Siete

os llantos de Ethan se oyeron perfectamente desde la cocina, donde Eve y Willow estaban acabando con los platos de la cena.

- Yo me encargo -se ofreció Reno desde la otra habitación-. A no ser que tenga hambre. Entonces, será cosa tuya, Willy.

Su hermana se rió al tiempo que escurría el trapo.

- Estate tranquilo. Acabe de darle de mamar hace una hora.

La voz del esposo de Willow llegó desde la larga mesa que había en el comedor, donde su cuñado y el habían estado estudiando el diario del capitán León y el del padre de Caleb, que había trabajado como topógrafo para el ejercito en los años cincuenta.

- Eve -llamó a su invitada-, ¿no has acabado de secar los platos todavía? Reno y yo estamos teniendo muchos problemas para comprender tu diario.

- Ya voy -respondió la aludida.

Un momento después, se acercó hasta la mesa. Caleb se levantó y le ofreció la silla que había junto a la suya.

- Gracias -dijo Eve sonriéndole.

La sonrisa de respuesta de su anfitrión hizo que su duro rostro resultara aún más apuesto.

- No hay de qué.

Reno frunció el ceño al verlos desde la puerta del dormitorio, pero ninguno se dio cuenta. Sus cabezas ya estaban inclinadas sobre los dos diarios.

De mala gana, el pistolero entro en la habitación donde Ethan protestaba ante la injusticia de que lo acostaran mientras que el resto de la familia todavía seguía levantada.

- ¿Sabes que pone aquí? -preguntó Caleb a Eve, señalando una página destrozada.

La joven acercó aún más la lámpara, inclinó el diario y estudio detenidamente la elaborada y borrosa escritura.

- Mi patrón creía que la abreviatura se refería a una cumbre que hay hacia el noroeste con forma de silla de montar -explicó despacio.

Caleb percibió la nota de duda en su voz.

- ¿Y tú qué crees?

- Yo creo que se refiere a la que hay detrás de esa.

Eve pasó dos páginas y señaló con el dedo los extraños signos que había en los márgenes. Uno de los símbolos estaba identificado con una abreviatura que podría haber sido la misma que la de la otra página; aunque las letras estaban tan borrosas que era difícil asegurarlo.

- Si es así -comentó Caleb-, Reno tiene razón. Podría estar refiriéndose a Los Abajos, en lugar de a Las Platas.

Inquieto, abrió el diario de su padre y empezó a pasar las páginas rápidamente.

- Aquí -señaló-. Subiendo desde esta dirección, mi padre escribió que el terreno le recordaba a una silla de montar española, pero…

- ¿Pero?

Caleb pasó varias páginas hasta que llegó al mapa que había dibujado, combinando los resultados de las exploraciones de su padre con los de las suyas propias.

- Estas son las montañas que los españoles llamaban Las Platas -afirmó.

- Las Platas -repitió la joven en voz baja.

- Sí. Y donde hay plata, normalmente también hay oro.

El entusiasmo que empezó a invadir a Eve se reflejó en su sonrisa.

- Vistos a cierta distancia -continuó Caleb-, estos picos se parecen también a una silla de montar española. Pero eso se podría decir de muchas montañas.

- ¿Realmente encontraron en Las Platas el mineral al que deben su nombre?

- Se encontró plata en algún lugar de esta parte de la Gran División -respondió su anfitrión, encogiéndose de hombros.

- ¿Cerca?

- Nadie lo sabe seguro.

Caleb señalo varios grupos de montañas repartidos por el mapa. Algunos surgían como islas del rojo desierto; otros formaban parte de las Montañas Rocosas. A los pies de uno de los grupos, estaba marcado el rancho de los Black.

No había ninguna otra marca en la base del resto de las montañas, excepto signos interrogativos donde los antiguos senderos españoles podían haber estado establecidos hacia siglos. Aún así, la tierra no estaba totalmente desprovista de señales de la presencia del hombre. Trazadas con líneas de puntos, como si fueran afluentes de un río invisible, supuestas rutas españolas bajaban desde los grupos de montañas, se unían en la zona de los cañones y se dirigían hacia el sur, hacia la tierra a la que una vez se llamó Nueva España.

