Me alojaba en el hotel preferido de Nabokov (Montreux Palace, suite 60). Algunos exégetas dicen que se inspiró en el nombre de Lillita Grey, la segunda mujer de Chaplin, para bautizar a su heroína más famosa. Preside el parque, situado entre el edificio y las aguas del lago, una estatua abominable del panzudo escritor repantigado en una silla destartalada. Un triste final para el encantador de nínfulas, el coleccionista de mariposas, el mago de las palabras translúcidas. Yo me jubilaría encantado en ese cementerio de elefantes, como Vladimir y Vera, Charlie y Oona, James Mason, Paul Morand, William Holden, Paulette Goddard y Erich Maria Remarque (en Porto Ronco), Truman Capote (en Verbier), Audrey Hepburn (en Tolochenaz), Georges Simenon (en Épalinges), Graham Greene (en casa de su hija Caroline, en Corseaux), Coco Chanel (en Lausana), Greta Garbo (en Klosters, cerca de Davos)... Todos esos exiliados fiscales se frecuentaban, se invitaban a cenar, se visitaban unos a otros. El lago Lemán brilla a pesar de la bruma: cuando el sol perfora las nubes se da un fenómeno que se llama «gloria», cuyos rayos rebotan en las olas diminutas; la montaña se refleja en el agua irisada. Nabokov habla de «claros de luz». De hecho, mientras escribo esto, contemplo desde mi balcón dos montañas: la real, delante de mí, que recorta el cielo como un electroencefalograma sobre fondo gris, y la otra, su reflejo invertido en el lago, como una pirámide submarina. En Habla, memoria, Nabokov describe la vista del lago como «salpicada hoy, a la hora del té, por los puntos negros de las fochas y los porrones moñudos». Hay dos formas de reaccionar ante una frase así. O bien asentimos con aire pedante (o sea, hacemos ver que lo hemos entendido), o bien sabemos que una focha es un ave negra de pico blanco y un porrón moñudo una especie de pato con el plumaje también negro y el pico amarillo. Debo puntualizar que yo pertenezco a la categoría de los que lo buscan en Wikipedia. También he visto un somormujo lavanco (ave de cabeza chata con cresta punk), un azulón (de cabeza verde) y una garza real. La vejez es cuando empiezas a tener tiempo para interesarte por los nombres de los pájaros.
En Corsier-sur-Vevey visité la casa de la familia Chaplin, que pronto se convertirá en museo. Quizá en un futuro próximo la mansión de Ban se rebautice y pase a llamarse «Chaplin’s World». Por desgracia, la casa blanca todavía no está abierta al público. La rodea un parque de catorce hectáreas en el que uno puede infiltrarse saltando las alambradas si es valiente, acróbata o cinéfilo: el letrero «perro peligroso» no asusta a nadie (ni un ladrido audible durante media hora de allanamiento). Escondido tras las hayas ocres y el cedro gigante completamente encorvado del jardín, recordaba la villa Navarre, caída en ruinas tras la muerte de mis abuelos. ¿Está encantada la propiedad deshabitada donde Oona vivió toda su vida? Sus hijos y nietos cuentan que, al morir Charlie, su madre y abuela se parapetó en el silencio. Oona Chaplin murió a los sesenta y seis años de un cáncer de páncreas, el 27 de septiembre de 1991, veinte años antes que Jerry Salinger. Una de sus últimas frases fue: «What the fuck did I do with my life!»
Al salir de tu casa, Oona, me incliné sobre tu tumba, en el cementerio brumoso de Corsier-sur-Vevey donde terminaste tu vida. Tomé una fotografía de esta piedra florida, que considero el sepulcro del siglo XX.
© Frédéric Beigbeder
El sol vacilaba en ponerse tras los grandes árboles que nos sobrevivirán. Se me formaban estalactitas en la barba; escuchaba Scarborough Fair, de Simon y Garfunkel, en los auriculares. La letra de esta canción medieval es una definición del amor cortés: ese amor de un caballero por una dama a la que no ve jamás, a distancia, sin esperar nada a cambio. El amor recíproco es dichoso, pero vulgar; el amor cortés es doloroso, pero noble. Salinger y Oona son una historia de amor cortés. Chaplin y Oona son el matrimonio más exitoso que conozco. La vida perfecta es haber vivido los dos, como Oona.
Creo que no hay que desear el amor cortés, ni siquiera a tu peor enemigo. Pero también creo que la literatura no es la vida, y que no hay nada más bello, en un libro y únicamente en un libro, que esas historias no vividas. No han tenido lugar, no han dado nada, no han durado, no han existido (o «inexistido») más que para convertirse en una novela o un poema. Mucho tiempo atrás, los trovadores, con sus ridículos atuendos, comprendieron que algunas historias ficticias son mejores que si fueran vividas; tras cantar sus odas a una gentil dama inaccesible, guardaban la mandolina, montaban sobre su caballo blanco y volvían a descansar entre los brazos de su mujer. Iban a buscar la desgracia fuera de casa. Su vida estaba repleta de todas esas historias de amor que no habían existido. Rindamos homenaje a las citas no consumadas que llenan nuestro imaginario: son tan importantes como nuestros matrimonios celebrados. Oona consiguió ahuyentar la desgracia de su vida entre los diecisiete años y la muerte de Charlie.
