Nueve
urante el día, Reno cabalgaba con el rifle sobre la silla. Durante la noche, Eve y el dormían con los mustang estratégicamente colocados alrededor de su aislado y oculto campamento. Como precaución adicional, el pistolero esparcía ramas secas a lo largo de los posibles accesos más obvios a su campamento.
Varias veces al día, Reno hacia que Eve y los caballos se adelantaran mientras el retrocedía sobre sus pasos hasta un punto más elevado. Allí, desmontaba, sacaba su catalejo y estudiaba el terreno que iban dejando a sus espaldas.
Sólo en dos ocasiones alcanzó a ver a Slater. La primera vez, le acompañaban seis hombres. La segunda, quince. Consciente del peligro que les acechaba, plegó el catalejo con gesto preocupado, montó y galopó para reunirse con Eve.
Al oír el sonido de los cascos de un caballo, la joven se dio la vuelta. Reno percibió entonces el dorado resplandor de sus ojos bajo el ala de su sombrero y el intenso color de su cabello bajo el sol de agosto. También vio las leves líneas que la fatiga y la preocupación habían dibujado alrededor de sus carnosos labios.
Cuando se detuvo junto a ella, la tentación de inclinarse y besarla para probar una vez más el sabor entre dulce y salado de su boca, casi superó su control.
- ¿Están cerca? -preguntó Eve con inquietud al ver la adusta expresión de su compañero de viaje.
- No.
La joven se humedeció los labios mientras unos ojos verdes, brillantes por el deseo insatisfecho, seguían la punta de su lengua.
- ¿Se están quedando rezagados?
- No.
- Me temo que esos caballos tennessee son más duros de lo que tú pensabas.
- Todavía no estamos en el desierto.
Eve emitió un sonido de sorpresa y estudio las tierras que los rodeaban. Cabalgaban a través de un largo valle flanqueado por dos cadenas de montañas. Crecía tan poca vegetación en sus pendientes que las masas de piedra que las cubrían podían verse con claridad a través de la maleza y los pinos que las salpicaban.
- ¿Estás seguro de que no estamos en el desierto? Esta todo tan seco…
Reno la miró con expresión de incredulidad.
- ¿Seco? ¿Qué crees que es eso? -le preguntó, señalando un punto en el paisaje.
La joven miró en la dirección que le indicaba y vio que en el centro del valle había una pequeña y estrecha estela de agua más marrón que azul.
- Eso -repuso Eve- es algo que apenas merece llamarse riachuelo. Tiene más arena que agua.
- Cuando vuelvas a ver tal cantidad de agua, pensaras que es la mismísima fuente de la vida -le aseguró el pistolero con una sonrisa irónica.
La joven miró con recelo el sucio y pequeño riachuelo que atravesaba el seco valle.
- ¿En serio?
- Si encontramos el atajo, sí. De lo contrario, veremos uno de los ríos más peligrosos del Oeste.
- ¿El Colorado?
Reno asintió.
- He conocido a muchos hombres a los que les gustan las tierras inexploradas, pero nunca he conocido a ninguno que haya cruzado el Colorado a su paso por el laberinto de piedra, y que haya vuelto para contar su historia.
Tras dirigir una mirada de soslayo a su compañero de viaje, Eve supo que no estaba bromeando. De hecho, hacia demasiado calor y había demasiado polvo en el aire como para que alguien tuviera la suficiente energía para bromear.
Incluso Reno se sentía afectado por el calor. Se había desabrochado varios botones de su descolorida camisa azul y se había subido las mangas. Después de tres días de viaje, una incipiente barba negra cubría parte de su rostro haciendo que su sonrisa pareciera feroz en lugar de tranquilizadora.
Nadie que viera a Reno en ese momento se habría dejado engañar pensando que no era lo que parecía: un duro y peligroso pistolero con el que era mejor no medir las fuerzas.
Aún así, a pesar del amenazante aspecto de Reno y de las corrientes de tensión sensual que fluían de forma invisible entre ambos, Eve nunca había dormido mejor que en los últimos días.
Por primera vez desde que podía recordar, disfrutaba de algo más que no fuera un sueno ligero, pendiente de cualquier ruido, lista para coger cualquier arma que tuviera a mano y defender a aquellos que eran más débiles que ella de cualquier depredador que les acechara en la noche, ya fuera en un campamento al aire libre o en una barata habitación de hotel.
