Cinco

ás allá de la Gran División, una enorme muralla de montañas cambiaba poco a poco, transformándose en cadenas y grupos de picos irregulares que surgían como olas de piedra en el infinito cielo azul.

Incluso a finales de agosto, las cimas estaban cubiertas de nieve. Los riachuelos descendían veloces por los empinados pliegues que se formaban en las laderas de las montañas, unían sus fuerzas en los llanos y, finalmente, bajaban serpenteando por los largos valles como collares de diamantes líquidos bajo el sol. El intenso verde de los álamos temblones y los tonos más oscuros de los abetos, las píceas y los pinos vestían de terciopelo las faldas de las montañas. En los claros, el verde de la hierba y los arbustos contrastaban con la tierra.

En cuanto Eve y Reno atravesaron a caballo el primer desfiladero que los alejaba de Canyon City, encontraron pocos rastros de hombres viajando por la zona, e incluso menos señales de residentes permanentes. Abundaban los animales salvajes y veían a menudo mustang en libertad corriendo como el viento. Terminaron por acostumbrarse a los penetrantes graznidos de las águilas que los sobrevolaban, y también observaron como los alces y los ciervos salían con cautela de sus refugios para pacer en los márgenes de los claros. Aunque se mostraban desconfiados ante los hombres, los ciervos no huían con la misma rapidez que los caballos salvajes.

Sin embargo, Reno se mostraba más receloso que cualquier otro animal. Cabalgaba como si esperara que los atacaran en cualquier momento. Nunca acortaba camino a través de un claro, a no ser que tuvieran que desviarse kilómetros para rodearlo por los márgenes donde el bosque y la hierba se unían. Nunca ascendía hasta la cresta de una colina sin detenerse para observar que había al otro lado. Sólo cuando estaba seguro de que no había indios ni forajidos por los alrededores, se dejaba ver perfilando el horizonte.

Nunca atravesaba un cañón estrecho si podía evitarlo. Si esto resultaba imposible, aseguraba bien su revólver en su funda y cabalgaba con el rifle de repetición sobre la silla. A menudo, volvía sobre sus pasos, buscaba una position estratégica y observaba durante horas si había algún signo que indicara que les estuvieran siguiendo.

A diferencia de la mayoría de los hombres, Reno cabalgaba sujetando las riendas con su mano derecha, dejando libre la izquierda para coger el revólver que ni siquiera durmiendo dejaba fuera de su alcance. Cada noche, revisaba sus armas y comprobaba que no se acumularan en ellas polvo del camino o humedad a causa de las tormentas vespertinas que se arremolinaban entre los picos.

En él, tomar aquellas precauciones era algo instintivo. Había vivido solo en aquella tierra salvaje durante tanto tiempo que no era más consciente de su habilidad a la hora de prevenir peligros, que de su destreza al montar sobre la yegua color acero a la que llamaba cariñosamente Darla.

Eve no entendía que la yegua pudiera despertar el cariño de nadie. Era una fuerte mustang con el temperamento de un zorro y el recelo de un lobo. Si alguien que no fuera Reno se le aproximaba, bajaba las orejas pegándolas a su cráneo y buscaba un lugar donde hundir sus enormes dientes blancos. Con su dueño, en cambio, el animal se deshacía en relinchos suaves y resoplidos de bienvenida. Sin embargo, en aquel momento, tenía la cabeza levantada, las orejas erguidas y agitaba las fosas nasales con nerviosismo.

En la soleada pradera, se oyó de repente a un pájaro que acorto camino por un lateral para volar hacia el bosque. El silencio que siguió a la retirada del ave fue total.

Eve no esperó a que Reno le hiciera señales indicándole que se escondiera. Tan pronto como el pájaro viró hacia un lado, condujo a Whitefoot hacia el cobijo que ofrecía el bosque y esperó.

