Capítulo 22

La tormenta de la noche se había reducido a una llovizna cuando Lynley condujo el Bentley desde la entrada este hasta el cuadrilátero de Bredgar Chambers. Frente a ellos, el coche sin distintivos del DIC de Horsham pasó bajo los árboles y desapareció por una curva en el camino particular. Aparte de las luces que brillaban de vez en cuando en los senderos que corrían entre los edificios, los terrenos del colegio estaban oscuros y desiertos. Si un profesor de guardia estaba de ronda para inspeccionar los edificios y el paradero de los alumnos, no se le veía por ninguna parte.

La sargento Havers bostezó en el asiento trasero del coche.

—Ya comprendo cómo se las arregló Brian para sacar a Matthew de la residencia Calchus y llevarle al edificio de Ciencias. El pobre crío debió de pensar que el prefecto de la residencia le estaba rescatando en plena noche. Debió de cooperar en todo lo posible, a pesar de que Brian no le quitara la mordaza o le desatara las manos. Y cuando se dio cuenta de que su salvador le conducía en una dirección equivocada, al edificio de Ciencias en lugar de a la residencia Erebus, Brian no debió de tardar ni un segundo en atarle los pies otra vez, cargándole hasta el edificio y metiéndole en la campana de gases. Lo que aún no entiendo es cómo logró Brian sacar el cuerpo de Matthew del edificio de Ciencias, llevarlo a Calchus, y de allí al minibús la noche siguiente, sin que nadie le viera.

—Nadie pudo verle en plena noche del viernes —respondió Lynley—. Corntel no estaba patrullando por el colegio, la mayoría de los alumnos se habían marchado y los demás dormían. La distancia de la residencia Calchus al edificio de Ciencias es escasa. Aunque cargara a hombros con Matthew, no creo que tardara más de treinta segundos, incluso menos, en atravesar el césped, cruzar el sendero y volver a entrar en Calchus. Fue el sábado por la noche cuando corrió el mayor riesgo, pero minimizado por el hecho de que Brian ya no actuaba solo. Clive Pritchard, pensando que era responsable de la muerte de Matthew Whateley, le ayudó, suponiendo en todo momento que Brian le estaba salvando de ser descubierto, sin imaginar que la verdad era todo lo contrario.

—El cobertizo de los vehículos está siguiendo el sendero que sale de Calchus —murmuró Havers.

—Cogieron la manta del desván, envolvieron a Matthew con ella y le llevaron al cobertizo de los vehículos, —continuó Lynley—. Era tarde, y mientras se mantuvieran apartados del sendero y bajo la protección de los árboles, existían pocas probabilidades de que alguien les viera. Aunque hubieran caminado por el sendero, sujetando el cuerpo entre ambos, habría sido difícil toparse con alguien, pues el sendero no es una arteria principal del colegio sino una carretera de servicios.

—¿No pasa ese sendero junto a la casa del conserje? —preguntó St. James.

—La bordea a unos cincuenta metros de distancia, pero aunque Frank Orten hubiera oído el ruido del minibús, aunque el sonido de un vehículo hubiera despertado sus sospechas, esa noche se encontraba ausente. Los chicos lo sabían. Elaine Roly se lo había dicho a Brian Byrne. Y aunque Orten hubiera regresado mientras ellos estaban en el minibús, aparca su coche en un garaje que hay cerca de la casa, y no se habría enterado de que se habían llevado el vehículo.

—Entonces, después de que Clive ayudara a subir el cadáver de Matthew al minibús —dijo la sargento Havers—. Pudo largarse tranquilamente a Cissbury, donde preparó su coartada.

—Mientras Brian y Chas se dirigían a Stoke Poges.

—Un poco tarde para llamar a alguien —comentó Havers—. Debieron de llegar bastante más tarde de la medianoche.

—Pero Cecilia sabía que los Streader estaban pasando el fin de semana con su hija —añadió St. James—. Se lo dijo a la policía el domingo por la noche. Poco importaba a qué hora llegara Chas, con tal de que llegara.

—La muchacha sabía que Chas tendría que hacer autostop o coger el minibús otra vez —concluyó Lynley—. De modo que, en cualquier caso, no le esperaba a una hora temprana.

—Cuántos esfuerzos malgastados —resumió Havers—. Inspector, ¿por qué no dijo Chas Quilter la verdad? ¿Por qué se quitó la vida? ¿Por qué se decantó por la muerte?

—Se sentía atrapado, Havers. Consideraba que su situación no tenía remedio. Además, cualquier movimiento que efectuara significaba traicionar a otra persona.

—No se chivó —concluyó la sargento con desdén—. Todo se reduce a eso, ¿no es cierto? Es el resultado final de lo que aprendió en Bredgar Chambers. Ocultar la verdad por lealtad a los compañeros. Qué patético. Qué seres desdichados producen lugares como éste.

Lynley sintió el impacto de las palabras de la sargento. No respondió. No podía. Lo que había dicho era demasiado exacto.

Dejaron atrás la casa del conserje. Elaine Roly estaba de pie en el estrecho porche delantero, abriendo un raído paraguas. Frank Orten, en el umbral de la puerta, sostenía a un niño dormido en sus brazos, su nieto mayor.

—¿Cuánto tiempo más cree que le seguirá echando los tejos? —preguntó Havers, cuando las luces del Bentley les iluminaron un breve instante—. Después de diecisiete años, ya tendría que haberse rendido.

—Si le quiere, no —contestó Lynley—. La gente desiste de todo tipo de cosas, Havers, pero muy contadas veces del amor.

Aunque era medianoche cuando oyeron la llamada en la puerta, Kevin Whateley y su mujer estaban preparados para recibir visitas. Les habían llamado desde Bredgar Chambers antes de las once, y sabían que los detectives de Scotland Yard irían a verles por última vez aquella noche.

