Diecinueve

uesta creer que no seamos las primeras personas en ver esta tierra -comentó Eve mientras cruzaban la entrada del pequeño valle.

- Eso parece -asintió- Reno-, pero está lleno de señales que indican que alguien llegó aquí antes que nosotros.

Sin decir más, hizo detenerse a su caballo y levantó el catalejo, pero no miró hacia el prado, sino que estudio el mosaico verde que formaba el bosque que descendía hasta las áridas tierras que se extendían bajo ellos, en busca de cualquier rastro de los hombres que estaba seguro de que les perseguían. El revestimiento dorado del catalejo brillaba bajo la apagada luz cada vez que se movía hacia cualquier dirección.

- ¿A que señales te refieres? -preguntó Eve después de un minuto.

- ¿Ves ese tocón en el borde del prado, justo enfrente de ese gran abeto?

- Sí.

- Si te acercas lo suficiente, verás marcas de hacha.

- ¿Indios? -preguntó.

- Españoles.

- ¿Cómo puedes estar seguro?

- Son marcas de hachas de acero, no de piedra.

- Los indios también tienen hachas de acero -insistió Eve.

- No cuando ese árbol se cortó.

- ¿Cómo lo sabes?

Reno bajo el catalejo y centró su atención en la joven. Disfrutaba de su curiosidad y avidez de conocimientos.

- Las raíces del abeto que hay justo al lado habrán tardado decenas de años en rodear el tronco caído procedente de ese tocón -le explicó.

- ¿Por qué alguien se tomaría tantas molestias para cortar un árbol y no llevárselo luego?

- Probablemente se vieron forzados a marcharse a causa del tiempo, de los indios o por las noticias de que el rey español había traicionado a los jesuitas y, por lo tanto, se arriesgaban a volver a casa encadenados. -Reno se encogió de hombros-. O quizá sólo querían la parte más alta del árbol para hacer tejados o una escalera para la mina.

- Si no prestáramos tanta atención al camino que hemos dejado atrás, quizá encontraríamos antes la mina -sugirió Eve.

Con un movimiento de impaciencia, Reno guardó el catalejo y se irguió sobre la silla.

- No veo que nos siga nadie -le informó con voz tensa.

- Eso son buenas noticias.

- Serían mucho mejores si supiera donde esta Slater.

- Al menos, no puede estar preparándonos una emboscada más adelante -señaló Eve-. Sólo hay un acceso a este valle.

- Lo que también significa que solo hay una salida.

Un lejano trueno retumbó desde una cumbre que permanecía oculta bajo una aglomeración de nubes. El aire olía a plantas de hoja perenne y a un frío otoñal que descendía desde las cumbres, atravesando los álamos temblones.

Reno miró a su alrededor con los ojos entrecerrados, inquieto por algo que había en el alto valle y que no conseguía definir.

Bostezando, Eve cerró los ojos, luego los entreabrió, disfrutando de los matices de la luz de la tarde ya avanzada y de la seguridad de saber que pronto levantarían el campamento. Perezosamente, miró a su alrededor intentando adivinar si Reno escogería ese lugar para acampar o si avanzarían un poco más para comprobar si había un camino entre los enormes picos.

De pronto, el extraño dibujo que formaba la vegetación del prado atrajo su atención. Las plantas crecían formando un círculo casi perfecto que no podía haber creado la naturaleza.

La extraña formación se encontraba cerca de uno de los pequeños manantiales que eran parte de la cabecera del arroyo que drenaba el valle. Eve dirigió a su yegua hacia aquel lugar y desmonto para poder comprobar el círculo desde más cerca. En los bordes, el suelo era de roca firme cubierta por una fina capa de tierra. Aún así, en el mismo círculo, había una profusión de plantas que no eran autóctonas de aquella zona.

Cuando Reno se volvió para decir algo a la joven, vio que estaba apoyada sobre sus manos y rodillas en el borde del prado. Un instante después, descubrió la causa de la extraña postura.

Algo no cuadraba en el paisaje. Bajo la hierba y los arboles, había ángulos y arcos que sugerían que el hombre había construido en ese prado.

