27 de abril de 1942

Querida Oona:

Te escribo de uniforme, elegante y seductor, para pedirte que me perdones. Fui grosero la última vez que te vi. Me avergüenza mi sentimentalismo. Ese gusto por el melodrama debe de venirme de mi madre. Una irlandesa debería poder perdonar esa ridícula manía. Me acabo de incorporar a Fort Dix, Nueva Jersey, con el número de registro 32325200. El servicio militar es algo apasionante, con una condición: que no utilices nunca el cerebro. A los sargentos les horrorizan los soldados que hacen preguntas. El G. I. no debe pensar. Un soldado no es un ser humano, es un número que levanta el fusil cuando el sargento dice «¡Presenten armas!». El resto del tiempo, una boca por alimentar, el equipo desordenado, la taquilla sucia, vacíenme todo eso al suelo, y vuelta a empezar: inspección del lustrado de las botas, desmontar y montar el fusil de asalto, disparar a objetivos, marchas forzadas con un macuto de una tonelada a la espalda, aprender a plantar la tienda en un agujero helado. El buen soldado se duerme rápido por la noche porque ya ni siquiera sabe cómo se mantienen los ojos abiertos. Mi problema particular: pienso en todo lo que no hemos hecho juntos, en la playa de Point Pleasant o en mi cama de Nueva York. Me acuerdo de nosotros en ese salón de té para viejas damas donde me gasté todo el dinero del mes para invitarte a un té y dos galletas, me avergüenzo cuando me recuerdo sentado, apoyado contra un árbol en Central Park, con tu cabeza en mi regazo, obligándote a escuchar una declamación pretenciosa de mis relatos en vías de no publicación, en este mismo instante sostengo contra mi barriga el cenicero del Stork Club... Es mi amuleto de la suerte, me acompaña a todas partes. Cuando un camarada me pregunta qué coño hago cargando un cenicero de porcelana en lugar de naranjas o whisky, levanto los ojos al cielo y contesto: «Es para languidecer mejor.» Normalmente, el tipo se encoge de hombros y aplasta su cigarrillo contra la cigüeña. Entonces dudo por un momento si propinarle un guantazo, pero no lo hago porque 1) soy un soldado pacifista y 2) el tipo tiene espalda de quarterback.

Cuando tengo algo de tiempo, escribo mis pensamientos en este papel con letras azul celeste. Perdona si mi carta está deshilvanada, sigue el hilo de mi pensamiento, que no tiene (hilo). Sólo tienes que dejar a un lado este galimatías de vez en cuando para ir al salón a servirte un vodkatini. No pretendo estorbarte, pero tienes que saber que la distancia te ha convertido en una semidiosa que me ocupa la cabeza como un rompecabezas chino. Me aburro enormemente cuando no pienso en tu sonrisa de Irlandesa Destartalada. Aprender a matar alemanes es largo y fastidioso, pero, créeme, ¡no tengo ninguna prisa por ir! Aun así, aquí la ociosidad nos carcome, no hay nada que hacer excepto revivir nuestros recuerdos felices, contar nuestras anécdotas frívolas, imágenes-que-hacen-sonreír-por-la-noche-mientras-los-demás-se-acarician-por-debajo-de-las-sábanas-pegajosas... Los chicos hablan de su novia y yo me callo. No sé si tengo novia. ¿Tengo una enamorada? Vaya, ya empiezo otra vez, qué pesado soy, ¡pesado, más que PESADO! Me has enviado un beso de pintalabios en una hoja blanca, pero se me ha derramado el café encima. La guardo de todos modos. ¡Es un poco como si tu boca hubiera bebido ese infame jugo de calcetín! Siento ser tan ÑOÑO, pero me gusta haber compartido contigo ese inmundo brebaje. ¿Cómo fue la obra de teatro que no era de tu padre? Estoy convencido de que no le gustará nada Pal Joey, el argumento es demasiado simple. Ese bueno de Joey, que duda entra la rica y la pobre... Por supuesto, escoge a la pobre, cuando lo que tendría que hacer es ¡quedarse con las dos! Seguro que sacar de quicio a tu padre era lo que querías. Te trata de hija indigna pero no lo eres, al contrario, tienes el mismo carácter testarudo, rebelde, libre e insoportable que él, y en el fondo debe de darse cuenta: lo que le horripila de ti es él mismo.

¿Cómo anda el Trío de Park Avenue? ¿Tan pimpantes como siempre, las señoritas Carol Marcus y Gloria Vanderbilt, en Hollywood? Pero ¿qué digo? ¡Si fuiste tú la debutante of the last year! Dios mío. Si se lo cuento a mis camaradas del R. I. n.º 12, me linchan. Acaba de pasar el coronel: se lo reconoce porque anda muy derecho, con las manos a la espalda, sin decir nada para darse importancia. Para berrear ya está el sargento, así que él, el coronel, se conforma con infundir miedo en silencio. Este sistema es lo que se llama ejército. Existe desde hace tanto tiempo que a nadie se le pasa por la cabeza cambiarlo: un tipo marcha rápido para impresionar al tipo que tiene por debajo, que grita todo el rato para impresionar al tipo del siguiente escalafón, que se caga en los pantalones y recoge su macuto, arrastrado por el barro por su superior, y llora por la noche pensando que está lejos de casa y que no sabe cuándo volverá a ver a su mujer de Kentucky o de Alabama... Joder, es de lo más raro si te paras a pensarlo, Oona. Tenemos que marchar al ritmo, no sé si me imaginas marchando al paso, pero resulta de lo más cómico. «Left, left, left right left» y cantamos el himno nacional o estúpidas canciones militares, y nos salen ampollas en los pies, y ¿sabes qué me canto yo dentro de mi cabeza? «When they begin the beguine», oh, sí, ya veo cómo va a sonar por escrito: otra vez de lo más ÑOÑO. «When they begin the beguine, it brings back the sound of music...» y marcho al paso ahí arriba, pensando en la fiesta de San Patricio, esa loca algarabía irlandesa, juntos en el Stork dando vueltas bajo litros de Jameson. Ay, si al menos al ejército norteamericano se le hubiera ocurrido encargar los himnos de entrenamiento a Cole Porter... Pequeña Oona, me salvas la vida varias veces al día y NO TIENES NI LA MÁS REMOTA IDEA.

Tu héroe de la US Army que te besa en la mejilla, el ojo derecho, la oreja izquierda, luego desciende hasta el cuello, febril y decrépito.

Jerry

P. S.: He mandado mi máquina de escribir a la lavandería.