Dos

espués de recorrer los tres primeros kilómetros a toda velocidad, Eve hizo aminorar el paso a su montura y empezó a buscar el punto de referencia que Donna Lyon le había descrito antes de morir.

Todo lo que la joven veía al oeste era la abrupta subida de la Cordillera Frontal de las Montañas Rocosas. Ningún barranco ni ningún ensombrecido pliegue en el terreno parecía más atrayente o más transitable que cualquier otro. De hecho, si no supiera de antemano que había un desfiladero entre los imponentes picos, nunca hubiera imaginado que existiera.

Nadie cabalgaba por los alrededores. No había casas, granjas, ni asentamientos. Todo lo que Eve podía escuchar por encima del sonido de la profunda respiración de Whitefoot, era el largo suspiro del viento que procedía de las cimas de granito. Nubes nacaradas envolvían las cumbres de algunas montañas, amenazando con pequeñas tormentas nocturnas que solían ser habituales en las Rocosas en verano.

La joven había tenido la esperanza de que cayera una fuerte lluvia que ocultara su rastro, pero no iba a tener esa suerte. Las nubes no eran en absoluto tan espesas como para poder ayudarla.

- Lo siento, Whitefoot. Tendremos que seguir adelante -dijo en voz alta mientras acariciaba el acalorado lomo marrón de la yegua.

Sus ojos recorrieron el paisaje una vez más, esperando encontrar el montículo de rocas en forma de oso del que Donna le había hablado, y que también aparecía descrito en el viejo diario que había recuperado en la mesa de juego.

Por desgracia, no veía nada a su alrededor que pudiera ayudarla para guiarla, nada que le sugiriera que camino debía tomar para encontrar la entrada al barranco que la llevaría finalmente hasta un desfiladero que le abriría camino entre las impresionantes cumbres.

Sintiéndose inquieta, Eve se giró y miró a su espalda. Tras ella, el irregular terreno se desvanecía en varios tonos de verde hasta que el horizonte descendía sobre las llanuras, desdibujándolo todo en un tenue y brillante azul.

De repente, la joven se puso tensa y se protegió los ojos del sol mientras estudiaba con detenimiento el camino que había dejado atrás.

- Maldición -murmuró-. No logro distinguir si esas sombras son de hombres, ciervos o caballos salvajes.

Sin embargo, lo que los ojos de Eve no pudieron decirle, lo hizo su instinto. Con el corazón en un puño, la joven hizo avanzar a Whitefoot a medio galope. Deseaba ir más rápido, pero el terreno era demasiado escarpado. Si forzaba más al caballo, se vería forzada a seguir a pie antes de la puesta de sol.

La tierra se deslizaba y las rocas se desprendían bajo los cascos de Whitefoot, mientras el animal trotaba a lo largo del impreciso camino que se extendía paralelo a la Cordillera Frontal. En algunos lugares, se ensanchaba lo suficiente como para que pudiera pasar un carro. En otros tramos, se deshacía en bifurcaciones que conducían hasta refugios que quedaban fuera del alcance del incesante viento.

Siempre que su montura llegaba a lo alto de una pequeña cumbre, Eve miraba hacia atrás comprobando que los hombres que la seguían estaban cada vez más cerca. Si no hacia algo pronto, la alcanzarían antes de que oscureciera. Esa idea fue suficiente para helarle la sangre más de lo que ya lo hacia el viento que soplaba desde los picos cubiertos de nieve.

Al fin, Whitefoot llegó hasta un barranco por el que corría un ruidoso riachuelo y en el que se elevaba un extraño montículo rocoso. Las rocas no le parecieron a la joven un oso precisamente, pero Donna le había advertido que los españoles que dibujaron el mapa habían estado solos en medio del desierto durante tanto tiempo, que con toda seguridad su visión de la realidad estaría distorsionada.