A pesar de hallarse por complete a su merced, sabía, con una seguridad que la desconcertaba, que Reno la protegería incluso con su vida si fuera necesario. Dependía enteramente de él en aquel lugar tan salvaje, pero nunca se había sentido más segura en toda su vida. Ser consciente de ello le producía un salvaje cosquilleo en el estomago y una extraña alegría a la que no le encontraba explicación.
- Parece que la idea de atravesar el desierto sin ver ni rastro de agua no te inquieta -señaló el pistolero al observar la serenidad que bañaba el rostro de la joven.
- ¿Qué? Oh. -Eve sonrió ligeramente-. No es eso. Estaba pensando en lo agradable que es dormir durante toda la noche sin tener que preocuparme por nada.
- ¿Preocuparte? ¿Por qué?
- Por el hecho de que un depravado pudiera atrapar a uno de los niños más pequeños en la cama en el orfanato, o por si unos forajidos decidían atacar el campamento de los Lyon. -Se encogió de hombros-. Esa clase de cosas.
Reno frunció el ceno.
- ¿Ocurrían ese tipo de cosas a menudo? -preguntó, frunciendo el ceño.
- ¿Hablas de los depravados?
El pistolero asintió de manera cortante.
- A mí, aprendieron a dejarme tranquila después de un tiempo. Pero a los niños más pequeños… -La voz de Eve se desvaneció-. Hacia todo lo que podía, pero nunca era suficiente.
- ¿Era el viejo Lyon un depravado?
- En absoluto. Era un hombre noble y amable, pero…
- No muy bueno peleando -concluyó Reno, acabando la frase por Eve.
- No esperaba que lo fuera.
- ¿Por qué? ¿Era un cobarde? -inquirió sorprendido.
- No. La violencia no formaba parte de su naturaleza. No era tan rápido, duro, fuerte o mezquino como lo eran la mayoría de los hombres con los que nos encontrábamos. Era demasiado… civilizado.
- Debieron haberse ido a vivir al Este -murmuró Reno.
- Lo hicieron. Pero cuando sus manos empezaron a perder agilidad, y Donna fue demasiado mayor para distraer a los hombres con su aspecto, tuvieron que trasladarse al Oeste. Les fue más fácil sobrevivir aquí.
- Sobre todo después de comprarte en esa maldita caravana de huérfanos y de que te enseñaran a «distraer» a los hombres y a hacer trampas con las cartas -repuso furioso.
Los labios femeninos formaron una fina línea, pero no tenía sentido que lo negara.
- Sí -admitió-. Vivían mucho mejor después de comprarme.
La expresión de Reno indicó a Eve que las dificultades de los Lyon por ganarse la vida le inspiraban muy poca compasión.
La joven vaciló y luego volvió a hablar, intentando hacerle entender que sus patrones no habían sido crueles con ella.
- No me gustaba lo que me hacían hacer -reconoció lentamente-, pero era mejor que el orfanato. Al menos fueron amables conmigo.
- Hay una palabra para describir a los hombres como Don Lyon, y te aseguro que no es amable.
Sin decir más, levantó las riendas y comenzó la marcha antes de que la joven pudiera responder. Se negaba a escuchar a Eve defendiendo al hombre que la había explotado.
Era un hombre noble y amable.
No obstante, no importaba lo rápido que Reno cabalgara, no podía dejar atrás el sonido de la voz femenina resonando en el furioso silencio de su mente.
Vivían mucho mejor después de comprarme.
No me gustaba lo que me hacían hacer.
La idea de que Eve hubiera estado tan sola que llamara amabilidad a lo que los Lyon le habían obligado a hacer, perturbaba a Reno de formas que ni siquiera podía expresar. Sólo podía aceptarlas, al igual que aceptaba otras cosas que no comprendía, como su deseo por proteger a una chica de salón a la que habían enseñado cuidadosamente a mentir, engañar y «distraer» a los hombres.
Una mujer que confiaba tanto en él que había dormido tranquila a su lado, en vez de sobresaltarse a cada momento durante el sueño como le había ocurrido a lo largo de toda su vida.