De pronto, un solitario semental mustang se adentró cautelosamente en el claro. Sobre su cuerpo podían apreciarse claramente las heridas medio curadas de una reciente pelea. Inclinó el hocico en el riachuelo y bebió, deteniéndose cada pocos minutos para levantar la cabeza y olfatear la brisa. A pesar de sus heridas, el semental estaba en buena forma y parecía fuerte, justo a punto de alcanzar su madurez.

Atraída por la belleza del animal, Eve se inclinó sobre su silla para poder observarlo mejor. El débil crujido de la piel que produjo su movimiento no llegó más lejos de las orejas de Whitefoot y, sin embargo, el semental pareció percibir su presencia.

Finalmente, el caballo salvaje se alejó del arroyo y comenzó a pastar. En rara ocasión pasaba más de un minuto sin que el animal no se detuviera, levantara la cabeza y olfateara la brisa en busca de enemigos. En una manada, sus constantes comprobaciones no habrían sido necesarias, pues contaría con otras orejas, otros ojos, otros cautelosos caballos para oler la brisa. Pero el semental estaba solo.

Eve pensó que Reno era como el aquel mustang, siempre solo, preparado para la batalla, receloso, sin confiar en nada ni en nadie.

De pronto, notó un movimiento a su espalda. Cuando se volvió sobre su silla, vio a la yegua color acero atravesando el bosque en su dirección.

Una brisa se arremolino entre los arboles de hojas perennes, arrancando un suspiro de sus finas ramas verdes. Whitefoot se agitó y la joven le acarició el cuello para tranquilizarla.

- ¿Dónde están los caballos de carga? -preguntó Eve en voz baja cuando el pistolero se puso a su lado.

- Los he dejado atados un poco más lejos. Montaran un escándalo si algo se nos acerca sigilosamente desde esa dirección.

El pistolero se puso de pie sobre los estribos y estudio el prado. Después de un momento, volvió a acomodarse sobre su silla.

- Está solo -confirmó en voz baja. Después, sus labios esbozaron una sonrisa-. Por el aspecto de su piel, yo diría que a ese joven semental acaban de darle su primera lección sobre cómo tratar con yeguas.

Eve miró de manera inquisitiva a Reno.

- Si una hembra tiene que escoger entre un viejo semental que sabe dónde encontrar comida y un joven caballo tan loco por ella que no sabe ni donde tiene la cabeza -explicó el pistolero arrastrando las palabras-, elegirá sin duda al viejo semental.

- Una hembra que confiará en las promesas de todos los sementales jóvenes que no tienen en la cabeza otra idea que retozar, no sobreviviría al invierno -repuso la joven.

Reno sonrió a regañadientes.

- Tienes razón.

Eve miró al semental y luego contemplo a Reno, recordando lo que había dicho cuando se metió en el bolsillo el anillo de oro y esmeraldas que le había arrebatado del dedo.

- ¿Quién era ella? -preguntó Eve.

Reno arqueó una de sus cejas en un mudo gesto interrogativo.

- La mujer que prefirió su propio bienestar a tu amor -añadió ella.

La línea de la mandíbula masculina se tenso bajo la barba incipiente que le había crecido en los últimos días de viaje y que lo hacía aún más atractivo.

- ¿Qué te hace pensar que sólo ha habido una? -le preguntó con frialdad.

- No me pareces la clase de hombre que comete dos veces el mismo error.

El pistolero le dirigió una cínica sonrisa.

- En eso tienes razón.

Eve esperó en silencio, pero sus intensos ojos color ámbar le hicieron cientos de preguntas.

- Savannah Marie Carrington -respondió finalmente Reno arrastrando cada palabra.

El cambio en su voz era casi palpable. No había en ella odio ni amor, sólo un desprecio glacial.

- ¿Qué te hizo? -quiso saber Eve.

- Me dio una lección -contestó, encogiéndose de hombros.

- ¿Y cuál fue?

- Tú deberías saberlo.

- ¿Qué quieres decir?

- Que eres condenadamente buena en la clase trucos que utilizan algunas mujeres para provocar y excitar a los hombres, hasta que hagan o digan cualquier cosa con tal de conseguir lo que desean. -Entrecerró los ojos al tiempo que añadía-: Casi cualquier cosa, pero no todo.

