Veintitrés

eno estaba sentado en silencio bajo la sombra de un abeto, observando el prado con los ojos entrecerrados. Por primera vez en cinco días, se sentía casi lúcido. El pitido en sus oídos había desaparecido, al igual que las náuseas que lo habían acosado. Aunque su boca esbozaba una fina línea de dolor, la fuerte jaqueca que había sufrido había remitido hasta convertirse en poco más que una molestia.

Pero no era la cabeza lo que lo atormentaba. Era pensar en la mujer a la que le había importado más su bienestar que el hecho de que él estuviera vivo o muerto, y el no entender por qué se había visto perseguido en su semiinconsciencia por unos ojos color ámbar, que lo miraban acusadores.

Hasta que había perdido a Eve, no había sabido lo mucho que le gustaba escuchar su risa, o sorprenderla mirándolo y descubrir en sus ojos un brillo lleno de… amor… O al menos eso había llegado a pensar él. Echaba de menos su aroma, la calidez de sus manos al acariciarlo a veces con deseo, y a veces con una ternura conmovedora. El incluso había llegado a pensar en… No. Debía apartar esos pensamientos. Pero era difícil. Sentía como si la traición de Eve hubiera matado algo en su interior.

Reno no había visto a la joven desde que salió de la mina. Cuando preguntó por Caleb, Rafe le dijo que se había ido para acompañar a Eve a Canyon City. El pistolero no había vuelto a mencionar su nombre ni tampoco lo había hecho nadie más.

De pronto, el sonido de la risa de Wolfe le llegó a través del viento, seguida por la música plateada de la risa de Jessi cuando su marido la levantó del suelo y la hizo girar una y otra vez. Finalmente, los dos desaparecieron entre la alta y exuberante hierba del prado.

Una amargura que Reno se negaba a identificar lo atenazaba, trayéndole recuerdos que desgarraban sus entrañas. Pocos días antes, él había perseguido a Eve a través de ese prado, la había atrapado y se habían dejado caer sobre la mullida hierba riendo.

Ahora, incluso el recuerdo de su pasión compartida era un dolor al que no podía enfrentarse, así que lo empujó hacia el rincón más remoto de su mente, condenándolo a la oscuridad. Sin embargo, el dolor seguía ahí, reflejado en las finas arrugas que marcaban su rostro y que antes no existían.

Intento llegar a un acuerdo con Slater. Un acuerdo con Slater. Un acuerdo…

Lentamente, Reno tomó conciencia de que su hermano estaba frente a él, observándolo con sus perspicaces ojos grises mientras sujetaba un par de alforjas.

- Ver juntos a Wolfe y a Jessi -comentó Rafe-, hace que un hombre se sienta bien, ¿no crees?

Reno gruñó.

La sonrisa de Rafe era una advertencia que cualquier hombre que no fuera su hermano habría tenido en cuenta. Había estado esperando pacientemente a que la conmoción y el dolor físico no nublaran los ojos de Reno, pues quería estar seguro de que escuchara y entendiera cada palabra que debía decirle.

Afortunadamente, la espera había llegado a su fin.

- ¿Cómo está tu cabeza esta mañana? -le preguntó con suavidad.

Reno se encogió de hombros.

- Me alegro de que te sientas mejor, hermanito -afirmó Rafe-. Estábamos muy preocupados por ti.

La mirada que Reno le dirigió a su hermano no invitaba a la conversación, pero este la ignoro y continúo hablando.

- La historia se extendió por los alrededores como un reguero de pólvora -dijo arrastrando las palabras-. Un pistolero llamado Reno, una mujer, y el mapa de un tesoro español.

Los párpados del pistolero se agitaron ante la mención de Eve, pero no hubo ninguna otra respuesta por su parte.

Si su hermano no hubiera estado buscando con atención una mínima reacción, no se habría dado cuenta de ese detalle. Su sonrisa se amplió aunque no reflejaba ninguna calidez.

- Yo estaba en la confluencia del río Colorado y el río Verde cuando o que estabais atrapados en un cañón sin salida, y que Slater y un puñado de sus hombres os iban a acribillar vivos.

- Lo intentaron.

- Para cuando llegue allí, no quedaba nada más que cebo para coyotes.

La fría sonrisa de Reno estuvo a la altura de la de su hermano.

- Nos salvamos por muy poco.