Venía una tercera persona con ellos, un hombre tullido, muy delgado, que llevaba una abrazadera de acero sujeta al talón de su pie izquierdo y caminaba con cierta cojera. El inspector detective Lynley se lo presentó, pero en cuanto Kevin oyó la palabra forense abandonó la conversación y fue a sentarse a la mesa del comedor, apartado de los demás, que se habían quedado en la sala de estar. Patsy les preguntó si les apetecía un café. Los tres declinaron la invitación.

Kevin vio que el inspector Lynley examinaba a su mujer, observando los cardenales de los brazos, el ojo amoratado, la forma vacilante con que caminaba, apretando un brazo contra sus pechos como si necesitara protegerse las costillas. Escuchó la rápida pregunta del inspector. Patsy respondió con tranquilidad. Se había caído por la escalera. Incluso añadió un toque creativo a la historia. Se había caído subiendo la escalera, les dijo. ¿A que era increíble?

Procuró no mirar a Kevin mientras hablaba, pero el inspector sí lo hizo. Kevin comprendió que no era idiota. Sabía lo que había pasado. Y también la sargento que le acompañaba. Lo dio a entender bien a las claras. ¿Quería que llamase a alguien, tal vez a una amiga que le apeteciera ver? Cuando se perdía a un ser amado, tener a un amigo al lado ayudaba mucho. El significado de sus palabras era diáfano: «Lárgate de casa, Pats. Cualquiera sabe lo que puede ocurrir después de esto».

A Patsy no pareció ofenderla la sugerencia. Se limitó a ceñirse su maloliente bata y tomó asiento en el sofá de vinilo. Sus piernas desnudas destacaban sobre el material, llamando la atención. Kevin distinguió el oscuro vello que las cubría.

—Hemos efectuado una detención —dijo el inspector—. He querido que lo supieran cuanto antes. Por eso hemos venido tan tarde.

Kevin captó las frases como si llegaran desde una gran distancia. Aguijonearon su cráneo y se abrieron paso hasta el cerebro: «Hemos efectuado una detención». Así pues, todo había terminado.

Oyó la voz de Patsy, pero no registró su respuesta al detective. Sólo había registrado aquella afirmación inicial: «Hemos efectuado una detención». De alguna manera, la idea sugería una conclusión que Kevin no esperaba. Dotaba de realidad a la muerte de Matthew. Ya no se trataba de la pesadilla de la que Kevin confiaba en despertar algún día. «Detención» la anulaba. La policía no efectuaba detenciones basándose en los incidentes de una pesadilla. Sólo detenían si la pesadilla era real.

Kevin no supo que se había puesto en pie hasta que oyó a su mujer pronunciar su nombre. En aquel momento, ya había llegado a la escalera, que subía como aturdido, caminando entre una neblina. Se mencionaron nombres. Se expresaron condolencias. Pero nada de esto importaba ya a Kevin. Sólo le importaba la escalera; subirla, sentir la madera bajo sus pies, dar la vuelta en el rellano, adentrarse en la planta superior de la casa.

La puerta de la habitación de Matthew estaba abierta. Kevin entró, encendió la luz y se sentó en la cama. Lo miró todo, procediendo a un detenido estudio de cada objeto por separado, intentando utilizarlos de uno en uno para invocar una visión diferente de su hijo. La cómoda ante la que Matthew se vestía cada mañana, eligiendo las ropas al azar antes de salir disparado por la puerta. El escritorio donde hacía los deberes y construía los edificios a escala para el juego de trenes. El tablero de corcho colgado en la pared, en el que Matthew clavaba fotografías de excursiones familiares, locomotoras y recuerdos de vacaciones que los tres compartían. La estantería donde guardaba los libros y los raídos animales de peluche, demasiado estimados para tirarlos a la basura. Y la ventana desde la que miraba los barcos que recorrían el Támesis. Y la cama en la que durmió sano y salvo durante trece años.

Kevin lo miró todo, lo estudió, lo examinó, lo memorizó. Todo el rato se esforzó en conjurar la imagen de su hijo. Todo el rato se esforzó en oír la voz de Matthew. Pero no obtuvo nada. Sólo la palabra «detención» y el conocimiento incontrovertible de que se había llegado a un final, a una conclusión que no podía ignorar.

—Mattie, Mattie, Matt —susurró. Pero no hubo respuesta. No hubo nada, salvo los objetos de la habitación. Y no eran su hijo. Por más que lo intentara, no podía extraer a Matthew de la madera y el papel y el cristal y la ropa que constituían el entorno en el que había vivido.

«Mírame, papá. Mírame, mírame».

Kevin deseaba escuchar estas palabras, pero no acudían. Sólo si él las pronunciaba cobraban vida. Pero Matthew nunca más volvería a decirlas.

«Hemos efectuado una detención». Todo había terminado.

Kevin se obligó a levantarse de la cama de su hijo y aproximarse a la cómoda. El trozo de mármol que había robado del trabajo la pasada noche estaba apoyado contra ella. Lo levantó, lo llevó hasta la cama y lo colocó sobre sus rodillas. Guardaba en el bolsillo el lápiz que usaba para trabajar; lo buscó y bajó la vista hacia la piedra.

Kevin consideraba que trazar el contorno de aquella primera y terrible palabra era admitir la derrota, aceptar sin ambages que había fallado a su hijo justo en el momento que más le necesitaba. Kevin consideraba que significaba sumisión, que significaba resignación, que significaba seguir adelante. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo iba a cometer un acto de traición tan monstruoso? ¿Cómo podía permitir que su agonía se disipara?

Sus manos temblaron sobre la liza piedra veteada.

—Mattie —susurró—. Mattie. Mattie. Matt.

Apretó el lápiz contra el frío mármol. Formó la primera letra. Esbozó el nombre. Debajo, las palabras BIEN AMADO HIJO. Debajo de ellas, la frágil curva de una concha.

—Será un nautilus, Mattie —dijo. Pero no hubo respuesta. Matthew ya no estaba.

—Kev.

Su mujer había entrado en la habitación. Kevin no podía mirarla de frente. Prosiguió su trabajo.

