Capítulo 4

Lynley abrió su viejo y mellado reloj de bolsillo, vio que eran las ocho menos cuarto y admitió que no podía alargar su jornada mucho más. La sargento Havers ya se había marchado, el informe conjunto estaba preparado para ser presentado al superintendente Webberly y, a menos que algo retrasara su partida, tendría que volver a casa.

Reconocía sin ambages que deseaba evitarlo. Durante los dos últimos meses ya no consideraba su casa un refugio o una escapatoria, sino que se había transformado en un adversario insidioso, que dejaba los recuerdos al desnudo en cuanto traspasaba la puerta.

Había vivido muchos años sin reflexionar sobre lo que lady Helen Clyde significaba en su existencia. Siempre había estado presente, invadiendo su biblioteca y llevándose montones de novelas policiacas que quería leer, apareciendo en la puerta a las siete y media de la mañana para desayunar, mientras le hacía partícipe de lo que pensaba hacer durante el día, divirtiéndole con desternillantes anécdotas acerca de su trabajo en el laboratorio forense de St. James («Santo Dios, querido Tommy, ese animal se dedicó a diseccionar un hígado mientras tomábamos el té»), acompañándole a la mansión familiar de Cornualles, cabalgando por los campos y dándole un sentido a su vida.

Todas las habitaciones de la casa le recordaban, de alguna manera, a Helen. Salvo su dormitorio. Porque Helen no había sido su amante sino su amiga, y en cuanto advirtió que él la deseaba como algo más que compañera y confidente, le abandonó.

Habría sido más conveniente despreciarla por huir. Habría sido más fácil enredarse con otra mujer y distraerse con la nueva relación. El problema no residía en que escasearan las voluntarias, sino en que sólo deseaba a Helen, con un anhelo que sobrepasaba el ansia de saborear la calidez de su piel, enredar los dedos en su cabello, o sentir que el cuerpo de la joven se arqueaba de placer bajo el suyo. Quería que existiera una unión entre ellos, más allá de la momentánea posesión sexual. Mientras se le negara dicha posesión, continuaría alejado de su casa, enfrascado en el trabajo, forzado a llenar las horas con cualquier cosa que le impidiera pensar en lady Helen Clyde.

No obstante, en momentos como ése, cuando el final del día le sorprendía con las defensas bajas, sus pensamientos volvían a ella de forma instintiva, como aves silvestres que buscaran un refugio conocido para pasar la noche. En cualquier caso, el recuerdo de Helen no le servía de protección, sino sólo para ahondar en la herida de su pérdida.

Cogió una vez más la postal, releyó las alegres palabras que ya se sabía de memoria y trató de creer que contenían una declaración de amor y entrega implícita, que surgiría a la luz tras varios minutos de reflexión. Pero era incapaz de mentirse a sí mismo. El mensaje era muy claro. Ella quería tiempo. Quería distancia. Lynley trastornaba su delicado equilibrio.

Desalentado, introdujo la postal en el bolsillo de la chaqueta y afrontó la inevitable realidad de tener que volver a casa. Mientras se levantaba, sus ojos se posaron en la foto de Matthew Whateley que John Corntel había dejado. Lynley la cogió.

Era un muchacho muy atractivo, de cabello oscuro, piel de color almendra y ojos tan oscuros que podrían describirse como negros. Corntel había dicho que el chico tenía trece años y cursaba tercer año en Bredgar Chambers. Parecía mucho más joven, y sus rasgos eran tan delicados como los de una chica.

Lynley sintió un estremecimiento de disgusto mientras examinaba la foto. Llevaba el tiempo suficiente en la policía como para entender qué podía significar la desaparición de un muchacho tan encantador.

Echar un vistazo al ordenador sólo le llevaría un momento. Como todas las fuerzas policiacas de Inglaterra y Gales estaban enlazadas con el ordenador central, si Matthew había sido localizado en algún sitio (muerto, vivo o reacio a identificarse), el ordenador proporcionaría una descripción completa, confiando en que otra fuerza de policía pudiera identificarle. Valía la pena probarlo.

Una sola persona se encargaba de la sala de ordenadores a esa hora, un agente perteneciente a la brigada de robos, que Lynley reconoció al instante, aunque no recordó su nombre. Se saludaron con un movimiento de la cabeza, sin intercambiar palabra. Lynley se dirigió a una consola.

Como no confiaba en encontrar nada relativo al chico de Bredgar Chambers tan pronto después de su desaparición, miró la pantalla distraído, tras teclear los datos adecuados, y casi pasó por alto el informe suministrado por la policía de Slough: el cuerpo de un muchacho, de cabello y ojos castaños, entre nueve y doce años, en las cercanías de la iglesia de St. Giles, en Stoke Poges. Causa de la muerte, desconocida hasta el momento. Identidad, desconocida. Cicatriz de diez centímetros sobre la rótula izquierda. Marca de nacimiento bajo la columna vertebral. Un metro treinta y cinco centímetros de estatura. Peso aproximado, treinta y ocho kilos. Encontrado a las 17.05 horas.

Las líneas pasaban ante los ojos de Lynley sin que éste, absorto en sus pensamientos, les hiciera caso, hasta que reparó en el nombre de la persona que había descubierto el cuerpo, al final del informe. Contuvo el aliento, estupefacto, cuando Deborah St. James, Cheyne Row, Chelsea, apareció en el monitor.