- Eso es lo que me contó Caleb. Apareció como un fantasma cuando yo estudiaba los rastros de la lucha, intentando decidir hacia donde debía ir.

Más risas de un hombre y una mujer, felices de estar vivos, atravesaron el prado y llegaron hasta ellos.

Reno bajo la vista, intentando olvidar aquel tiempo en el que él había reído y había aspirado el olor a lilas en el pelo de Eve, en su piel, sus pechos…

- Parece ser que a Caleb le llegaron noticias a través de esa mujer india que esta con uno de sus hombres -siguió Rafe-. Te lo aseguro, hermano, ese estrecho sendero que encontraste para salir del cañón ponía los pelos de punta.

- Era mejor que lo que me esperaba con Slater.

- Cal y yo decidimos tomar la ruta más sensata y seguimos a Slater. Él dejó muchos más rastros que tú.

- No esperaba que me siguiera ningún amigo -repuso Reno con sequedad.

- Pero dejaste señales para mí.

- No descarte ninguna posibilidad y cubrí mis apuestas.

- Tus apuestas, ¿eh? -repitió Rafe con ironía-. Parece ser que te has convertido en todo un jugador desde que saliste de Canyon City. Debe de haber sido la influencia de Eve.

La boca de Reno se convirtió en una línea aún más fina bajo la negra barba incipiente que cubría parte de su rostro.

- Nos encontramos con Wolfe y Jessi en el otro extremo de la meseta -continuó su hermano-. Uno de sus amigos indios les había dicho que tenías demasiados problemas como para poder salir con vida a tiros tú solo, así que decidieron acompañarnos.

Reno apenas lo escuchaba. Estaba demasiado ocupado intentando no escuchar el sonido de las risas que venían del prado, y que le recordaban todo lo que deseaba olvidar.

- … Caleb se abalanzó sobre los guardas de Slater justo después de que hicieran el cambio de turno -seguía explicando Rafe-. Apenas había acabado con ellos cuando oyó a alguien pasar. Resultó ser Eve, que se dirigía al campamento de Slater.

Al oír aquello, Reno empezó a levantarse. Rápidamente, su hermano le obligó a sentarse de nuevo con un ágil movimiento de su pie. El golpe fue tan inesperado como preciso.

El pistolero miró a Rafe sorprendido.

- Quédate quieto -le ordenó su hermano con voz seca-. No irás a ninguna parte hasta que yo haya acabado. Si quieres pelear, adelante. Te ganaré y lo sabes.

- Tú y esos malditos trucos de lucha que aprendiste en tus viajes -protestó Reno furioso.

- Te los enseñaré todos cuando estés bien. Pero ahora, quiero que me escuches.

El pistolero miró a los gélidos ojos grises que tanto se parecían a los suyos, y, a pesar de que la tensión de su cuerpo no disminuyó en absoluto, asintió brevemente.

Rafe retrocedió y se sentó sobre sus talones con las alforjas junto a él. Su aparente aspecto relajado no engañó a Reno. Si intentaba levantarse de nuevo, le haría caer tan rápidamente como lo había hecho la primera vez.

- Cal interceptó a Eve antes de que Slater la viera -le explicó su hermano-. Al parecer, se le había ocurrido la estúpida idea de someter a ese forajido a punta de pistola y ofrecerle oro a cambio de que sus hombres te desenterraran.

- ¿Es eso lo que ella le contó a Cal?

Rafe asintió.

- ¿Y él la creyó? -preguntó de nuevo Reno con sarcasmo.

Su hermano volvió a asentir.

Una sonrisa burlona curvó los labios del pistolero.

- El matrimonio ha debido ablandar el cerebro de Cal -afirmó con voz rotunda-. Esa pequeña chica de salón iba a hacer un trato para salvar su vida, no la mía.

- Cuanto menos digas, menos palabras tendrás que tragarte luego -le advirtió Rafe-. Pero no dejes que eso detenga tu lengua. Cuando te hartes de comerte tus palabras, te las haré tragar yo mismo una a una.

Reno entrecerró sus ojos hasta convertirlos en dos hendiduras, pero no dijo nada más. Por mucho que lo deseara, no estaba en condiciones de enfrentarse a su hermano y ambos lo sabían.