¿Por qué escribimos un determinado libro, y no otro? No tengo ni idea, sinceramente, ni idea. Acabo de pasar cuatro años, todos los días, con personas que, si todavía vivieran, tendrían respectivamente ochenta y nueve años (Oona O’Neill Chaplin), noventa y cinco años (Jerome David Salinger) y ciento veinticinco años (Charlot). Hay que creer que los muertos son más jóvenes que los vivos. ¿Con qué derecho me autoricé a imaginar su juventud? Acabo de entenderlo: quería saber quién de los dos había ganado, Jerry o Charlie. ¿El eterno adolescente apartado del mundo, o papá pollo fecundando a mamá pollo? ¿El rebelde recluido o el ex anarquista aburguesado? ¿El misántropo asilvestrado o el mundano exiliado fiscal? ¿Había que escoger al veterano taciturno o al primer magnate? Entre la integridad y la mundanidad, escogí lo mismo que Oona. Como las princesas de los cuentos de hadas, Oona vivió feliz y tuvo muchos hijos. Por una vez que esta fórmula suena a cierta...
Yo nací en 1965, o sea, veinticinco años después de 1940. La guerra es tan reciente... Un cuarto de siglo no es nada, apenas la mitad de mi vida. Pienso que el tiempo no transcurre en una sola dirección; no deberíamos contar los segundos, minutos, horas y días únicamente como una suma, sino también como una resta que nos acerca al momento anterior a nuestra llegada al mundo, como si el tiempo nos aligerara año tras año de un peso. Cada minuto que pasa es también un minuto menos que tendremos que esperar para poder volver al mundo que nos ha precedido. Tengo la viva impresión de envejecer en los dos sentidos: avanzando hacia el futuro y retrocediendo hacia atrás. Desde que tengo cuarenta años, siento que el pasado se me acerca; a veces, mientras escribía este libro, he sentido físicamente la ilusión de acordarme de 1940. Durante mi infancia, París hervía de fantasmas y yo no lo sabía. No me hablaban de ello. Quiero tranquilizar a mis lectores racionales: ¡nada que ver con la metempsicosis ni con las alucinaciones psicodélicas («uau, tío, en otra vida fui G. I. Joe»)! Pero me ocurre que me siento cada vez menos alejado de esas décadas desconocidas. Los psicólogos llaman a ese fenómeno «síndrome de la nostalgia sin memoria». Lo que nos espera al final es lo que había antes del principio. He intentado recordar la época que precedió a mi nacimiento. La guerra está tan cerca, a un simple pestañeo; me hicieron creer que era un acontecimiento histórico, cuando en realidad forma parte de mi actualidad. Decenas de miles de muertos, lisiados por todas partes, personas enloquecidas en el mundo entero. Mi país acababa de perder la vida cuando comenzó la mía. Nuestros abuelos no pudieron o no quisieron contarnos su guerra. Como Jerry, trataron de ahorrárnosla cambiando de tema. Nuestros abuelos nos convirtieron en niños perpetuos para protegernos. Pero no es culpa suya. Es a causa de la guerra por lo que nunca seremos adultos, única y exclusivamente a causa de ella. Somos sus nietos que nunca se harán mayores. Tenemos que intentar hablar de la guerra en lugar de nuestros abuelos. ¿Quién podrá saldar tamaña deuda? Francia debe dos billones de euros: se endeudó para borrar su destrucción, para subsanar su humillación a través de la comodidad material. Durante toda la segunda mitad del siglo XX, la protección social sirvió de venda para el fracaso de la protección militar. Hoy, los gobiernos franceses tratan de reducir el gasto público con el fin de devolver los créditos que sirvieron para tranquilizar a los perdedores. Toda mi vida tendré que pagar la deuda de la guerra. (Recordemos que fue la deuda alemana lo que causó la elección de Hitler.)
Al otro lado del lago pacían unos caballos. Dos cornejas negras sobrevolaban en círculo el cementerio. En Suiza, el otoño es amarillo y rojo, de modo que los caballos son negros para que destaquen sobre las hojas muertas. Hace tanto tiempo que vuelo a tu alrededor, Oona, querida; he perdido toda dignidad. Hace años me enamoré de una irlandesa difunta que sonreía demasiado para ocultar su angustia, una insufrible niña rica de pómulos respingones en traje de noche prestado por su mejor amiga. Tampoco yo me he rehecho nunca de ese rostro de niña tuyo que rompió el corazón de tantos pretendientes. Los ángeles existen, el problema es que emprenden el vuelo sin cesar.
El otoño es ocre, la secuoya gigante se inclina en el parque de la mansión de Ban, los castaños y castaños de Indias pierden sus hojas... y, en la ciudad de Vevey, la silueta de Charlie Chaplin, pintada en los edificios, tiene la misma altura que los árboles de su jardín. De pronto comprendí una cosa: al final de todas sus películas, vemos al vagabundo celestial con su bastón, su sombrero demasiado pequeño y sus zapatos demasiado grandes, caminando hacia el horizonte... En realidad, ¡Chaplin se dirigía a Suiza!
En invierno, en Vevey, los patos del lago Lemán tocan las narices a los cisnes. Apuesto a que algunos de ellos vienen de Central Park. Un rayo del sol de noviembre rebotó sobre el agua para plantarse en mi ojo. Me recordó a otro rayo de sol: el que iluminaba Verbier el día en que conocí a Oona Chaplin.