sueños? —gritó mientras la apartaba con un empujón tan fuerte que la hizo caer contra el sofá, y lastimarse los hombros y la cabeza.

Stavrogin salió arrebatadamente de la habitación, pero María Timofeyevna logró ponerse de pie casi de un salto y corrió tras él, cojeando y tropezando; y pudo gritarle entre bramidos y carcajadas desde el escalón de la puerta, en medio de una oscuridad que todo lo cubría y sostenida por el pávido Lebiadkin:

—¡Grishka Otrepyev, maldición!

Los demonios
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
prologo.xhtml
100.xhtml
101-00.xhtml
101-01.xhtml
101-02.xhtml
101-03.xhtml
101-04.xhtml
101-05.xhtml
101-06.xhtml
101-07.xhtml
101-08.xhtml
101-09.xhtml
102-00.xhtml
102-01.xhtml
102-02.xhtml
102-03.xhtml
102-04.xhtml
102-05.xhtml
102-06.xhtml
102-07.xhtml
102-08.xhtml
103-00.xhtml
103-01.xhtml
103-02.xhtml
103-03.xhtml
103-04.xhtml
103-05.xhtml
103-06.xhtml
103-07.xhtml
103-08.xhtml
103-09.xhtml
103-10.xhtml
104-00.xhtml
104-01.xhtml
104-02.xhtml
104-03.xhtml
104-04.xhtml
104-05.xhtml
104-06.xhtml
104-07.xhtml
105-00.xhtml
105-01.xhtml
105-02.xhtml
105-03.xhtml
105-04.xhtml
105-05.xhtml
105-06.xhtml
105-07.xhtml
105-08.xhtml
200.xhtml
201-00.xhtml
201-01.xhtml
201-02.xhtml
201-03.xhtml
201-04.xhtml
201-05.xhtml
201-06.xhtml
202-00.xhtml
202-01.xhtml
202-02.xhtml
202-03.xhtml
202-04.xhtml
203-00.xhtml
203-01.xhtml
203-02.xhtml
203-03.xhtml
204-00.xhtml
204-01.xhtml
204-02.xhtml
204-03.xhtml
205-00.xhtml
205-01.xhtml
205-02.xhtml
205-03.xhtml
206-00.xhtml
206-01.xhtml
206-02.xhtml
206-03.xhtml
206-04.xhtml
206-05.xhtml
206-06.xhtml
206-07.xhtml
207-00.xhtml
207-01.xhtml
207-02.xhtml
208-00.xhtml
208-01.xhtml
209-00.xhtml
209-01.xhtml
210-00.xhtml
210-01.xhtml
210-02.xhtml
210-03.xhtml
300.xhtml
301-00.xhtml
301-01.xhtml
301-02.xhtml
301-03.xhtml
301-04.xhtml
302-00.xhtml
302-01.xhtml
302-02.xhtml
302-03.xhtml
302-04.xhtml
303-00.xhtml
303-01.xhtml
303-02.xhtml
303-03.xhtml
304-00.xhtml
304-01.xhtml
304-02.xhtml
304-03.xhtml
304-04.xhtml
305-00.xhtml
305-01.xhtml
305-02.xhtml
305-03.xhtml
305-04.xhtml
305-05.xhtml
305-06.xhtml
306-00.xhtml
306-01.xhtml
306-02.xhtml
306-03.xhtml
307-00.xhtml
307-01.xhtml
307-02.xhtml
307-03.xhtml
308-00.xhtml
308-01.xhtml
AP-00.xhtml
AP-01.xhtml
A01-00.xhtml
A01-01.xhtml
A01-02.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml