Capítulo 16

En lugar de utilizar el aparcamiento subterráneo, Lynley frenó ante la puerta giratoria que permitía el acceso a la zona de recepción de New Scotland Yard. Las secretarias y funcionarios rezagados, terminada la jornada, se dirigían hacia la entrada de la estación de St. Jame’s Park, al otro lado de la calle. La sargento Havers suspiró al verles marchar y abrir los paraguas para protegerse de la lluvia.

—Si hubiera tenido el sentido común de elegir una carrera diferente, llevaría un estilo de vida que me permitiría comer en horas normales —dijo Havers.

—Pero no experimentaría la satisfacción psicológica que proporciona la emoción de la caza.

—Ésa fue mi reacción ante Giles Byrne, aunque emoción es una palabra que no hace justicia a la sensación. ¿Conviene conmigo en que es la única persona que sabe por qué se suicidó Edward Hsu?

—No. Hay otra, sargento.

—¿Quién?

—La madre natural de Matthew.

—En el caso de que se crea esa historia.

—¿Alguna razón en contra?

—Estaba sentada a su lado en el sofá, inspector. Le daba un apretón o una palmadita cuando la cosa se ponía fea. Rhena. ¿No se llamaba así? No me diga que a nuestro Giles no le gustan las mujeres exóticas. En cuanto a por qué les gusta a ellas… Ni se me ocurre. Podríamos deducir que Edward Hsu tenía una hermana, una prima o una persona especial que entabló una amistad excesiva con nuestro Giles, y cuando éste se lo montó con ella e hizo a nuestro Matthew, la abandonó. Al saber que su dios protector tenía los pies de barro, Eddie se largó, saltando desde el tejado de la iglesia.

—Su teoría contiene elementos decididamente primorosos, Havers, como un cruce entre una tragedia griega y un auto sacramental medieval. El único problema que me plantea es el de la credibilidad. ¿Cree de veras que el chico se suicidó después de descubrir la fatal imperfección de Giles? Llámese infidelidad, falta de moralidad, incapacidad de cumplir el deber prescrito, o como quiera.

—Era una idea. Yo de usted no la desecharía, señor. Fíjese en mis palabras. Nuestro Giles no nos dijo la verdad, ni por asomo. Y apuesto a que la pequeña Rhena lo sabía. Él podía mentir como un bellaco y salir tan campante, pero ella no nos miró ni una sola vez mientras el hombre hablaba. ¿Se dio cuenta?

Lynley asintió y alargó la mano hacia la manecilla del coche.

—Curioso, ¿verdad?

—¿Qué le parece si verificamos su historia de Exeter? ¿Cuántos hospitales aceptarán mujeres embarazadas? El nacimiento debió de registrarse, ¿no? Seríamos idiotas si aceptáramos la historia de Byrne por su cara bonita.

—Tiene razón. —Lynley abrió la puerta del coche—. Encargue del asunto al agente Nkata, Havers. Entretanto, iremos a ver si la policía de Slough ha dicho algo.

Corrieron bajo la lluvia y entraron en la zona de recepción de New Scotland Yard. Dos recepcionistas de paisano estaban hablando con el agente uniformado que se hallaba de pie ante la barrera que separaba la sala de espera para el público del mundo custodiado en el que se realizaba el trabajo policial. Apoyaba las manos en el letrero metálico que exigía, en letras negras, la presentación de credenciales y pases oficiales. Mientras Lynley y Havers sacaban sus identificaciones, una de las recepcionistas habló.

—Tiene una visita, inspector. Le espera desde las cuatro y media.

Señaló hacia la pared en la que estaba colgado el manuscrito iluminado que exaltaba en cada página un servicio distinguido de un oficial.

En una de las sillas de cromo y vinilo situadas bajo el memorial estaba sentada una colegiala, todavía de uniforme, con un cartapacio arrimado contra su costado y sujeto con un brazo, como si temiera que se lo fueran a robar. Contemplaba la llama eterna que ardía al otro lado del vestíbulo.

Lynley había oído hablar de ella, la había visto en la foto que tenía Matthew Whateley en su pesebre de Bredgar Chambers, pero no estaba preparado para la realidad de que aparentaba bastantes más de sus trece años. Era de piel tostada, ojos casi negros y facciones perfectamente esculpidas. Yvonnen Livesley, pensó Lynley, la antigua compañera de Matthew en Hammersmith.

Cuando cruzó el vestíbulo, se detuvo ante la muchacha y se presentó, ella le examinó sin el menor disimulo.

—Identifíquese, por favor —dijo Yvonnen. Lynley sacó su tarjeta y ella la leyó. Sus grandes ojos se desplazaron desde el carnet al rostro de su propietario. Se puso en pie y cabeceó satisfecha. Docenas de abalorios que adornaban unas trenzas repiquetearon al unísono—. Tengo algo para usted, inspector. Es de Matt.

Ya en el despacho de Lynley, Yvonnen acercó una silla al escritorio. Apartó un montón de cartas para colocar el cartapacio.

—No he sabido lo de Matt hasta esta mañana —empezó—. Un tío del colegio lo supo por su madre, que lo había sabido por su hermana, que conoce a la tía de Matt. Cuando me enteré… —Jugueteó unos momentos con el nudo del cartapacio—. Quise volver a casa al instante para coger esto, pero la directora no me dio permiso. Ni siquiera cuando le dije que era un asunto concerniente a la policía. Se lo tomó como una broma. —Desató el nudo, abrió el cartapacio y depositó una cinta de audio sobre el escritorio de Lynley—. Esto es lo que usted quiere. Aquí está el maldito bastardo que le mató.

Dicho esto, se sentó y aguardó la reacción de Lynley. La sargento Havers cerró la puerta del despacho y se sentó en la segunda silla.

Lynley cogió la cinta.

—¿Qué es esto?

Yvonnen asintió con brusquedad, como si la pregunta indicara que había superado una prueba de su propia invención. Cruzó las piernas y se apartó el pelo. Los abalorios oscilaron rítmicamente. Introdujo la mano en el cartapacio y extrajo una pequeña grabadora.

—Matt me envió la cinta hace tres semanas —explicó—. También adjuntó una nota, pidiéndome que la guardara en el lugar más seguro que pudiera encontrar. Me decía que no se lo contara a nadie, que no dijera que la tenía, ni siquiera que él me había hablado de esto. Decía que era un duplicado de otra que tenía en el colegio, y que me lo explicaría todo cuando nos viéramos. Eso es todo. La escuché una vez, pero no… No lo entendí. Hasta saber lo que le había ocurrido a Matt. Escuche.

Cogió la cinta de las manos de Lynley y la introdujo en la grabadora. La voz de un chico gritaba… una palabra indescifrable. A continuación seguía un gruñido, un ruido sordo y el sonido apagado de un golpe, como si un cuerpo cayera sobre un suelo desnudo y le golpearan varias veces seguidas contra él. Un segundo grito era ahogado. Después, alguien empezaba a hablar, un siniestro susurro teñido de maligna perversidad.

«¿Quieres un revolcón, maricona? ¿Quieres un revolcón? ¿Quieres un revolcón? Oooh, ¿qué es esa cosita linda que tienes en los pantalones, ummm? Echemos un vistazo…».

Otro grito. Otra voz.

«Basta. Ya está bien. Basta. ¡Déjale en paz!».

Y después, la primera voz de nuevo, menos aguda en comparación con la primera.

«Oooh, ¿tú también quieres tu parte? Ven aquí. Echa un vistazo».

Una tercera voz, quebrada, muy próxima a las lágrimas.

«Por favor. No».

Luego, risas.

«Si sabes que te gusta, maricona. Lo sabes muy bien».

El sonido de un golpe. Otro grito ahogado.

Lynley se inclinó hacia adelante y paró la cinta.

—Hay más —se apresuró a decir Yvonnen—. Cada vez peor. ¿No quiere oírlo?

—¿Cómo es que llegó a tus manos? —preguntó Lynley, a modo de respuesta.

Yvonnen sacó la cinta y la dejó sobre el escritorio.

—Cada vez peor —repitió—. Cuando la escuché por primera vez, no lo entendí. Pensé que… Estos chicos, en fin. Están en un colegio elegante. Y cosas como éstas… —Se calló, incapaz de continuar. Pese a la sofisticación de su apariencia y porte, sólo tenía trece años.

Lynley esperó hasta que recobró la serenidad.

—Tú no tienes la culpa, Yvonnen. Nadie podía esperar que comprendieras el significado de esto. Cuéntame todo lo que sabes.

La muchacha alzó la cabeza.

—Matt vino a verme durante las vacaciones de Navidad. Me pidió que le explicara cómo colocar un micrófono oculto en una habitación.

—Una petición muy poco habitual.

—Entre nosotros, no. Me gusta jugar con esos aparatos. Matt lo sabía. Llevo dos años haciéndolo.

—¿Pones micrófonos ocultos?

—Como un pasatiempo. Empecé con una grabadora. La coloqué dentro de una sopera, en el comedor. Ahora utilizo micrófonos direccionales. Me gustan los sonidos. Quiero trabajar como técnico de sonido para el cine o la tele, como el protagonista de Impacto. ¿Ha visto la película?

—No.

—Hacía el sonido de las películas. Así me entró el interés. Era John Travolta —añadió con ingenuidad—. Soy muy buena ahora, aunque al principio no. El sonido del comedor que obtuve desde la sopera tenía demasiados ecos; entonces descubrí que no podía limitarme a esconder una grabadora. Necesitaba algo mejor. Algo más pequeño.

—Un micrófono oculto.

—Justo antes de Navidad oculté el micrófono en el cuarto de mamá, pues pensaba que le iba a contar a su novio cuáles eran mis regalos, pero la cinta era súper aburrida. Sólo gemidos y gruñidos cuando su novio se lo hacía, y la voz de él diciendo cosas como «Oh, cariño». Se la puse a Matt para divertirnos un rato. Y también una cinta de dos profesoras hablando en el colegio. Ésa la hice con un micrófono direccional. Desde cincuenta metros. Quedó bien.

—¿Eso le dio a Matt la idea de colocar un micrófono oculto en el colegio?

Yvonnen asintió con la cabeza.

—Sólo dijo que quería poner un micrófono en una habitación del colegio, y que quería saber la mejor forma de hacerlo. No tenía ninguna experiencia, pero estaba decidido a llevarlo a la práctica. Pensé que quería gastar una broma. Le dije que lo mejor era utilizar una grabadora que se activara al sonar la voz. Le presté ésta. Me llegó por correo, junto con la cinta.

—¿Te dijo de quién era la habitación en la que pensaba ocultar la cinta?

—No. Sólo me pidió que le enseñara a hacerlo. Le dije que escondiera el micrófono en un lugar donde no sufriera distorsiones procedentes de otros sonidos, donde estuviera seguro de grabar los sonidos que le interesaban y donde nadie pudiera verlo. Le dije que probara el sitio antes y que hiciera dos ensayos como mínimo, para comprobar que conseguía la mejor calidad de sonido. Hizo una o dos preguntas y se llevó la grabadora, pero no volvió a mencionarla. Al cabo de tres semanas, me envió la cinta.

—¿Te hablaba mucho del colegio, Yvonnen, sobre sus amigos, sobre cómo le iba?

Ella meneó la cabeza lentamente.

—Sólo que todo iba bien. Nada más. Todo bien. Pero… —Frunció el ceño y jugueteó con el nudo del cartapacio.

—¿Hay algo más?

—Sólo que… siempre cambiaba de tema si yo le hacía preguntas acerca del colegio. Como si no quisiera hablar de ello, pero sabiendo que lo haría si yo le insistía. Ojalá lo hubiera hecho.

«Vamos a ver esos cataplines. Va, ánimo. Ohhh, qué pequeños, ¿eh? Les daremos un pellizco. ¿Llorará? ¿Qué opinas? ¿Llorará?».

«¡No! ¡Basta! ¡Por favor! Yo no…».

Lynley paró la grabadora cuando la sargento Havers volvió a entrar en el despacho. Como antes, cerró la puerta, pero en lugar de sentarse, se acercó a la ventana. La lluvia repiqueteaba contra la ventana. Bebió de una taza de papel que llevaba en la mano. Lynley captó el aroma a sopa de caldo.

—¿La ha enviado a casa con protección? —preguntó.

—El agente Nkata la va a acompañar en coche. —Havers sonrió con cansancio—. Le echó una ojeada, vio el futuro en un instante, se presentó y se ofreció voluntario para la misión.

—Transparente como de costumbre.

—Nada nuevo. —Havers se acercó al escritorio y se derrumbó sobre una silla. Observó con aire meditativo los glóbulos amarillos que la grasa del líquido formaba sobre la superficie de la sopa. Vació la taza con una mueca y la tiró a la papelera—. Parece que hemos vuelto al punto de partida.

Lynley se restregó los ojos. Los tenía cansados, como si hubiera estado leyendo sin gafas.

—Es posible —contestó.