Eve hizo que su montura rodeara el montículo que podía o no tener la forma de un oso, y una vez pasaron de largo las rocas, obligo al animal a dirigirse hacia el riachuelo, instándolo a avanzar por el agua hasta que el terreno se hizo demasiado agreste. Sólo entonces, permitió al caballo salir hacia una franja de terreno lleno de piedras. Los cascos de Whitefoot dejaban pequeñas marcas que indicaban su paso por allí, pero eso era preferible al claro rastro que habría dejado sobre un suelo más blando.

Avanzando en zigzag y guiando al caballo por la orilla o por dentro del mismo riachuelo, Eve se fue adentrando aún más en las salvajes montañas, cabalgando bajo la espesa luz dorada vespertina. Tenía las piernas enrojecidas por el constante roce con la vieja silla y heladas al estar expuestas al viento, pero la joven no se arriesgo a parar el tiempo suficiente como para ponerse las viejas ropas de Don Lyon.

En cuanto el camino fue menos escarpado, mantuvo a su montura caminando por el agua durante más de kilómetro y medio antes de encontrar un camino pedregoso donde no pudiera dejar huellas.

Eve consulto el diario y miró a su alrededor con tristeza. Pronto tendría que girar y adentrarse en un largo y sinuoso valle en dirección oeste, buscando una marca divisoria que separaría un lado de la cordillera del otro.

Pero antes de hacerlo tenía que despistar a los hombres que la seguían.

Slater se irguió sobre los estribos y miró, una vez más, por encima de su hombro. Nada se movía a excepción del viento. Aún así, no podía quitarse de encima la sensación de que los estaban siguiendo. Era un hombre acostumbrado a hacer caso a sus instintos, pero empezaba a cansarse de sentir escalofríos que le recorrían la espina dorsal cuando no había ninguna razón para ello. A su espalda tan sólo había un paisaje vacio que se extendía hasta Canyon City.

- ¿Y bien? -preguntó con impaciencia cuando su mejor explorador comanche se acercó a lomos de su caballo.

Oso Encorvado se llevó una mano extendida hasta su boca y luego apoyó la otra sobre su hombro derecho haciendo el signo comanche que correspondía al río.

- ¿Otra vez? -preguntó Slater disgustado-. Ese maldito caballo debe de haberse criado en el agua.

El indio se encogió de hombros y después hizo un signo que correspondía a un lobo pequeño.

El forajido gruño. La chica ya le había mostrado parte de su astucia en la mesa de juego. No necesitaba ninguna prueba más de que era tan rápida y cautelosa como un coyote.

- ¿Has visto ese vestido rojo que llevaba? -preguntó Slater.

El indio le dirigió un enfático gesto negativo con la cabeza.

- ¿Lloverá? -quiso saber el forajido después de observar las nubes.

El comanche se encogió de hombros.

- Oso Encorvado -murmuró Slater-, algún día harás que pierda la paciencia. Sigue buscando y encuéntrala. ¿Entendido?

El aludido sonrió mostrando dos dientes de oro, dos agujeros y un diente roto que no le había dolido lo suficiente como para arrancárselo.

Temblando por una mezcla de frío y miedo, Eve observo al comanche merodear por la orilla del riachuelo una última vez, en busca de su rastro. Cuando vio que desmontaba, la joven contuvo la respiración y cerró los ojos, temerosa de que pudiera sentir su mirada sobre él y ser descubierta.

Después de unos pocos minutos, la tentación de mirar fue demasiado grande y echo un vistazo con cuidado a través de la vegetación y las rocas que salpicaban la larga pendiente que se extendía entre ella y el riachuelo. El grave aullido del viento y el murmullo del trueno procedente de un lejano pico amortiguaban cualquier ruido que hicieran los hombres que había bajo ella.

Slater, el comanche y otros cinco hombres recorrían la orilla del arroyo. La joven sonrió levemente, consciente de que había ganado. Si Oso Encorvado no podía encontrar su rastro, nadie podría hacerlo. El indio era casi tan famoso en todo el territorio por sus habilidades a la hora de seguir un rastro, como por su salvaje reputación con el cuchillo.