En la iglesia de St. Giles, el inspector Canerone consultó su reloj. Habían pasado tres horas desde el descubrimiento del cuerpo. Intentó no pensar en ello.

Creía que, después de dieciocho años en el cuerpo, debería haberse inmunizado contra la muerte. Debería contemplar un cadáver con cierta indiferencia, considerándolo un simple trabajo y no un ser humano que había encontrado un violento fin.

Después de su último caso, creía haber alcanzado el equilibrio que buscaba entre el despego profesional y la indignación humana. En aquel momento no le costó mucho autoconvencerse. El cuerpo de un conocido proxeneta, tendido al pie de la inmunda escalera de un edificio de apartamentos, no era lo más adecuado para inspirarle profundas reflexiones acerca de la inhumanidad del hombre hacia el hombre, sobre todo cuando una parte de él el sentencioso puritano que habitaba en su interior creía que el proxeneta había recibido lo que se merecía desde hacía mucho tiempo. Cuando se agachó por primera vez junto al cadáver, vio la cuerda alrededor de su cuello y no experimentó la menor emoción, logró convencerse de que había alcanzado por fin la impecable objetividad que tanto deseaba.

Sin embargo, la objetividad se había desintegrado esta noche, a marchas forzadas. Canerone sabía por qué. El niño se parecía muchísimo a su hijo. Durante un espantoso momento llegó a pensar que era Gerald; por su mente desfiló una serie de acontecimientos imposibles, empezando por la decisión de Gerald de negarse a vivir con su madre y su nuevo marido en Bristol, y terminando con su muerte. Las piezas encajaron a la perfección en la mente de Canerone. Su hijo había llamado al piso y, al no obtener respuesta, había corrido a buscar a su padre en Slough. Le habían recogido al borde de la carretera, mantenido prisionero en algún lugar y torturado para que alguien gozara de unos minutos de sádico placer. Cuando la tortura finalizó, o quizá antes, había muerto solo, asustado y abandonado. Por supuesto, cuando Canerone examinó con más detenimiento el cadáver vio que no era el de Gerald, pero la terrorífica posibilidad de que hubiera podido ser su hijo destruyó la indiferencia con que, en su opinión, debía realizar su trabajo. Ahora se enfrentaba a las consecuencias de aquel momento que había pulverizado sus defensas.

Veía a su hijo en escasas ocasiones, diciéndose que un fin de semana de vez en cuando era cuanto podía robar a su trabajo. Pero no era cierto y ahora debía hacerle frente, ahora que los analistas de la policía se habían marchado, el médico de la fuerza había acompañado el cadáver al hospital y una solitaria agente en período de pruebas esperaba ante el escritorio a que le diera permiso para irse. La verdad era que veía a su hijo muy poco porque ya no soportaba verle. Cuando le veía, aun en el ambiente más inocuo, tenía que aceptar lo que había perdido, y aceptar esto equivalía a asumir la vaciedad que presidía su vida, ahora que su familia le había abandonado.

A lo largo de los años había visto desmoronarse muchos matrimonios de policías, pero jamás pensó que el suyo sucumbiría a los horarios irregulares, el peso del trabajo y las noches en blanco inherentes a la vida de un detective. Cuando comprendió por primera vez la infelicidad de su esposa se decantó por ignorarla, diciéndose que era una mujer difícil, que si él tenía paciencia todo se arreglaría, que ella había tenido mucha suerte al casarse con él, porque, con su carácter, ¿quién la iba a soportar? Varios hombres, por lo visto, y uno se casó con ella, llevándola a Bristol y llevándose también a Gerald.

Canerone se sirvió una taza de café. Parecía muy fuerte. Sabía que estaría despierto la mitad de la noche si lo bebía. Dio un breve sorbo, haciendo una mueca al notar el sabor amargo. El niño del cementerio ocupaba por entero su mente y su corazón. Le habían atado con apretados nudos las muñecas y los tobillos, le habían quemado el cuerpo, le habían dejado tirado como si fuera basura. Era tan parecido a Gerald…

Canerone se estremeció. Ni siquiera sabía qué debía hacerse primero para que la justicia vengara la muerte del muchacho. Esta apatía profesional le aconsejó que dejara el caso en manos de otro detective, pero ignoraba cómo hacerlo. Carecía de autoridad para ello.

Sonó el teléfono. Desde donde estaba, cerca de la puerta, escuchó lo que decía su agente.

—Sí, un niño… No, no sabemos de dónde procede. Da la impresión de que dejaron tirado el cuerpo, sin más… No parece que fuera debido al frío. Le habían atado… No, de momento no tenemos la menor idea sobre quién… —vaciló y frunció el entrecejo—. Le pasaré al inspector. Está aquí.

Canerone se volvió. La agente le tendió el teléfono, y con él la salvación.

—Es el inspector Lynley —dijo la joven—. De Scotland Yard.

