Ahora me gustaría transcribir cómo conocí a Lara Micheli con la misma precisión que Amiel en su diario íntimo, cuando describe el baile entre Pictet y De Saussure en 1861: «La sociedad era lo mejor de Ginebra, la flor de la buena sociedad, y una docena de personas muy bellas hacían brillar, cual rosas, ese parterre elegante de mujeres elegantemente engalanadas.»

Tras mi paseo por Montreux y Vevey, fui a una galería de arte contemporáneo del casco antiguo de Ginebra, en la que me habían invitado a pinchar discos. Consideraba –y sigo considerando– el oficio de disc jockey una de las maneras más divertidas de permanecer joven. El DJ debe conocer la música del momento, tiene que estar más o menos presentable...; escoger discos es más barato que un lifting. En 1994 publiqué una novela cuyo protagonista es un disc jockey francés que se convierte en estrella mundial del rock; luego, David Guetta y Daft Punk hicieron realidad esa fantasía. Pero yo no tengo su habilidad: yo me limito a seleccionar música, no se trata de un trabajo, ni de una creación, lo hago como un ladrón o una puta, muevo la cabeza y gesticulo con la coartada cultural de pasar por un escritor pueril. Sin embargo, el DJ es lo contrario del escritor: busca la satisfacción inmediata del cliente. Observa atentamente a la gente que baila para adivinar qué canción quieren oír. Les obedece, mientras que Chaplin decía: «El público es mi esclavo.» Si el DJ es un artista, entonces el arte se ha vuelto puro marketing.

La exposición estaba dedicada a un artista estadounidense llamado Gary Simmons, cuyos cuadros representan edificios neoyorquinos dibujados a tiza sobre un fondo negro y ligeramente borrosos por efecto de pasar la mano por encima de los trazos. Una visión sombría de edificios en llamas o sumidos en la niebla... Bebía champán, aunque me repugna (pero no había vodka). De pronto, en el centro de esa ciudad incendiada, distinguí los ojos de Lara. Al otro lado de la sala surgía esa mujer-niño con su pelo castaño, su sonrisa de vampira y sus ojos de aguamarina, y yo me preguntaba: «¿Quién es esa chica?» Es imposible describir unos ojos garzos. Son ojos sin color definido: habría que decir azul verdoso, o azul grisáceo, con unos bastoncitos de oro alrededor de la retina, pero eso sería limitar una realidad que nos supera. Los ojos de Lara cambian de color cada cinco minutos. Son negros cuando está triste, azul claro cuando sonríe, grises si hace frío, verdes si hace calor, color de lluvia, de cielo o de piscina, según su humor. Son un caleidoscopio. Baudelaire escribió un cuarteto sobre sus ojos:

Se diría cubierta de vapor tu mirada;

tu ojo misterioso (¿es azul, gris o verde?)

alternativamente tierno, soñador, cruel,

refleja la indolencia y la palidez del cielo.

También reparé enseguida en sus caninos afilados como los colmillos de un gato y en dos hoyuelos excavados como un par de comillas alrededor de su boca, de modo que todas y cada una de las frases que pronuncia se convierten en una cita. Me fijé en todo eso porque me sonrió cuando una amiga nos presentó. No era una sonrisa de compromiso. Era una sonrisa sinceramente buena, bondadosa, deslumbrante e inocente, nada falsa, por encima de una barbilla prominente al estilo de Romy Schneider. Lara era quizá la única persona de Ginebra capaz de decir «nice to meet you» pensándolo de verdad. Parecía las hermanas Bouvier aunadas en un solo rostro: la melancolía de Jacqueline Kennedy y la elegancia de Lee Radziwill. Su cabellera castaña era larga, sensual, y sus cejas, maquilladas como las de Oona O’Neill. La belleza de Lara es intemporal, inactual, y yo me quedé petrificado: debía de poner la misma cara que un condenado a la silla eléctrica en el instante en que el verdugo acaba de accionar la palanca de 2.000 voltios. Fui a buscarle cuatro copas de champán para que recuperara la ventaja que yo le llevaba. Confiaba en el alcohol para vencer nuestras respectivas timideces. Yo tenía cuarenta y cinco años, ella veinte; un viejo tartamudo tratando de hacerse el interesante ante una princesa desconcertada. No fueron ni su belleza ni su juventud lo que me atrajo esa noche, fue algo indefinible, casi sobrenatural, como una intuición de la alegría de vivir que ella me devolvería, un impulso instintivo, una ventana entornada sobre la posibilidad de una felicidad terrestre..., aunque, a fin de cuentas, también me interesaba su belleza, así como sus considerables pechos.

Volví a mi puesto de pinchadiscos, pero ya no puse el corazón en ello. No estaba en una discoteca, sino en una galería de arte en boga. No bailaba nadie, a pesar de Black or White, de Michael Jackson (canción normalmente imparable, ¿o es que yo estaba ya muy desfasado?). Los coleccionistas de arte contemporáneo se diseminaban por toda la exposición. Los clientes, todos banqueros, salían a fumar el puro a la calle. Me pregunto si eran conscientes de que no había gran diferencia entre su oficio diurno (invertir en acciones, obligaciones y fondos de pensión) y su pasión nocturna (invertir en cuadros, esculturas e instalaciones de plástico). El propietario me pedía repetidamente que bajara el volumen. Delante de mis platinas descansaba una bandeja de copas de champán; la gente se servía mientras me lanzaba sonrisas compasivas. Algunos, que habían leído todas mis novelas menos Vacaciones en coma, no entendían por qué llevaba puestos unos cascos. En resumen, que parecía un lacayo bufonesco frente a esa criatura de porcelana. Así pues, decidí suicidarme en público: puse My Heart Will Go On, la canción de los títulos de crédito finales de Titanic, de Céline Dion. Mientras la quebequesa se desgañitaba cantando «Near, far, wherever you are», me encaramé al bufet, borracho y con el rostro congestionado, y berreé «I’m the king of the world!» con los brazos extendidos, como el Cristo DiCaprio, crucificado en la proa del futuro barco naufragado. Para mi enorme estupefacción, Lara se me acercó, me tendió la mano y subió conmigo a la mesa de caballete, poniendo en riesgo nuestras vidas.