Estaba pensando en lo agradable que es dormir durante toda la noche sin tener que preocuparme por nada.
Reno sabía que la idea de ofrecerle ese tipo de paz no debería afectarle.
Pero lo hacía.
Las montañas empezaron a desvanecerse a su paso, dejando tan sólo el recuerdo de cumbres donde era fácil encontrar agua y los árboles crecían tan juntos los unos de los otros que un caballo no podía pasar entre ellos. Ahora había espacio de sobra para los caballos en los secos cauces de los ríos y las áridas mesetas que atravesaban.
- ¡Mira! -exclamó Eve de pronto.
Mientras hablaba, se estiró cubriendo la pequeña distancia que había entre su montura y la de Reno, lo agarró del brazo derecho y señaló con el dedo.
Él miró en la dirección que le indicaba la joven y sólo vio rojizas y curvadas protuberancias de arenisca que parecían los huesos de la propia tierra surgiendo a través de su fina piel.
- ¿Qué? -preguntó.
- Allí -insistió Eve-. ¿No lo ves? Esas construcciones de piedra. ¿Forman parte de las ruinas de las que hablaste?
Después de un momento, el pistolero comprendió.
- No -respondió-, lo que ves son sólo capas de arenisca perfiladas por el viento y las tormentas.
La joven empezó a protestar antes de pensárselo mejor y guardar silencio. Cuando Reno le dijo por primera vez que cabalgarían a través de valles enteros donde no encontrarían ni una gota de agua, había pensado que se estaba burlando de ella. No era así. Esos valles existían realmente. Los había visto, los había atravesado cabalgando, había saboreado en su lengua el polvo castigado por el sol.
Para ella, la salvaje tierra por la que viajaban era una constante fuente de sorpresas. A pesar de haber leído durante anos el diario del antepasado de Don Lyon, no había alcanzado nunca a comprender realmente lo que habría supuesto para los exploradores españoles recorrer un desierto desconocido, siguiendo la estela de ríos que se estrechaban hasta desaparecer dejando sólo sed tras de sí.
Y tampoco había imaginado lo que sería contemplar cientos de kilómetros de terreno en cualquier dirección y no ver ningún riachuelo, ninguna laguna, ni una sola promesa acogedora de sombra o agua que aliviara una sed tan grande como la aridez de la propia tierra.
No obstante, Eve, más que por la ausencia de agua, estaba asombrada por las desnudas rocas con formas inimaginables que surgían de la tierra. Las enormes formaciones rocosas de una sola pieza, ricas en matices rojizos, crema y oro, y más altas que cualquier construcción que hubiera visto nunca, la fascinaban.
En algunas ocasiones, parecían bestias durmientes. En otras, tenían el aspecto de setas. Y otras veces, como en ese momento, se asemejaban a la imagen, que había visto sólo una vez, de una catedral gótica con arbotantes de roca solida.
De pronto, Reno se irguió sobre los estribos y miró por encima del hombro. Las montañas se habían convertido en un borrón azul oscuro contra el horizonte, y los largos y áridos valles en los que se habían adentrado ofrecían pocas posibilidades para ocultarse, tanto a ellos como a los hombres que los perseguían. Aún así, desde el amanecer, no había visto moverse nada sobre la faz de la tierra, excepto las sombras de unas pocas nubes.
- Parece que los caballos de Slater al fin se han rendido -comentó Eve, contemplando el camino que habían dejado atrás.
Reno emitió un sonido que podía haber significado cualquier cosa.
- ¿Acamparemos pronto? -preguntó esperanzada.
- Depende -respondió él, dirigiéndole una sonrisa carente de humor.
- ¿De qué?
- De si todavía hay agua en el manantial que el padre de Cal dibujo. Si la hay, llenaremos las cantimploras y acamparemos unos kilómetros más allá.
- ¿Kilómetros? -repitió Eve con la esperanza de haber escuchado mal.
- Si. En estas áridas tierras, sólo un loco o un ejército acamparían junto al agua.
- Comprendo -admitió, suspirando con tristeza-. Acampar junto al agua nos convertiría en un blanco fácil.
Él asintió.
- ¿A qué distancia esta el manantial? -quiso saber Eve.
- A unas cuantas horas.