El lugar más cercano a casa de los Whateley al que Lynley pudo acceder fue la calle Queen Caroline. Aparcó ilegalmente el coche en el único espacio disponible, bloqueando la mitad del sendero privado de un edificio de apartamentos, y apoyó su identificación policial contra el volante. A ambos lados de la calle se alzaba una sombría colección de viviendas construidas durante la posguerra; edificios oficiales de hormigón color hongo alternaban con otros edificios de ladrillo pardo sucio. Todos tristes, atestados e inhóspitos, carecían de elementos decorativos.

Pese a ser las diez de la noche de un domingo, continuos ruidos atronaban las calles del vecindario y resonaban en los edificios. Coches y camiones rugían en el paso a desnivel. Más tráfico recorría el puente de Hammersmith. Se oían gritos que despertaban ecos en los patios de los apartamentos, seguidos por ladridos de perros.

Lynley caminó hacia el final de la calle y bajó al malecón. La marea estaba alta y el agua brillaba en la oscuridad como frío raso negro, pero el humo de los tubos de escape que provenía del puente se imponía al vago aroma vivificante que desprendía el río.

Lynley encontró la casa de los Whateley tras avanzar unos cientos de metros por la avenida Inferior, un obstinado recordatorio del pasado de Hammersmith. Se trataba de una antigua casa de pescadores sin restaurar, de paredes enjalbegadas, delgadas franjas de madera tallada negra y ventanas de gablete que se alzaban del tejado.

Se accedía a la casa por medio de un túnel, que servía de frontera entre el hogar de los Whateley y la taberna vecina. El pasaje era estrecho, de pavimento irregular y perfumado por el aroma a levadura de la cerveza. Mientras avanzaba hacia la puerta, la cabeza de Lynley rozó las toscas vigas que cruzaban en todas direcciones el techo bajo del túnel.

Hasta el momento todo había seguido la rutina policial de costumbre. La llamada telefónica de Lynley a la sala de atestados de Stoke Poges había logrado que Kevin Whateley identificara el cadáver de su hijo menos de una hora después. Lynley sugirió que Scotland Yard coordinara las investigaciones sobre la muerte del muchacho, puesto que se hallaba implicada más de una fuerza policial: la de West Sussex, pues Matthew Whateley había sido visto vivo por última vez en Bredgar Chambers, y la de Buckinghamshire, donde su cuerpo había sido encontrado cerca de la iglesia de St. Giles. Una vez aprobó el inspector Canerone este plan de acción (con mucha mayor colaboración de la que se daba cuando alguien de la policía metropolitana proponía invadir el terreno de otra fuerza), sólo bastaba para asegurarle a Lynley otro caso que le mantendría ocupado durante días o semanas hasta solucionarlo la aprobación de su superior, el superintendente Webberly. Éste, apartado de su programa de televisión favorito, escuchó el veloz recitado que efectuó Lynley de los hechos, accedió a su propuesta y regresó de inmediato al canal 1 de la BBC.

La sargento Havers fue la única persona que manifestó su disgusto por verse implicada en un nuevo caso, pero su desagrado, por el momento, no tenía remedio.

Lynley llamó a la puerta descolorida. Estaba hundida en la pared y su dintel se combaba como si soportara el peso de todo el edificio. Como nadie respondió, buscó un timbre, no lo encontró y volvió a llamar con más fuerza. Oyó que una llave giraba en la cerradura y se retiraban los pestillos. Se encontró cara a cara con el padre del muchacho.

Hasta aquel instante, la muerte de Matthew Whateley sólo representaba para Lynley un medio para escapar de sus problemas y llenar el vacío. Confrontado ahora con el sufrimiento reflejado en el rostro de Kevin Whateley, Lynley se sintió avergonzado por el egoísmo básico de sus motivaciones. Aquí estaba el auténtico vacío. En comparación, la soledad y el dolor que él experimentaba eran ridículos.

—¿El señor Whateley? —le enseñó sus credenciales—. Thomas Lynley, del DIC[2] de Scotland Yard.

Los ojos de Whateley no se movieron para examinar la placa. Tampoco dio la impresión de haber escuchado a Lynley. Al mirarle, Lynley comprendió que habría llegado hacía poco de identificar el cuerpo de su hijo, pues llevaba una raída gorra de lana y, bajo su delgado abrigo de tweed, asomaba un traje marrón, arrugado a la altura de las rodillas.

Su rostro indicó a Lynley que hacía frente a la pérdida a base de negarla. Controlaba rígidamente los músculos. Sus ojos grises parecían deslumbrados, como piedras sin pulir.

—¿Puedo entrar, señor Whateley? Necesito hacerle algunas preguntas. Sé que es muy tarde, pero cuanto antes obtenga la información…

—¿Qué más da? La información no me devolverá a Mattie.

—Tiene razón, pero logrará que se haga justicia, aunque sé que la justicia será una pobre compensación a cambio de su hijo. Créame. Lo sé muy bien.

—¿Kev? —una voz de mujer llamó desde el piso de arriba. Sonó débil, como bajo los efectos de un sedante. Los ojos de Whateley se desviaron hacia allí, pero ésa fue la única indicación de que la había oído. No se movió del umbral de la puerta.

—¿Alguien va a pasar la noche con ustedes? —preguntó Lynley.

—No queremos a nadie —replicó Whateley—. Pats y yo nos bastamos.

—¿Kev? —la voz de la mujer sonó más cerca, y se oyeron pasos sobre los peldaños en algún punto detrás de la puerta.