Paso una hora antes de que los forajidos se dieran por vencidos. Para entonces, casi había oscurecido, caía una ligera lluvia y sus perseguidores ya habían pisoteado a conciencia cualquier rastro que Whitefoot pudiera haber dejado al salir del río.

Eve, que había contenido la respiración hasta que el dolor en sus pulmones se hizo insoportable, observo como la banda de Slater montaba sobre sus caballos y cabalgaba hasta que se perdió de vista río arriba. Aliviada, la joven retrocedió por la pendiente y se reunió con Whitefoot, que la esperaba pacientemente con la cabeza gacha, más dormida que despierta.

- Pobrecita -susurró-. Sé que tienes las patas doloridas después de caminar sobre todas esas piedras, pero si hubieras llevado herraduras, Oso Encorvado habría encontrado nuestro rastro.

A pesar de la urgencia que sentía Eve por cruzar la Gran División v por llegar hasta el laberinto de rocas descrito por los españoles, sabía que tendría que acampar unos pocos kilómetros más adelante. Whitefoot tenía que descansar, o no sería capaz de cargar con su peso.

Una vez dejara la División tras ella, en algún lugar entre la cumbre y los cañones rocosos que el diario describía, tendría que encontrar una forma de herrar a Whitefoot, comprar un caballo de carga y reunir las provisiones que le permitieran soportar el viaje.

Pero lo que la joven realmente necesitaba comprar era la compañía de un hombre en el que pudiera confiar, alguien que la protegiera mientras ella buscaba la mina perdida del antepasado de Don Lyon: el capitán León, descendiente de la realeza española y poseedor de un permiso real para buscar oro en las tierras del Nuevo Mundo pertenecientes a la corona Española.

Será difícil encontrar un hombre fuerte en el que pueda confiar habiendo oro de por medio, pensó Eve. Lo que los hombres débiles valoran, los hombres fuertes lo destruyen. Francamente, no sé en que estaba pensando Dios cuando creó al hombre.

Tan pronto como Slater se alejo cabalgando, Reno plegó el catalejo, se deslizo por la pendiente a la que había estado encaramado, y volvió donde su yegua y otros tres animales cargados con provisiones le esperaban. Los negros orificios nasales de su yegua se agitaron al captar su olor y, contenta, resoplo suavemente mientras estiraba el cuello hacia él en busca de sus caricias.

- ¿Te has sentido sola en mi ausencia, Darla?

El suave hocico del animal recorrió sus dedos, dejando tras él una sensación de cálido cosquilleo.

- No te quedaras sola mucho más tiempo. Oso Encorvado se ha cansado de la cacería. Si nos apresuramos, podremos encontrar el rastro de la chica antes de la puesta de sol.

Reno salto sobre la silla, acarició suavemente el cuello de su montura con una fuerte mano protegida por un guante de piel y guió a su yegua de color acero hacia la escarpada pendiente. Con paso rápido, el animal avanzó en zigzag descendiendo por un barranco cercano al lugar donde el comanche había perdido el rastro, mientras los caballos de carga los seguían sin necesidad de que los dirigieran o tiraran de ellos.

- Si tenemos suerte -masculló Reno-, antes del desayuno sabremos si esa mujer conoce más trucos aparte de barajar bien, hacer trampas con las cartas y lograr que los hombres se maten entre ellos.

Con el ceno fruncido y los nervios a flor de piel a pesar del paisaje vacio que se extendía a su espalda, Eve hizo que su caballo se detuviese y escucho con atención. No oyó nada, excepto el apagado murmullo de las gotas de lluvia deslizándose por las hojas.

Finalmente, se dio la vuelta y obligo a Whitefoot a dirigirse hacia una pequeña grieta rocosa donde el diario aseguraba que encontraría un lugar para acampar. Allí podría guarecerse de la lluvia, encontraría un pequeño manantial que debía surgir entre el musgo y los helechos, y dispondría de una buena perspectiva del paisaje que la rodeaba. Lo único que le faltaba era alguien que montara guardia mientras ella dormía.