- Pero aquí -explicó Caleb, señalando el centro de la zona de los cañones-, a una semana de viaje hacia el oeste, caravanas de mercancías cargadas con plata dejaron rastros en la piedra que todavía pueden verse hoy en día.

- ¿Dónde?

- En el no Colorado -respondió Reno a su espalda-. Sólo que los españoles lo llamaban el Tizón en aquella época.

Sorprendida, la joven alzo la vista tan rápidamente que su cabeza casi chocó contra la de Caleb.

Reno se quedó mirándola fijamente, con los ojos encendidos por una ira que había ido aumentando cada vez que miraba desde la habitación y veía el oscuro cabello de Eve rozando el espeso pelo negro de su cuñado, mientras estudiaban minuciosamente los diarios.

La ira del pistolero no sorprendió a la joven. Se había mostrado furioso con ella desde que Willow había insistido en que se quedaran a cenar y a pasar la noche.

Lo que si la había sorprendido fue ver al bebé gorjeando feliz en los musculosos brazos de su tío. De repente, se dio cuenta de que Reno había pasado muy poco tiempo alejado de su sobrino en las horas que llevaban allí.

Después de disfrutar de la amabilidad y generosidad de Caleb, a Eve no le sorprendía el evidente amor que este sentía por su esposa y su bebé. Sin embargo, en un hombre como Reno, suponía algo casi increíble que asombraba a la joven cada vez que lo contemplaba con Ethan y con su hermana. Nada en su pasado la había preparado para eso. Los hombres duros que había conocido usaban su fuerza para conseguir sus propios fines, sin importar el rastro de muerte y sangre que dejaban atrás.

Por desgracia, Reno reservaba la parte más suave de su carácter únicamente para su familia. Eve no se hacía ilusiones pensando que una chica de salón como ella podría disfrutar alguna vez de sus cautivadoras sonrisas. Ni tampoco se imaginaba poder llegar a ser el objeto del amor protector que profesaba a Willow.

Era evidente que su compañero de viaje estaba furioso con ella por haberse metido en casa de su hermana y por disfrutar de la cortesía de su familia. La joven se daba cuenta de ello cada vez que alzaba la vista y veía a Reno observándola con un brillo de ira en sus fieros ojos verdes.

Al menos, tenía cuidado de que los Black no se dieran cuenta de su enfado. Aunque Eve estaba convencida de que Reno no lo hacía por ella. Lo único que él deseaba era evitar que le hicieran preguntas que no quería responder sobre chicas de salón y su presencia en casa de su hermana.

- ¿Es ahí donde nos dirigimos? -le preguntó a Reno-. ¿Al río Colorado?

- Espero que no -respondió el aludido en tono cortante-. He oído que los españoles conocían un atajo desde aquí hasta Los Abajos. Si eso es cierto, y lo encontramos, nos ahorraremos varias semanas de viaje.

Caleb murmuró algo entre dientes sobre locos, minas perdidas y un laberinto de cañones que no tenían nombre.

Ajeno a todo aquello, Ethan se echo hacia delante e intento alcanzar el brillante pañuelo que sujetaba el mono de Eve. Cuando no lo consiguió, protestó, y lo hizo a voz en grito.

- Hora de dormir -exclamó Willow desde la cocina.

Rápidamente, Eve desató el nudo que sujetaba el pañuelo en su cabeza y, al instante, el mono se deshizo convirtiéndose en una bella y oscura cascada sobre su espalda. Volvió a recoger su melena y la sujetó en un mono no muy apretado. Luego, hábilmente, hizo una muñeca con el pañuelo; la cabeza estaba formada por un nudo, otros dos nudos hacían de brazos y, por debajo, la tela se ensanchaba formando una falda.

- Aquí tienes, cariño -susurró a Ethan-. Se lo solitarias que pueden ser las noches.

La mano del bebé se cerró alrededor de la muñeca con sorprendente fuerza. Luego la agitó y gorjeó feliz.