—¿Quién es?

Whateley volvió la cabeza para mirar a la mujer que Lynley no podía ver.

—La policía. Un tipo de Scotland Yard.

—Déjale entrar —Whateley no se movió—. Kev, déjale entrar.

La mano de la mujer abrió la puerta por completo y Lynley tuvo la oportunidad de ver a Patsy Whateley por primera vez. Calculó que la madre del muchacho tendría cerca de cincuenta años. Era una mujer vulgar que, aún afligida por el dolor, pasaría inadvertida en una multitud. En ese momento de su vida nadie le hubiera prestado ni un momento de atención, a pesar de la efímera belleza de que había gozado en su juventud. Los años habían conferido un aspecto más rotundo a su figura, y parecía más sólida de lo que debía ser. Su cabello era muy oscuro, de ese negro exagerado que no es obra de la naturaleza, sino de aplicar tintes baratos, y caía de forma irregular alrededor de su cráneo. La bata de nailon estaba arrugada, adornada con dragones chinos que se enmarañaban sobre su seno y descendían hasta las caderas. Las zapatillas verdes que, obviamente, habían sido escogidas en un fallido intento de hacer juego con los dragones, daban fe de que la bata, a pesar de sus chillones adornos, era una prenda que tenía cierto significado para Patsy Whateley.

—Entre —la mujer alargó la mano hacia el cinturón de la bata—. Debo tener un aspecto… No me he preocupado de nada desde…

—Por favor, señora Whateley, no se preocupe.

Lynley deseó borrar sus palabras. ¿Acaso pensaba la pobre mujer que él esperaba encontrar a la madre de un niño recién asesinado vestida de alta costura?, se preguntó. La idea era absurda, pero cuando la vio alisando un pliegue, supuso que ella comparaba su apariencia con la de él, como si la elegante presencia de Lynley dejara en ridículo a la suya. Se sintió muy incómodo y deseó haber pensado en traer a la sargento Havers. Su procedencia de clase obrera y su atavío de poca calidad habrían allanado las dificultades que provocaban su acento de clase alta y sus prendas de Savile Row.

La puerta conducía directamente a la sala de estar de la casa. Sus escasos muebles consistían en un tresillo, un aparador de conglomerado con superficie de fórmica, una sola butaca sin brazos tapizada a cuadros marrones y amarillos, y una larga estantería que corría bajo las ventanas delanteras. Sostenía dos colecciones muy dispares, una de esculturas de piedra, y otra de tazas de té, ambas muy reveladoras.

Como cualquier colección de arte, las esculturas de piedra revelaban los gustos de alguien. Mujeres desnudas tendidas en posturas insólitas, con los pechos apuntando al aire; parejas entrelazadas y arqueadas en un remedo de la pasión; hombres desnudos explorando los cuerpos de mujeres desnudas, que recibían esta atención con la cabeza echada hacia atrás, como extasiadas. «El rapto de las sabinas», pensó Lynley, sólo que las mujeres parecían suplicar el secuestro.

Las tazas de té exhibidas en el mismo estante llevaban inscripciones que las identificaban como recuerdos. Procedentes de sitios de veraneo esparcidos por todo el país, todas ostentaban una escena que acreditaban su lugar de origen. Letras doradas ahorraban trabajo a la memoria. Lynley leyó algunas inscripciones desde donde se hallaba, junto a la puerta: Blackpool, Weston-SuperMare, Ilfracombe, Skegness. Otros estaban vueltos de cara a la pared, pero adivinó su origen gracias a las escenas pintadas. El puente de la Torre, el castillo de Edimburgo, Salisbury, Stonehenge. Sin duda representaban lugares que los Whateley habían visitado con su hijo, lugares cuya asociación les causaría un traicionero dolor, cuando menos se lo esperasen, durante los años venideros, pues tal era la naturaleza de la muerte súbita.

—Siéntese, por favor… inspector, ¿no? —Patsy señaló el sofá con un movimiento de cabeza.

—Sí. Thomas Lynley.

El sofá, de vinilo azul, estaba protegido por un viejo cobertor rosa. Patsy Whateley lo quitó y procedió a doblarlo lentamente, procurando que las esquinas coincidiesen y alisando las arrugas. Lynley se sentó.

Patsy Whateley le imitó. Escogió la butaca y comprobó que la bata se mantuviera impecable. Su marido se quedó de pie, junto a la chimenea de piedra. Ésta albergaba un fuego eléctrico, pero el hombre no lo encendió, aunque hacía bastante frío en la habitación.

—Puedo volver por la mañana —dijo Lynley—. Pero me pareció más indicado empezar a trabajar cuanto antes.

—Sí —aprobó Patsy—. Cuanto antes. Mattie… Quiero saber. Debo saber —su marido no dijo nada. Tenía los sombríos ojos fijos en la foto del chico que ocupaba un lugar de honor sobre la repisa. Matthew, que sonreía como cualquier estudiante nuevo de tercer año, había sido fotografiado llevando su uniforme: jersey amarillo, chaqueta cruzada azul, pantalones grises, zapatos negros—. Kev… —continuó Patsy, vacilante. Estaba claro que deseaba contar con la colaboración de su marido, y todavía más que él no tenía la menor intención de complacerla.