- Despees de encargarnos de la banda de Slater, fuimos a la mina -siguió relatando Rafe-. Eve estaba allí cubierta de polvo de pies a cabeza, llena de cortes y arañazos, y sangrando por intentar desenterrarte. No permitió que Wolfe o Caleb entraran en la mina. Dijo que era demasiado peligroso.

Mientras escuchaba, la tensión empezó a invadir el cuerpo de Reno una vez más.

- También dijo que no le habría importado arriesgar la vida de los bastardos que os perseguían para sacarte de allí. -Su voz era tan fría como el hielo-. Pero que no arriesgaría la vida de unos hombres con familia. Dijo que lo haría ella misma, porque no tenía a nadie que la esperara.

- No dejaríais que volviera a la mina, ¿verdad? -preguntó de pronto el pistolero con voz tensa, sintiendo que como un extraño dolor atenazaba sus entrañas.

- Ella era la única que sabía dónde estabas -respondió Rafe sin inmutarse-. Me guió hasta el lugar del derrumbamiento y cavé como un loco sin saber si estabas vivo o muerto, mientras el túnel no paraba de deshacerse sobre mí.

Reno cogió a su hermano del brazo.

- ¡Dios! Deberías haber salido de allí. ¡Esa maldita mina es terriblemente peligrosa!

- ¿Tú te habrías ido si hubiera sido yo quien estuviera atrapado en aquel condenado agujero? -replico.

El pistolero negó con la cabeza.

- Desde luego que no.

La expresión de Rafe se suavizó por un momento. De todos sus hermanos, Reno era al que estaba más unido.

- Finalmente, conseguí abrir un agujero por el que un gato habría tenido problemas para pasar -continuó-. Vi luz, pero tú no respondías a mis gritos. Y cada vez que intentaba hacer más grande la abertura, el techo se desmoronaba.

- Entonces, ¿cómo llegaste hasta mí?

- Fue Eve quien lo hizo, no yo.

- ¿Qué?

- De alguna forma, ella consiguió meterse por ese pequeño agujero. Empezó a desenterrarte, y entonces, todo empezó a temblar y a crujir. Le grité que se alejara de ti y que se pusiera a salvo.

Las firmes y marcadas facciones del rostro de Reno reflejaron la angustia que sentía al pensar en el frágil cuerpo femenino deslizándose por aquel túnel infernal, intentando rescatarlo. Sin ser consciente de ello, su mano se cerró sobre el brazo de su hermano con la suficiente fuerza como para dejarle marcas.

- Pero no me hizo caso y continuó intentando sacarte de ese infierno con las pocas fuerzas que le quedaban -siguió explicándole Rafe con gravedad-. Todavía no me explico cómo consiguió liberarte de los escombros antes de que el muro se hundiera. Cuando llegué hasta ella, todavía tiraba de ti gritando tu nombre, intentando salvarte la vida sin importarle en lo más mínimo la suya. No creo que llegue a olvidar nunca la expresión de desesperación en su rostro mientras intentaba sacarte de allí.

Reno abrió la boca, pero no consiguió que ninguna palabra surgiera de su agarrotada garganta.

- Puede que encontraras a esa chica en un salón -dijo su hermano con voz tensa-, pero vale más que cualquier oro que hayas desenterrado nunca.

En un intento de recuperar el control, el pistolero cerró los ojos.

- Se quedó por aquí el tiempo suficiente para escucharte hablar sobre tramposas chicas de salón -le informo Rafe-. Después se lavó, se puso un bonito vestido rojo, e hizo galopar a esa yegua con la raya en el lomo como si sus patas estuvieran en llamas.

Reno apoyó la cabeza entre sus manos. Había pensado que no podría sentir más dolor que el que sintió cuando descubrió la traición de Eve.

Se había equivocado.

Pero su hermano seguía hablando, y Reno seguía descubriendo cuánto más podía sufrir.

- Te dejó un mensaje. -Con un brusco movimiento, Rafe dejó caer al suelo el contenido de las alforjas que había traído consigo. Ocho lingotes de oro chocaron contra la hierba-. Aquí está tu oro. De él, sí puedes fiarte.

La angustiada expresión en el rostro del pistolero hizo que su hermano se arrepintiera de su dureza. Avanzó hacia él, pero Reno ya se había levantado y se alejaba a grandes pasos.

- ¿Adónde vas? -le preguntó.

El pistolero no respondió.

- ¿Y qué pasa con el oro? -volvió a preguntar.