Ya había oscurecido por completo cuando Eve y su dolorido caballo llegaron hasta el lugar donde acamparon. Tan sólo la luz de la luna iluminaba las cumbres.

Hablando en voz baja a Whitefoot y sintiéndose más sola que nunca desde el asesinato del matrimonio Lyon, la joven descargo y ato a su yegua, tomo una cena fría y se metió en el precario saco de dormir que había llevado consigo. Se quedó dormida de inmediato, sintiéndose demasiado exhausta por el dolor y el peligro que habían mantenido sus ojos abiertos durante la última semana.

Cuando se despertó al amanecer, el desconocido que había dejado de manifiesto su letal rapidez con el revólver el día anterior, estaba registrando minuciosamente sus alforjas a un par de metros de ella.

Lo primero que pensó Eve fue que todavía estaba soñando, ya que los acusadores ojos verdes de aquel hombre la habían estado atormentando en sus sueños, impidiéndole descansar. Mientras dormía, había intentado acercarse al apuesto extraño repartiéndole jugadas perfectas, pero cada vez que el había visto los cinco corazones, había tirado las cartas y se había alejado de la mesa de póquer, dejándola sola.

Ahora que estaba despierta, acercarse al peligroso hombre que estaba registrando sus alforjas era lo último que tenía en mente. Bajo las mantas, empezó a deslizar la mano muy lentamente hacia la escopeta que había sido el arma preferida de Donna Lyon. Siguiendo el ejemplo de su patrona, la joven había dormido con la escopeta junto a ella temiendo un ataque imprevisto.

A través de sus ojos apenas abiertos, Eve estudio al intruso. No altero el ritmo de su respiración ni tampoco cambio de posición de una forma visible. No quería que el pistolero que tan fríamente buscaba entre sus cosas, supiera que estaba despierta, pues recordaba demasiado bien lo rápido que era desenfundando y disparando.

Se oyó un leve sonido cuando el hombre saco la mano de la alforja y las perlas brillaron como pequeñas lunas llenas en la pálida luz de la mañana.

El desconocido dejo que el frío collar de líneas elegantes se deslizara entre sus largos y fuertes dedos, como si disfrutara de la textura de las perlas, y al observarlo, la joven sintió que su estomago se contraía con fuerza. El contraste entre la frágil alhaja y su bronceada y poderosa mano, la fascino.

Bajo las ramas mecidas por el viento, la luz del sol jugaba a ocultar y revelar los rasgos del desconocido.

Eve intentó no mirar pero le resultó imposible. Se recordó a sí misma que había conocido a hombres más atractivos, hombres con facciones más perfectas, hombres amables con bocas prontas a la sonrisa. No había ninguna razón para sentirse tan profundamente atraída por el duro e inflexible desconocido. Ni tampoco había ningún motivo para que su imagen la hubiera obsesionado al punto de invadir sus sueños.

Pero así había sido. Sin la distracción del letal juego de cartas, Eve se sentía todavía más intrigada por aquel hombre de lo que lo había estado cuando se sentó junto a ella y se convirtió en el cuarto jugador de la peligrosa partida de póquer.

Reno recorrió las perlas con sus dedos una vez más, antes de meterlas en una bolsa de piel y guardarlas en el bolsillo de su chaqueta.

Lo siguiente que encontraron sus dedos en la alforja fue un trozo de suave cuero que envolvía algo rígido y que estaba sujeto con una desgastada correa también de piel. Intrigado, Reno deshizo el paquete y lo desenvolvió. Dos largas y delgadas varillas de metal con una muesca en sus extremos romos cayeron sobre la palma de su mano, emitiendo un sonido ligeramente musical.

Varillas españolas, pensó Reno. Me pregunto si será capaz de usarlas.

Con cuidado, volvió a envolver las piezas de metal y las introdujo dentro de la alforja.

Un segundo más tarde, sus dedos se toparon con el desgastado y duro cuero del diario español. Lo abrió, lo ojeo con rapidez para asegurarse de que era el que buscaba y lo guardo en una de sus propias alforjas.