—Scotland Yard se ocupará del caso —explicó Lynley—. Ya he hablado con John Corntel, el director de la residencia de Matthew.

—Bastardo —dijo Kevin Whateley de sopetón.

Patsy se enderezó en su silla, sin apartar los ojos de Lynley. Sin embargo, aferró con la mano un pliegue de la bata.

—El señor Corntel. Mattie vivía en la residencia Erebus. El señor Corntel era el director. En Bredgar Chambers. Sí.

—A juzgar por lo que me contó el señor Corntel —siguió Lynley—. Da la impresión de que Matthew tal vez quisiera un poco de libertad este pasado fin de semana.

—No —replicó Patsy.

Lynley esperaba la negativa automática. Continuó como si no la hubiera oído.

—Parece que se hizo con una dispensa, un papel de la enfermería certificando que estaba indispuesto y no podía jugar en el partido de hockey del viernes por la tarde. Por lo visto, el colegio piensa que quizá se sentía desplazado y que aprovechó la oportunidad de la supuesta visita a casa de los Morant y la dispensa para escaparse, incluso para venir a Londres sin que nadie se enterase. Creen que hizo autostop y alguien le recogió en la carretera.

Patsy miró a su marido, como aguardando a que interviniese. Los labios del hombre se movieron convulsivamente, pero no dijo nada.

—No puede ser, inspector —dijo Patsy—. Nuestro Mattie no era así.

—¿Cómo se sentía en el colegio?

Los ojos de Patsy buscaron de nuevo a su marido. Esta vez, sus miradas se cruzaron un momento, pero el hombre la desvió enseguida. Se quitó la gorra de visera y la retorció entre sus manos. Lynley vio que eran manos fuertes, de peón, cortadas en varios puntos.

—Mattie se sentía bien en el colegio —dijo Patsy.

—¿Era feliz allí?

—Muy feliz. Había ganado una beca. La beca de la Junta de Gobierno. Sabía lo que significaba ir a un colegio bueno.

—El año pasado iba a la escuela del pueblo. ¿No es posible que añorase a sus antiguos compañeros?

—En absoluto. Mattie adoraba Bredgar Chambers. Conocía la importancia de una buena educación. Era su gran oportunidad. No la habría desperdiciado por añorar a los antiguos compañeros de aquí. Los veía durante las vacaciones.

—¿Tal vez algún vecino en concreto?

Lynley observó la reacción de Kevin Whateley a la pregunta, un veloz e incontrolado movimiento de su cabeza en dirección a las ventanas.

—¿Señor Whateley?

El hombre no dijo nada. Lynley esperó. Patsy Whateley habló.

—Kev, estás pensando en Yvonnen, ¿verdad? Yvonnen Livesley —explicó a Lynley—. De la calle Queen Caroline. Mattie y ella fueron compañeros en la escuela primaria. Jugaban juntos, pero eran simples juegos de niños, inspector. Yvonnen no significaba nada más para Mattie. Y además… —Parpadeó y se calló.

—Es negra —terminó su marido.

—¿Ivonne Livesley es negra? —quiso clarificar Lynley.

Kevin Whateley asintió con la cabeza, como si el color de la piel de Ivonne fuera la prueba definitiva que apoyara la afirmación de que Matthew no se iría de la escuela ilegalmente. Era una postura difícil de sostener, máxime si habían crecido juntos, máxime si eran, como afirmaba la madre del muchacho, compañeros.

—¿Les sugirió algo últimamente que Matthew era infeliz en el colegio? No me refiero a que fuera infeliz todo el año, sino en las últimas semanas, a causa de algo que ustedes desconocieran. A veces, los niños se callan cosas que no desean confesar a sus padres. No tiene nada que ver con la relación que existe entre padres e hijos. Es algo que suele ocurrir —pensó en sus días escolares, cuando fingía que todo marchaba bien. Nunca había hablado de ello a nadie, y mucho menos a sus padres.

Ninguno de los Whateley respondió. Kevin examinaba el forro de la gorra. Patsy contemplaba su regazo con el ceño fruncido. Lynley advirtió que la mujer había empezado a temblar, de modo que prefirió hablarle a ella.

—No es culpa de ustedes que Matthew huyera del colegio, señora Whateley. Ustedes no son responsables. Si experimentó la necesidad de huir…

—Tenía que ir allí. Nosotros juramos… Oh, Kev, está muerto y nosotros lo hicimos. ¡Tú sabes que nosotros lo hicimos!

El rostro del hombre reaccionó ante las palabras de su esposa, pero, en lugar de dirigirse hacia ella, miró a Lynley.

—El chico estaba callado como un muerto desde hacía cuatro o cinco meses —hablaba con voz tensa—. Durante las últimas vacaciones le sorprendí tres o cuatro veces mirando al río desde la ventana de su dormitorio, como si estuviera en trance, pero no me dijo nada. No solía comportarse así —Kevin miró a su mujer, la cual intentaba mantener la apariencia de cortesía que, por lo visto, consideraba apropiada—. Nosotros lo hicimos, Pats. Nosotros lo hicimos.