- Al infierno con él -explotó Reno con violencia-. Hay más en el lugar del que procede.

Pero sólo había una mujer que lo hubiera amado tanto como para arriesgar su vida por él, y la había perdido.

- Por favor, quédate con nosotros aquí esta noche -insistió Willow-. Esa pequeña cabaña tiene demasiadas corrientes de aire.

- Gracias, pero no -dijo Eve con voz amable pero firme-. Ya os he molestado bastante. Me marcharé mañana al amanecer.

- No ha sido ninguna molestia -replicó la hermana de Reno rápidamente-. Me gusta tener a otra mujer cerca.

Eve se volvió hacia Caleb.

- Me gustaría que me dejaras pagarte por…

- Evelyn Starr Johnson -la interrumpió-, si no fuera por todo lo que ya estas sufriendo, te pondría sobre mis rodillas y te daría unos azotes por volver a hablar de eso.

Una melancólica sonrisa brilló brevemente en el rostro de la joven, antes de ponerse de puntillas y darle un beso en la mejilla.

- Eres un buen hombre, Caleb Black -susurró con tristeza.

- Muchos hombres se sorprenderían al oír eso -señaló él secamente-. Te acompañaré hasta Canyon City. Sé que eres capaz de irte sola y no me gustaría que corrieras peligro.

- Gracias.

- No hay de qué. Pero cuando Reno se ponga como una fiera por tener que cabalgar hasta ese maldito pueblo para llegar hasta ti, asegúrate de decirle que no fue idea mía.

- Él no atravesaría ni siquiera una pradera por mí, y mucho menos la Gran División.

Sin decir más, Eve se dio la vuelta y se dirigió a toda prisa hacia la cabaña donde los Black habían vivido mientras construían su actual hogar.

Con tristeza, Willow observó a la joven hasta que entró en la cabaña y cerró la puerta tras ella.

- ¿Por qué no se queda aquí con nosotros? -le preguntó a su esposo.

- Sospecho que por la misma razón por la que no quiere quedarse más tiempo. Sabe lo que opina Reno sobre que una chica de salón se relacione con su hermana.

- ¡Puede que Eve haya trabajado en un salón, pero eso no significa que nada! -afirmó exasperada-. Dios mío, ¿cómo puede estar mi hermano tan ciego?

- A mí me paso lo mismo contigo durante un tiempo. Y también a Wolfe con Jessi.

- Entonces, ¿el hecho de ser hombres os convierte en seres obtusos? -aventuró Willow con aspereza.

Caleb se rió mientras la rodeaba con sus brazos y la estrechaba contra sí.

- Me gustaría hacer entrar en razón a Reno -murmuró ella contra su pecho.

- No te preocupes, cariño. Le he encargado ese trabajo a Rafe. Estaba tan ansioso por hacerlo que casi siento pena de Reno.

Antes de que Willow pudiera hablar, su esposo la besó. Paso un largo momento antes de que volviera a levantar la cabeza.

- ¿Ethan está dormido? -musitó Caleb.

- Sí -susurró ella.

- ¿Te interesa aprender más cosas sobre el arte de atrapar truchas sólo con tus manos?

- ¿Quién será la trucha esta vez? -preguntó Willow, ocultando una sonrisa.

Su esposo rió suavemente.

- Nos turnaremos.

Eve se sentó en la mesa que había en la única habitación de la cabaña, observando como la luz de la luna y la de la lámpara proyectaban sombras que se debatían sobre la superficie de madera de la mesa. Mientras las miraba, barajaba inconscientemente un mazo de cartas. Cada vez que hacia un movimiento con las manos, varias cartas se le escapaban y caían sobre la mesa.

Frunciendo el ceño con aire ausente, Eve flexionó los dedos. Estaban mucho mejor que cuando llegó al rancho de Caleb unos días antes. Pero, aún así, todavía los sentía torpes y agarrotados por haber excavado frenéticamente en la mina en busca de algo mucho más valioso que el oro.

¿Ha dejado algo de oro esa tramposa chica de salón?

Lentamente, las manos de Eve se convirtieron en puños, y con igual lentitud, volvieron a relajarse. Después, colocó las palmas extendidas sobre la mesa y apretó con fuerza para que el temblor que las invadía cuando recordaba las palabras de Reno no fuera tan evidente.