—Se han marchado, Kev. El inspector dice que ya podemos ir a buscar a Mattie. La policía de Slough ha terminado con él.

Kevin no podía hablar. Ahora, no. Sobre Matthew no. Con su mujer, no. Siguió con su trabajo. Ella se acercó a la cama. El hombre notó que se sentaba a su lado y supo que estaba leyendo lo que él escribía en la piedra. Cuando Patsy volvió a hablar, lo hizo con ternura. Cubrió la mano callosa de él con la suya.

—A él le habría gustado eso, Kev. A Matthew le gustaba la concha.

Kevin sintió que una terrible opresión se apoderaba de él, sintió que su dolor se expandía hasta límites incontrolables. Que ella todavía le hablara. Que todavía le amara. Que deseara entregarse y comprender.

Dejó caer el lápiz. Se aferró por un último momento a la fría solidez del mármol.

—Pats… —Su voz se quebró.

—Lo sé, amor —dijo ella—. Lo sé. Lo sé.

Empezó a llorar.

Barbara Havers esperó a que el coche de Lynley se alejara para recorrer a pie la distancia que la separaba de su casa de Acton. Había querido dejarla delante de la puerta, considerando la hora, pero ella logró convencerle de que parase en la esquina de Gunnersbury Lane con la carretera de Uxbridge, aduciendo que necesitaba pasear unos minutos y respirar el aire purificado por la lluvia para despejarse la cabeza.

Al principio, Lynley había protestado, sin ocultar su desagrado por el hecho de que quisiera ir sola a casa por las calles oscuras de un suburbio londinense pasada la medianoche.

Sin embargo, ella había insistido, y tal vez Lynley había captado en sus palabras la perentoria necesidad de preservar su intimidad. Tal vez había comprendido la extrema importancia que Barbara concedía a que él no viera las condiciones en que se desarrollaba su vida fuera de New Scotland Yard. Lynley era, al fin y al cabo, un sagaz observador, y se habría fijado en las precarias condiciones de los barrios que acababan de atravesar. En cualquier caso, había accedido a regañadientes, frenando el coche junto a una farola y mirándola con el entrecejo fruncido mientras descendía del vehículo.

—Havers, ¿está segura…? —Había bajado la ventanilla—. Me parece una idea desafortunada. Es muy tarde.

—No me pasará nada, señor. De veras. —Buscó en su bolso y sacó los cigarrillos—. Hasta mañana —se despidió de St. James y salió del coche—. Váyase a casa, inspector, y duerma un poco.

Lynley gruñó una respuesta, subió la ventanilla y se alejó. Barbara contempló unos momentos las luces posteriores del automóvil, mientras regresaba al corazón de la ciudad. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla en un charco de agua. Siseó un instante y desprendió una diminuta voluta de humo, como un cirro en miniatura.

La noche estaba extrañamente silenciosa. Una espesa faja de nubes de lluvia que cubrían la luna y las estrellas ahogaba los ruidos de la calle. Sólo el rítmico golpeteo de sus zapatos sobre la acera rompía el silencio, aunque la superficie mojada los apagaba y absorbía.

Tiró el cigarrillo frente a la puerta de su casa. Se apagó en un charco de aspecto aceitoso. Observó que la lluvia no había logrado alterar la apariencia rocosa del terreno que hacía las veces de jardín. Su coche continuaba en el aparcamiento subterráneo de New Scotland Yard, donde lo había dejado por la mañana, insistiendo en encontrarse con Lynley allí antes que dejarle recogerla de camino a Bredgar Chambers. Como resultado, tendría que coger el metro a la mañana siguiente para ir a trabajar; una perspectiva desagradable, pero menos de la que sería contemplar la expresión de Lynley cuando viera la casa en que vivía. No resistía la comparación ni con su casa de Belgravia.

Subió los peldaños, buscando la llave de la puerta. La fatiga estaba dando paso a la debilidad. Había sido un día agotador.

Escuchó el canturreo en cuanto abrió la puerta. Era un sonido absurdo, dos notas repetidas innecesariamente, de forma discordante, con apenas una pausa para respirar. Provenía de la parte inferior de la escalera, y Barbara vio una figura acuclillada sobre el segundo peldaño. Se rodeaba las piernas con los brazos y apoyaba la cabeza en las rodillas.

—¿Mamá? —susurró.

El canturreo continuó. Su madre intercaló unas pocas palabras vacilantes.

—No intentes ver Argentina.

Barbara se acercó a ella.

—¿Mamá? ¿Por qué no estás en la cama?

Su madre levantó la cabeza. Su boca esbozó una vaga sonrisa.

—Allí hay llamas, cariño. En aquel zoo. En California. Pero no creo que podamos ir.

Barbara sintió una punzada de irritación, aunque su conciencia le pedía alguna disculpa a su madre por no informarla de que llegaría tan tarde. Su madre ya debía de saber a estas alturas que, si no llamaba, era porque estaba ocupada en un caso. Tampoco era necesario que avisara como una colegiala si su trabajo la obligaba a pasar alguna noche fuera. En cualquier caso, su padre conservaba el sentido común necesario para explicar a su madre qué significaba la ausencia de Barbara.

—¡Mamá! —Se entregó a la exasperación—. ¿Papá tampoco está en la cama? ¿Has dejado que se quedara dormido delante de la tele? Por el amor de Dios, tú ya sabes que necesita mucho descanso. No lo va a conseguir en una butaca. Tú lo sabes, mamá.

Su madre le cogió el brazo.

—Cariño. No podemos ir, ¿verdad? Y las llamas son tan dulces.

Barbara se desprendió de la mano de su madre. Reprimió una blasfemia y entró en la sala de estar. Su padre estaba en la butaca, con las luces apagadas. Barbara apagó la televisión y buscó la lámpara de pie que había junto a la butaca de su padre. Cuando extendió la mano sobre la cabeza del hombre, comprendió de pronto que algo iba mal en la sala, y también en la casa. Porque había oído el canturreo. Había oído el zumbido del televisor. Pero no había oído el sonido al que estaba acostumbrada desde hacía años. No había oído la trabajosa respiración de su padre. No la había oído desde la puerta. No la había oído desde la escalera. Ni siquiera la oía ahora, tan cerca de su butaca.