Barbara Havers contempló la fachada de su casa de Acton y tomó nota mentalmente de todas las modificaciones que precisaba el edificio para convertirse en un lugar más habitable. Era un ejercicio que practicaba cada noche. Siempre se demoraba en los aspectos más fáciles de resolver. Las ventanas estaban asquerosas. Sólo Dios sabía cuándo se habían limpiado por última vez, pero no le costaría demasiado solucionarlo con un poco de tiempo, una escalera y la energía suficiente para hacer bien el trabajo. Era preciso fregar los ladrillos. Cincuenta o más años de hollín y mugre habían impregnado la superficie porosa, dejando una desagradable pátina que abarcaba todos los tonos del negro. Las molduras de las ventanas, del tejado y de la puerta habían perdido hasta la última gota de pintura desde hacía tiempo inmemorial. Se estremeció al pensar cuánto tardaría en devolver a su primitiva condición aquella ingenua decoración. Los tubos de desagüe que descendían por un lado de la casa estaban oxidados por dentro y filtraban el agua de lluvia como cedazos. Tendrían que cambiarse por unos nuevos, al igual que el jardín delantero, que no era un jardín sino un cuadrado de tierra recubierto de hormigón en el que aparcaba su Mini. Su estado de corrosión hacía juego con el entorno.

Completada su inspección, salió del coche y entró en la casa. Ruidos y olores la asaltaron. La televisión vociferaba desde la sala de estar, mientras comida cocinada de cualquier manera, moho, madera podrida, cuerpos sucios y vejez batallaban entre sí para ser el olor predominante.

Barbara dejó su bolso sobre la insegura mesa de roten, junto a la puerta. Colgó el abrigo al lado de los demás, en la hilera de ganchos clavados debajo de la escalera, y se encaminó hacia la sala de estar, situada en la parte posterior de la casa.

—¿Cariño? —su madre la llamó desde arriba, en tono quejumbroso. Barbara se detuvo y levantó la vista.

La señora Havers estaba en el peldaño superior, ataviada únicamente con un delgado camisón de algodón, los pies descalzos y el cabello despeinado. La luz del dormitorio, que la iluminaba desde atrás, destacaba cada ángulo de su cuerpo esquelético a través del tejido. Los ojos de Barbara se abrieron de par en par ante aquella visión.

—No estás vestida, mamá —dijo—. No te has vestido en todo el día —se sintió muy deprimida mientras pronunciaba las palabras. ¿Cuánto tiempo más podría conservar el empleo y seguir cuidando de dos padres que se habían convertido en niños?, se preguntó.

La señora Havers le dedicó una sonrisa vaga. Recorrió el camisón con las manos, como para confirmarlo. Se mordió los labios.

—Me he olvidado —contestó—. Estaba mirando mis álbumes… Oh, cariño, deseaba pasar más tiempo en Suiza, ¿sabes? Debo de haberme olvidado de… ¿Me visto ahora, cariño?

Considerando la hora, parecía un derroche de energías inútil. Barbara suspiró y se apretó las sienes con los nudillos para ahuyentar el dolor de cabeza.

—No, no vale la pena, mamá. Casi es hora de que te vayas a la cama, ¿no?

—Podría vestirme en tu honor, y así vigilas si lo hago bien.

—Siempre lo haces bien, mamá. ¿Por qué no te bañas?

La señora Havers arrugó el entrecejo ante esta idea.

—¿Bañarme?

—Sí, pero controlando el agua. No dejes que se desborde esta vez. Subiré dentro de un momento.

—¿Me ayudarás, cielo? Si quieres, te contaré mis opiniones sobre Argentina, mi próximo lugar de destino. ¿Hablan español allí? Creo que deberemos aprender un poco más de español antes de ir. Me gusta comunicarme con los nativos. Buenos días, señorita. ¿Cómo se llama?[3] Me acuerdo porque lo decían en la tele. No es suficiente, pero no está mal para empezar. Suponiendo que hablen español en Argentina. Tal vez hablen portugués. En algún sitio hablan portugués.

Barbara sabía que su madre podía continuar desvariando durante una hora o más. Solía hacerlo, y en ocasiones entraba en su cuarto a las dos o a las tres de la madrugada para conversar sin ton ni son, ignorando las súplicas de Barbara en el sentido de que volviera a la cama.

—El baño —le recordó Barbara—. Voy a ver a papá.

—Papá se encuentra bien hoy, cariño. Qué hombre. Muy bien. Ve a verlo por ti misma.

Dicho esto, la señora Havers desapareció. El agua empezó a correr en la bañera al cabo de un momento. Barbara esperó por si su madre descuidaba la bañera, pero, al parecer, la idea de vigilar el agua había quedado implantada firmemente en su cerebro y permanecería en su sitio durante unos cuantos minutos, al menos. Barbara se dirigió a la sala de estar.

Su padre ocupaba su butaca habitual, contemplando el habitual programa de los domingos por la noche. Casi todo el suelo estaba cubierto de los periódicos que había tirado tras leerlos por encima. Al menos, era más predecible que su madre. Vivía conforme a una rutina.

Barbara le contempló desde la puerta. Hizo abstracción del estruendo producido por un anuncio de chocolates Cadbury y se concentró en el sonido acuoso de su respiración. Era más trabajosa desde hacía dos semanas. El oxígeno que le suministraban los omnipresentes tubos ya no parecía suficiente.