El resto del contenido del petate de la chica hizo que Reno se sintiera verdaderamente incomodo al reclamar sus ganancias a la bonita estafadora. Todo su equipaje constaba del vestido escarlata, otro vestido confeccionado a base de sacos de harina y unas pocas prendas masculinas. El anillo de oro no estaba en ningún sitio a la vista. Y tampoco encontró el puñado de monedas que también se había llevado.

Era evidente que estaba pasando una mala racha. Por otra parte…

- Si continuas moviendo tus dedos hacia esa escopeta -advirtió Reno, sin levantar la vista-, te sacare a rastras de ese saco de dormir y te ensenare buenos modales.

Eve se quedó paralizada ante la sorpresa. Hasta ese instante, habría jurado que aquel hombre no sabía que estaba despierta.

- ¿Quién eres? -le preguntó.

- Matt Moran. -Mientras respondía, empezó a meter de nuevo la ropa en la alforja-. Pero la mayoría de la gente me llama Reno.

Los ojos de Eve se abrieron de par en par por la sorpresa. Había oído hablar de un hombre llamado Reno. Era un pistolero, pero nunca andaba buscando pelea. Ni tampoco poma al servicio de nadie sus letales habilidades a cambio de dinero. Se limitaba a recorrer en busca de oro las Montañas Rocosas en verano y el silencio rojo del desierto en invierno.

Durante unos pocos segundos, Eve pensó en echar a correr entre la maleza y ocultarse hasta que el pistolero se diera por vencido y se marchara. Pero descarto esa alocada idea tan pronto como le vino a la cabeza.

El aire de indolencia que envolvía a Reno ya no la engañaba. Le había visto moverse en el salón; sus manos eran tan rápidas que era imposible seguirlas con la vista. Los Lyon habían elogiado a menudo los veloces dedos de Eve, pero no tenía ninguna duda de que aquel hombre era más rápido que ella. No conseguiría dar tres pasos más allá del saco de dormir antes de que la alcanzara.

- Supongo que no querrás decirme donde esta mi anillo -comentó Reno después de un momento.

- ¿Tú anillo? -preguntó Eve indignada-. ¡Pertenecía a los Lyon!

- Hasta que lo robaste y lo perdiste ante Raleigh King -afirmo el pistolero, lanzándole una glacial mirada verde-. Cuando yo se lo gane a él se convirtió en mi anillo.

- ¡Yo no lo robe!

Reno rió sin ganas.

- Por supuesto -dijo en tono burlón-. Tú no lo robaste. Simplemente lo ganaste jugando a las cartas, ¿no es cierto? ¿Te tocaba repartir a ti por un casual?

La ira invadió a Eve, acabando con las extrañas sensaciones que la habían inquietado desde que había visto como Reno sujetaba con suavidad las delicadas perlas en su mano, y logrando que redujera su cautela. Una vez más, empezó a deslizar la mano hacia la escopeta que descansaba a su lado.

- En realidad -explicó la joven con voz entrecortada-, el anillo fue arrebatado a punta de pistola a un hombre moribundo.

Reno le dirigió una mirada de disgusto y siguió buscando en la alforja.

- Si no me crees…

- Te creo -la interrumpió el-. Es sólo que no pensaba que te sintieras orgullosa de haber cometido un robo a punta de pistola.

- ¡Yo no era quien sostenía el arma!

- Entonces fue tu cómplice, ¿no?

- Maldita sea, ¿por qué no me escuchas? -exigió, furiosa ante el hecho de que aquel hombre la creyera una ladrona.

- Te estoy escuchando. Pero no he oído nada que valga la pena creer.

- Prueba a cerrar la boca. Te sorprenderías de las cosas que puedes descubrir si la mantienes cerrada.

La comisura del labio de Reno se elevó un tanto, pero fue la única señal que dio a entender que había escuchado a la joven. Casi distraídamente, hundió de nuevo la mano en la alforja en busca del anillo. El frío e inconfundible tacto de una moneda de oro hizo que pusiera toda su atención en la búsqueda.