- ¿Qué es lo que tú no harías? ¿Amarla?

Reno soltó una risa en la que no había ni rastro de humor.

- No, eso fue lo único que hice.

- Y todavía la amas -afirmó Eve.

Las palabras eran una acusación.

- No estés tan segura de ello -replicó Reno, lanzándole una mirada de soslayo.

- ¿Siempre eres tan entrometida?

- Curiosa -le corrigió al instante-. Recuerda que soy como una gata.

- Sí, lo eres.

El pistolero volvió a erguirse sobre los estribos para estudiar el terreno que los rodeaba. El semental continuaba paciendo con avidez, sin preocuparse por nada que pudiera oler o percibir. Los pájaros piaban por todo el claro cubierto de hierba y volaban confiados de árbol en árbol. Nada se movía a lo largo del vago rastro que los caballos habían dejado en el margen del prado.

Habiendo hecho esa última comprobación, Reno hizo dar la vuelta a Darla, dispuesto a continuar su viaje hacia la casa de su hermana.

- Dime, ¿Que quería ella que hicieras? ¿Matar a alguien? -insistió la joven.

Él le dirigió una dura sonrisa.

- Podría decirse que sí.

- ¿A quién?

- A mí.

- ¿Qué? -se extrañó Eve-. Eso no tiene sentido.

Reno soltó una blasfemia entre dientes y miró por encima del hombro a la joven cuyos ojos color ámbar y suave aroma a lilas dominaban sus sueños.

- Savannah quería vivir en West Virginia, donde nuestras familias tenían granjas antes de la guerra -le explicó, recalcando cada palabra-. Pero yo ya había descubierto el verdadero Oeste. Había visto lugares que ningún hombre había pisado, me había bañado en arroyos de los que nadie había bebido, había cabalgado por senderos que no tenían nombre… y había sostenido en mis manos la solidez del oro.

Inmóvil, Eve lo observó mientras hablaba, asombrada de la emoción que dejaba traslucir la voz llena de ricos matices del pistolero cuando hablaba sobre las salvajes tierras del Oeste.

- La primera vez que la deje para venir aquí -continuó Reno-, la eche tanto de menos que casi mate a dos caballos para regresar de nuevo junto a ella.

No dijo nada más.

- ¿No te había esperado? -aventuró Eve.

- Oh, sí que lo hizo -respondió con voz dura-. En esos tiempos, yo todavía era el mejor partido que había en centenares de kilómetros a la redonda. Vino corriendo a mí con sus ojos azules brillantes por lágrimas de felicidad.

- ¿Qué sucedió?

El pistolero se encogió de hombros.

- Lo de siempre. Su familia organizó una fiesta, fuimos a dar un paseo y ella hizo que deseara convertirla en mi esposa.

Las manos de Eve se tensaron alrededor de las riendas. El desprecio en la voz de Reno resultaba tan brutal como un látigo.

- Luego, me preguntó si estaba preparado para formar un hogar y criar caballos en los terrenos que su padre había reservado para nosotros junto a Stone Creek. Yo le pedí que se casara conmigo y me acompañara al Oeste, a una tierra más amplia y prometedora que cualquiera que se hallara en West Virginia.

- Y ella se negó.

- Al principio no -respondió Reno lentamente-. Primero, me susurró lo bien que nos iría en el futuro si yo aceptara vivir en Stone Creek. Lo único que tenía que hacer era decir que si y ella haría todo lo que yo deseara. Haría cualquier cosa y estaría agradecida por la posibilidad de hacerlo.

Reno sacudió la cabeza.

- Dios, tendría que haber una ley que prohibiera a los adolescentes enamorarse. Pero no importo lo mucho que intento embaucarme -continuó-, fui lo bastante inteligente como para no hacer promesas que iban en contra de mi naturaleza. Me iba lejos y volvía lleno de esperanzas; y aunque cada vez tardaba más en regresar, ella siempre continuaba esperándome…

Se quitó el sombrero, se echó el pelo hacia atrás y volvió a colocárselo con un hábil tirón.