Desmonto precipitadamente, cogió una pala de una de las sillas de los caballos de carga y se acercó a la joven, que levantó la vista cuando lo oyó acercarse.

- Hay algo extraño en todo esto -señaló ella.

- Veamos lo que es.

Agarró la pala, la hundió en el suelo con ayuda del pie y golpeo piedra un palmo más abajo. Después, se dirigió a diferentes partes del círculo y repitió la operación, encontrándose siempre primero con tierra y plantas, y luego con piedra.

Tomándose su tiempo, camino hacia el centro del círculo comprobando la profundidad del suelo cada pocos centímetros. Cuando llegó al centro, la pala se hundió pero no choco contra piedra.

- ¿Reno?

- Has encontrado parte de un antiguo molino, pequeña -afirmó, volviéndose hacia ella y dirigiéndole una sonrisa llena de entusiasmo.

- ¿Y eso es bueno?

- Desde luego -respondió casi riendo-. Es lo mejor que podrias encontrar aparte de la propia mina.

- ¿En serio?

Él emitió un ruido sordo similar a un ronroneo de satisfacción.

- Este es el agujero central -le explicó, señalando con la pala para enfatizar su animación-. Soportaba el molino que arrastraba la piedra sobre el mineral, aplastándolo hasta dejarlo tan fino como la arena.

Antes de que la joven pudiera hacer otra pregunta, Reno se inclinó y empezó a cavar de nuevo, trabajando sin descanso hasta que dejo al descubierto una sección de piedra.

- Debieron trabajar aquí muy duro y durante mucho tiempo -continuó-. La rueda del molino desgasto tanto la roca que dejó una depresión circular en la que pudieron crecer plantas una vez se abandono la mina.

- ¿Qué hacia girar la rueda? -preguntó Eve-. Incluso si hubieran construido un dique, no hay bastante agua en los pequeños manantiales como para hacer ese trabajo.

- No hay ningún rastro de un dique en las cercanías -aseguró Reno.

La pala aparto la tierra, dejando al descubierto la roca solida. Grietas y junturas en la superficie resaltaban en un suelo que era más oscuro que la piedra.

- Quizá usaran caballos -especuló-. Pero probablemente utilizaron indios. Eran menos valiosos que los animales.

Eve se paso las manos por los brazos. Aunque llevaba puesta una de las oscuras camisas de Reno sobre una vieja prenda de Don Lyon, sentía escalofríos. Era como si el mismo suelo estuviera impregnado de sufrimiento humano.

Reno se apoyó sobre una rodilla, uso el filo de la pala para ensanchar una grieta y lanzó un gruñido de triunfo.

- Hay mercurio en las grietas -dijo sucintamente-. No hay duda, estamos cerca de maestro objetivo.

- ¿Estás seguro?

- El mercurio se utilizaba para aplastar lo que sacaban de las minas. Era muy útil, porque atraía el oro y lo separaba del resto del mineral sin valor. Luego, calentaban la amalgama para que el mercurio se evaporara y poder verter el oro fundido en moldes.

Sacudiéndose las manos, el pistolero se levantó y miró alrededor con atención.

- ¿Qué estas buscando? -le preguntó Eve después de un tiempo.

- La mina. Los que hicieron esto no eran estúpidos. No trasladarían el mineral ni un metro más de lo necesario antes de refinarlo.

- Se supone que tiene que haber un trió de grandes abetos justo a la izquierda de la entrada de la mina, si te pones de pie con el sol a tu espalda a las tres en punto el tercer sábado de agosto -explicó Eve con entusiasmo.

El pistolero gruñó y continuó mirando.

- Hay muchos abetos grandes que crecen de tres en tres, independientemente de que momento del día o del mes sea -aseguró Reno tras unos momentos.

Frunciendo el ceño, la joven intentó recordar las otras pistas que daba el diario. En una ocasión, ella y Don se habían turnado para recitárselas mutuamente mientras su patrona se sentaba cerca, sonriendo y sacudiendo la cabeza.

- Hay una tortuga grabada en una roca gris a quince pasos a la derecha de la mina -anuncio Eve.

- Un paso puede medir de sesenta a noventa centímetros, dependiendo de la altura del hombre que los de. Pero si quieres mirar en todas las rocas en busca de una tortuga, yo no te lo impediré.