—Dios mío. Oh, Dios mío.

Tanteó en busca de luz.

Había muerto probablemente a primera hora de la tarde, porque su cuerpo estaba frío y el rigor mortis ya se había apoderado de él. Aun así, Barbara se precipitó hacia el oxígeno, girando válvulas violentamente y murmurando una oración.

Si pudiera levantarle de la silla. Tenderle en el suelo.

El canturreo de las dos notas entró en la sala, acompañando a la voz distraída de su madre.

—Le traje sopa, cariño. Como tú dijiste. A las doce y media. Pero no se movió. Cogí una cuchara. Se la puse en la boca.

Barbara vio la mancha de sopa en la camisa de su padre.

—Dios mío, Dios mío —susurró.

—No supe qué hacer, así que me fui a la escalera. Esperé. Esperé en la escalera. Sabía que vendrías, cariño. Sabía que cuidarías de papá. Pero… —La señora Havers paseó su mirada confusa de Barbara a su padre—. No quiso comer la sopa. No quiso tragar. Le puse un poco en la boca. La mantuvo cerrada. Le dije «debes comer, Jimmy», pero no contestó. Y…

—Está muerto, mamá. Papá ha muerto.

—Así que le dejé dormir. Necesita descansar, ¿verdad? Tú misma lo dijiste. Y yo esperé en la escalera. Mi cariño sabrá lo que hay que hacer, pensé. Esperé en la escalera.

—¿Desde las doce y media, mamá?

—Era lo que debía hacer, ¿no, cariño? Esperar en la escalera.

Barbara miró las arrugas que surcaban el rostro de su madre, el cuello enflaquecido, la expresión vacía, el cabello despeinado. El único canto fúnebre que podía entonar por la muerte de su padre era la repetición mental de aquellas dos palabras, «Dios mío». Resumían su enorme emoción. Daban cuenta de su desesperación.

—No podremos ir a aquel zoo —dijo su madre—. Ya no podremos ver a las llamas, cariño.

El teléfono despertó a Deborah St. James, sobresaltándola. Sonó otra vez antes de que alguien contestara a toda prisa desde otra parte de la casa. Extendió el brazo automáticamente, tanteó el espacio vacío de la cama y miró el reloj. Eran las tres y veinte.

Despierta en la cama, había oído a Simon regresar poco después de la una y había aguardado en la oscuridad a que viniera, sumiéndose a continuación en un sueño inquieto. Ahora, comprendió que no había venido a la cama, o a su habitación. Lo mismo había ocurrido la noche anterior, con la excusa de que había trabajado hasta muy tarde en el laboratorio y de que, para no molestarla, se había acostado en el cuarto de los invitados.

Una penosa vaciedad, que la hacía sentirse más pequeña, más insignificante, más sola, era el resultado de su segunda noche sin él. Siguió tendida unos momentos, tratando de experimentar alivio por esta separación, pero sólo halló a cambio desolación, y encontró una excusa en la intempestiva llamada.

Cogió la bata y se la puso mientras salía de la habitación. La casa estaba en silencio, pero oyó la voz de su marido en el piso de arriba. Subió la escalera.

Cuando llegó al laboratorio, Simon había terminado de hablar, y la miró sorprendido cuando ella pronunció su nombre desde la puerta.

—El teléfono me ha despertado —explicó Deborah—. ¿Pasa algo? ¿Qué ha ocurrido? —Pensó en su familia, en tantas posibilidades. El semblante de su marido era grave, pero no afligido.

—Era Tommy. El padre de Barbara Havers ha muerto.

Los ojos de Deborah se nublaron.

—Tiene que haber sido horrible para ella, Simon.

Entró en la habitación y se quedó junto a él en la mesa de trabajo, sobre la cual había desparramado un informe policial, en preparación para el trabajo de verificar o rebatir sus conclusiones. Se trataba de una tarea que tardaría semanas en concluir, y que en modo alguno tenía que empezar esta noche.

Se estaba distrayendo con su trabajo para no hablar con ella. Deborah lo había querido así. Ella se había aferrado a la esperanza de que esta entrega a su carrera le mantendría lo bastante ocupado para dejarla en paz y hacer su propia vida, con el fin de que nunca profundizaran en el núcleo de la pena que ella había alimentado en los dos. Sin embargo, ahora que parecía salirse con la suya no podía soportarlo, sobre todo después de lo que había observado y reconocido en su rostro cuando, dos noches antes, había mirado la fotografía de Tommy. Pensó en algo que decirle y esgrimió el tema de otro dolor.

—Lo siento muchísimo. ¿Hay algo que podamos hacer por ella?

—En este momento, no. Tommy nos dirá algo. De todos modos, Barbara siempre ha sido muy reservada sobre sus asuntos familiares, y dudo que nos deje intervenir.

—Sí, por supuesto. —Deborah cogió el informe toxicológico y echó un vistazo a las confusas palabras sin entender nada—. ¿Hace mucho rato que estás en casa? Estaba dormida. No te oí entrar.

Era una mentira carente de importancia, que no superaba los demás pecados que pesaban sobre su conciencia.

—Dos horas.

—Ah.

Al parecer, no había más que decir. Ya era bastante difícil sostener una conversación cortés de día, pero en plena noche, cuando el agotamiento le exigía desplegar su mayor habilidad para comunicarse con un intercambio de meras trivialidades casi carentes de sentido, era imposible. A pesar de todo, no quería dejarle, ni tampoco necesitaba analizar de dónde surgía el sentimiento. Su expresión de dos noches antes le había revelado que Simon creía en una ficción que ella debería disipar. Sólo existía una forma de hacerlo, sólo existía una forma de recomponerle. Se preguntó si sería capaz de lograrlo. Parecía mucho más sencillo salir del paso de cualquier manera, confiar en que superarían esta época y volverían a su intimidad anterior sin el menor gasto de sentimiento o esfuerzo. En este momento, no obstante esta conveniente conclusión de sus problemas parecía improbable. Parecía una cobardía, en realidad. De todas formas, le costaba encontrar las palabras para empezar.