Jimmy Havers, como si intuyera la presencia de su hija, se ladeó en su vieja butaca de orejas.

—Barbie.

Como siempre, sonrió a modo de saludo, exhibiendo sus dientes rotos y ennegrecidos. Por una vez, Barbara no reparó en este detalle, ni en el cabello grasiento y maloliente. Advirtió que tenía mal color. Sus mejillas ya no estaban sonrosadas, y las uñas habían adquirido un tono azul grisáceo. No necesitó cruzar la sala para ver que las venas de sus brazos parecían haber desaparecido.

Se acercó al carrito que sostenía el depósito, junto a la silla, y ajustó el flujo de oxígeno.

—Mañana por la mañana hemos de ir al médico, ¿verdad, papá?

El hombre asintió con la cabeza.

—Mañana a las nueve y media. Tendremos que levantarnos con los pájaros, Barbie.

—Sí, con los pájaros…

Barbara, por un instante, se preguntó cómo lograría llegar puntual a la cita si tenía que arrastrar a sus padres. Lo temía desde hacía semanas. Era inconcebible dejar sola en casa a su madre mientras iba al médico con su padre. Cualquier cosa podía ocurrir si dejaba sin vigilancia a la señora Havers por más de diez minutos. Sin embargo, la idea de lidiar con los dos al mismo tiempo le resultaba insoportable: el suministro de oxígeno de su padre, su virtual inmovilidad, contrastaba con la tendencia de su madre a vagar y perderse en la cueva de cristal de su locura. ¿Cómo iba a hacerlo?

Barbara sabía que había llegado el momento de pedir ayuda, y no la de una asistente social bien intencionada que se pasara un rato para ver si la casa seguía en pie, sino alguien que se quedara de forma permanente, alguien de confianza. Alguien que se tomara interés por sus padres.

Era imposible. No lo lograría. Lo único que podía hacer era seguir improvisando. El pensamiento la asfixiaba, un vistazo de pesadilla a un futuro sin esperanza ni fin.

Cuando el teléfono sonó, entró en la cocina para contestar y trató de no deprimirse más cuando vio los platos del desayuno sin lavar y los restos de huevo desperdigados sobre la mesa. Era Linley quien llamaba.

—Tenemos un asesinato entre manos, sargento —anunció—. Necesito que se reúna conmigo mañana en casa de St. James a las siete y media.

Barbara sabía que, si solicitaba a Linley unas horas de permiso, se las concedería de inmediato. Como jamás le había revelado la verdad sobre las circunstancias de su vida familiar, el número de horas que había pasado trabajando durante las últimas semanas equivalían a varios días de libertad. Él lo sabía. Ni siquiera pondría objeciones a la solicitud. Barbara se preguntó qué la impedía obrar así, pero mientras se hacía esta pregunta adivinó la verdad. Un nuevo caso por la mañana prometía, como mínimo, una tregua momentánea en la inevitable lucha con sus padres, en el interminable trayecto hacia la consulta del médico, en la ansiosa espera en la antesala mientras intentaba mantener a raya a su madre, como si fuera un niño travieso de dos años. Un nuevo caso eliminaba la necesidad de tener que pasar por todo eso. Era una licencia para huir, un permiso para postergar.

—¿Havers? —estaba diciendo Lynley—. ¿Me ha oído?

Ahora era el momento de formular su petición, de explicarle la situación, de manifestar que necesitaba unas horas, tal vez un día, para dedicarlas a asuntos familiares. Él lo comprendería. Todo cuanto ella necesitaba decir era «necesito unas horas de permiso». Pero no podía hacerlo.

—En casa de St. James a las siete y media —repitió—. Lo he oído, señor.

Lynley colgó. Barbara también. Intentó profundizar en sus sentimientos, darle un nombre a aquello que, lentamente, penetraba en sus venas. Quería llamarlo vergüenza. Sabía que era liberación.

Fue a decirle a su padre que era necesario aplazar la cita con el médico a otro día.

Kevin Whateley no se dirigió al Royal Plantagenet, la taberna que había al lado de su casa, sino que recorrió el malecón, dejó atrás el triángulo de hierba donde Matthew y él habían aprendido a manejar sus aviones de control remoto, y entró en una taberna más antigua, erigida en una lengua de tierra que se internaba como un dedo torcido en el Támesis.

Había elegido La Paloma Azul a propósito. En el Royal Plantagenet, pese a estar tan próximo a su casa, sólo habría conseguido olvidar durante unos cinco minutos. La Paloma Azul no se lo iba a permitir.

Se sentó a una mesa que dominaba el río. Indiferente a la baja temperatura nocturna, alguien había salido a pescar en una barca, y las luces se movían al compás del movimiento de las aguas. Kevin contempló la escena, dejando que en su memoria apareciera la imagen de Matthew corriendo por el mismo muelle, cayendo, hiriéndose en una rodilla, reincorporándose sin un quejido, ni siquiera cuando la sangre manó de la herida, ni siquiera cuando le dieron los puntos más tarde. Era un crío valiente, siempre lo había sido.