Pasados unos minutos, la joven respiró hondo y juntó todas las cartas. Las apiló cuidadosamente en un montón y empezó a barajar de nuevo, ignorando las que se le caían.

Eve sabía que debería estar durmiendo, ya que el viaje hasta Canyon City sería largo y agotador. Pero el sueño la eludía. Cada vez que cerraba los ojos, oía las rocas crujir y las veía derrumbarse sobre Reno en una salvaje y brutal oleada.

De pronto, le llegó desde el establo el grave murmullo de voces masculinas. La joven miró hacia la luna a través de la ventana, y decidió que Hombre de Acero estaba haciendo su ronda nocturna un poco antes de lo habitual.

Flexiono los dedos con aire ausente, recogió las cartas que se le habían resbalado y se quedo mirándolas fijamente. Cuanto más practicaba, más ágiles se volvían sus manos, pero todavía estaban lejos de poseer su destreza habitual.

Una fría brisa llegó desde la parte delantera de la cabaña justo cuando Eve más concentrada estaba en barajar las cartas sin que se le escapara ninguna. Sorprendida, levantó la vista.

Reno estaba ante la puerta abierta, mirándola como lo había hecho en el salón Gold Dust, estudiando el vestido rojo, la determinación reflejada en sus bellos ojos color ámbar y su temblorosa boca.

A pesar de estar agotado por el largo viaje y con el rostro todavía lleno de cortes y magulladuras, le pareció aún más apuesto de lo que lo recordaba.

Cuando se acercó a ella, las cartas resbalaron de sus dedos en un desordenado caos. A ciegas, Eve empezó a juntarlas de nuevo, pero sus manos temblaban demasiado. Intentando controlarse, la joven las apretó formando puños y las escondió en su regazo.

Reno cogió la otra silla que había junto a la mesa y se sentó. Con un único movimiento de su brazo, despejo la mesa. Las cartas volaron como hojas de otoño hasta el suelo. Luego, se desabrocho la chaqueta y saco una baraja nueva del bolsillo de su camisa.

- Mano de cinco cartas -dijo el pistolero con voz ronca-, límite de dos. Mi apuesta inicial son cinco dólares.

Aquellas palabras le resultaron familiares a Eve; eran las mismas que ella le había dicho a Reno hacia ya mucho tiempo, cuando él había cogido una silla, se había sentado entre dos forajidos y había pedido que le repartieran cartas en el salón Gold Dust.

La joven intentó apartarse de la mesa pero no pudo. Sus piernas se negaban a responderle. Mantenía la mirada fija en los dibujos que esbozaban las sombras en lugar de en el pistolero, ya que no podía soportar mirarlo y ser consciente de lo que él veía cuando la observaba.

Una chica de salón. Una tramposa. Algo que había sido vendido en una caravana.

- No tengo dinero para apostar -respondió Eve.

Su voz era débil, monótona, la de una extraña.

- Ni yo tampoco -replicó el-. Supongo que tendremos que apostarnos a nosotros mismos para continuar en la partida.

La joven observó con incredulidad como Reno repartía las cartas. Cuando hubo ante ella cinco naipes, los cogió automáticamente. De la misma forma automática, Eve desechó el que no iba bien con el resto. Una carta más apareció frente a ella, así que también la cogió y la miró.

La reina de corazones le devolvió la mirada.

Durante un segundo, Eve no pudo creer lo que estaba viendo. Lentamente, todas las cartas se resbalaron de sus dedos una a una.

Reno extendió el brazo y dio la vuelta a los naipes que habían caído boca abajo frente a Eve. En cuestión de segundos, un diez, una jota, una reina, un rey y un as de corazones resplandecieron bajo la luz de la lámpara.

- Supera todo lo que yo pueda tener, ahora y siempre -anunció el pistolero, tirando a un lado sus cartas sin mirarlas siquiera-. Soy tuyo, pequeña, durante todo el tiempo que desees, y para lo que desees.

Reno metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó el anillo de esmeraldas.

- Pero preferiría ser tu marido que tu amante -término en voz baja.

El pistolero extendió la mano hacia Eve sosteniendo el anillo sobre su palma, pidiéndole en silencio que lo aceptara. Amargas lágrimas se acumularon en los ojos de la joven mientras cerraba las manos convirtiéndolas en puños para disminuir la tentación que sentía de aceptar el anillo y al hombre.