—Más que posible —indicó ella—. La cinta recoge malos tratos, justo donde estábamos ayer por la mañana, inspector. Dijo que los alumnos de tercero con los que habló parecían asustados, ¿no? Ahora sabemos por qué. Alguien atormentaba de forma continuada a Matt Whateley. Los demás chicos imaginaban que ellos seguirían a continuación.

Lynley negó con la cabeza y sacó la cinta.

—Yo no lo veo de esa forma, Havers.

—¿Por qué no?

—Porque le dijo a Yvonnen que quería ocultar un micrófono en una habitación que no era la suya.

—La habitación de las torturas.

—Estoy de acuerdo con usted, excepto que había otras voces en la cinta, aparte del verdugo y su víctima. Las voces eran jóvenes, yo diría que de tercer año.

—Entonces, ¿quién…?

—Ha de ser Harry Morant. Las piezas encajan, si damos por sentado que el torturado no era Matthew, sino Harry. El torturador estaba quebrantando las normas del colegio, desde hacía bastante tiempo, sin duda. Un colegio como Bredgar Chambers no va a tolerar este tipo de abusos, de modo que el torturador se enfrentaba a una expulsión segura si era descubierto. Matt estaba enterado de las torturas. Todo el mundo estaba enterado. Pero todo el mundo estaba paralizado por el código de conducta del que antes hablábamos.

—¿No te chivarás de otro estudiante?

—Eso afectó mucho a Matthew. Kevin Whateley indicó que el muchacho se había vuelto más y más introvertido durante el último trimestre. Patsy dijo que nunca iba marcado; por lo tanto, cabe deducir que nadie le tocó. Añada a eso lo que el coronel Bonnamy nos contó sobre la conversación que Matthew y él sostuvieron acerca del lema del colegio, «Que el honor sea nuestro sostén y nuestro guía». Todo encaja. El código de conducta no escrito exigía que Matthew callara lo que sabía acerca de los padecimientos sufridos por Harry Morant. Sin embargo, el lema del colegio exigía que entrara en acción para detener las torturas. Ésa era la única alternativa honorable. Por lo tanto, se distanció de sus padres mientras intentaba decidir cómo cumplir el lema del colegio sin, al mismo tiempo, violar el código no escrito que, en teoría, debía gobernar su comportamiento con los compañeros. Esta cinta representa su decisión.

—¿Chantaje?

—Sí.

—Jesús. Le costó la vida.

—Probablemente.

Los ojos de Havers se abrieron de par en par.

—Entonces, uno de los alumnos… Señor, todos deben saberlo.

Lynley asintió con semblante sombrío. Y continuó.

—Si éste es el motivo de la muerte de Matthew, creo que lo han sabido desde el principio, sargento. Todos y cada uno.

Inspeccionó el montón de cartas que Yvonnen Livesley había apartado a un lado. Lo repasó como ausente, hasta encontrar la postal hacia la mitad.

Como la otra, venía de Corfú. Era una fotografía de los brillantes edificios blancos que conformaban el monasterio de Nuestra Señora de Blanquerna, recortado contra el intenso azul del mar. El remate en madera de Kanoni se alzaba en la distancia. Al contrario que en la anterior postal, empezaba sin saludo, como si Helen, al omitir su nombre, lograra realizar lo que deseaba al marcharse: distanciarse más de él a cada día que pasaba.

¡Dos días de monótona lluvia! La única diversión consistió en una prolongada visita al museo de Garitsa. Sé lo que estás pensando. El león de Menekrates es perfectamente encantador, pero después de una hora de contemplación uno arde en deseos de una diversión más animada. Sin embargo, tiempos desesperados exigen medidas desesperadas. Me he entregado de todo corazón a reliquias, monedas y restos de templos vitrificados. He adquirido tanta cultura que apenas me reconocerás cuando vuelva.

H.

Consciente de que la sargento Havers no apartaba los ojos de él, Lynley sepultó la postal en el bolsillo de la chaqueta, intentando mantener una expresión indiferente, intentando reprimir su deseo de releer las dos últimas palabras, intentando mantener a raya el pensamiento de que Helen iba a dar fin a su largo exilio en Grecia.

—Bien —dijo Havers alegremente, señalando con un movimiento de cabeza el bolsillo de la chaqueta—, nada nuevo por ese lado, ¿verdad?

—Nada nuevo.

Mientras contestaba, un seco golpe en la puerta anunció la entrada de Dorothea Harrison, la secretaria del superintendente de Lynley. Iba vestida para marcharse, a la moda galesa, con un traje sastre verde, blusa blanca, un collar de tres vueltas de perlas cultivadas y un sombrero de forma peculiar, del que brotaban plumas verdes y blancas. Su corte de pelo se amoldaba al estilo más reciente de la princesa.

—Pensé que todavía te cogería —dijo, rebuscando en un montón de expedientes que acunaba en un brazo—. Este regalo te lo han enviado esta tarde, inspector detective Lynley, de parte —su negativa a utilizar gafas la obligó a bizquear para descifrar el texto garrapateado en la carpeta—. Del inspector detective Canerone. Policía de Slough. Resultados preliminares de la autopsia de… —Volvió a bizquear. Lynley se levantó.

—Matthew Whateley —terminó, extendiendo el brazo para coger el expediente.

—¿También está Deb en casa? —preguntó Lynley, mientras seguía a Cotter por la estrecha escalera de la casa de St. James. Eran casi las ocho de la tarde, una hora insólita para que St. James continuara trabajando en su laboratorio. En el pasado había tenido la costumbre de sumergirse en tareas forenses hasta bien entrada la noche, pero Lynley sabía que la había desterrado desde hacía tres años, coincidiendo con su noviazgo y matrimonio con Deborah.

Cotter negó con la cabeza… Se detuvo en la escalera y aunque su rostro era impenetrable, no pudo impedir que la preocupación asomara a sus ojos.

—Ha estado fuera casi todo el día. Una exposición de Cecil Beaton en el Victoria y Albert. También ha ido de compras.

Era una pobre excusa. Hacía rato que el museo Victoria y Albert estaba cerrado, y Lynley conocía lo bastante bien a Deborah para saber lo poco aficionada que era a curiosear por los grandes almacenes.

—¿De compras? —preguntó con escepticismo.

—Ummm. —Cotter continuó subiendo.

Encontraron a St. James inclinado sobre un microscopio de comparación, realizando minuciosos ajustes en el foco. Había fijado una cámara al aparato, dispuesta para reproducir cualquiera de los objetos que estaba examinando. Cerca de la ventana, cerrada contra el dibujo ondulado de la persistente lluvia, su ordenador escupía rítmicamente hojas de papel, impresas con gráficas y columnas de números.