Su marido se puso a hablar, sin motivo aparente. Le habló del caso en que Lynley había trabajado, con los ojos clavados en los papeles y el equipo disperso sobre la mesa. Le habló de Chas Quilter, y Cecilia Feld, de Brian Byrne, de los padres de Matthew Whateley y de su casa de Hammersmith. Describió el colegio. Habló sobre la campana de gases y una cámara claustrofóbica escondida sobre una habitación para secar la ropa, sobre la casa del conserje y el estudio del rector. Deborah le escuchaba con atención, comprendiendo que estaba hablando para retrasar su partida. Esa comprensión le aportó esperanza.

Lo escuchó todo. Apoyaba una mano en la mesa de trabajo y la otra jugueteaba con el ribete de raso de su bata.

—Pobre gente —dijo Deborah cuando él concluyó—. No hay nada peor… —No quería llorar más. Quería dejar a su espalda el dolor para siempre, pero no cedía. Se obligó a plantarle cara—. ¿Hay algo peor que perder un hijo?

Entonces, Simon la miró. Dudas y temores se transparentaban en su rostro.

—Perdernos el uno al otro.

Ella sintió miedo al hablar, pero lo superó.

—¿Es eso lo que ha pasado? ¿Nos hemos perdido el uno al otro?

—Eso parece. —Simon carraspeó y tragó saliva. Extendió la mano hacia un microscopio, inquieto, y ajustó un cuadrante—. Escucha… —Eran palabras sencillas, pero el esfuerzo que le costaba pronunciarlas resultaba evidente—. Es posible que la culpa no sea tuya, Deborah, sino mía. Dios sabe qué más perjuicios me causó aquel maldito accidente, aparte de inutilizarme la pierna.

—No.

—Es posible que te haya transferido un defecto genético que te impide tener hijos.

—No, mi amor.

—Con otro hombre tal vez podrías…

—Oh, Simon. No.

—He tenido tiempo para dedicarlo a algunas lecturas. Si es genético, podremos averiguarlo. Me haré un estudio cromosómico, un cariotipo. Después, a la luz de los resultados, decidiremos qué hacer. Eso significa que no podré ser el padre de nuestros hijos, por supuesto, pero encontraremos un donante.

Deborah no pudo soportar el daño que Simon se estaba infligiendo.

—¿Crees que eso es lo que quiero? ¿Un hijo a cualquier precio, aunque no sea tuyo sino de cualquiera?

Él la miró.

—No. Eso no. De cualquiera no.

Las cartas estaban sobre la mesa. Aunque Deborah hubiera deseado eludirlo, se iba a producir lo inevitable. Deborah se maravilló del coraje demostrado por su marido al verbalizar sus peores temores. Enfrentada a tal inquebrantable resolución, se sintió profundamente conmovida por el intenso amor que él le profesaba.

—Quieres decir un hijo de Tommy.

—Tú también lo has pensado, ¿verdad?

Era una pregunta cargada de ternura. Deborah pensó que habría soportado mejor una amarga acusación que tal muestra de comprensión. De todos modos, Simon no entendía nada, y nunca lo entendería hasta que ella se lo contara todo.

—Sería lo más natural —continuó su marido, en tono razonable, como si sus palabras no le estuvieran destrozando el corazón—. Si te hubieras casado con Tommy, como él deseó durante tantos años, ahora ya tendrías un hijo.

—No pensaba en eso. Nunca he pensado en cómo hubiera sido mi vida de haberme casado con Tommy.

Deborah miraba sin ver los objetos esparcidos sobre la mesa, un ejercicio que le servía para reunir las fuerzas que necesitaba. Sabía que Simon no creía en su negativa. ¿Por qué iba a creerla? ¿Qué excusa podía alegar por haber resucitado las fotos de Tommy, salvo el remordimiento y la nostalgia?

Simon ordenó lentamente el informe policial, grapando papeles y guardándolos en carpetas. Deborah reparó en que había dejado conectada una impresora, y ganó tiempo apagándola y cubriéndola con su funda. Cuando volvió al lado de Simon, vio que él la estaba mirando desde el charco de luz que derramaba la intensa luz de la lámpara que descansaba sobre la mesa. Ella sabía que la oscuridad ocultaba las emociones que expresaban su rostro.

—No ha habido un final feliz —dijo. Tenía las palmas pegajosas y los párpados le pesaban—. Tú y yo nos enamoramos. Nos casamos. Quise tener un hijo tuyo. Me pareció razonable dar por sentado que todo saldría de acuerdo con mis planes, pero las cosas se torcieron. Estoy intentando asumir que nunca se enderezarán. Y sé que… —Se dio cuenta de que algo en su interior se rebelaba a seguir hablando. Su cuerpo se puso en tensión. Se debatió contra ese rechazo protector a desnudar su alma—. Sé que todo es culpa mía, en realidad. Deseaba el castigo.

Simon hizo un ademán dirigido a contradecir sus palabras.

—No es culpa de nadie, Deborah. No puedes culparte de una situación como ésta. No entiendo por qué lo haces.

Ella evitó mirarle a la cara, incapaz de aguantar su mirada. Ladeó la cabeza en dirección a la ventana. Su reflejo la retó a continuar.

—Si lo que quieres es echar la culpa a alguien —dijo Simon—. Tanto puede ser tuya como mía. Por eso creo que deberíamos someternos a algunas pruebas. Si yo soy el culpable, si existe un problema genético, tomaremos una decisión a partir de ese dato. —Hizo una pausa y volvió al tema anterior—. Buscaremos un donante.

—¿Eso quieres?

—Quiero que seas feliz, Deborah.

Las palabras significaron una tortura y un desafío al mismo tiempo, aunque Deborah sabía que, en el fondo, no eran más que una declaración de amor.