Cuando la joven permaneció callada, Reno la miró de soslayo. A pesar de los duros kilómetros que habían recorrido, le pareció que tenía buen aspecto. El brillo de su pelo no se había visto mermado, conservaba el color en su rostro y su mente seguía igual de rápida.
Pero lo que más complacía al pistolero era que Eve compartía su fascinación por la austera tierra. Sus preguntas lo demostraban, al igual que sus largos silencios mientras estudiaba las formaciones de piedra que él le señalaba, intentando imaginar las fuerzas que las habían creado.
- ¿Cómo es de grande el manantial? -preguntó de pronto la joven.
- ¿En qué estas pensando?
- En un baño.
La idea de Eve desnuda bajo el agua tuvo un rápido y duro efecto sobre el cuerpo de Reno. Con una muda maldición, se obligó a alejar de su mente el recuerdo de sus pezones tensos y brillantes a causa de las provocadoras caricias de su boca.
Haciendo un esfuerzo, se esforzó al máximo por no pensar en la joven de esa forma. Era algo que lo distraía demasiado. Siempre había sido un hombre con un autocontrol fuera de lo común; sin embargo, aquella misma mañana había estado a punto de ir en busca del cálido cuerpo de Eve, ignorando por completo todas sus preocupaciones sobre los forajidos que los perseguían.
- Probablemente puedas bañarte en el manantial -comentó Reno sin dejar traslucir sus pensamientos.
El ronroneo de placer que emitió Eve no ayudó en absoluto a que el pistolero dejara de pensar en imágenes de la joven desnuda.
- ¿Está al final de este valle?
- Esto no es un valle. Estamos sobre una meseta.
Eve miró a Reno antes de observar el camino que habían dejado atrás.
- A mí me parece un valle -insistió.
- Sólo viniendo desde esta dirección. Si hubiéramos accedido a ella desde el desierto, no tendrías la menor duda. Es como si subieras un escalón grande y amplio, luego otro, después uno más hasta que, finalmente, llegas a las verdaderas montañas.
Eve cerró los ojos, recordando los mapas de los diarios y pensando en cómo habían descrito los españoles aquel territorio.
- Por eso la llamaron la Mesa Verde -dijo Eve.
- ¿Qué?
- Los españoles. La primera vez que vieron este lugar fue desde el desierto. Y comparada con él, esta meseta es tan verde como la hierba.
Reno se quito el sombrero, se lo volvió a colocar y la miró sonriente.
- Has estado dándole vueltas durante días, ¿verdad?
- Ya no -afirmó satisfecha.
- Puede que los españoles estuvieran obsesionados con el oro, pero no estaban locos. Las cosas cambian mucho dependiendo de la perspectiva con la que se mire, eso es todo.
- ¿Incluso los vestidos rojos? -inquirió presurosa.
En el mismo instante en que las palabras salieron de sus labios, Eve se arrepintió de haberlas pronunciado.
- Nunca te rindes, ¿eh? -señaló Reno con frialdad-. Pues bien, tengo malas noticias para ti. Yo tampoco.
Después de eso, paso mucho tiempo hasta que algo rompió el tenso silencio que se produjo entre ellos, roto tan sólo por el cadente ritmo de los cascos de los caballos golpeando el suelo.
El terreno empezó a descender con creciente brusquedad, hasta que se elevó lentamente a ambos lados del seco lecho del río que Reno había decidido seguir.
El antiguo cauce estaba flanqueado por pequeños álamos cuyas hojas ofrecían sombra, pero poco alivio para el creciente calor. Las plantas que requerían agua para sobrevivir hacía mucho tiempo que se habían marchitado, convirtiéndose en quebradizos tallos que susurraban con cualquier brisa en espera de que llegaran las lluvias estacionales.
A medida que avanzaban, más altos se volvían los muros que los flanqueaban, y más estrecho el sendero que tenían que atravesar. Al cabo de unas horas, Reno desabrocho la correa que sujetaba su revólver a la pistolera y saco el rifle de repetición de la funda. Abrió el cargador, comprobó que estuviera lleno, y continuo cabalgando con el arma sobre su regazo.