- Hasta que una vez volví y descubrí que se acababa de casar, embarazada de cuatro meses de un hombre que le doblaba la edad.

Al escuchar el grito de asombro de Eve, Reno se volvió hacia ella y le dirigió una extraña sonrisa.

- Yo también me quede asombrado -admitió reticente-. Sencillamente no podía creerlo. No podía imaginarme como el viejo Murphy había podido meterse bajo las faldas de Savannah en cuestión de meses, cuando yo había estado cortejándola durante años sin conseguirlo. Así que se lo pregunté.

- ¿Y qué te dijo?

- Que una mujer desea que un hombre le ofrezca seguridad y bienestar -explicó de forma sucinta-. El viejo Murphy estaba bien establecido. Y cuando lo volvió lo bastante loco por ella como para tomar su virginidad, acepto casarse porque un hombre decente se casa con la chica a la que arrebata su inocencia.

- Parece que crees que el matrimonio es una transacción económica.

- Podríamos decirlo así -admitió Reno secamente-. Pero es bueno que un hombre sepa cómo son las mujeres.

- No todas somos como ella.

- Sólo he conocido a una mujer en toda mi vida que se haya ofrecido por amor, sin buscar nada mas a cambio -declaró Reno con rotundidad.

- ¿Jessi, la chica del ardiente pelo rojo y los ojos como gemas? -preguntó Eve.

El pistolero sacudió la cabeza.

- Jessi atrapó a Wolfe para no verse forzada a casarse con un lord inglés borracho.

- Dios, es horrible -murmuró Eve.

- Eso mismo pensó Wolfe al principio -convino Reno, sonriendo-. Aunque, al final, cambio de opinión.

- Pero tú has perdonado a Jessi por pensar más en su propio bienestar que en el de Wolfe -señaló ella.

- No era yo quien debía perdonarla. Era Wolfe, y lo hizo. Eso es todo lo que importa.

- Sin embargo, a ti Jessi te gusta.

La ira invadió al pistolero ante la persistencia de la joven. No quería pensar en Jessi y Wolfe, ni en Willow y Caleb. Su felicidad hacia que Reno no dejara de preguntarse si se estaba perdiendo algo, si no debería encontrar una mujer y arriesgarse a quemarse dos veces con el mismo fuego.

Aunque podía volver a salir escaldado de la experiencia, se dijo a sí mismo.

Lo mejor era no volver a intentarlo jamás.

De repente, Reno hizo girar a su yegua de forma que pudieron mirarse frente a frente. Los caballos estaban tan cerca que la pierna de Reno rozaba la de Eve. Antes de que ella pudiera apartarse, el pistolero extendió la mano y le quitó el sombrero haciendo que colgara sobre su espalda, sujeto por la correa de cuero que llevaba atada bajo la barbilla. Deslizó su enguantada mano entre sus brillantes trenzas y le rodeó la nuca.

- Entiendo que las mujeres compensen con astucia la fuerza de la que carecen -admitió enfadado-. Pero el hecho de que lo entienda no quiere decir que me guste.

Desvió la mirada de los ojos color ámbar de Eve a su carnoso labio inferior.

- Por otra parte -susurró con voz profunda-, se me ocurren varios usos muy agradables que se le pueden dar a las mujeres. Sobre todo, a una chica de ojos color ámbar y unos labios que tiemblan de miedo o pasión, invitando a un hombre a protegerla o a tomarla.

- Esa no soy yo -respondió Eve rápidamente.

- No mientas. Recuerda que te he sentido bajo mi cuerpo. Sé que estas llena de pasión.

Eve se quedó sin aliento al contemplar el manifiesto deseo que reflejaban los ojos de Reno.

El sonreía, leyendo su respuesta en el rápido pulso que se percibía en su cuello.