La joven hizo una mueca. El pequeño valle estaba cubierto de rocas de todos los tamaños y formas.

- Una marca de fuego en la parte norte de… -empezó de nuevo.

- Las marcas que deja el fuego desaparecen -la interrumpió Reno-. Los árboles pequeños se hacen grandes. Los árboles grandes mueren y caen. Los rayos inician nuevos fuegos. Los árboles caídos se pudren o quedan recubiertos por arbustos. Y los desprendimientos de tierra cambian la forma de las montañas.

- Pero…

- Mira ahí arriba-le pidió el, haciendo una señal.

La joven lo hizo y vio una pálida marca en la montaña donde la roca y la fina tierra se habían desviado, creando un barranco y finalmente llenándolo, enterrando así cualquier cosa que pudiera haber sido un punto de referencia.

- Eso podría haber pasado hace veinte o doscientos años -añadió Reno-. Si hubiera plantas de hoja perenne o álamos temblones sería distinto, pero los sauces y los alisos pueden crecer en unas pocas estaciones, desaparecer y volver a brotar al poco tiempo. Los puntos de referencia que dependen de plantas son prácticamente inútiles.

- Entonces, ¿cómo vamos a encontrar la mina? -preguntó consternada.

- De la misma forma que encontraste esto. Buscando algo que nos llame la atención, algo que este fuera de lugar.

Durante el resto de la tarde y todo el día siguiente, Eve y Reno recorrieron el valle observándolo con minuciosidad, atravesando una y otra vez la zona que rodeaba aquel círculo perfecto de plantas. Tan sólo consiguieron encontrar un rectángulo cuyo contorno había estado formado en su momento por troncos y trozos de cuero casi petrificados, debido a su larga exposición al seco y frío aire de la montaña.

Pero no había ni rastro de la mina en sí.

Decidida a intentarlo todo, la joven subió gateando por una pendiente llena de escombros y encontró un hueco poco profundo situado bajo una pared de roca, que lo había protegido de las tormentas más violentas. Con un ojo agudizado por las horas de búsqueda, Eve notó que la disposición de las tablas de madera que se pudrían y que emergían del hueco era demasiado metódica para ser accidental. Sin duda, antes del desprendimiento de tierra, debían haber formado parte de un cobertizo o una cabaña.

En el lugar más recóndito del hueco, Eve descubrió una pila de escombros, un saco aplastado hecho de tiras de piel entrelazadas y restos de carbón de un antiguo fuego. Rápidamente, se dirigió hacia el saliente y grito hacia el prado.

- ¡Reno! ¡He encontrado rastros de hombres aquí arriba!

Al poco tiempo, el pistolero se hallaba a su lado después de haber ascendido la pendiente rápidamente y con paso firme. Deslizo las puntas de sus dedos por la madera que tiempo atrás sirvió de techo, sintiendo las marcas que los hombres habían dejado cuando usaron picos y martillos de piedra para ampliar y profundizar aquel hueco natural.

El refugio podía haber sido una entrada a la mina, un espacio donde vivir, o una zona de almacenamiento. Cerca de los restos del antiguo fuego hallaron piezas de cerámica rudimentarias y un trozo de madera podrida que quizá hubiera servido de cuchara. Todo aquello sugería que el fuego había sido utilizado para cocinar, lo que implicaba que varias personas habían vivido en aquel lugar y que no se trataba de la entrada a la mina.

Volviéndose hacia el saco de piel, Reno se sentó sobre sus talones, inspecciono el rígido tejido de cuero y encontró trozos de piedra blanca. Frunciendo el ceño, volvió a mirar la roca que formaba los muros y el techo de aquel refugio, pero no vio ninguna veta blanca.

- ¿Es la entrada de la mina? -preguntó Eve cuando ya no pudo soportar por más tiempo la tensión.

- Podría ser, pero parece más el alojamiento de los esclavos.

- Oh.

esa larga correa arada al tenate?

- ¿El tenate? ¿Qué es eso?