Los gestos de su compañero de viaje le indicaron a Eve que no había otra opción que seguir adelante por aquel camino que rápidamente se estaba convirtiendo en poco más que una grieta sobre la árida tierra. Con cuidado, la joven sacó su vieja escopeta de dos cañones de su desgastada funda y comprobó que estuviera cargada. El seco y metálico chasquido que el arma emitió cuando se abrió el cargador hizo que el pistolero girara la cabeza. Eve volvió a colocar el cargador en su sitio y siguió cabalgando. La expresión de su rostro mostraba concentración y cautela, pero no miedo.
En ese momento, Reno recordó el momento en el que Willow se mantuvo con la espalda pegada a la suya y una escopeta en las manos, sin saber si sería el hombre que amaba el que saldría de la frondosidad del bosque o si lo haría uno de los miembros de la salvaje banda de Jed Slater.
Finalmente, fue Caleb quien salió de aquel bosque, pero Reno no tuvo ninguna duda de que Willow habría disparado a cualquier otro.
Tampoco dudaba del coraje de Eve. Se había pasado demasiados años defendiéndose a sí misma como para echarse atrás ante lo que debía hacerse.
A mí, aprendieron a dejarme tranquila.
Los ojos del pistolero se movían sin cesar, rastreando sombras y los erráticos giros que trazaba el antiguo lecho del río. A su montura le gustaba tan poco como a él aquel cauce que cada vez se estrechaba más, y lo demostraba agitando y levantando las orejas ante el más mínimo sonido.
La yegua parda con la raya sobre el lomo se mostraba igual de inquieta y recelosa. Incluso los caballos de carga parecían asustados.
Antiguos canales secundarios de agua llegaban desde la izquierda y la derecha, pero, aún así, el principal cauce del río continuaba estrechándose, hundiéndose más y más profun-damente en la tierra. Las murallas de piedra que surgían a ambos lados se convertían en precipicios que se elevaban lo suficiente como para no dejar pasar los rayos del sol.
De pronto, Reno hizo apartarse a su yegua hacia uno de los canales laterales. Los otros caballos lo siguieron y, cuando Eve hizo ademán de hablar, el pistolero le hizo un gesto indicándole que guardara silencio.
Unos minutos después, una pequeña manada de caballos salvajes paso al trote por delante de la entrada del estrecho cañón lateral en dirección contraria a la que ellos habían tomado. El sonido de sus pasos quedó apenas amortiguado por el arenoso suelo.
Eve sintió como se hinchaba el hocico de su yegua al tomar aire para relinchar, e inmediatamente, se inclinó sobre la silla y tapó con sus dedos las fosas nasales del mustang.
El movimiento atrajo la atención de Reno quien, tras observar lo que había hecho la joven, asintió en señal de aprobación y volvió la cabeza de nuevo hacia la entrada del cañón. Siguieron esperando durante mucho tiempo después de que el último animal salvaje hubiera pasado.
Nada más se movió.
Reno considero el agotamiento de los caballos, la hora que era y la ruta que debían seguir en el mapa.
No le costó mucho decidirse.
- Acamparemos aquí.
El impactante verde de sus orillas era la única señal de que en aquel lugar había un manantial. Pero el musgo y los helechos cedían paso casi inmediatamente a plantas más preparadas para sobrevivir bajo el implacable sol del desierto.
Reno se sentó sobre sus talones para estudiar las huellas que habían quedado reflejadas en el fango. Se podían ver rastros de ciervos y coyotes, conejos y caballos. Ninguno de los caballos que se habían acercado a beber allí mostraba signos claros de llevar herraduras, pero algo que vio en las huellas inquietó al pistolero.
El mismo había usado manadas de caballos salvajes para ocultar el rastro de sus propios caballos, y no había ninguna razón para pensar que Slater fuera menos astuto a la hora de disimular sus huellas.
Se irguió a regañadientes, montó sobre Darla y cabalgó de vuelta al lugar donde esperaban Eve y los caballos de carga. Tras recorrer unos treinta metros, se giró para observar su propio rastro. Los cascos herrados de su montura dejaban claras marcas en la húmeda tierra que rodeaba el manantial.
- ¿Ha estado Slater por aquí? -preguntó Eve con aparente calma cuando el pistolero se acerco cabalgando.