—¿Y cuánto vas a sufrir por ello?

Simon no contestó. La miró con una expresión de placidez controlada que, en teoría, intentaba demostrar su renuncia a la gratificación de ser padre. Sin embargo, sus ojos eran incapaces de ocultar el alcance de su mentira.

—No —dijo ella en voz baja—. Querido. No. No necesitamos pruebas. No necesitamos donantes. No es necesario que sufras este calvario. Es culpa mía, y lo sé.

—Es imposible.

—Lo sé.

Deborah no se movió de su sitio. Le pareció mejor así, mantenerse alejada de él. No sabía cómo reaccionaría Simon cuando oyera la verdad, pero sabía que detestaría estar cerca de ella.

—He de decirte una cosa… No lo pensé en aquel momento. Sólo tenía dieciocho años.

—¿Dieciocho? ¿De qué estás hablando?

—De un aborto —contestó Deborah. No continuó. Sabía que no debía. Él completaría la historia sin necesidad de oírla.

Se dio cuenta de que ya lo había hecho. Simon dio un paso atrás. Palideció. Se puso en pie con brusquedad.

—No fui capaz de decírtelo, Simon —susurró ella—. No pude. Es lo único que no te he contado jamás. Lo he deseado tantas veces… pero sabía cómo te influiría… qué pensarías. Y ahora… Oh, Dios mío, he logrado destruirnos a los dos.

—¿Se enteró él? —preguntó Simon, como atontado—. ¿Lo sabe?

—Nunca se lo dije.

Simon avanzó un paso.

—¿Por qué no? Se habría casado contigo, Deborah. Quería casarse contigo. No le habría importado tu embarazo, al contrario, habría sentido una gran alegría. Le habrías dado lo que él más deseaba sobre todas las cosas. Tú y un heredero. ¿Por qué no se lo dijiste?

—Tú ya sabes por qué.

—No.

—Eras tú. Sabes que eras tú.

—¿Qué quieres decir?

—Eras tú a quien yo amaba, no a Tommy. Te quería a ti. Siempre. Lo sabes. —Los sollozos impidieron que continuara hablando, pero lo intentó—. Yo pensaba… como algo irreal… y tú siempre estabas… Yo quería… tú fuiste el único… Siempre. Pero estaba sola… y todos aquellos años durante los que no me escribiste… El vino a Estados Unidos… Ya conoces el resto… Yo no… Él era alguien…

Deborah oyó sus pasos sobre el suelo de madera. Pensó por un momento que salía del laboratorio. Al fin y al cabo, era lo que ella se merecía. De pronto, notó que él la estrechaba en sus brazos.

—Deborah. Dios mío, Deborah. —Le acarició el cabello, apretándole la cabeza contra su hombro. Deborah escuchó los violentos latidos de su corazón. Simon hablaba entrecortadamente—. ¿Qué te he hecho?

—Nada. Nada —balbuceó ella.

Simon la sujetó con fuerza.

—Todo lo he hecho mal. Todo al revés. Todo recayó sobre ti. Mi temor, mi confusión, mis dudas. Todo. Durante tres espantosos años. Lo lamento muchísimo, mi amor. —Le alzó la cara—. Mi amor.

—La fotografía…

—No significaba nada. Ahora lo sé. Estabas contemplando el pasado, que no tiene nada que ver con el futuro.

Tardó más de un momento en asimilar el significado de sus palabras. Simon le acariciaba el rostro, le secaba las lágrimas con los dedos. Pronunció su nombre en un susurro tembloroso.

Los ojos de Deborah se llenaron de lágrimas nuevamente.

—¿Podrás perdonarme? ¿Tengo derecho a pedírtelo?

—¿Perdonarte? —dijo Simon con incredulidad—. Deborah, por el amor de Dios, sucedió hace seis años. Sólo tenías dieciocho. Eras una persona diferente. El pasado no significa nada. Sólo importan el presente y el futuro. Supongo que ahora ya lo sabrás.

—No entiendo… ¿Cómo podremos volver a ser lo que éramos antes? ¿Cómo podremos seguir adelante?

Simon la apretó más contra su cuerpo.

—Siguiendo adelante.

Una fina lluvia caía sobre los reunidos alrededor del ataúd de Jimmy Havers, en el cementerio de South Ealing. Se había levantado un doselete de plástico para proteger a la sargento Havers, a su madre y a una docena de parientes ancianos del fallecido, pero el resto del grupo se cobijaba bajo sus paraguas. Un sacerdote que sostenía una Biblia a la altura del pecho entonaba una plegaria por el eterno descanso del muerto. Tenía la parte inferior de la sotana manchada de barro. Lynley trató de concentrarse en las palabras, pero los fragmentos de conversaciones que captaba le distraían.

—Tuvo que negociar para conseguirle una plaza en South Ealing. Tuvo que comprar la parcela a propósito. Hace años que la tienen. Su hijo está enterrado en la tumba de al lado.

—Me han dicho que ella le encontró. Barbie. Llevaba muerto todo el día. Su madre ni siquiera se enteró de que había muerto.

—No me sorprende. Su madre está chiflada, desde hace siglos.

—¿Senil?

—Sólo chiflada. No se la puede dejar sola ni diez minutos.

—¡Vaya! ¿Qué va a hacer Barbie?

—Sacársela de encima, imagino. Encontrará algún asilo que la acepte.

—No va a ser fácil. Fíjate en su aspecto.

Era la primera vez que Lynley veía a la madre de la sargento Havers. Todavía intentaba dar crédito a sus ojos y reconciliarse con su anterior reticencia a invadir el mundo cerrado que era la vida de la sargento Havers. Había trabajado con Barbara durante años, había trabajado estrechamente con ella durante los últimos dieciocho meses, pero siempre que ella había soslayado una circunstancia susceptible de trascender los lazos de la camaradería, él se lo había permitido sin demasiadas protestas. Era como si, desde el principio, Lynley hubiera captado la dimensión de los secretos que ella trataba de ocultar y accedió a que la situación se prolongara indefinidamente.