- Piensa en ello, gatita. Yo ya lo he hecho. -Soltó a Eve bruscamente y espoleo a su yegua con los talones-. Vamos, Darla. Ya nos queda poco para llegar al rancho de Cal.

Aunque eran pequeñas, las llamas que danzaban con suavidad en la hoguera fascinaban a Eve. Como sus pensamientos, las llamas eran intangibles y muy reales al mismo tiempo.

La joven no había tenido intención de seguir el consejo de Reno y pensar en su inesperada sensualidad. Pero lo había hecho, había pensado en ello y en él, y eso podía ser peligroso.

De pronto, se oyó el ulular de un búho proveniente de los abetos que crecían mas allá de la hoguera y Eve se asustó.

- Es sólo un búho -la tranquilizó Reno a su espalda.

La joven se sobresaltó de nuevo y se dio la vuelta.

- ¿Te importaría no acercarte de esa forma tan sigilosa?

- Cualquiera que esté sentado mirando fijamente al fuego de la forma en que tú lo haces, debe esperar verse sorprendido de vez en cuando.

- Estaba pensando -adujo ella con voz gélida.

Reno se inclinó sobre la fogata, cogió la pequeña y abollada cafetera y se sirvió un poco de café en la taza que sostenía. Cuando acabo, se sentó sobre sus talones junto a la joven, bebió disfrutando del sabor del café y observó como la luz del fuego trazaba caprichosos dibujos sobre el cabello femenino.

- ¿En qué pensabas? Un penique si me lo dices -dijo el pistolero.

El calor ascendió con brusquedad por las mejillas de Eve, ya que había estado pensando en el momento en que Reno había besado sus labios, su cuello, sus pechos… Era demasiado honesta como para negar que se sentía atraída por él; si no fuera así, nunca habría aceptado el nefasto trato que la obligaba a cederle la mitad de la mina.

Pero eso significaba que se encontraba en una situación en la que no podía fiarse de sí misma. Se sentía tensa y desorientada, pues durante toda su vida había confiado en sus instintos en lo concerniente al trato con otras personas. Incluso los Lyon acabaron por creer en su criterio; a menudo, habían elogiado su capacidad de ver más allá de la superficie de sus oponentes en el juego y de descubrir sus verdaderas intenciones.

Y tampoco podía olvidar que Donna Lyon le había advertido más de una vez sobre la naturaleza del hombre y la mujer.

Un hombre sólo desea una cosa de una mujer, que no te quepa la menor duda sobre ello. Una vez se lo des, será mejor que estéis casados, o se marchará y buscará a otra estúpida en la que encontrará lo que tú le diste en nombre del amor.

- Está bien, que sean dos peniques -insistió el pistolero con sequedad.

El rubor en las mejillas femeninas hizo que Reno se preguntara si Eve había estado pensando en la única vez en que él había permitido a su propio deseo dominar su sentido común, y había intentado seducirla.

Dios sabía que él si había pensado mucho en ello. Cuando no estaba mirando por encima del hombro en busca de sombras que les siguieran, se dedicaba a recordar la primera vez que había olido el aroma a lilas y saboreado la aterciopelada dureza de sus pezones.

Pero eso era todo lo que había hecho: pensar y recordar. A pesar de la tentación que suponían sus campamentos nocturnos, donde la luz del fuego le atraía y las estrellas resplandecían en el negro cielo, había resistido la tentación. Reno presentía que los estaban siguiendo y Eve suponía un tipo de distracción que podía ser fatal, sobre todo, si era Slater el hombre que les pisaba los talones.

Si eso no era suficiente para enfriar su deseo, estaba el hecho de que llegarían a su destino el día siguiente. Su conciencia se lo estaba haciendo pasar mal al pensar que llevaba una chica de salón a casa de su hermana.

Y sin embargo…

Reno se giró y miró a la silenciosa mujer que lo observaba fijamente.

- ¿Tres peniques? -ofreció.

- Bueno… Estaba pensando en Donna Lyon -cedió Eve, explicando la única parte de sus pensamientos que estaba dispuesta a desvelar-. Y en lo de ser socios.