Aunque Eve había pronunciado las palabras lo bastante bajo como para que sólo pudiera escucharlas el bebé, Reno las oyó y entrecerró los ojos al tiempo que buscaba en su rostro algún indicio que le indicara que intentaba despertar su compasión. Pero lo único que vio fue la ternura que invadía la expresión femenina siempre que Ethan la miraba y expresaba su alegría.

Frunciendo el ceño, el pistolero apartó la vista y se recordó a sí mismo que a todas las mujeres, incluso a las manipuladoras chicas de salón, se les ablandaba el corazón con los bebés.

Willow salió de la cocina, cogió a Ethan en brazos y se dirigió al dormitorio. Enseguida los gorjeos de alegría se convirtieron en tristes llantos.

- No me importa pasear un rato por la habitación con el -se ofreció Reno.

- Podrás hacerlo si dentro de unos minutos sigue llorando -respondió Willow con firmeza.

- ¿Y si le canto para que se duerma?

Su hermana se rió y cedió.

- Sera mejor que te vayas pronto a buscar oro, porque malcrías descaradamente a tu sobrino.

Sonriendo, Reno se reunió con su hermana en la habitación. Unos momentos más tarde, los suaves acordes de una bella canción se oyeron por toda la casa, entonados por la firme voz de de Reno. Poco después, la clara voz de soprano de Willow se unió a la de él en una perfecta armonía.

Eve se quedó sin aliento al escucharlos.

- Me pasó lo mismo la primera vez que los oí -comentó Caleb-. Su hermano Rafe también sabe cantar. No conozco a los otros tres hermanos, pero imagino que sucederá lo mismo con ellos.

- Imagínate lo que sería sentarse junto a ellos en la iglesia…

Caleb se rió.

- Algo me dice que los hermanos Moran eran más dados a meterse en peleas que a ir a la iglesia.

Eve sonrió distraídamente, pero eran las voces lo que reclamaba su atención. La música había sido uno de los pocos placeres de los que podía disfrutar en el orfanato, y la habían practicado bajo las ordenes del exigente, aunque paciente, director del coro de la iglesia cercana.

Con los ojos cerrados, la joven empezó a tararear para sí misma. No conocía la letra que cantaban los Moran, pero la melodía le era familiar. Sin darse cuenta, Eve se unió a ellos, dejando que su voz se entrelazara en la sencilla armonía creada por los hermanos.

Tras unos cuantos minutos, la música la arrastró, haciéndole olvidar donde se encontraba. Su voz se elevó, voló casi rozando la luz de la voz de Willow y la oscura sombra de la de Reno, enriqueciendo a ambas y fusionándolas, consiguiendo envolver la estancia en una atmosfera casi mágica.

Eve no se dio cuenta de lo que había hecho hasta que los dos hermanos cesaron de cantar, dejando que se escuchara sólo el sonido de su voz.

Cuando abrió los ojos de repente, descubrió que Reno y los Black la observaban con atención y el color invadió sus mejillas.

- Perdonadme. No pretendía…

- No seas tonta -la interrumpió Willow con suavidad-. ¿Dónde aprendiste esa preciosa armonía?

- Me la enseñó el maestro del coro de la iglesia.

- ¿Podrías enseñar a Caleb a tocarla con la armónica?

- No hay tiempo para eso -la cortó Reno-. Tenemos que estudiar los diarios esta noche y nos marcharemos mañana con la primera luz del día.

Willow parpadeó ante la dureza de la voz de su hermano. No le había pasado desapercibido el hecho de que Reno no deseaba que Eve se implicara con su familia, y no podía imaginar cual era la razón de su extraña conducta.

Sin embargo, la expresión en los ojos de su hermano le decía que no debía hacer preguntas.

- He descubierto donde se entrecruzan los dos diarios -anunció de pronto Caleb, interrumpiendo el incomodo silencio.

- Perfecto -comentó Reno.

- No lo creas -respondió Caleb secamente.

- ¿Por qué?

- Porque según esto, el camino que os espera es peor que el que conduce al infierno.

Reno agarró la silla que había al otro lado de Eve y se sentó.

Entre los dos hombres, la joven se sintió realmente pequeña. Teniendo en cuenta el hecho de que media más de un metro sesenta, esa sensación le era bastante inusual; pues la mayoría de los hombres que conocía eran apenas un palmo más altos que ella.