—Lord Asherton ha venido a verle, señor St. James —dijo Cotter—. ¿Desean café, coñac?

St. James levantó la mano. Lynley observó con un estremecimiento que su hermoso rostro estaba crispado, como marcado por la pena y consumido por la fatiga.

—Yo no quiero nada, Cotter. ¿Y tú, Tommy?

Lynley declinó la invitación y no dijo nada más hasta que Cotter les dejó solos. Incluso en aquel momento, encontrar un cimiento seguro sobre el que construir una conversación con su amigo se revelaba una tarea delicada. Había demasiada historia entre ambos, demasiados temas de discusión prohibidos.

Lynley sacó un taburete de debajo de la mesa y deslizó una carpeta de papel manila cerca del microscopio Zeiss. St. James la abrió, y echó un vistazo a los documentos que contenía.

—¿Son los resultados preliminares? —preguntó.

—En efecto. El examen toxicológico es negativo, St. James, y no hay señales de traumatismos en el cuerpo.

—¿Y las quemaduras?

—Hechas por cigarrillos, tal como pensamos, pero insuficientes para matarle.

—Dice que han encontrado fibras en el cabello —señaló St. James—. ¿Qué tipo de fibras? ¿Naturales, sintéticas? ¿Has hablado con Canerone?

—Hablé con él en cuanto acabé de leer el informe. Sólo me dijo que el equipo forense afirmaba que se trataba de una mezcla de fibras: naturales y sintéticas. Las naturales son de lana. Aún esperan el resultado de las pruebas efectuadas a las otras.

St. James contempló el suelo con aire pensativo.

—Tu descripción me hace pensar en el tratamiento a que es sometido el cáñamo para convertirlo en cuerda, pero cuando hablan de sustancias naturales y sintéticas no se refieren a eso, sobre todo si saben que una de ellas es lana.

—Es lo que pensé en el primer momento, pero el chico estaba atado con ligaduras de algodón, no con cuerda. Cordones gruesos de zapato, probablemente, según el equipo forense de Canerone. Y a Matthew le amordazaron, St. James. Había fibras de lana en su boca.

—Un calcetín.

—Tal vez. Estaba asegurado con un pañuelo de algodón. Había rastros de algodón en su cara.

St. James hizo referencia a la primera información.

—¿Qué han deducido de esas fibras en su cabello?

—Cierto número de hipótesis. Algo sobre lo que fue tendido. Tela de la alfombra que cubre el suelo de un coche, una chaqueta vieja en el maletero, una manta, papel alquitranado. Han vuelto a la iglesia de St. Giles para tomar muestras del interior, por si el cuerpo estuvo oculto en ella antes de tirarlo al cementerio.

—Me parece un trabajo inútil.

Lynley jugueteó con un estuche de diapositivas.

—Es una posibilidad, aunque yo apuesto en contra. Lo mejor para la investigación sería que las fibras encontradas en su pelo fueran del lugar en el que le retuvieron prisionero. Y le retuvieron prisionero, St. James. El patólogo fija la hora de la muerte entre las doce y las cuatro de la madrugada del sábado. Eso da una margen de doce horas entre el momento de la desaparición de Matthew, después de comer, hasta su muerte. Tuvieron que esconderlo en algún lugar del colegio. Tal vez las fibras nos lo revelarán. Además —Lynley dio vuelta a una página del informe e indicó un párrafo de los hallazgos no conclusivos—. Han descubierto algunos sedimentos en sus nalgas, omóplatos, brazo derecho y debajo de dos uñas. Los someterán al cromatógrafo de gases para estar seguros, pero el examen microscópico da a entender que son iguales.

—¿Procedentes del lugar donde le retuvieron?

—Parece la conclusión razonable, ¿no?

—Una esperanza razonable. Hablas como si, en este punto, hubieras tomado la dirección correcta, Tommy.

—Creo que sí.

St. James le escuchó sin interrumpirle, con la misma expresión sombría de antes. Cuando Lynley terminó su explicación, desvió la vista. Su atención pareció concentrarse en una estantería situada al otro lado del laboratorio, que sostenía una miscelánea de tarros etiquetados que contenían sustancias químicas, diversas cubetas, probetas y pipetas.

—Palizas —dijo—. Creí que los colegios las habían eliminado.

—Lo intentan. Se castigan con la expulsión. John Corntel está en Bredgar Chambers. ¿Te acuerdas de él?

—Eton. Becado del rey en estudios clásicos. Siempre perseguido por docenas de admiradores. Es difícil de olvidar. —St. James cogió el informe de nuevo y frunció el ceño—. ¿Cómo encaja Corntel en todo esto? ¿Vas tras el Tommy?

—Si la cinta nos da una pista sobre el motivo por el que Matthew Whateley fue asesinado, no. No sé en qué puede comprometer a Corntel.

St. James, como si hubiera captado un asomo de duda en la respuesta de Lynley, adoptó el papel de abogado del diablo.

—¿Es realista pensar que la cinta fue el móvil del asesinato?

—Si entregar la cinta al rector suponía la expulsión del colegio, si esa expulsión ponía en entredicho la futura educación de un chico mayor, si destruía la posibilidad de ser aceptado en una universidad, imagino que un muchacho desesperado por triunfar podría decantarse por el asesinato.

—Lo entiendo muy bien —admitió St. James—. Intentas decirme que Matthew estaba chantajeando a uno de los chicos mayores, ¿verdad? Y si la cinta fue grabada en un dormitorio, se desprende que el torturador era uno de los mayores, de sexto inferior o superior, diría yo. ¿Has pensado en la posibilidad de que la cinta haya sido grabada en otro sitio? Tal vez en un sitio al que este muchacho, el Harry que mencionaste, sabía que le llevarían, donde ya le habían llevado con anterioridad.

—Se oían otras voces en la cinta, voces jóvenes, como la de Harry. Eso sugiere un dormitorio, ¿no?

—Quizá, pero también podrían ser voces de otros chicos que estaban presentes por la misma razón que Harry: víctimas. No parecían participar en el tormento, ¿verdad? —Lynley lo admitió, y St. James prosiguió—. ¿No sugiere eso que el asesino de Matthew haya podido ser un hombre, en lugar de un chico mayor?

—Es difícil de creer.

—Porque tú crees que es poco creíble —dijo St. James—. Porque sobrepasa los límites de la decencia y la moralidad. Como cualquier delito, Tommy, no hace falta que te lo recuerde. ¿Estás obviando a Corntel? ¿Qué papel juega?

—Es el director de la residencia donde vivía Matthew.

—¿Dónde estaba cuando Matthew desapareció?

—En compañía de una mujer.