La boca de Reno se estrechó. Con un movimiento de muñeca lanzo las últimas gotas de café que quedaban en su taza a la oscuridad, más allá del fuego.

- ¿En el oro, eh? -replicó en tono sarcástico-. Debería haberlo imaginado. Bien, falta mucho para que lo encontremos.

- Y seguiremos así, a no ser que me dejes echar un vistazo al diario del antepasado de Don Lyon -adujo la joven.

El pistolero se froto la barba incipiente que crecía en su barbilla y guardo silencio.

- ¿Acaso temes que me escape con el diario? -continuó ella-. Incluso si la pobre Whitefoot llevara herraduras, no sería rival para tu mustang.

Reno miró a Eve. A la luz de la hoguera, sus ojos eran tan claros como el agua de un manantial. Sin pronunciar palabra, se puso de pie y se alejo de ella. Volvió un momento después con el viejo diario español en sus manos, se sentó cruzando las piernas junto al fuego y lo abrió.

Cuando vio que la joven no se movía, la miró de soslayo.

- Querías el diario ¿no? Aquí lo tienes.

- Gracias -dijo extendiendo una mano.

Reno negó con la cabeza lentamente.

- Ven y cógelo -la provocó.

La dureza en los ojos masculinos alertó a Eve. Con cautela, se acercó hasta que se encontró sentada junto a él. Al inclinarse sobre su brazo y estirar el cuello, pudo ver los borrosos e inseguros trazos escritos en el diario.

A día veintiuno del año de 15…

Las palabras con las que daba comienzo el relato de la expedición le resultaban ya tan familiares, que podía leerlas sin esfuerzo.

- En el día…

- Me tapas la luz-la interrumpió Reno.

- Oh, perdona.

Eve se irguió, volvió a dirigir la mirada hacia el libro, y emitió un sonido de frustración.

- Ahora soy yo quien no ve.

- Toma. -Reno cerró el diario y se lo ofreció.

- Gracias.

- No hay de que -respondió el mientras sonreía anticipadamente.

Antes de que los dedos femeninos rozaran siquiera la suave piel del diario, el pistolero la agarro y la coloco sobre su regazo haciendo que apoyara la espalda sobre su pecho. Cuando Eve intentó alejarse, él se lo impidió reteniéndola en esa posición.

- ¿Vas a algún sitio? -preguntó Reno.

- Así no veo nada -protestó ella.

- Prueba abriendo el diario.

- ¿Qué?

- El diario -insistió burlón-. Es difícil leer a través de la tapa.

Cuando la joven intentó de nuevo levantarse de su regazo, el pistolero la volvió a retener allí con brusca facilidad.

- Dije que no te forzaría -le recordó con voz serena-. Pero también dije que no iba a mantener las manos alejadas de ti. Soy un hombre de palabra. ¿Y tú? ¿Mantienes tu palabra o sólo eres una tramposa chica de salón?

- Yo también cumplo mi palabra -replicó apretando los dientes.

- Demuéstralo y empieza a leer. Ahora ambos tenemos buena luz, ¿no crees?

La joven asintió entre murmullos y respiro hondo. Entonces, Reno la rodeó con sus largos y musculosos brazos, cogió el diario de sus manos y lo abrió.

Eve era incapaz de ver las palabras con claridad. En lo único que podía pensar era en el contacto del poderoso cuerpo que la mantenía cautiva.

- Lee en voz alta -ordenó.

Su voz sonaba tan natural como si pasara cada noche con una mujer leyendo libros sobre su regazo.

Quizá sea así, pensó Eve.

- Te prevengo -le advirtió el pistolero arrastrando las palabras- que si lo que escucho no me interesa, siempre puedo encontrar otra cosa que hacer que me resulte más divertido.

La sensual amenaza en su voz fue inconfundible.

