Capítulo 15

Cuando Patsy Whateley abrió la puerta y Lynley vio que continuaba llevando la bata amarilla con su masa de dragones, se preguntó por qué no había relacionado antes la bata con lo que los Bonnamy le habían contado sobre Matthew. El diseño de la prenda era obviamente chino, lo cual daba momentáneo crédito, aunque injustificado, a todo lo que los Bonnamy habían afirmado.

Patsy Whateley les miró algunos momentos como si no entendiera nada. Anochecía, la luz se desvanecía velozmente, y como las cortinas de la casa estaban corridas y no había lámparas encendidas en la sala de estar, las sombras envolvían a la mujer, ocultando sus facciones. Abrió la puerta de par en par y se situó de modo que taponaba la brecha, los brazos caídos a los costados. Su bata se abrió, revelando parte de un seno, que sobresalía de su pecho como un saco de harina medio vacío. Iba descalza.

La sargento Havers fue la primera en hablar, entrando en la casa al mismo tiempo.

—¿Está sola, señora Whateley? ¿Qué ha hecho con sus zapatillas? Permítame que la ayude.

Lynley la siguió y cerró la puerta. Captó al instante el repugnante olor a pescado que desprendía el cuerpo sin lavar de Patsy Whateley. Mientras la sargento Havers hacía lo posible por arreglar la inadecuada vestimenta de la mujer, encontrando por fin una de sus zapatillas cerca de la silla, Lynley se encargó de abrir las luces y una ventana del frente, con la esperanza de disipar el intenso hedor.

La sargento Havers hablaba a Patsy Whateley mientras ceñía el cinturón alrededor del grueso talle de la mujer.

—¿Quiere que llamemos a alguien, señora Whateley? ¿Tiene parientes cerca? ¿Su marido está trabajando?

Patsy no respondió. Lynley la observó a la luz, reparando en la piel áspera que rodeaba sus ojos, en la palidez del rostro, en las grandes manchas circulares debajo de las axilas. Los movimientos de la mujer eran lentos. Lynley entró en la cocina.

No la habían limpiado ni ordenado desde que Patsy Whateley horneara las galletas el día anterior. Las galletas estaban diseminadas sobre la encimera, entre los cacharros donde la pasta se había endurecido, hasta formar montones irregulares. Se veían utensilios por todas partes; cucharas, recipientes, espátulas, tazas, hojas de papel de plata y un robot de cocina. Descansaban sobre la encimera, sobre la mesa, sobre los fogones y en el fregadero, que estaba en parte lleno de agua sucia.

Lynley encontró la tetera en precario equilibrio sobre un quemador y la llevó hasta el fregadero. La sargento Havers vino en su ayuda.

—Yo lo haré, señor —dijo—. Quizá encuentre algo de comer para esa mujer. Supongo que no ha comido nada desde el domingo por la mañana.

—¿Dónde está el marido de esa mujer? —se oyó preguntar Lynley. Notó que la sargento Havers le miraba.

—Cada persona hace frente a la pérdida de maneras diferentes.

—Pero no en soledad —le espetó el detective—. No debería dejarla sola.

Havers cerró el grifo.

—En el fondo, inspector, todos estamos solos, alimentando la vana ilusión de que no es así. —Puso la tetera sobre los fogones y echó un vistazo a la nevera—. Hay un poco de queso, y también algunos tomates. Intentaré preparar algo.

Lynley la dejó y volvió a la sala de estar, donde Patsy Whateley se había derrumbado en la butaca. Vio al otro lado de la estufa la segunda zapatilla, la cogió, se arrodilló frente a ella y se la puso en su pie sucio. Un enorme pesar le invadió cuando le sujetó el talón y sintió la superficie dura y rugosa de su piel.

Cuando se levantó, la mujer habló con voz ronca, como si articular las palabras le supusiera un esfuerzo infinito.

—La policía no quiere devolverme a Mattie. Hoy les llamé. No nos lo quieren devolver, y ni siquiera podremos enterrarle.

