En ese mismo momento, a nueve mil kilómetros, Charlie Chaplin y Oona O’Neill almorzaban juntos en su casa del 1085 de Summit Drive.
La «mansión» era enorme, situada en la cima de una colina, flanqueada por una gran piscina y una pista de tenis. Oona estaba sentada en un sillón con las piernas cruzadas. La brisa templada de mediodía agitaba las hojas de las palmeras; más allá del césped inglés se extendía el Pacífico.
–Sé que este lujo puede parecer obsceno –dice Chaplin señalando las colinas pobladas de árboles–, pero si conocieras la miseria en la que nací seguro que perdonarías mi gusto por las comodidades.
–Bueno, ya sé dónde naciste, he visto El chico: la buhardilla bajo las azoteas, helada en invierno, donde el niño se calienta en la estufa de leña y duerme completamente vestido... No te lo inventaste, ¿verdad?
–Escúchame, Oona. No sé cuántos años me quedan, pero me hace muy feliz pasarlos junto a ti.
A sus pies yacía Los Ángeles (en sentido literal y figurado). Oona era la medicina que curaba a Chaplin de su enfermedad, el womanizing. Hacía que todas las demás mujeres se volvieran invisibles. Su edad garantizaba que su marido nunca la vería vieja. Él se sorprendía siempre que la miraba. Hacía meses que la veía todos los días, pero cada vez sentía la misma estupefacción, como alguien que, sin haber bebido, ve pasar un platillo volante por el cielo. Para un hombre, la felicidad llega cuando una mujer lo libera de todas las demás mujeres: de pronto se siente tan aliviado que tiene la sensación de estar de vacaciones. A Charlie le bastaba con mirar a Oona para sentirse ligero. Quizá la belleza sirva únicamente para alejar la infelicidad. Algunas construcciones efímeras pueden durar mucho tiempo (por ejemplo, la Torre Eiffel, edificada el año del nacimiento de Hitler y Chaplin).
Antes de Oona, Chaplin se había dejado gobernar por su deseo; con ella, el deseo no era sino una ínfima parte de la plenitud que sentía. Durante mucho tiempo se había sentido un náufrago, abandonado por su padre alcohólico y su madre loca, exiliado de su país natal, asfixiado por la admiración artificial de las fans, enganchado al éxito y a la vanagloria. Todo el mundo, sobre todo las personas que hacen profesión de compartir sus emociones, son ahogados que esperan el boca a boca. Así fue como se las arregló Chaplin para casarse con Oona en 1943:
–He superado con creces la mitad de mi vida –declaró–. Un día, Georges Clemenceau dijo...
–¿Quién?
–Un político francés. A los ochenta y dos años, dijo a su joven novia: «Yo te enseñaré a vivir y tú me enseñarás a morir.»
–Ni hablar –respondió Oona–. Yo vivo la mar de bien, y a ti te prohíbo morir.
–¿Puedo hacerte tres preguntas muy importantes?
–Sí.
–¿Me quieres por mi dinero?
–No, mañana por la mañana podría casarme con cualquier cretino cien veces más rico.
–¿Me quieres por mi fama?
–No, era tan famosa como tú el día en que nací. Pero es posible que te quiera por tus películas.
–Ah, bueno, ¡eso no es ningún problema! Menos mal que todo ese trabajo ha servido para algo.
De pronto, las sombras de todos los objetos se volvieron muy nítidas alrededor de la piscina. Un avión atravesó el cielo.
–¿Cuál era tu tercera pregunta?
–¿Quieres casarte conmigo?
–¡Pero si ya te has casado tres veces!
–Precisamente. Me niego a plantarme en un fracaso.
–En ese caso, me toca a mí hacerte una pregunta: ¿por qué quieres casarte conmigo?
–¡Para que no te cases con Orson Welles!
–No, venga, contéstame en serio.
–¿Te has mirado y me has mirado a mí? Yo, el viejo decrépito de pelo blanco, ¡me he llevado el primer premio! Tú eres mi recompensa. Te he merecido... tras todos mis años de vagabundeo. A partir de ahora nunca más podré hacerme pasar por vagabundo. Tendré que cambiar de disfraz.
En efecto, tras casarse con Oona O’Neill, Charlie Chaplin no volvió a vestirse de sintecho en sus películas, sino siempre con traje de tres piezas. Incluso cuando Monsieur Verdoux sube al cadalso, lo hace con la máxima elegancia textil.