—¿Entre las doce y las cuatro de la madrugada?

—No, entonces no.

Lynley intentó olvidar la forma en que John Corntel había descrito a Matthew Whateley el domingo por la tarde. Intentó no extraer conclusiones de la forma en que su antiguo compañero de colegio había detallado la belleza física del muchacho. Sobre todo, intentó olvidar el maldito dato de la inexperiencia sexual de Corntel y todo lo que la sociedad impulsaba a creer sobre lo peculiar de la virginidad en un hombre de su edad.

—¿Son los vínculos de Eton los que te llevan a creer en su inocencia, Tommy?

«Los vínculos de Eton». No existían los vínculos de Eton. No podían existir en una investigación policiaca. Eran inconcebibles.

—Simplemente me parece razonable seguir la pista de la cinta en este momento, a ver adónde nos conduce.

—¿Y si no conduce a ninguna parte?

Lynley lanzó una cansada carcajada.

—No será el primer callejón sin salida del caso.

—No va a ser Argentina al final, Barbie —dijo la señora Havers. Sostenía en una mano unas tijeras infantiles, de punta redondeada y un filo que sólo servía para atravesar la mantequilla. En la otra exhibía un folleto manchado de grasa y medio roto de una agencia de viajes, que agitaba como un banderín mientras continuaba hablan—. Es por esa canción, cariño, la que habla de llantos y de Argentina. Ya sabes cuál digo. Se me ocurrió pensar que nos despediríamos si pasábamos demasiado tiempo allí, siempre llorando y todo eso. Así que pensé… ¿Qué opinas de Perú?

Barbara dejó el paraguas goteante en el viejo y desintegrado paragüero de rotén que había junto a la entrada y se quitó el abrigo. La casa estaba muy caliente. El aire olía a lana húmeda, dejada demasiado cerca del fuego. Echó un vistazo a la puerta de la sala de estar, preguntándose si el acre olor provenía de ella.

—¿Cómo está papá? —preguntó.

—¿Papá? —Los ojos acuosos de la señora Havers intentaron forzar la vista a través de sus gafas. Una gran huella dactilar oscurecía el cristal derecho. Había conseguido vestirse sola por segundo día consecutivo, pero había elegido unos pantalones de punto abolsados, y su blusa se sostenía gracias a tres imperdibles—. Pensé que Perú… Hay aquellos animales tan dulces, los de grandes ojos pardos y pelo suave. ¿Cómo se llaman? Me viene a la cabeza camellos, pero sé que no es eso. Mira, aquí hay una fotografía. Hasta lleva puesto un sombrero. ¿A que es un amor? ¿Cómo se llaman, cariño? No me acuerdo.

Barbara cogió la fotografía.

—Es una llama —dijo. Se la devolvió y esquivó el brazo extendido de su madre, deseosa de continuar charlando—. ¿Cómo está papá? ¿Se encuentra bien?

—Por otra parte, está el problema de la comida. Ése sí me preocupa.

—¿Comida? ¿De qué estás hablando? ¿Dónde está papá?

Avanzó por el pasillo. Su madre le pisó los talones y aferró la parte posterior del suéter de Barbara.

—La comida es muy picante, cariño. No nos sentaría bien a ninguno de nosotros. ¿No te acuerdas de la paella que comimos hace años, el día de tu cumpleaños? Estaba demasiado picante. Todos nos pusimos malos ¿verdad?

Barbara aminoró el paso. Se volvió hacia su madre. En los estrechos confines del desordenado pasillo, vio sus sombras distorsionadas sobre la pared; la suya, ancha y deforme, la de su madre, angulosa y desgreñada. La televisión de la sala de estar emitía una vieja película de Fred Astaire y Ginger Rogers a un volumen que crispaba los nervios. Fred y Ginger bailaban sobre patines alrededor de un mirador. El olor a lana quemada se hizo aún más pronunciado.

—¿Paella? —Barbara se reprendió interiormente por repetir inútilmente todo cuanto decía su madre. Era como si entrar en su casa por la noche le provocara un colapso mental. Se obligó a hablar con lógica—. ¿Qué te ha hecho pensar en la paella, mamá? Eso fue hace quince años, como mínimo.

Su madre sonrió, alentada, pero sus labios temblaron de incertidumbre, y Barbara se preguntó si la anciana había leído la impaciencia en su cara. Este pensamiento dio pie al habitual sentimiento de culpa. Todo el día sola en casa, con la única compañía de un marido achacoso. ¿Tan extraño resultaba que la pobre mujer se aferrara a unos minutos de conversación, por estúpida que fuera, como medio de vincularse con la humanidad?

—¿Todo esto tiene relación con el viaje que proyectas? —preguntó Barbara, ajustando los hombros de la chaqueta de lana de su madre.

La sonrisa cobró mayor confianza.

—Sí, desde luego. Tú sabías a lo que me refería, ¿te das cuenta? Tú siempre lo haces, cariño. Tú y yo somos almas gemelas, en cierto sentido.

Barbara abrigaba serias dudas al respecto.

—Y estás preocupada por la comida de Sudamérica.

—¡Sí! Exacto. Me preguntaba si deberíamos ir a Argentina o a Perú. Las llamas son muy cariñosas y tenía muchas ganas de verlas, pero no sé cómo nos las arreglaremos con aquella comida. Nuestros pobres estómagos padecerán día y noche. He intentado decidirme durante todo el día… No quería disgustarte cariño. Trabajas mucho. Sé qué esperas con mucha ilusión nuestras vacaciones. Quería que esta vez fuera algo especial, pero no sé cómo nos las arreglaremos con la comida.

Barbara sabía que no tenía escapatoria hasta que encontraran una solución al problema. Cuando su madre se obsesionaba con algo, nada podía apartarlo de su mente hasta que ella lo decidía.

—Son las llamas, sobre todo —murmuró la señora Havers—. Tenía tantas ganas de ver las llamas.

Ésta es la mía, pensó Barbara.

—Pero si no hay que ir a Sudamérica para verlas. Podemos ir al zoo.

Su madre frunció el ceño.

—Oh, el zoo. Cariño, no creo que un zoo…

—Hay un zoo estupendo en California, mamá. En San Diego. Creo que hay un parque donde los animales corren en libertad. ¿Por qué no nos planteamos la idea de California?

—Pero no es muy diferente, ¿verdad? No es como Turquía, o Grecia, o China. ¿Te acuerdas de China, cariño? ¿La Ciudad Prohibida y todas aquellas puertas tan curiosas?

—Creo que me gustaría ir a California, mamá —dijo Barbara con más aplomo—. El sol. Tal vez la playa. Veríamos a las llamas en ese parque. ¿Por qué no te lo piensas? La comida de California nos gustaría.