- Estaba seguro de que no habrías tenido tiempo de gastar nada -señaló con satisfacción-. El viejo Jericho no perdió ni un segundo antes de…

Las palabras se vieron bruscamente interrumpidas cuando el pistolero tiró a un lado la alforja y arranco la escopeta de los dedos de Eve con un rápido movimiento.

Lo siguiente que la joven podía recordar era ser arrastrada fuera del saco de dormir y colgar de las fuertes manos masculinas como un saco de harina. El miedo la invadió. Sin pensarlo, levanto la rodilla rápido y con fuerza hacia la entrepierna de su captor, tal y como Donna le había enseñado.

Reno bloqueo el golpe antes de que pudiera causar ningún daño y, antes de que la joven pudiera tomar conciencia de lo que estaba sucediendo, se encontró estirada con la espalda contra la tierra incapaz de luchar, incapaz de defenderse, incapaz de moverse en absoluto excepto para tomar pequeñas y superficiales bocanadas de aire. El enorme cuerpo de Reno cubría cada milímetro del suyo, impidiéndole llevar el aire hasta sus pulmones y haciendo imposible que su cuerpo pudiera resistirse. El saco de dormir sobre el que descansaba su espalda apenas la protegía del duro suelo que había bajo ella.

- Suéltame -jadeó.

- ¿Tengo pinta de ser un estúpido? -preguntó secamente-. Sólo Dios sabe que otros sucios trucos te enseño tu mama.

- Mi madre murió incluso antes de que yo pudiera contemplar su cara.

- Vaya -dijo Reno sin inmutarse-. Supongo que eres una pobre huérfana que no tiene a nadie que la cuide.

Eve apretó los dientes e intento contener su genio.

- Lo cierto es que si lo soy.

- Pobrecita… -se burló él con frialdad-. Deja de contarme historias tristes o me pondré a llorar.

- Me conformare con que te quites de encima de mí.

- ¿Qué?

- Me estas aplastando. Ni siquiera puedo respirar.

- ¿En serio? -El pistolero miró el sonrojado, bello y furibundo rostro que estaba a sólo unos milímetros del suyo-. Es extraño -reflexionó-, porque no veo que tengas ningún problema en acribillarme con tus palabras.

- Escucha, maldito pistolero dominante e inmaduro -espetó Eve en tono glacial. Luego, se corrigió a sí misma-: No, no eres un pistolero. Eres un ladrón que se gana la vida robando a la gente que es demasiado débil…

Las palabras de la joven se vieron interrumpidas cuando Reno puso su boca sobre la suya.

Durante un instante, la joven se sintió demasiado conmocionada como para hacer otra cosa que no fuera permanecer rígida bajo su cálido y abrumador peso. Pero cuando sintió que el beso cobraba intensidad, se dejo llevar por el pánico. Retorciéndose, pataleando, intentando quitárselo de encima, Eve lucho con todas sus fuerzas.

El pistolero se rió sobre sus labios y deliberadamente se dejo caer sobre ella aplastándola contra el suelo con todo su peso, resistiendo sus forcejeos sin detener en lo más mínimo el sensual saqueo que llevaba a cabo en el interior de su boca.

La violenta y vana resistencia de Eve no hizo otra cosa que agotarla y dejarla sin aire. Cuando intento respirar, no pudo, ya que el peso de Reno era tal que no permitía que su pecho se moviera siquiera el milímetro que necesitaba para llevar aire a sus pulmones.

El mundo a su alrededor empezó a volverse gris, luego negro, hasta que desapareció de repente y se alejó mientras todo daba vueltas.

El pequeño y asustado gemido que Eve emitió cuando sintió que se desvanecía, consiguió lo que todos sus forcejeos no habían logrado. Reno levantó la cabeza y el torso justo lo suficiente para permitirle respirar.

- Esta es tu segunda lección -afirmó con calma cuando los aturdidos ojos de Eve volvieron a enfocarlo.

- ¿Qué… que quieres decir? -preguntó ella jadeando.