Intentando no rozar ninguno de los amplios hombros que la flanqueaban, Eve extendió el brazo hacia el antiguo diario español.

Reno hizo lo mismo. Sus manos chocaron y ambos la retiraron bruscamente, murmurando una palabra de disculpa en el caso de Eve y una maldición en el de Reno.

Caleb miró hacia otro lado para que ninguno de los dos pudiera ver la amplia sonrisa que se dibujaba en su rostro. Tenía muy claro que era lo que hacía que su cuñado estuviera tan susceptible. Desear intensamente a una mujer en particular y no poder tenerla, hacia perder los estribos a hombres con mucho mejor carácter que Matt Moran.

Y para Caleb era evidente que Reno deseaba intensamente poseer a su «socia».

- Veamos -empezó, aclarándose la garganta e intentando no reír-, tú dices que la expedición del capitán León llegó desde Santa Fe hasta Taos…

- Sí -respondió Eve rápidamente.

Extendió la mano hacia el diario una vez más con la esperanza de que no se notara el ligero temblor de sus dedos, ya que la piel le ardía en el lugar en el que Reno la había tocado.

- Algunas de las primeras expediciones pasaron por la sierra de Sangre de Cristo y se adentraron en las montañas de San Juan antes de girar hacia el oeste -explicó la joven con una voz cuidadosamente controlada.

Mientras hablaba, iba pasando páginas que mostraban rutas en mapas dibujados por hombres muertos mucho tiempo atrás.

- Atravesaron las montañas por… -se volvió hacia el diario del padre de su anfitrión-… aquí. Debieron pasar muy cerca de este rancho.

- No me sorprendería -comentó Caleb-. Estamos en las llanuras, y sólo un loco iría por las montañas.

- O un hombre que busca oro -aclaró Reno.

- Es lo mismo -replicó su cuñado.

Reno se rió. Él y Caleb nunca habían estado de acuerdo sobre el tema de buscar oro.

- Pero aquí el camino se hace difícil de seguir -continuó Eve. Bajo su fino dedo, una página del diario español mostraba como la ruta principal se deshacía formando una red de caminos-. Esto significa agua durante todo el año -indicó la joven señalando un símbolo.

Caleb cogió el diario de su padre y empezó a hojearlo rápidamente. Un lugar con agua durante todo el año era algo raro en los cañones. Cualquier manantial que su padre hubiera descubierto estaría cuidadosamente señalizado y marcado en el mapa.

- ¿Qué significa ese símbolo? -preguntó Reno, señalando una esquina del diario.

- Un camino sin salida.

- ¿Y qué significa el signo que esta frente a él? -volvió a preguntar.

- No lo sé.

Reno lanzó una mirada de soslayo a Eve que fue prácticamente una acusación.

- Cuéntame más cosas sobre los otros símbolos -pidió Caleb, mirando alternativamente los dos diarios y señalando uno de los signos-. Háblame de este, por ejemplo.

- Ese símbolo indica un asentamiento indio, pero el que está justo a su derecha significa que no hay comida -explicó Eve.

- Quizá quiera decir que los indios no eran amistosos -dijo Caleb.

- Había un símbolo diferente para indicar eso.

- Entonces, probablemente se trate de algunas de las ruinas de piedra -sugirió Reno.

- ¿Qué? -preguntó la joven.

- Ciudades construidas con piedras hace siglos.

- ¿Quién las construyo?

- Nadie lo sabe -respondió Reno.

- ¿Cuando fueron abandonadas? -insistió Eve.

- Nadie sabe eso tampoco.

- ¿Veremos algunas de esas ruinas? ¿Qué impulsaría a los indios a dejar de vivir allí?

Reno se encogió de hombros.

- Quizá no les gustaba tener que subir o bajar un precipicio para conseguir agua, cazar o cultivar comida.

- ¿Qué quieres decir? -preguntó asombrada.

- La mayoría de las ruinas están sobre precipicios que tienen centenares de metros de altura.

Eve pestañeó.