California. La señora Havers paladeó la palabra. Barbara le palmeó el hombro y entró en la sala de estar. Descubrió enseguida el origen del penetrante olor que impregnaba la atmósfera caliente y cargada de la casa. Había una manta verde y azul tirada de cualquier manera sobre la estufa eléctrica conectada a toda potencia frente a la vieja chimenea empotrada en la pared. De ella se elevaban volutas de humo. Faltaban pocos segundos para que ardiera.

—¡Mierda! —gritó Barbara, precipitándose para apartar la manta. La tiró al suelo y pisoteó los cuatro puntos chamuscados de los que brotaba el humo más espeso—. En el nombre de Dios… ¡Maldita sea! ¡Papá! Ni siquiera te has dado cuenta…

Mientras hablaba, se giró en redondo hacia la butaca de su padre, irritada por el temor a lo que hubiera pasado de haber llegado a casa tarde, y por el nerviosismo de pensar en futuros desastres. Sus palabras y su ira se desvanecieron cuando comprendió la inutilidad de dar una conferencia sobre precauciones elementales de seguridad. Su padre estaba dormido.

Tenía la mandíbula caída, la cabeza inclinada hacia adelante, la barbilla sin afeitar apoyada en el pecho. Los tubos de oxígeno seguían fijos en sus fosas nasales, pero el sonido de su respiración parecía extrañamente mecánico, como si una manivela colocada en su espalda hiciera funcionar los pulmones.

Fred y Ginger se pusieron a cantar en el televisor. Barbara masculló una blasfemia y apagó el aparato. La respiración de su padre producía ruidos acuosos y metálicos alternativamente.

Los periódicos del lunes y del martes se habían reunido en el suelo con el dominical, entremezclados con dos tazas de té intacto, un plato con cebollas en escabeche y pan, y un pequeño cuenco con pomelos masticados. Barbara se agachó para apilar los diarios. Colocó los platos sobre el montón.

—¿Papá se encuentra bien, cariño?

La señora Havers se había acercado a la puerta. Sostenía un folleto de viajes abierto sobre el estómago. El viaje a Perú se hallaba en proceso de ser descartado. Había grandes agujeros en las páginas del folleto, indicando las fotografías de Machu Picchu que no se habían rendido con facilidad a la idea de ser desechadas.

—Dormido —contestó Barbara—. Mamá, tienes que vigilarle más. ¿Es que no te acuerdas? Casi prendió fuego a la manta. Estaba echando humo. ¿Es que no lo oliste?

La confusión se transparentó en el rostro de su madre.

—Papá no fuma, cariño, ya lo sabes. No puede vivir sin oxígeno. El médico dijo…

—No, mamá. La manta estaba sobre la estufa, demasiado cerca de las barras. ¿Lo ves? —Señaló los puntos chamuscados que ennegrecían la lana.

—Pero si está en el suelo. No entiendo cómo…

—Mamá, yo la he puesto en el suelo. Estaba ardiendo. Echaba humo. Se podía haber quemado toda la casa.

—Oh, no pienso…

—¡Exacto! ¡No piensas! —Las palabras surgieron antes de que pudiera impedirlo. El rostro de su madre se encogió. El corazón de Barbara se retorció de remordimiento. «No es culpa suya. ¡No es culpa suya!». Barbara buscó otras palabras—. Lo siento, mamá. Es que este caso en el que estoy trabajando… Estoy preocupada. No sé. ¿Por qué no preparas el té?

El rostro de la señora Havers se iluminó.

—¿Has cenado? Esta noche me he acordado de la cena. He preparado un asado de cerdo para todos. A las cinco y media, como siempre. Creo que ya estará a punto.

Considerando la hora —las ocho y media—. Estaría carbonizado o crudo. Poner una pieza de carne en el horno no garantizaba que el horno se encendería. No obstante, Barbara forzó una sonrisa.

—Muy bien. Me encanta.

—Puedo cuidar de papá, ya lo ves.

—Sí, puedes. ¿Quieres ocuparte de la tetera? Y echa un vistazo al asado también.

Esperó a oír los movimientos de su madre en la cocina antes de inclinarse sobre su padre y tocarle el hombro. Le agitó con suavidad, diciendo su nombre.

Los ojos del anciano se abrieron. Levantó la cabeza y cerró la boca con una mueca que parecía de dolor.

—Barbie.

Alzó una mano para saludarla, pero sólo se elevó unos centímetros del brazo de la butaca antes de volver a caer. Su cabeza empezó a descender.

—Papá, ¿has comido?

—Tomé una taza de té, Barbie. Una buena taza de té a eso de las cuatro. Mamá me la preparó. Tu mamá me cuida mucho, ¿verdad?

—Voy a prepararte algo ahora mismo. ¿Te apetece un bocadillo, o prefieres sopa?

—Da igual. No tengo mucha hambre, Barbie. Me siento un poco molido.

—Oh, Dios mío, tu cita con el médico. Le llamaré mañana en cuanto me levante. Iremos mañana por la tarde. ¿Te va bien? —La sonrisa de Barbara no fue auténtica, sino un reflejo de la culpa—. ¿Tus compromisos te lo permiten papá?

Él le devolvió la sonrisa, medio dormido.

—Yo mismo le he llamado esta tarde, Barbie. Fijamos la cita para el viernes, a las tres y media. ¿Te va bien?

La información proporcionó cierto alivio a Barbara. Mañana le habría sido más difícil, a pesar de su promesa. El viernes, por otra parte, parecía muy lejano. Entre ahora y entonces, tal vez habrían llegado al fondo del asesinato de Matthew Whateley. Eso le concedería tiempo libre. Entre ahora y entonces, tal vez se le habría ocurrido la forma de hacer algo por su madre. Eso le concedería tranquilidad de espíritu.

—¿Cariño?

Barbara levantó la vista. La señora Havers estaba en el umbral de la puerta. Sostenía en sus manos una fuente de horno. A Barbara le dio el corazón un vuelco. La pieza de cerdo seguía envuelta en el papel de la carnicería. Por otra parte, tampoco el horno se había encendido.

Tal vez a modo de penitencia (no sabía a ciencia cierta por qué había tomado la decisión, y de momento no quería pensar en los motivos de su comportamiento), Deborah St. James recorrió la distancia entre la estación de Sloane Square a Chelsea, caminando por King’s Road. La lluvia la azotaba, el viento luchaba por arrebatarle el paraguas de la mano. Sintió que sus músculos se contraían para protegerla del frío, y averiguó por el ruido de los chapoteos que sus zapatos estaban mojados y sus pies empapados, aunque no percibía ninguna sensación por debajo de las rodillas.