__ Un saco o canasta para cargar mineral. ¿Ves esa gruesa correa?

La parte acolchada se apoyaba en la frente del esclavo. El resto de la correa pasaba por sus hombros e iba unida al saco.

__ Es una forma muy extraña de transportar algo -señaló Eve con incredulidad.

- Funciona mejor de lo que crees -afirmó Reno-. Te tienes que echar hacia delante y aguantar el peso del tenate sobre tu frente y tu espalda. Eso te deja las manos libres para trabajar en la mina, escalar o subir escaleras. Puedes cargar. cuarenta y cinco kilos así durante todo un día. -Hizo una pausa, como si recordara algo-. De hecho, yo he cargado incluso con más peso cuando era un muchacho lo bastante estúpido como para intentar extraer oro para un hombre rico con herramientas poco adecuadas.

- Quizá tú puedas cargar con cuarenta y cinco kilos durante todo un día -comentó la joven con ironía-, pero yo tendría suerte si pudiera arrastrar la mitad durante unas pocas horas.

Los labios del pistolero esbozaron una breve sonrisa, pero no dijo nada más. En lugar de eso, volvió a sentarse sobre sus talones y empezó a escarbar en los restos de la tela de cuero.

- ¿Qué estas buscando? -preguntó Eve.

- Todavía hay trozos de mineral atrapados entre la piel.

- ¿En serio? ¡Déjame verlos! -exclamó ella con la voz vibrante de emoción.

Reno logró sacar un trozo de cuarzo opaco, no más grande que la yema de su pulgar. Silbando suavemente, hizo girar una y otra vez el fragmento de mineral sobre la palma de su mano.

- Bonito, ¿verdad? -murmuró.

- ¿Tú crees? -preguntó Eve, poco convencida.

Sonriendo, el pistolero se giró y acercó su palma a la joven para que pudiera inspeccio-narla mejor.

- ¿Ves las manchitas brillantes mezcladas con el blanco? -preguntó Reno.

Ella asintió.

- Es oro.

- Oh. -Eve frunció el ceño-. No debía de ser una mina muy rica.

La decepción en su voz hizo que el pistolero se riera a carcajadas y tirara levemente de un rizo suelto de su melena.

- Pequeña, menos mal que en Canyon City le repartiste aquella mano ganadora a un buscador de oro. Podrías haber tropezado con el descubrimiento de tu vida y no haberlo sabido.

- ¿Quieres decir que merece la pena seguir buscando? -inquirió ella, golpeando con la punta de la una el cuarzo.

- Es una de las piezas de mineral más ricas que he visto nunca - afirmó con rotundidad, mientras la joven le dirigía una mirada de asombro-. Si la veta era de un grosor superior a unos cuantos centímetros, los jesuitas explotaron una mina de un valor incalculable en algún lugar cerca de aquí.

- En algún lugar. Pero, ¿dónde?

Con aire pensativo, el pistolero se metió el mineral en el bolsillo, se dirigió hacia las alforjas que había traído consigo, y saco un extraño martillo con forma de pequeño pico en un extremo. La herramienta le permitía arrancar pequeños pedazos de roca y ver que había bajo la erosionada superficie.

El acero resonó contra la piedra mientras Reno escarbaba y agujereaba varios puntos del techo y de las paredes, estudiando las diferentes capas de piedra. Pero no encontró nada parecido al cuarzo que encontró en el erosionado saco de piel.

Ansiosa, Eve echó un vistazo a uno de los agujeros.

- ¡Mira! -gritó de repente-. ¡Oro!

El pistolero ni siquiera detuvo su labor. Ya había visto y descartado las motas de material brillante que tanto entusiasmaban a la joven.

- Es sólo pirita -afirmó tajante-. El oro de los ignorantes.

El acero resonó con violencia contra la piedra.

- ¡No es oro de verdad? -preguntó Eve.

- No, no lo es. No tiene el mismo color.

- ¿Estás seguro?

- Es lo primero que un buen buscador de oro aprende.

De pronto, la roca se desprendió cayendo como una afilada lluvia y Reno estudió la superficie que había quedado al descubierto.

- Pizarra, una y otra vez -farfulló entre dientes.

- ¿Es eso bueno?