- Soy más rápido que tú. Esa era la primera. Soy más fuerte que tú. Esa era la segunda. Y la tercera…

- ¿Qué?

El pistolero sonrió de forma extraña, observó el temblor de los labios femeninos y dijo con voz ronca:

- La tercera lección era para mí.

Reno volvió a mirar sus grandes y confundidos ojos color ámbar, y sonrió de nuevo.

Esa vez, Eve comprendió por que la sonrisa le parecía extraña. Casi destilaba ternura, un sentimiento que no iba acorde con un hombre como Matt Moran.

- He descubierto que tu sabor puede llegar a hacerme perder el control -añadió el pistolero.

Antes de que Eve pudiera decir nada, Reno bajo la cabeza una vez más.

- Bésame tú esta vez.

- ¿Qué? -logró decir, preguntándose si se había vuelto loca.

- Tu lengua -respondió el contra su boca abierta-. Déjame sentirla. Déjame jugar con ella.

Por un instante, la joven creyó que había oído mal.

Reno interpretó su repentina calma como una señal de aceptación. Agachó la cabeza y dejó escapar un ronco gemido de placer cuando volvió a saborearla de nuevo.

Eve emitió un ahogado sonido de sorpresa ante la suave caricia. Por espacio de un segundo, se sintió como una perla que era delicadamente sostenida por una mano poderosa. Luego, recordó donde estaba, quien era el pistolero que estaba sobre ella, y todas las advertencias que Donna le había hecho sobre la naturaleza de los hombres y lo que deseaban de las mujeres. Apartó la cabeza a un lado, pero no antes de haber sentido la cálida y aterciopelada superficie de la lengua de Reno deslizándose sobre la suya.

- No -exclamó con urgencia, asustada de nuevo.

Pero esa vez se temía a sí misma, ya que una extraña debilidad se había apoderado de ella al sentir la suave caricia de la lengua masculina.

Donna Lyon había advertido a su sirvienta sobre lo que los hombres deseaban de las mujeres, pero nunca le dijo que las mujeres podían desear lo mismo de ellos.

- ¿Por qué no? -preguntó él con calma-. Te ha gustado besarme.

- No.

- Por supuesto que sí. Lo he notado.

- Tú… tú eres un pistolero y un ladrón.

- Tienes razón a medias. Llevo pistola y la he usado en más de una ocasión. Pero en lo que respecta a ser un ladrón, te diré que antes sólo estaba recuperando lo que es mío por derecho: las perlas, el anillo, el diario y la mujer que se perdió a sí misma en una mesa de póquer.

- No fue una partida justa -protestó Eve desesperadamente cuando Reno se inclinó hacia ella una vez más.

- Eso no es culpa mía. Yo no era quien repartía.

Reno trazo con su lengua el sensible borde de los labios femeninos y escuchó como la joven soltaba el aire sorprendida.

- Pero… -empezó a decir.

- Sshh. -El pistolero interrumpió la protesta de Eve mordiendo con delicadeza su labio inferior-. Te he ganado. Ahora eres mía y voy a tomarte.

- No. Te lo ruego, no lo hagas.

- No te preocupes. -Soltó su labio lentamente-. Te gustará. Yo me encargare de eso.

- Suéltame -exigió ella con tono apremiante.

- No. Eres mía hasta que yo diga lo contrario. -Sonrió y beso el frenético pulso que latía en la garganta de Eve-. Si eres buena -musitó-, te dejaré marchar después de unas cuantas noches.

- Señor Moran, por favor, no pretendía perder la apuesta. El problema fue que Slater me vigilaba muy de cerca.

- Igual que yo. -Reno levantó la cabeza y la miró con curiosidad al recordar-. ¿Por qué me diste todas las cartas de la parte inferior de la baraja?

Eve hablo atropelladamente, intentando mantener la atención de Reno centrada en cualquier cosa que no fuera la brillante llama de deseo que hacia arder sus ojos.

- Conocía a Raleigh King y a Jericho Slater -explicó-, pero no a ti.

- Así que me elegiste para que me mataran mientras tú escapabas con el botín.