- ¿Por qué construiría alguien una ciudad en un lugar de tan difícil acceso?

- Por la misma razón por la que nuestros ancestros construían castillos sobre promontorios de rocas -contestó Caleb sin levantar la vista del diario de su padre-. Para defenderse.

Antes de que la joven pudiera decir nada, su anfitrión colocó el diario de su padre junto al otro y señaló una página en cada uno de ellos.

- Aquí es donde los diarios toman caminos diferentes -anuncio.

Reno comparo rápidamente los dos mapas dibujados a mano.

- ¿Estás seguro? -preguntó.

- Si Eve tiene razón y ese signo significa «camino sin salida», y ese otro «poblado abandonado»…

- ¿Y qué hay de la roca con recubrimiento blanco? -inquirió el pistolero señalando el diario de Caleb-. ¿La menciona tu padre?

- Sólo al norte del río Chama. Allí predomina la arenisca roja.

- ¿Precipicios o estructuras formando arcos? -preguntó Reno.

- Ambas cosas.

- ¿De qué espesor? ¿Encontró quizás un tipo de roca arcillosa extremadamente fina?

- De ese tipo, vio mucha -aseguró su cuñado.

- ¿Las capas eran finas o gruesas, inclinadas o rectas? -se apresuró a preguntar Reno-. ¿Vio pizarra? ¿Granito? ¿Sílex?

Caleb se inclinó sobre el diario de su padre una vez más. Reno también lo hizo, utilizando expresiones que a Eve le parecía que formaban parte de un código. Con cada minuto que pasaba, a la joven le iba quedando más claro que su compañero de viaje no había pasado todo su tiempo en tiroteos o buscando oro. Todo lo contrario. Al parecer, poseía amplios conoci-mientos de geología.

Tras unos cuantos minutos, Reno emitió un gruñido de satisfacción y golpeó una página del diario español con su dedo índice.

- Es lo que yo pensaba -indicó-. Tu padre y los españoles estaban en lados opuestos del gran macizo que sobresale entre los cañones, a partir del cuerpo principal de la meseta. Los españoles pensaron que era otra meseta independiente, pero tu padre tenía razón.

Caleb estudio los dos diarios antes de asentir lentamente.

- Eso significa -continuó Reno- que si hay una forma de cruzar el macizo por aquí, no tendremos que seguir el curso del río Colorado para seguir el rastro del capitán León.

- ¿Por dónde quieres cruzar? -preguntó su cuñado.

- Justo por aquí.

Eve se inclinó hacia delante. El rápido recogido que había improvisado después de darle a Ethan su pañuelo se deshizo, provocando que un largo rizo se escapara y cayera sobre la mano de Reno. El oscuro cabello brilló bajo la luz de lámpara como el oro que él había pasado toda su vida buscando.

Y como el oro, Reno sintió el cabello de Eve frío y suave contra su piel.

- Perdón -musitó la joven, volviendo a recogerse el pelo apresuradamente.

Él no dijo nada. No confiaba en su voz, pues sabía que revelaría la repentina y fuerte aceleración que había experimentado su flujo sanguíneo.

- Quizá tengas razón -reconoció Caleb mientras miraba con atención los dos diarios-. Pero si te equivocas -añadió después de un minuto-, será mejor que recéis para que haya más agua de la que se indica en ambos diarios.

- Esa es la razón por la que espero que a Wolfe no le importe prestarme a un par de sus mustang como caballos de carga.

- Estoy seguro de que no le importara -dijo Caleb-. Y que Eve se lleve un buen caballo también. Su vieja yegua no aguantara el viaje.

- Estaba pensando en la yegua parda con una raya en el lomo -sugirió Reno-. Este año no ha tenido ningún potrillo.

Su cuñado asintió, hizo una breve pausa y luego afirmo sin rodeos:

- Los caballos son el menor de vuestros problemas.

- ¿Te refieres al agua? -aventuró Reno.

- Ese es otro, pero no el peor.

Eve emitió un sonido interrogativo.

- El peor problema -siguió Caleb- es localizar la mina, si es que existe realmente. ¿O acaso esperáis encontrar un cartel donde ponga «Excavad aquí»?