Estaba claro que su madre constituía uno de sus secretos. Se aferraba al brazo de Barbara, cubierta con un abrigo negro demasiado holgado, sonriente, la cabeza ladeada. No aparentaba tener conciencia de los ritos funerarios que tenían lugar a su alrededor. En lugar de ello, dirigía tímidas miradas al grupo que formaba un semicírculo en torno a la sepultura bostezante. Hablaba en susurros a su hija y le acariciaba el brazo. La única reacción de Barbara consistía en palmearle la mano, si bien tuvo el detalle de abrocharle el botón superior del abrigo y sacudirle varios cabellos grises del cuello. Hecho esto, devolvió su atención al sacerdote. Tenía el rostro sereno y los ojos clavados en el ataúd. Aparentaba estar concentrada en la ceremonia.

Lynley no podía. Sólo era capaz de pensar en el presente. Las súplicas por una vida eterna significaban menos que nada. Examinó a los asistentes.

St. James, al otro lado de la tumba, sostenía un paraguas sobre su mujer, mientras Deborah se refugiaba en la curva de su brazo. Al lado de Simon, el superintendente Webberly se erguía con la cabeza descubierta y las manos hundidas en los bolsillos bajo la lluvia. Detrás de él se destacaban otros tres inspectores y el singular rostro negro del agente Nkata. Otros representantes del Yard engrosaban la concurrencia. Habían venido por Barbara. Nunca habían conocido a su padre.

Detrás de ellos, una mujer provista de guantes de plástico rosa escarbaba afanosamente en una maceta situada junto a una tumba presidida por una lápida de mármol. Chapoteaba en el fango con sus chanclos, indiferente a la ceremonia. Sólo levantó la vista cuando se aproximó un coche por el sendero que se desviaba de la carretera de South Ealing y se adentraba en el cementerio. El vehículo se detuvo, todavía con el motor en marcha. Una puerta se abrió y cerró. El coche se alejó. Rápidos pasos sonaron sobre el pavimento. Alguien llegaba —demasiado tarde— para unirse a la comitiva fúnebre.

Lynley observó que Havers había reconocido al recién llegado, pues sus ojos se desviaron desde la tumba hacia la parte posterior del grupo, y después, como por descuido, hacía él. Barbara desvió la vista al instante, pero sin la suficiente rapidez. Lynley conocía bien a Havers. Leía sin dificultad sus expresiones. Comprendió quién había llegado. Aunque no hubiera extraído su instantánea conclusión de la expresión de Havers, los rostros de St. James y Deborah se lo habrían dicho. No cabía duda de que habían sido ellos quienes habían efectuado la llamada telefónica a Corfú que obligó a regresar a lady Helen Clyde.

Y era Helen la que estaba de pie en la periferia del grupo. Lynley lo sabía. Lo intuía. Ni siquiera necesitó volver la cabeza para comprobarlo. Siempre captaría su presencia hasta en el aire que respiraba, hasta el final de sus días. Ni siquiera dos meses de ausencia habían alterado esta predisposición. Dos décadas tampoco lo conseguirían.

El sacerdote concluyó sus plegarias, retrocedió y contempló a los empleados bajar el ataúd. Una vez depositado en el fondo, el sargento Havers indicó a su madre que avanzara unos pasos, y la ayudó a tirar en la sepultura un ramo de flores. La señora Havers lo había sujetado durante toda la ceremonia. Lo había dejado caer en dos ocasiones durante el trayecto desde la capilla. Las flores estaban arrugadas, una confusión de tallos y pétalos. Flotaron un breve instante y la lluvia los empapó al instante.

El sacerdote murmuró una plegaria final por la paz y el descanso eternos. Dirigió unas palabras a la sargento Havers y a su madre. Se alejó. Los congregados se apresuraron a farfullar sus condolencias.

Lynley contempló la escena. St. James y Deborah, Webberly y Nkata. Vecinos, compañeros y parientes lejanos. Se quedó junto a la tumba. Miró en su interior. La placa metálica del ataúd reflejaba una luz turbia. Ahora que ya estaba libre del decoro exigido durante el funeral, ahora que darse la vuelta, saludar a Helen y entablar conversación era el comportamiento que se esperaba de él, Lynley descubrió que se sentía incapaz de efectuar el menor movimiento. Aunque pudiera musitar inofensivas sandeces con el fin de impedir que Helen se alejara de él otra vez, ¿cómo iba a lograrlo sin que su rostro transparentara todo cuanto deseaba ocultar?

Dos meses no cambiaban nada. Nada en absoluto. No disminuían su amor por ella, ni tampoco atenuaban el deseo.

—Tommy.

Sin alzar la vista, lo primero que vio fueron sus zapatos. A pesar de su aturdimiento, tuvo que sonreír. Eran muy típicos de Helen, como siempre: poco prácticos, hermosos trozos de piel que no protegían en absoluto de las inclemencias del tiempo, fabricados de una forma que sólo un masoquista podría soportar.

—¿Cómo demonios puedes llevar esas cosas, Helen? —le preguntó—. Me parecen una calamidad.

—Una agonía —corrigió lady Helen—. Me duelen tanto los pies que hasta me duelen los ojos. Me siento como un experimento de un podólogo torturador. Si estuviéramos en guerra, ya habría confesado al enemigo todo lo que sé.

Lynley rió en voz baja y levantó la cabeza para mirarla. No había cambiado. El suave cabello de color castaño todavía enmarcaba su cara. Los ojos oscuros todavía sostenían su mirada sin pestañear. Su silueta era esbelta, el porte erguido y orgulloso.

—¿Has vuelto de Grecia esta mañana? —preguntó Lynley.

—En el primer vuelo que salía. He venido directamente desde el aeropuerto.

Lo cual explicaba su vestimenta, ligera y primaveral, en tonos melocotón, muy poco apropiada para un funeral. Lynley se quitó la trinchera y se la ofreció.