- El día veintiuno del ano mil quinientos… -leyó Eve rápidamente, esperando que Reno no notara la irregularidad de su voz-. Ehh… Esto… esta borrado. No sabría decir si el año es… es…

Se le quebró la voz cuando sintió que le bajaban el cuello de la chaqueta.

- ¿Qué estás haciendo? -La calidez del aliento de Reno sobre su cuello hizo que se estremeciera. :

- Sigue leyendo.

- Sólo dice quien autorizo…

El roce de los firmes y a la vez suaves labios rnasculinos contra su nuca la dejó sin respiración.

- Lee.

- No puedo. Me distraes.

- Te acostumbraras. Lee.

- … quien autorizó la expedición y cuantos hombres y armas y…

Las palabras de Eve se vieron interrumpidas cuando los dientes de Reno probaron la suavidad de su piel con cautivadora delicadeza.

- Continua -susurró él.

- … y cuál era su objetivo.

La punta de su lengua trazo erráticos dibujos en su nuca. El pistolero sintió el estremecimiento que la recorrió y se preguntó si lo habría causado el miedo o la anticipación.

- ¿Cuál era el objetivo? -repitió.

La joven se recordó a sí misma que un trato era un trato. Ella había accedido a permitir que Reno intentara seducirla. Entonces estaba segura de que no lo conseguiría, pero ahora esa seguridad se desmoronaba con cada caricia de su lengua.

- Sabes que intentaban encontrar oro -respondió en tono cortante.

- No, no lo sé. Tú tienes el diario. Léemelo.

- Eso no era parte de nuestro trato.

La calidez que la boca de Reno transmitía a la piel de su nuca hizo que le diera un vuelco el corazón, al tiempo que la ardiente succión y el roce de sus dientes enviaban una llamarada de fuego salvaje a través de sus venas.

Reno sintió el escalofrió que atravesó a Eve, y se preguntó una vez más si era el miedo o el deseo lo que la hacía reaccionar así, pues había visto ambas cosas en sus ojos color ámbar mientras la observaba durante los largos días de viaje.

El pistolero se movió ligeramente aumentando la presión contra su carne, que se endurecía con rapidez. El sabor de la piel desnuda de Eve y el dulce peso de sus caderas entre sus muslos, suponía una ardiente tortura en la que podría quemarse.

- Ellos, los españoles, se suponía que también tenían que bautizar a los indios -se apresuro a decir la joven mientras intentaba alejarse del regazo del hombre que la mantenía cautiva. Pero cada movimiento que hacía sólo servía para aumentar el íntimo contacto.

De pronto, al sentir la inconfundible rigidez del cuerpo de Reno bajo su trasero, Eve se quedó muy quieta.

- ¿Sí?-preguntó él con voz perezosa.

- Sí. Eso dice aquí.

- ¿A ver?

La joven intento encontrar la página, pero sus manos se habían vuelto torpes, y Reno sostenía el diario de forma que sólo le permitía pasar una o dos páginas.

- Tus dedos no me dejan -protestó.

El pistolero emitió un gutural sonido interrogativo que altero sus nervios casi tanto como sentir sus labios sobre su nuca.

- No puedo pasar las páginas -insistió Eve.

El resto de sus palabras se perdieron en un apagado jadeo cuando la boca de Reno se deslizó, provocando un sedoso roce que recorrió su nuca y que erizó el vello de sus brazos.

- Entonces, sujeta tu el diario -sugirió el con voz ronca-. Pero te advierto que si intentas levantarte de mi regazo otra vez, te tumbaré en el suelo.

Eve cogió el diario de las manos del hombre que la tenía a su merced, y empezó a pasar páginas como si su vida dependiera de encontrar el resto de instrucciones reales para la expedición del capitán León.

Entretanto, los largos y hábiles dedos de Reno empezaron a desabrochar la chaqueta que resguardaba a Eve de las inclemencias de las Rocosas.

- Salvar almas -exclamó la joven rápidamente-. Intentaban salvar almas.

- Creo que eso ya lo has dicho.