- ¿Por qué? -susurró al fin, llena de dolor-. Tú no confías en mí.

- No confiaba en mí -rectificó él, tenso-. Me comporte de una forma tan estúpida en mi primera relación, que juré que nunca permitiría que una mujer tuviera ninguna clase de poder sobre mí. Luego llegaste a mi vida y el muro defensivo que había construido a mí alrededor durante años cayó con una sola de tus miradas.

- Soy una tramposa y una chica de salón.

Reno hizo una señal hacia las cartas que le había repartido.

- Yo soy un tramposo y un pistolero -afirmó-. A mí me parece que hacemos buena pareja.

Cuando Eve no contestó y sus manos permanecieron inmóviles sobre su regazo, Reno cerró los ojos ante la oleada de dolor que le invadió. Sentía como su corazón se resquebrajaba, como un frío que no sabía que pudiera existir le llegaba hasta el alma, impidiéndole casi respirar. Y en ese momento supo, sin ningún género de duda, que sin ella jamás volvería a ser el mismo, que se limitaría a ser una sombra del hombre fue. Necesitaba convencerla de que la amaba, que la necesitaba tanto como respirar.

Decidido a hacerla cambiar de opinión, se puso en pie despacio, avanzó un paso, y se sentó sobre sus talones junto a ella apoyando una mano sobre sus helados dedos. Pero la joven se negó a apartar la mirada de la mesa.

- ¿Es que ni siquiera puedes mirarme? ¿No puedes perdonarme? -Susurró Reno con voz ronca-. ¿He destruido todo lo que sentías por mí? -Hizo una breve pausa-. Dios Eve, respóndeme. Me estas matando con tu silencio.

La joven respiró profunda y entrecortadamente, y por fin habló.

- He logrado ver barcos de piedra y una lluvia sin agua… Pero nunca encontré una luz que no proyectara ninguna sombra. Algunas cosas simplemente son imposibles.

El pistolero se incorporó con los rígidos movimientos de un anciano. Movió su mano como si fuera a acariciar el pelo de Eve, pero no lo hizo. En su lugar, la alargó hacia la escalera de corazones que le había repartido.

Cuando el anillo de oro cayó sin hacer ruido sobre las cartas, la luz de la lámpara reveló el débil temblor de los fuertes dedos masculinos. Reno miró su mano como si nunca antes la hubiera visto. Luego, observó a la mujer cuya pérdida lo atormentaría el resto de su vida, la mujer a la que había hecho tanto daño que nunca podría perdonarse a sí mismo.

- Deberías haberme dejado en aquella mina. Hubiera sido mejor que la muerte lenta que me espera sin ti -musitó.

Eve intentó hablar, pero las lágrimas que se acumulaban en su garganta se lo impedían.

El pistolero se dio la vuelta apresuradamente para dirigirse hacia la puerta, incapaz de seguir contemplando el triste rostro de la joven por más tiempo.

- ¡No! -exclamo Eve de repente, levantándose de la silla y corriendo hacia él.

Reno se giró con rapidez hacia ella y abrió los brazos para estrecharla con fuerza. Hundió su rostro en su frágil cuello, sujetándola como si temiera que fueran a arrebatársela en cualquier momento y, a la vez, meciéndola con una ternura conmovedora. Cuando Eve sintió la hirviente caricia de las lágrimas de Reno contra su piel, se quedó sin respiración, luego dejo escapar el aire emitiendo un irregular sonido que pretendía ser su nombre.

- No te vayas -suplicó la joven con voz temblorosa-. Quédate conmigo. Sé que no crees en el amor, pero yo te quiero. ¡Te quiero! El amor que siento por ti es tan grande y poderoso que será suficiente para los dos. No me dejes, no podría seguir viviendo sin ti.

Conmovido hasta el alma por sus palabras, la estrechó con más fuerza. Y, cuando por fin se vio capaz de hablar, levantó la cabeza y buscó los ojos de la mujer que amaba.

- Me mostraste barcos hechos de piedra y una lluvia sin agua -susurró, besándola con infinita ternura y bebiéndose sus lágrimas-, y luego me enseñaste una luz que no proyectaba ninguna sombra.

La joven tembló antes de quedarse muy quieta, mirándolo con una muda pregunta en los ojos.

- El amor es la luz que no proyecta ninguna sombra -le explicó Reno-. Te amo, Eve.