Autobuses y taxis pasaban como flechas a su lado, salpicándola de agua. Podría haber parado alguno, pero eso habría significado refugio y comodidad. No lo deseaba, ni tampoco le interesaba ponerse a cubierto, ni la estupidez inherente a dar un paseo tan largo en la oscuridad, donde no sólo estaba expuesta a ser abordada por algún hombre, sino que también se encontraba expuesta al peligro potencial de los vehículos que corrían por las calles resbaladizas.

Tardó casi una hora en concluir un paseo de veinticinco minutos, y cuando llegó a la última esquina que daba a Cheyne Row, su cuerpo se estremecía de frío. Sus manos temblaban con tal violencia que pasó un minuto antes de que pudiera insertar la llave en la cerradura de su casa. Entró tambaleándose, justo cuando el reloj de caja del vestíbulo daba la hora. Eran las nueve.

Dejó el abrigo y el paraguas al lado de la puerta y entró en el estudio; su cuerpo entumecido todavía no reaccionaba al calor de la casa. El fuego de la habitación estaba apagado, y aunque su intención era encenderlo cuanto antes, se descubrió acuclillada en la otomana de Simon, los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando la pila de troncos de la chimenea y su promesa de calor.

A salvo de la tormenta por fin, Deborah tuvo la honradez de examinar su comportamiento y reconocer lo que significaba: castigo por los crímenes cometidos contra su marido, mezclado con un abandono a los placeres de una auto conmiseración que detestaba tanto como agradecía. La agonía del espíritu exigía la correspondiente agonía del cuerpo. Se plegaba a ello de buen grado. Quitarse la ropa mojada, o incluso desprenderse de sus zapatos empapados, sería acabar con la incomodidad. No lo deseaba.

No había visto a su marido desde la mañana. Su conversación había sido breve, tan lejana y formal como la despedida del día anterior. Simon no había intentado cambiar la hora de sus citas. No se había ofrecido a quedarse en casa por si ella le necesitaba. Era como si hubiera comprendido por fin el deseo de Deborah de alzar una barrera entre ellos y lo hubiera aceptado. No luchaba contra su decisión de aislarse, pero ella sabía que Simon se sentía afectado por actos que, obviamente, no comprendía.

En el estudio, hundida en la otomana con el cabello colgando como serpentinas húmedas sobre los hombros y la espalda, Deborah pasó revista al problema del engaño, reflexionando sobre el punto crucial de que algunas formas de traición no merecen perdón. Separada de Simon durante aquellos años, separada de él por nueve mil kilómetros de distancia, aunque sin dejar de amarle ni un solo momento, había buscado el olvido, para sustituir el dolor de su alejamiento por algo parecido a la paz. Ser amada por alguien, ser abrazada, acariciada, ser objeto de la pasión y foco del deseo. Todo había sido una treta para enmascarar la realidad, para fingir que interpretaba el papel de amante apasionada y convencer a sus emociones de que actuaran al unísono. Había funcionado por un tiempo; podría haber funcionado para siempre, de no haber aparecido Simon en su vida de nuevo.

Tendría que haberle esperado. Tendría que haberse refrenado. Tendría que haber comprendido las dudas que le habían mantenido alejado de ella durante años. Pero no lo había hecho. Le había traicionado, cometido infidelidad contra un amor que les había atraído mutuamente durante la mayor parte de su vida, un amor que les había permitido trascender meros puntos en común y tocar sus espíritus con una intensidad sin parangón y un júbilo inequívoco. Si un amor de tales características era traicionado por la crueldad, la impetuosidad o la incapacidad de enfrentarse a la verdad, ¿cómo era posible sobrevivir? ¿De dónde se extraían fuerzas para seguir adelante?

Se rodeó el cuerpo con los brazos. Apretó la cabeza contra las rodillas y se meció en busca de consuelo, pero sólo encontró aflicción.

—Havers y yo volveremos al colegio por la mañana para que el rector escuche la cinta.

—Has decidido descartar el elemento racial, ¿eh?

—Todavía no. No puedo hacerlo. Sin embargo, la cinta nos proporciona un móvil más fuerte que el racismo. Si identificamos la voz, sea de un estudiante o de un profesor, creo que habremos dado un paso más hacia la verdad.

Deborah oyó los pasos de los dos hombres en la escalera. Dentro de un momento pasarían junto a la puerta del estudio. Se quedó helada al descubrir que entraban en el estudio juntos y se paraban en la puerta.

—¡Deb! —Lynley pronunció su nombre con evidente preocupación.

Ella levantó la vista y se retiró el pelo de la cara consciente del aspecto que presentaba. Forzó una sonrisa.

—Me pilló la lluvia —dijo—. Me he quedado sentada, intentando reunir energías para encender el fuego.

Vio que su marido se acercaba al bar y llenaba una copa de coñac. Lynley se reunió con ella ante la chimenea, cogió la caja de cerillas que había sobre la repisa y encendió la leña distribuida bajo los troncos.

—Al menos quítate los zapatos, Deb —dijo—. Están empapados. Y tu pelo…

—Se encuentra bien, Tommy. —El breve comentario de St. James no demostraba nada, aunque la interrupción en sí, tan impropia de él, hablaba de problemas que los tres preferían ignorar. Ofreció a Deborah el coñac—. Bébete esto, mi amor. Tu padre no te ha visto, ¿verdad?

—Acabo de llegar.

—En ese caso, tal vez deberías cambiarte de ropa antes de que te vea. Dios sabe lo que hará, o pensará, si te ve de esta manera.

El tono de St. James era gentil, sin revelar otra cosa que solicitud. Aún así, Deborah observó que Lynley les miraba a ambos. Observó que su cuerpo se tensaba y adivinó que iba a hablar. Se apresuró a impedirlo.

—Tienes razón. Me llevaré el coñac. Buenas noches, Tommy —dijo, sin esperar la respuesta de su marido. Se levantó y rozó la mejilla de Lynley con los labios. Sintió que su mano se cerraba por un instante alrededor de su brazo. Vio que tenía los ojos fijos en ella, que reflejaban su enorme preocupación, pero los evitó y trató de salir con dignidad de la habitación. Sus zapatos produjeron ruidos de chapoteo al pisar la alfombra. Hasta la dignidad le era negada.

St. James bajó por la escalera hasta la cocina. No había cenado, pese a las sonoras protestas de Cotter, y sentía un vacío en su interior que, pese a no tener ninguna relación con la comida, tal vez pudiera aplacar improvisando algún plato.