La joven no pudo evitar que sus mejillas se encendieran con un rubor culpable.

- No quería que fuera así -se disculpó.

- Pero casi acabo así, y tú no hiciste absolutamente nada por evitarlo.

- ¡Eso no es cierto! ¡Fui yo quien disparo a Steamer cuando intento matarte!

- ¿Con qué? -se burló Reno- ¿Le lanzaste una moneda de oro?

- Con mi pequeño revólver. Lo llevo en el bolsillo de la falda.

- Muy práctico. ¿Sueles abrirte camino a tiros después de jugar al póquer?

- No.

- Entonces, eres muy buena haciendo trampas.

- ¡Yo no hago trampas! Por lo general, no las hago. Es sólo que… -Su voz se apagó.

Divertido y escéptico ante la dificultad de Eve por encontrar las palabras adecuadas para explicar que era inocente cuando ambos sabían que no era cierto, Reno arqueó una ceja y esperó a que continuara.

- No supe hasta que fue demasiado tarde que Slater se había dado cuenta de que estaba haciendo trampas -admitió la joven con tristeza-. Yo era consciente de que él tampoco jugaba limpio, pero no pude sorprenderle. Así que perdí a favor tuyo cuando debería haber seguido y haber igualado la apuesta de Slater.

- El anillo de esmeraldas -comentó Reno asintiendo con la cabeza-. Con la jugada que tenías deberías haber continuado durante, al menos, una mano más. Pero no lo hiciste; así que gane yo, porque Slater no tuvo tiempo de repartirse el resto de su full.

Eve pestañeó, sorprendida ante la rapidez con la que pensaba el hombre que la mantenía a su merced.

- ¿Eres un jugador profesional?

Reno negó con la cabeza.

- Entonces, ¿cómo sabias lo que pretendía Slater? -insistió ella.

- Es sencillo. Cuando le tocaba repartir, ganaba el. Luego tú empezaste a abandonar demasiado pronto, y yo empecé a ganar manos que no deberían haber sido mías.

- Tu madre no crió a ningún hijo estúpido, ¿verdad? -masculló Eve.

- Oh, yo soy uno de los más torpes -reconoció el pistolero arrastrando las palabras-. Deberías conocer a mis hermanos mayores, sobre todo a Rafe.

La joven parpadeó mientras intentaba imaginar a alguien más rápido que Reno. No lo consiguió.

- ¿Has acabado con las explicaciones? -preguntó él amablemente.

- Shhh…

Reno se inclinó lo suficiente como para cubrir la boca de Eve con la suya. Cuando sintió que se tensaba bajo su cuerpo como si fuera a resistirse de nuevo, se dejó caer un poco más sobre ella, recordándole la lección que acababa de darle. A la hora de medir sus fuerzas, la joven no tenía nada que hacer contra Matt Moran.

Eve se relajo para tantear el terreno, preguntándose si Reno la soltaría si dejaba de resistirse.

De inmediato, la abrumadora presión de su cuerpo disminuyo hasta que fue poco más que un cálido contacto inquietantemente sensual que iba desde sus hombros hasta sus pies.

- Ahora bésame -susurró Reno.

- Entonces, ¿me soltarás?

- Entonces, negociaremos un poco más.

- ¿Y si no te beso?

- En ese caso, tomare lo que ya es mío, y al infierno con lo que tú desees.

- No lo harás -dijo ella débilmente.

- ¿Quieres apostarte algo?

Eve miró los fríos ojos verdes que estaban tan cerca de los suyos y se dio cuenta de que nunca debió haber permitido que Reno Moran se sentara en su mesa de póquer.

Era muy buena descifrando a la mayoría de la gente, pero se había confundido por complete con el pistolero que la mantenía cautiva. En ese momento, no sabía si estaba mintiendo o si le decía la verdad.

El sabio consejo de Don Lyon resonó en su mente: «Cuando no sepas si un contrincante se está marcando un farol, y no puedas permitirte pagar la apuesta si pierdes, recoge tus cartas y espera una mejor ocasión.