- Sólo si estas construyendo una casa. A algunas personas, les encantaría tener un techo o un suelo de pizarra.

- ¿Y a ti? -pregunto Eve, intrigada.

Él negó con la cabeza.

- Prefiero la madera. Es más fácil de trabajar y desprende un olor agradable.

Sin decir más, Reno se dirigió al fondo del refugio donde el techo se inclinaba abrup-tamente hacia la pila de escombros y le dio unas patadas a las piedras más pequeñas. Eran una mezcla de las mismas capas de roca que formaban el hueco.

Mostrando signos de preocupación en sus duras y marcadas facciones, el pistolero estudio las poco prometedoras capas de piedra y el igualmente poco prometedor prado, más allá de aquel hueco. Eve y el habían encontrado todas las pruebas que alguien necesitaría para asegurar que la mina española de Don Lyon existía, excepto la propia mina.

Por otra parte, la llegada del otoño amenazaba su búsqueda. Debían darse prisa si no querían verse atrapados por la nieve.

- ¿Y ahora qué? -preguntó la joven.

- Ahora recorreremos el perímetro del prado otra vez, pero usaremos las varillas españolas.

Las aglomeraciones de nubes se volvieron doradas con el sol de la tarde. Los rayos rozaban delicadamente la superficie de una lejana cumbre mientras la lluvia caía formando un brillante velo. Y por encima de todo aquello, incluso de la tormenta, se extendía un interminable cielo azul cobalto. A pleno sol, el calor resultaba insoportable y Reno y Eve se refugiaron en la sombra.

Ya habían recorrido una vez el valle sin obtener ningún resultado. Andar y mantener las varillas en contacto había resultado ser una tarea difícil, aunque también extrañamente excitante a pesar de que no habían encontrado nada. Las misteriosas e intangibles corrientes que atravesaban las varillas, los mantenían alerta y muy conscientes el uno del otro.

- Hagámoslo una vez más -sugirió la joven.

El pistolero la miró, suspiró y asintió.

- De acuerdo. Una vez más. Luego, intentaré pescar algo para la cena. De esa forma no habremos perdido todo el día.

Los caballos, que permanecían atados, pastaban en la entrada del prado manteniéndose en guardia incluso mientras comían. Cuando la pareja salid de las diáfanas sombras que proyectaba un pequeño grupo de álamos temblones, la yegua con la raya sobre el lomo alzo la cabeza para olisquear el aire. Enseguida reconoció los olores familiares y continuo pastando.

- ¿Preparado?-preguntó Eve.

Reno asintió.

Movieron ligeramente las manos hasta que se unieron los extremos de metal, y de inmediato, las misteriosas corrientes que surgían de las varillas volvieron a fluir entre ellos.

Daba igual cuantas veces lo experimentara, la extraña sensación de cosquilleo dejaba sin respiración a Eve. Y lo mismo le ocurría a Reno, al que se le entrecortaba la respiración al sentirse íntimamente unido a la joven a través del metal.

- Contaré hasta tres -indico él en voz baja-. Una… dos… tres.

Despacio, con pasos cuidadosamente acompasados, avanzaron por el margen del pequeño valle. Horas atrás, en ese lugar, las varillas habían vacilado y temblado levemente.

Eve y Reno habían asumido que era su propia falta de destreza, más que otra cosa, lo que había provocado que los pedazos de metal se movieran tanto. Ahora, se preguntaban si habría sido la presencia del tesoro oculto lo que había incitado a agitarse a las finas varillas de zahorí.

A la derecha de Eve, se abría un pequeño barranco obstruido por broza y escombros, procedentes de un antiguo deslizamiento de roca. A la izquierda de Reno, se extendía el valle. Frente a ellos y alrededor de un saliente rocoso estaba el refugio donde un indio había dejado su tenate por última vez.

Las varillas se separaban en raras ocasiones, a pesar del terreno irregular y los rodeos que daban para evitar arboles y troncos caídos.

De pronto, el fino metal se estremeció visiblemente.

- No tires hacia la derecha -dijo Reno.

- Eres tu el que hace fuerza -protestó Eve.

- Yo no hago nada.

- Yo tampoco.