Aparte del perro y el gato, que le miraron con aire esperanzado desde la cesta y la encimera, respectivamente, ni la señora Winston, su cocinera, ni Cotter se encontraban en la cocina en este momento. St. James abrió la nevera y al instante se reunió con él la pequeña y peluda perra salchicha, que había abandonado la cesta por la promesa de un refrigerio. La perra se sentó a sus pies y trató de componer el aspecto más conmovedor y desnutrido posible.

—Tú ya has cenado, Peach —informó St. James a la perra—. Hasta tres veces, probablemente, porque te conozco bien.

Peach meneó la cola, alentada por el hecho de que el amo se había fijado en su presencia. Alaska bostezó aburrido en la encimera. St. James cogió queso y una tajadera y se acercó a la ventana. Peach le siguió, vigilando los mendrugos que podían caer al suelo.

Una vez desenvuelto el queso y afilado el cuchillo, St. James los contempló sin el menor interés. Miró lo poco que se veía del jardín, a menos de un metro de su cabeza.

No era muy grande, pero Deborah le había comunicado su personalidad. Crecían abundantes flores en la base de los muros de ladrillo; su color y perfume cambiaba con las estaciones. Un sendero de losas, rebosante de alisos que Deborah se negaba obstinadamente a arrancar, conducía al portal posterior desde la casa. Un fresno que se alzaba en una esquina albergaba cuatro nidos distintos y un comedero grande, en el que los gorriones solían pelearse con la habitual codicia de los pájaros. En un rectángulo de césped se habían dispuesto dos sillas, una tumbona y una mesa circular baja todas de metal. Una compra absurda, había dicho a su mujer, pero Deborah amaba el intrincado trabajo de las piezas y había dicho que se ocuparía ella del mantenimiento, eliminando el inevitable óxido que aparecía cuando se dejaban muebles de metal expuestos a las condiciones climáticas de Londres. Y había cumplido su palabra, lijando y pintando cada primavera, con frecuencia regular. Ella siempre había sido fiel a su palabra.

St. James sintió el cuchillo bajo su mano. Sus dedos se cerraron en torno al mango. La madera arañó su palma.

¿Cómo era posible que hubiera otorgado a una mujer tal dominio sobre su vida?, pensó. ¿Cómo se había permitido revelarle sus peores flaquezas? Y ella las conocía, debilidades definidas por las fuerzas que le impulsaban a ser el mejor en su especialidad, a ser admirado, solicitado, a ser el primer testigo experto que era llamado para explicar el significado oculto en el dibujo de una mancha de sangre, o las implicaciones de la trayectoria de una bala, o la interpretación de las estrías metálicas observadas en una cerradura o una llave. Algunos habían llamado a esta necesidad de ser el número uno en su campo el ciego impulso del yo, pero Deborah sabía la verdad. Sabía qué hueco llenaba con su trabajo. Él se lo había dicho.

Ella había sido testigo de su indefensión, una compañera en el dolor que, de vez en cuando, aún afligía su cuerpo. Ella había visto a su padre aplicar electrodos en la pierna de Simon para evitar que los músculos muertos se atrofiaran. Había aprendido a utilizar los electrodos. Él le había dado permiso para hacerlo. Incluso lo había querido, para acercarla más a él, para compartir con ella lo que era, para dejar que le conociera por completo. Era la maldición del amor, el miserable ejercicio de la vida. Durante los últimos dieciocho meses de su matrimonio, Simon se había zambullido en esta disciplina como un adolescente inexperto, sin reprimir nada, sin dejar ni una parcela libre de su ser donde poder refugiarse en busca de seguridad. Porque nunca había pensado que la necesitaría. Ahora, lo pagaba.

La estaba perdiendo. Ella se había replegado en sí misma durante un tiempo cada vez que un embarazo fracasaba. Él lo había comprendido. Aunque Simon deseaba un hijo tanto como ella, sabía que su necesidad no era comparable a la de Deborah. Por eso le concedía la soledad que ella parecía requerir como acto de dolor. Simon no se había dado cuenta al principio de que su mujer se iba replegando más y más a cada embarazo fallido. No había contado las semanas que le costaba recuperarse, más numerosas en cada ocasión; sus esperanzas necesitaban más tiempo para reavivarse. Ahora, este cuarto fracaso, este cuarto aborto de un hijo anhelado, había provocado la recaída más grave.

Jamás había pensado que su matrimonio se derrumbaría bajo el peso de unos hijos que ni siquiera existían. Era inconcebible, incluso en este momento. Si ella hubiera sido otra mujer, si no la hubiera conocido tan bien, tal vez habría estado preparado para el cambio que había apartado a Deborah de él. De todas las personas que había conocido en su vida, ella era la única constante.

Miró el cuchillo y el trozo de queso. Comer era imposible. Los apartó.

St. James salió de la cocina y volvió a la parte principal de la casa. Subió la escalera. Su dormitorio estaba desierto, al igual que las demás habitaciones de la primera planta, de modo que continuó subiendo hasta encontrar a su mujer en su antigua habitación, contigua al laboratorio de la última planta.

Se había cambiado sus ropas mojadas por una bata y se había envuelto el cabello con una toalla, como un turbante. Estaba sentada en la cama metálica de su niñez, mirando unas viejas ampliaciones fotográficas que había sacado de la pequeña cómoda.

La contempló unos segundos sin hablar, grabando en su corazón la imagen amada iluminada por la lámpara. Sentada inmóvil, sostenía una sola foto en la mano.

Simon experimentó una intensa oleada de deseo, el anhelo de abrazarla, de sentir su boca contra la de él, de aspirar la fragancia de su cabello, de tocar sus pechos, de oír sus suspiros. Sin embargo, jamás había sido tan consciente del temor a aproximarse y provocar su rechazo.

De todos modos, entró en la habitación. Deborah, absorta en la fotografía, no levantó la vista. St. James no podía apartar la vista de la suave curva de su mejilla, de la tierna sombra que proyectaban sus pestañas sobre la piel, de su pecho que subía y bajaba al compás de la respiración. No fue hasta que se detuvo junto a la cama, hasta que alargó la mano para acariciarla, cuando reparó en la foto que tanto interesaba a Deborah.

Era Thomas Lynley. Cabello rubio iluminado por el sol, tenues hilos de agua sobre su cuerpo brillante, mientras salía corriendo del mar. Estaba riendo, con una mano extendida hacia la cámara, capturado en un momento de belleza eterna y gracia espontánea.

St. James se apartó de la visión. El deseo murió. La desesperación se apoderó de él. Antes de que su mujer pudiera hablar, abandonó la habitación.