Kevin apartó los ojos del muelle y los fijó en la mesa de caoba. Estaba cubierta de posavasos con anuncios de cervezas, Watney’s, Guinness y Smith’s. Kevin, con mucho cuidado, los apiló, los volvió a apilar, los desplegó como naipes y los apiló una vez más. Notó que le costaba respirar. Sabía que necesitaba aspirar más aire, pero eso le haría perder los estribos un instante. Y no lo iba a hacer. Porque si perdía el control, ignoraba cómo lo recuperaría. De modo que pasaría sin aire. Esperó.

No sabía si el hombre al que buscaba entraría en la taberna a esta hora tan avanzada de un domingo por la noche, cuando faltaban pocos minutos para cerrar. De hecho, tampoco sabía si el hombre continuaba siendo cliente del local. Años atrás acudía de manera regular, cuando Patsy trabajaba largas horas detrás de la barra, antes de que lograra el empleo en un hotel de South Kensington.

«Por el bien de Matthew —había dicho cuando lo aceptó, a pesar de que la paga era inferior a la de La Paloma Azul—. A ningún chico le gusta decirle a sus amigos que su mamá es una camarera».

«La verdad es que no», corroboró Kevin.

Decidieron educar a su hijo como debe ser. Tendría más oportunidades que ellos. Recibiría una educación sólida y la posibilidad de hacer algo grande en la vida. Al fin y al cabo, se lo debían, y lo sabían. Era el milagro de sus vidas. Era su hijo adorado. Era el vínculo que les unía. Era la materialización en carne y hueso de todos sus sueños, sueños pisoteados y destruidos sobre aquella mesa-camilla de acero inoxidable que había en la sala de autopsias donde Kevin había identificado el cadáver.

Habían cubierto a Matthew con una especie de tela verde reglamentaria, las absurdas palabras LAVANDERÍA LEWISTON estampadas en el frente, como si fueran a introducirlo en una lavadora. Aunque el callado y comprensivo sargento de policía había dejado el rostro al descubierto, el gesto era innecesario. Durante el proceso de traslado del cuerpo de un lugar a otro, el pie izquierdo se había salido de la tela, y Kevin supo al instante que estaba mirando a su hijo.

Resultaba curioso pensar que se podía conocer tan bien el cuerpo de un hijo, que tan sólo mirar un pie podía provocar un sufrimiento tan espantoso. Había bastado. De todos modos, había cumplido con su deber y efectuado una inspección rutinaria del resto del cuerpo.

Kevin reflexionó al ver el rostro de Matthew, despojado de su color por la mano imparcial de la muerte. Le habían dicho una vez que el rostro de la gente refleja la forma en que ha muerto. Ahora sabía que no era cierto. El cuerpo de Matthew llevaba las huellas de la brutalidad y la violencia, pero el rostro era sereno. Podría haber estado dormido.

Kevin se oyó preguntar lo imposible, lo ridículo, lo risible.

—¿Está seguro de que el chico está muerto?

El sargento bajó la tela para cubrir el rostro de Matthew.

—Por completo. Lo siento.

Lo siento. ¿Qué sabía él de Matthew para sentir su muerte? ¿Qué sabía de la vía de tren que habían empalmado juntos en el sótano, o de los edificios que habían construido para erigir los tres pueblos que atravesaban los trenes? ¿Cómo iba a saber que Matthew había insistido en que cada edificio se ajustara a la escala precisa, y que no fueran construidos de plástico, sino de materiales auténticos? ¿Qué sabía él de los años que habían tardado en terminarlo, o de las horas de placer que les había proporcionado su obra? No lo sabía. No podía saberlo. Sólo podía mascullar palabras de compasión que olvidaría en cuanto Matthew fuera enterrado.

Aquel cuerpo diminuto sobre la mesa-camilla de acero inoxidable. Esperando el bisturí que desgarraría cada músculo y tejido, que extraería órganos para ser examinados, que buscaría, exploraría e investigaría sin descanso hasta descubrir la causa de la muerte. ¿Y qué más daba? Dar un nombre a su muerte no le devolvería la vida. Matthew Whateley. Trece años. Fallecido.

Kevin sintió que un sollozo se estrangulaba en su pecho. Lo combatió. Como desde una gran distancia, oyó que sonaba la hora de cerrar la taberna, y salió a la noche como un sonámbulo.

Se dirigió hacia su casa. Frente a él, junto a la pared del malecón, distinguió un cubo de basura verde, y se acercó a él con movimientos torpes. Los domingueros lo habían llenado de envases y botellas, latas vacías y periódicos, una cometa rota.

«¡Déjame, papá, déjame! ¡Déjame hacerla volar! ¡Déjame!».

—¡Matt!

La palabra desgarró el cuerpo de Kevin, como si parte de su espíritu se debatiera por liberarse. Se inclinó y sintió el borde del cubo bajo sus manos.

«¡Déjame hacerla volar! ¡Sé hacerlo! ¡Papá, sé hacerlo, sé hacerlo!».

Los dedos de Kevin se aferraron y arañaron el cubo. Lo alzó, lo tiró sobre el pavimento, se arrojó sobre él, lo golpeó con los puños, lo pateó, lanzó su cabeza sobre las partes metálicas.

Notó que sus nudillos se cuarteaban. Sus pies se enredaban en los desperdicios malolientes. La sangre que manaba de su frente enturbió sus ojos.

Pero no lloró.