La chaqueta empezó a abrirse, permitiendo que el frío aire de la noche atravesara su piel. Eve cerró los ojos e intento respirar a pesar del nudo que atenazaba su garganta.

- En algún lugar, el… el escribe sobre buscar una ruta que le permitiera llegar hasta las misiones españolas en California -se apresuró a decir.

- Así que era un explorador -musitó Reno con voz profunda-. Continua, léeme lo que dice sobre territorios sin descubrir y tesoros ocultos en la oscuridad.

- Empezaron desde Nueva España y…

Eve jadeo suavemente cuando el ultimo botón de su chaqueta se abrió dejando paso a la delicada urgencia del pistolero. La desgastada camisa blanca que todavía la cubría y que una vez había pertenecido a Don Lyon, brillaba bajo la luz de la hoguera como si estuviera hecha de satén.

- No tengas miedo -la tranquilizó Reno con una voz en la que casi podía percibirse una nota de ternura-. No voy a hacer nada que no hayamos hecho antes.

- ¿Se supone que eso tiene que hacer que me sienta mejor?

- Los españoles salieron de Nueva España -la instó a que prosiguiera-. Y entonces, ¿qué?

- Entonces, llegaron a las Rocosas desde el este…

Se le escapó el aire rápidamente cuando unos largos dedos acariciaron ligeramente su garganta, rozando el frenético pulso que allí latía.

- … o quizá desde el oeste. No lo sé. No puedo…

Reno desabrochó el primer botón de su camisa.

- … no puedo recordar desde donde… desde donde…

Se abrió otro botón. Y luego otro.

- ¿Qué encontraron? -preguntó Reno en voz baja mientras abría la camisa-. ¿Oro?

Eve dejó caer el libro e intentó juntar los bordes de la camisa. Pero fue demasiado tarde. Reno ya estaba acariciando su piel desnuda, torturando su cuerpo con promesas de placer.

- No tan pronto. Encontraron… encontraron…

La voz de Eve se desvaneció en un suave e irregular grito cuando sus pechos se endurecieron de repente, respondiendo a las expertas caricias de las manos del pistolero.

- Para -le suplicó con voz quebrada.

Pero no hubiera podido decir si la suplica iba dirigida a Reno o a sí misma. Un inesperado y brusco placer se extendía por sus venas haciendo que deseara que el siguiera atormentando sus doloridos pezones.

- Es placer, no miedo -susurró el pistolero contra su cuello-. Déjame que te enseñe como sería estar juntos. Nuestra pasión incendiaría las montañas.

Eve se retorció echándose a un lado y cayó al suelo mientras se liberaba de la prisión de las manos masculinas.

- ¡No!

Durante unos tensos instantes, la joven pensó que Reno iba a colocarla de nuevo sobre su regazo. Pero entonces, vio como dejaba escapar una violenta exhalación que también fue una maldición.

- Mejor así. Si hubiera seguido tocándote, te hubiera tornado. -Se encogió de hombros-. Y no quiero llevar a mi amante a casa de mi hermana.

Escuchar sus palabras hizo que la pasión de Eve se enfriara y que se abrochara la chaqueta con dedos temblorosos a causa de la ira.

- Eso no será un problema. Ni ahora ni nunca -consiguió decir ella con voz gélida.

- ¿A qué te refieres?

- Nunca seré tu amante.

Reno parpadeo ante el resentimiento que mostraba su voz, pero todo lo que dijo fue:

- ¿Tan pronto faltas a tu palabra?

La joven levantó la cabeza y permitió que el pistolero viera la furia que ardía en sus ojos.

- Acepté permitirte que intentaras seducirme -admitió con voz tensa-. Pero no te garantice que fueras a lograrlo.

- Oh, lo conseguiré -afirmo arrastrando las palabras-. Y tú me ayudaras en cada paso que demos. Nunca habrás disfrutado más pagando una deuda.

El blanco resplandor de la sonrisa de Reno enfureció todavía más a Eve.

- No cuentes con ello, pistolero. Ninguna mujer puede desear a un hombre que la hace sentir como una prostituta.