—¿Tan espantoso es mi aspecto? —preguntó ella.

—En absoluto, pero te estás mojando. Creo que los zapatos ya no tienen salvación, pero me parece absurdo estropear el vestido.

La joven se arropó con la gabardina. Le venía increíblemente grande.

—Llevas paraguas, al menos —observó él. Colgaba de sus dedos, cerrado.

—Sí, uno de esos horribles trastos plegables. Lo compré en el aeropuerto. No ha parado de plegarse desde entonces. —Se ciñó el cinturón de la gabardina—. ¿Has hablado con Barbara?

—Varias veces por teléfono desde el miércoles, pero hoy no. Todavía no.

Lady Helen observó que los congregados avanzaban hacia la sargento Havers. Lynley observó a lady Helen. Cuando ella se volvió de repente hacia él, notó que el calor se le subía a la cara. Sus palabras le sorprendieron.

—Simon me ha hablado del caso, Tommy. Del colegio. Pobre muchacho. —La joven vaciló—. Me pareció horrible.

—Algunos aspectos lo son, en particular los relativos al colegio. —Lynley apartó la vista. La mujer de los guantes rosa seguía cavando en la maceta. A su lado, una azalea esperaba a ser plantada.

—¿Lo dices por Eton?

Qué bien le conocía. Como antes. Como siempre. Con qué facilidad penetraba en el fondo de su ser, en su esencia, sin ni siquiera intentarlo.

—Recé por él en Eton, Helen. ¿Te lo he contado alguna vez? En la capilla conmemorativa. Había un arcángel en cada una de las cuatro esquinas. Me miraban como garantizándome que mis súplicas serían escuchadas. Iba allí cada día. Me arrodillaba. Rezaba. Por favor, Dios mío, deja que mi padre viva. Haré lo que sea. Señor, deja que mi padre viva.

—Tú le querías, Tommy. Eso es lo que hacen los niños cuando quieren a sus padres. No quieren que mueran. No es ningún pecado.

Lynley meneó la cabeza.

—No es eso. Yo no sabía. Yo no pensaba. Rezaba para que viviera, Helen, para que viviera. Nunca pensé mientras rezaba que se iba a curar. Y mi plegaria fue escuchada. Vivió. Durante seis horribles años.

—Oh, Tommy.

Su ternura y compasión le desarmaron. Habló sin pensarlo.

—Te he echado mucho de menos.

—Y yo a ti —dijo ella—. De veras.

Lynley quiso hallar esperanza en aquellas cuatro palabras. Quiso infundirles significado y compromiso. Quiso arriesgarlo todo de nuevo, ofrecerle la vida a Helen, declararle su amor, insistir en que reconociera y asumiera la unión que existía entre ellos desde hacía tanto tiempo. Sin embargo, aunque no se había olvidado de ella ni un momento, los dos meses pasados sin Helen le habían enseñado un mínimo de moderación.

—Tengo en casa un jerez nuevo —dijo a modo de respuesta—. ¿Vendrás a probarlo para darme tu opinión?

—Tommy, sabes que soy una víctima indefensa del jerez. Aunque me lo sirvieran en los calcetines sucios de alguien, lo probaría y diría que estaba delicioso.

—En cualquier otra circunstancia, eso sería un problema —admitió él—. Pero no es el caso.

—¿Por qué no?

—Porque sólo utilizo calcetines limpios.

Ella rió y su cara se iluminó.

—¿Quieres venir esta noche? —preguntó Lynley, envalentonado—. O mañana, u otro día. Estarás cansada del viaje, claro.

—¿Y después del jerez? ¿Qué pasará?

Lynley dejó de fingir.

—No lo sé, Helen. Tal vez me contarás tu viaje. Tal vez te hablaré de mi trabajo. Si se hace tarde, tal vez cocinaremos huevos revueltos, se nos quemarán y los tiraremos por la ventana. O tal vez pasaremos la noche juntos. No lo sé. Es lo único que se me ocurre. No lo sé.

Lady Helen vaciló. Miró a la sargento Havers y a su madre. El grupo de gente que las rodeaba iba disminuyendo. Lynley sabía que la joven deseaba acercarse a Barbara, sabía que él también debería estar entre aquel grupo, y no esperando a que la mujer amada le dijera algo, cualquier cosa, indicativo acerca del futuro. Se sentía irritado consigo mismo. Había colocado de nuevo a Helen en una situación insostenible. Su necesidad de saber, de conseguir una decisión instantánea, la apartaría de él una y otra vez.

—Oye, lo siento —dijo con brusquedad—. Lo dije sin pensar. Parece algo crónico en mí. ¿Lo dejamos correr y vamos a hablar con Barbara?

Lady Helen pareció aliviada.

—Sí, vamos.

Ella le cogió por el brazo y se encaminaron hacia el grupo congregado bajo el dosel de plástico.

—Tommy —dijo lady Helen al cabo de un momento, en tono pensativo—, soy terriblemente aficionada al jerez, ¿sabes? Siempre lo he sido.

—Lo sé, por eso había pensado…

—Lo que quiero decir es que sí. Probaré ese jerez. Me gustaría hacerlo esta noche.

Su vacilación había sido una llamada a la cautela. Lynley se negó a malinterpretar sus palabras.

—¿Y después del jerez? —se limitó a preguntar.

—No lo sé. Es lo único que se me ocurre, como a ti. ¿Te conforma de momento?

No le conformaba. Nunca le conformaría. Sólo la certidumbre le satisfaría. Pero tardaría en llegar.

—Me conforma —mintió—. Por ahora.

Se reunieron con Deborah y St. James. Esperaron para hablar con Barbara. Lynley extrajo todo el placer que pudo de sentir la mano de Helen sobre su brazo. El contacto de sus hombros, la presencia de la joven a su lado, el sonido de su voz, le proporcionaron cierta satisfacción. No era todo cuanto deseaba de ella. Nunca sería suficiente. Pero sabía que, de momento, debía serla suficiente.