–Señorita, ¿es usted un iceberg?

–No, pero usted se parece al Titanic.

Bailó pegada a mí hasta el fin de la empalagosa canción, que desde entonces es una de mis melodías preferidas, los dos encima de la mesa, con los dedos entrelazados, frente a su preocupada madre. Desde entonces le he preguntado muchas veces:

–Pero ¿por qué subiste a bailar conmigo esa canción de Titanic?

–Por compasión. Me avergonzaste. Verte resultaba francamente lastimoso. Además, me gusta mucho la película y me había bebido tus cuatro copas...

–¿Estaba ridículo y aun así subiste sin que nos conociéramos de nada?

–Debe de ser que me apetecía estar ridícula contigo.

Aprovecho para dar solemnemente las gracias a Céline Dion por su contribución no desdeñable a mi plenitud sentimental.

–Ligaste conmigo.

–No, tú ligaste conmigo.

–No, tú.

–No, tú.

Hace más de tres años que dura esta conversación.

Luego le propuse a Lara ir a comer una fondue de queso. En este punto me es preciso restablecer una verdad con respecto a mí: no soy ningún dandi refinado, sino un palurdo glotón que se pirra por un buen caquelon repleto de líquido amarillo, viscoso, ardiente y pestilente. Gruyer, emmental, appenzeller y beaufort fundidos y mezclados con ajo y vino blanco seco, he aquí la cima de la gastronomía para mí. Lo pagan mi jersey y mi traje, que apestan durante las semanas siguientes. Acababa de conocer a la chica más guapa de Ginebra: había que hacerle pasar el examen definitivo. Normalmente, una belleza así habría rechazado la invitación y se habría ido corriendo con una mueca de asco. Ella aceptó educadamente, con sus hoyuelos marcados en las mejillas, aunque para ella la fondue no era un plato suizo, sino una invención saboyana para turistas. Comprendí entonces que aquella señorita estaba hecha para mí: la fondue hizo el papel de anillo de oro en Piel de asno. Una chica que acepta comer una fondue con un desconocido en la primera noche resulta más erótica que si aceptara acostarse con él. De todos modos, tras una cena así es completamente imposible imaginar nada sexual. Os ahorro los detalles de nuestra orgía quesera (si queréis haceros una idea, os remito a Astérix en Helvecia, de Goscinny y Uderzo, páginas 20 y 21).

Luego, unos amigos nos propusieron ir a un bar gay. Acepté sin vacilar: ella sería la única chica, y yo el único tío hetero; así aumentaba mis posibilidades de besarla (a menos que fuera lesbiana). Cosa que ocurrió tras unos cuantos chupitos de tequila. Un profundo y dulce flirteo sobre un ajado sofá de cuero en el cuarto trasero de un bar gay situado entre dos sex shops ginebrinos... Cuando dos lenguas se tocan, a veces no ocurre nada. Pero a veces sí ocurre algo... Oh, Dios mío, ocurre algo que te da ganas de fundirte, de desintegrarte, es como si entraras en el otro con los ojos cerrados para ponerlo todo patas arriba. Aquí el lector se dirá que ya ha leído eso en algún lugar: en efecto, ha sido en la página 79. Me explico. Es Oona quien me condujo a Lara. Si la vida es un viaje, esa noche, besando a Lara, tuve la impresión de haber llegado, de haber alcanzado mi objetivo.

Lara aceptó visitar mi habitación de hotel; le propuse que durmiéramos sin hacer nada; a veces hay que saber mentir a las jóvenes desconocidas.

–De acuerdo, pero quiero que me cepilles los dientes.

Se sentó en la butaca de La Réserve y yo procedí como sigue: fui al baño a llenar un vaso de agua y volví con un cepillo de dientes recubierto de dentífrico, el vaso de agua y otro vaso vacío, luego ella abrió la boca y le cepillé los dientes suavemente, con un respeto infinito por sus encías. Tengo la sensación de que la escena se sucedía a cámara lenta. Tras enjuagarse con el agua del primer vaso, la escupió en el otro. Estoy convencido de que imaginarlo os repugna, pero no era repugnante, era... eran nuestros inicios. Dormimos juntos la primera noche. ¿Eso es ir demasiado rápido? No: estábamos impacientes por estar juntos. Por mi parte, hacía cuarenta y cinco años que lo esperaba. Cogí el bloc de notas del hotel y garabateé:

Este poema

tiene el mérito de ser breve.

He aquí uno que cree que te ama

... rá siempre.

No era precisamente Baudelaire. Lo escribí sin reflexionar, mecánicamente, luego dejé el bolígrafo, arranqué la hoja de papel y la doblé en cuatro. De pronto, viéndola desplegar ese mensaje ridículo para leerlo con atención, con el ceño fruncido y los hoyuelos marcados, me di cuenta de que lo pensaba de verdad.