Lynley se sentó en el sofá. El cobertor yacía en el suelo.

—Les devolverán a Matthew en cuanto hayan terminado la autopsia —le dijo—. Si tienen trabajo acumulado, tal vez tarden algunos días. Algunas pruebas exigen cierto tiempo.

Patsy se tiró de la manga de la bata. Una salpicadura de pasta de galletas se había secado sobre la tela.

—Todo da igual, ¿verdad? Mattie está muerto. Todo lo demás carece de importancia.

—Señora Whateley. —Lynley nunca se había sentido tan inútil. Buscó palabras de consuelo, pero sólo se le ocurrió darle una información que le aportaría un alivio insignificante—. Usted tenía razón acerca de Matthew.

—¿Razón? —La mujer se humedeció los labios resecos y agrietados.

—Esta mañana encontramos sus ropas del colegio. Estamos bastante seguros de que murió en Bredgar Chambers. Usted tenía razón. No se fugó.

La información pareció proporcionar a la mujer cierto consuelo, pues cabeceó y miró la foto del muchacho que descansaba sobre el aparador del comedor.

—Supe desde el primer momento que Mattie no se había fugado, ¿verdad? No le educamos para que huyera si las cosas iban mal. Matt hacía frente a los problemas. No entiendo por qué alguien quiso matar a mi chico.

Ésta era la pregunta que habían venido a plantear en Hammersmith. Lynley pensó en alguna forma de hacerlo. Paseó la mirada por la habitación, deteniéndose en la estantería que corría bajo las ventanas del frente y que sostenía las tazas de recuerdo y las esculturas de mármol. Vio que habían quitado Nautilus, pero Madre e hijo se erguía junto a una mujer desnuda, retorcida en una extraña postura, con la espalda arqueada y los pechos apuntando al cielo. Vio que la madre y el niño estaban unidos en piedra por la curva del brazo de la madre, una conjunción eterna, indestructible e infinita. Hizo la pregunta sin apartar los ojos de la escultura.

—¿Tiene hermanos, señora Whateley?

—Cuatro hermanos y una hermana.

—¿Tiene alguno de ellos dificultad para reconocer los colores, como Matthew?

—No. ¿Por qué? —preguntó la mujer, perpleja.

La sargento Havers salió de la cocina, cargada con una bandeja en la que había dispuesto dos bocadillos de queso con tomate, una taza de té y tres galletas de jengibre. La colocó frente a Patsy Whateley y la obligó a coger un cuarto de bocadillo. Lynley esperó a que Patsy empezara a comer antes de proseguir.

—La imposibilidad de diferenciar los colores es una característica de orden genético. La madre la transmite a sus hijos. Matthew tendría que haber heredado la deficiencia de usted, su madre.

—Matthew reconocía los colores —protestó débilmente Patsy—. Sólo tenía problemas con algunos.

—Azul y amarillo —reconoció Lynley—. Los colores de Bredgar Chambers. —La guió hasta el punto central—. Para que usted fuera portadora de una característica hereditaria, en este caso la incapacidad de diferenciar el azul del amarillo, su madre también tendría que haber sido portadora. Por lo tanto, es improbable que sus cuatro hermanos se hubieran librado de la deficiencia, porque es una mutación genética, algo que se transmite mediante los cromosomas al concebir un hijo.

—¿Qué tiene esto que ver con la muerte de Mattie?

—Tiene más que ver con su vida que con su muerte —dijo Lynley con suavidad—. Da a entender que Matthew no era su hijo natural.

La mano de Patsy aún sostenía el bocadillo, pero dejó caer el brazo sobre el regazo. Un trozo de tomate cayó y manchó de rojo su bata amarilla.

—Él no lo sabía. Mattie no lo sabía. —Se puso en pie con brusquedad, tirando el bocadillo al suelo. Se acercó a la foto de Matthew y volvió con ella a la butaca. Mientras hablaba, no apartaba los ojos de ella, aferrando el marco—. Mattie era nuestro hijo. Nuestro hijo auténtico. Nunca nos importó que naciera de otra persona. No nos importó nada. Nunca. Fue nuestro desde los seis meses de edad. Era un bebé buenísimo. Mattie era un amor.