- Maldita sea, no. Yo esperaba un presentador de feria ambulante y elefantes bailarines indicándonos el camino -se burló el pistolero arrastrando las palabras-. Ahora no me vengas diciendo que no será así. Me partirías el corazón.

Su cuñado rió y sacudió la cabeza.

- Bromas aparte -comentó un momento después-, ¿cómo esperas localizar el oro?

- Las minas dejan rastros en la tierra.

- No cuentes con ello. Han pasado doscientos años, el tiempo suficiente para que hayan crecido arboles que oculten cualquier rastro de la mina.

- No me he dedicado a estudiar geología para nada -afirmó Reno-. Sé qué tipo de rocas debo buscar.

Caleb miró a Eve.

- ¿Y tú? ¿Crees que con las indicaciones de ese diario seréis capaces de localizar la mina?

- Si no es así, siempre podemos contar con las varillas de zahorí -respondió.

- ¿Qué?

Eve metió la mano en el bolsillo delantero de su descolorido vestido. Un momento después, saco un pequeño bulto envuelto en cuero. Cuando desenrollo el paquete, dos delgadas varillas de metal cayeron sobre su palma emitiendo un sonido musical.

- Me refiero a esto -anunció.

- Son varillas de zahorí españolas -le explicó Reno a Caleb-. Se supone que con ellas se puede encontrar oro, pero no vibran ante la presencia de agua o metales sin valor. -Dirigiéndole una dura mirada a la joven, le preguntó-: ¿Donde están las otras dos?

Eve parpadeó confusa antes de comprender la pregunta.

- Don decía que sus antepasados supusieron que dos funcionarían igual de bien que cuatro, y que resultaría más fácil usarlas.

- ¡Maldita sea! -exclamó Caleb disgustado-. Tendréis suerte si encontráis barro con eso.

- ¿Qué quieres decir? -preguntó Eve.

- Son muy difíciles de usar -le aclaro Reno-. Y nunca lo he intentado con dos. Pero está claro que resultaran más fáciles de manejar que cuatro. -Miró a la joven y le preguntó-: ¿Las has usado alguna vez?

- No.

Reno extendió la mano y Eve dejó caer las pequeñas varillas sobre su palma evitando tocarle.

- Observa bien -le advirtió el pistolero-. La idea es mantener las varillas unidas en el extremo ahorquillado.

- ¿En las puntas? -preguntó la joven.

- No. En la base. Entrelazadas, pero que puedan moverse con facilidad y reaccionar ante los metales preciosos.

Eve lo observó frunciendo el ceño. Las muescas que había en cada extremo eran tan poco profundas, que no parecían ser de gran ayuda para mantener las varillas unidas.

Con extremo cuidado, Reno junto las dos delgadas varillas de metal hasta que quedaron unidas en la base. Respirando con lentitud para no romper el contacto, las extendió hacia Eve para que lo viera.

- Sería algo así -le explicó-. Sólo deben rozarse. No hay que ejercer ningún tipo de presión.

- No parece tan difícil -comentó Caleb.

- No, cuando una sola persona sostiene las dos varillas. Pero no funcionan así. Se necesitan dos personas para manejarlas, y cada una debe sujetar una varilla.

- ¿En serio? -preguntó Caleb-. Dame una.

Eve observo como Reno tendía una de las dos piezas de metal a su cuñado y se quedaba con la otra. Las varillas parecían finas agujas entre las grandes manos de los dos poderosos hombres. Unas manos grandes, pero no torpes, pues Reno y Caleb tenían una coordinación inusualmente buena.

De hecho, su anfitrión consiguió encajar con rapidez el extremo de su varilla con la que sostenía su cuñado. Mantenerlas así, sin apenas tocarse, ya era más difícil. No obstante, paso sólo un momento antes de que lo consiguiera.

- ¿Ves? Es muy fácil -alardeó.

- Ahora demos un paseo alrededor de la mesa -dijo Reno lentamente.

Caleb le lanzó una mirada de sorpresa.

- ¿Con las varillas tocándose?

- En todo momento. Sólo rozándose, recuerda. Nada de presionar.