Como si fueran una sola persona, se detuvieron al mismo tiempo y se quedaron mirando las piezas de metal. La de Eve estaba apuntaba hacia la derecha en lugar de permanecer recta. La de Reno la seguía, como si alguien la empujara o tirara de ella.

Lentamente, la joven giró hacia la derecha. El pistolero la siguió, adaptando sus movimientos a los de ella como si hubiera pasado toda su vida compartiendo su aire, su sangre, incluso los latidos de su corazón.

Cuando las varillas estuvieron rectas de nuevo, vibraron con mucha fuerza sobre los escombros del antiguo deslizamiento de tierra que se encontraba frente a ellos. Con extremo cuidado, avanzaron por el inclinado y escarpado borde de la pendiente. El metal seguía vibran-do señalando un punto colina arriba bajo la pila de escombros.

- Subamos -susurró Reno.

Juntos, se movieron al unísono a pesar del irregular terreno. Parecía imposible mantener las varillas en contacto, sin embargo, no se separaron en ningún momento.

De repente, las finas agujas se inclinaron, dieron un fuerte tirón, y señalaron hacia abajo vibrando con tanta violencia que Eve tuvo que agarrar la suya con fuerza para que no se cayera.

- ¡Reno!

- Puedo sentirlo. Dios mío. ¡Puedo sentirlo! -Sacó el martillo de una presilla de su cin-turón y hundió el mango en la tierra para marcar el punto exacto que señalaban las varillas-. Continuemos subiendo.

Recorrieron los últimos trescientos metros de la pendiente, pero los pedazos de metal se calmaron a medida que fueron subiendo.

- Volvamos al lugar que marque -indicó Reno.

Cuando regresaron junto al martillo, el pistolero miró a su alrededor tratando de orientarse.

- Vayamos hacia el refugio -dijo, señalando con su mano libre a la izquierda-. Pero procura mantenerte en línea con esta parte de la pendiente. ¿Preparada?

- Sí.

Mientras avanzaban, Eve fruncía el ceño haciendo que Reno deseara acercarla a él y borrar con besos las pequeñas líneas de preocupación. Pero sabía que no debía aproximarse a ella mientras sostuvieran las varillas. La única vez que lo había intentado, el deseo se había apoderado de su cuerpo tan ardientemente que casi lo había hecho caer de rodillas.

Aunque el pistolero no comprendía la energía que recorría los finos palos de metal, ya no dudaba de ella. De alguna manera, las varillas españolas intensificaban las intangibles corrientes que fluían entre él y Eve.

Cuando se alejaron del desprendimiento de rocas, la presión de las varillas disminuyó, pero no tan rápidamente como lo había hecho cuando habían subido por la pendiente. Al retroceder sobre sus pasos y caminar en dirección contraria, la presión desapareció de inmediato, dejando a los palos de metal casi sin vida en sus manos.

En silencio, caminaron hacia el prado y observaron el desprendimiento de rocas.

- Lo sentí con más fuerza cuando habíamos recorrido dos terceras partes de esa pendiente -señaló la joven finalmente.

- Yo también.

Reno consultó una brújula.

- ¿Qué crees que significa? -preguntó Eve.

El pistolero guardo la brújula y miró a la joven. Bajo la sombra del ala de su sombrero, sus ojos parecían brillar como gemas, y la curva de su labio inferior le recordaba lo placentero que era deslizar la punta de su lengua sobre su carne y sentir el estremecimiento de su respuesta.

- La verdad es que me siento aliviado al saber que fueron unos sacerdotes jesuitas los que usaron estas varillas antes que nosotros - respondió Reno con voz grave-. De otra forma, estaría pensando en pactos con el diablo y me preocuparía por nuestras almas.

El pistolero sonrió con ironía, pero Eve sabía que había hablado muy en serio.

- Yo también -musitó ella.

- Si creemos en lo que indican las varillas -continuó el-, hay una concentración de oro puro en algún lugar bajo ese derrumbamiento.

Eve lanzó una mirada a los escombros.

- ¿Tú qué crees?

- Creo que cuando el rey de España traicionó a los jesuitas, estos hicieron estallar el acceso a la mina para impedir que el monarca se hiciera con el oro.