Reno había estado esperando a que le hiciera esa pregunta. Los días pasados junto a la joven le habían enseñado que estaba acostumbrada a usar su cerebro. Aunque no había ningún camino marcado en los diarios que el forajido hubiera podido seguir para adelantarse a ellos, todavía existía esa posibilidad.
Los españoles no habían encontrado todas las rutas posibles para atravesar aquel territorio. Ni tampoco lo había hecho el ejército de los Estados Unidos. Pero los indios si, y algunos de los hombres que cabalgaban con Slater podían saber fácilmente cosas que ningún hombre blanco sabia.
- Por las huellas, yo diría que no -respondió por fin.
La joven dejó escapar un silencioso suspiro de alivio.
- Aunque no puedo asegurarlo -continuó el pistolero-. No todos los hombres de Slater llevan caballos herrados.
- Si los llevaban en Canyon City. -Pero, entonces, antes de que Reno pudiera hablar, Eve añadió secamente-: Pero ya no estamos en Canyon City.
Las comisuras de los labios del pistolero se elevaron dibujando una sonrisa ante la inteligencia de la joven.
- Los comanches no son bienvenidos en Canyon City -señaló.
- ¿Las huellas que has visto no podrían pertenecer a caballos mustang?
- Algunas de ellas, sí. Otras se hundían profundamente en el suelo.
- ¿Como si cargaran con un hombre? -preguntó Eve.
- O como un caballo clavando sus cascos al retroceder ante otro animal. Se producen muchas refriegas en un manantial de agua tan pequeño como este.
La joven emitió un gruñido de exasperación y se pasó la lengua por los labios secos.
- No te preocupes, gatita -la tranquilizó-. No estoy pensando en irnos antes de que hayas podido tomar tu baño.
Eve sonrió encantada y, en ese mismo instante, se dio cuenta de que en algún momento de aquel duro y caluroso viaje, había dejado de disgustarle el apodo que Reno le había puesto.
Puede que fuera porque su voz ya no adoptaba un deje hiriente cuando la llamaba así. Ahora su tono adquiría una cálida cadencia, como si realmente ella fuera una gata recelosa a la que había que acercarse con suavidad para que se dejase acariciar.
Esa idea hizo que las mejillas de Eve se encendieran con un rubor que nada tenía que ver con el calor proveniente de las paredes de piedra del cañón.
- Cúbreme desde aquí mientras lleno las cantimploras -le gritó Reno-. Cuando haya acabado, llevaré a los caballos de uno en uno para que beban.
Una vez que tanto humanos como caballos bebieron hasta saciarse, que se llenaron las cantimploras y que estuvieron de vuelta en el pequeño cañón lateral, el cielo se tiñó de oscuro con los apasionados tonos de la puesta de sol. Todo estaba en silencio y las sombras surgían de cualquier grieta, agrupándose y elevándose en una queda marea.
Mientras Reno se encargaba de los caballos, Eve hizo un pequeño fuego junto a una roca, cuya existencia tan sólo era delatada por la tenue fragancia de la leña de los pinos y del café. Con la escasa luz de las llamas para ayudarla, la joven comió rápidamente y reunió todo lo necesario para darse un baño.
En silencio, el pistolero observó como Eve se adentraba en la oscuridad con una cantimplora, un pequeño cazo de metal, un paño suave y un trozo de jabón. El descolorido vestido hecho de viejos sacos de harina colgaba sobre su hombro. Reno no pudo saber si se lo pondría para volver hasta el campamento o si lo usaría de toalla.
- No te alejes -le advirtió.
Aunque él había hablado en voz muy baja, Eve se quedó inmóvil.
- Y llévate la escopeta.
El pistolero fue consciente de todos y cada uno de los pequeños sonidos que hizo la joven mientras cogía el arma y volvía a adentrarse en la oscuridad. Siguiendo sus indicaciones, sólo se alejó lo suficiente para estar fuera del alcance de la luz del fuego.
Reno escuchó los apagados sonidos del agua al salpicar y se dijo a sí mismo que era imposible que pudiera oír el débil susurro de la tela contra la piel cuando Eve se desnudó, o el femenino suspiro de placer cuando el agua fresca la acarició. Lo más probable era que tampoco pudiera oír cómo le temblaba la respiración cuando sus pezones se endurecieron en respuesta al contacto con el paño húmedo. Pero podía imaginárselo.
Y lo hizo.