La única respuesta de su cuñado fue un gruñido. Los dos hombres se pusieron de pie, encajaron las varillas y se miraron el uno al otro.

- Contaré hasta tres -anunció Caleb-. Uno… dos… tres…

Dieron un paso y, al instante, las dos piezas de metal se separaron.

La segunda vez, Caleb lo intentó aplicando más presión pero tampoco dio resultado.

En el tercer intento, los pequeños instrumentos de metal chocaron, se resbalaron y se separaron.

- Maldición -exclamaron los dos hombres al unísono.

Caleb hizo girar en el aire la varilla sobre su palma varias veces antes de lanzársela a su cuñado sin avisar.

Reno extendió su mano libre y agarro la pieza de metal en pleno vuelo.

Fuera cual fuera el problema que les impedía usar las varillas correctamente, no se trataba de falta de destreza por parte de ninguno de los dos hombres.

- Menos mal que has leído los suficientes libros de geología como para abastecer a una universidad -comentó Caleb-, porque esos palos no sirven para nada.

Eve extendió el brazo y cogió una de las piezas de metal de la mano de Reno.

- ¿Puedo? -preguntó ella con calma.

La pregunta era innecesaria, pues ya había colocado el extremo ahorquillado señalando hacia el pistolero. La varilla estaba equilibrada entre la palma y el pulgar, y la sostenía con tanta suavidad que incluso un suspiro podría haber hecho que el metal se balanceara.

Reno vaciló, luego se encogió de hombro, sujeto su varilla como ella lo hacía, y apunto descuidadamente con el extremo ahorquillado hacia la joven.

Eve movió la mano levemente. Los extremos se unieron, se rozaron, y volvieron a juntarse como lo harían un imán y el hierro.

Cuando quedaron unidas, una invisible corriente recorrió las varillas hasta llegar a la piel de quienes las sostenían.

Con un grito ahogado, Eve soltó su varilla y Reno hizo lo mismo.

Caleb atrapó ambas piezas de metal antes de que llegaran al suelo y, dirigiendo una extraña mirada a la pareja, se las devolvió.

- ¿Ocurre algo? -preguntó.

- Que torpe he sido -respondió Eve rápidamente-. He hecho que se golpearan.

- A mí no me ha parecido que pasara eso -insistió Caleb.

Reno no dijo nada. Simplemente observó a la joven con sus ojos verdes entornados y le pidió:

- Déjame que lo intente yo ahora.

Eve colocó su varilla en posición y se quedó quieta.

- Estoy lista.

Reno se acercó a ella con extrema lentitud hasta que las puntas metálicas se rozaron, y finalmente, las muescas encajaron.

De nuevo, volvieron a sentir aquellas corrientes invisibles.

En aquella ocasión consiguieron mantener la posición, aunque su respiración se volvió pesada y acelerada; ese pequeño cambio debería haber sido suficiente para que las varillas se separaran.

Pero no fue así.

- Intentemos andar -dijo Reno.

Su voz era inusualmente profunda y estaba cargada de ricos y oscuros matices. Sonaba casi como una caricia tan intangible e innegable como las sutiles corrientes que fluían a través de las varillas españolas, manteniendo unidas dos mitades de un enigmático todo.

- Si -susurró Eve.

Entonces, como si fueran una sola persona, dieron un paso hacia delante.

Los extremos se entrelazaron, pero, aún así, se mantuvieron unidos como si estuvieran magnetizados.

Reno aparto deliberadamente la mano y, al instante, las agujas se separaron.

- Hagámoslo otra vez.

De nuevo, las varillas se juntaron como si estuvieran vivas y ansiosas por sentir las frágiles corrientes que las unían y les daban una razón de ser.

- Maldita sea -masculló Reno.

Alzo la mirada de las extrañas piezas de metal y la dirigió hacia la mujer cuyos ojos eran del color del ámbar más puro, preguntándose como sería hundirse en su interior, sintiéndola estremecerse tan delicada y completamente como las dos varillas que se rozaban, convirtiéndose en dos mitades entrelazadas que se movían con libertad, al tiempo que permanecían unidas por corrientes de fuego.