—¿Qué sabe de su origen, de sus padres naturales?

—Muy poco. Sólo que uno de los padres era chino. Pero eso nos daba igual a Kev y a mí. Mattie era nuestro hijo, desde el primer momento.

—¿Ustedes no podían tener hijos?

—Kev no puede tener hijos. Lo intentamos durante años. Yo quería probar ese método artificial, pero Kev dijo que no, no quería que yo portara el hijo de otro hombre, independientemente del método. Intentamos adoptar uno, año tras año, pero no nos dejaron. —Levantó la vista y apoyó la foto en el regazo—. A Kev le costaba encontrar un trabajo duradero en aquellos días. Aunque lo hubiera conseguido, los que se encargaban de las adopciones no consideraban a una camarera adecuada para ser madre.

Lynley comprendió que el rompecabezas se iba completando y formuló la siguiente pregunta, aunque se trataba de una mera formalidad y ya sabía cuál sería la respuesta. Las circunstancias habían conspirado durante los dos últimos días para prepararle a escucharla de cien maneras diferentes.

—¿Cómo logró adoptar a Matthew?

—El señor Byrne, Giles Byrne, lo solucionó.

Patsy Whateley describió la historia de su relación con Giles Byrne: las visitas regulares del hombre, que vivía en su cercana mansión de Rivercourt Road, a La Paloma Azul, sus conversaciones nocturnas con la camarera, su atenta escucha de los problemas de Patsy con las agencias de adopción, que rechazaban todas sus solicitudes, y su oferta de conseguirle un niño, si no le importaba el hecho de que fuera mestizo.

—Fuimos al despacho de un abogado de Lincoln’s Inn. El niño estaba allí. El señor Byrne lo había traído. Firmamos los documentos y llevamos a Mattie a casa.

—¿Eso fue todo? —Preguntó Lynley—. ¿No pagaron nada?

—¿Quiere decir que si compramos a nuestro hijo? —Preguntó Patsy Whateley, horrorizada—. ¡No! Lo único que hicimos fue firmar unos papeles, y firmar otros cuando la adopción fue oficial. Mattie fue nuestro verdadero hijo desde el primer momento. Nunca le tratamos de otra manera.

—¿Estaba enterado de su característica racial?

—No. Nunca supo que había sido adoptado. Era nuestro verdadero hijo. Nuestro verdadero hijo, inspector.

—¿No sabían quiénes eran sus padres naturales?

—Ni Kev ni yo necesitábamos saberlo, ni nos importaba. El señor Byrne sólo dijo que conocía la existencia de un niño que podía ser nuestro. Eso es lo único que contaba. Todo lo que tuvimos que hacer fue prometer que educaríamos al chico de forma que pudiera acceder a una vida mejor que Hammersmith. Eso fue lo que nos pidió el señor Byrne. Eso fue todo.

—¿Una vida mejor que Hammersmith? ¿Qué quería decir exactamente el señor Byrne?

—El colegio, inspector. Para quedarnos con él, tuvimos que prometer que enviaríamos a Mattie a Bredgar Chambers, el antiguo colegio del señor Byrne.

—Tal vez la inclinación del señor Byrne por todo lo chino incluyera también a las mujeres —comentó la sargento Havers cuando doblaron la curva de la avenida Superior y desembocaron en Rivercourt Road—. Sabemos que estaba muy encariñado con Edward Hsu. Quizá estaba también muy encariñado con alguna mujer china. Extremadamente encariñado, si sabe a qué me refiero.

—No he descartado la posibilidad de que sea el padre natural de Matthew —respondió Lynley.

—No creo que lo admita ante nosotros durante un cordial téte a téte, inspector, sobre todo si ha logrado guardarlo en secreto durante tantos años. Al fin y al cabo, es una figura pública muy conocida. El espacio de charlas en la BBC, los comentarios políticos, la columna en el periódico. Las cosas se le pondrían feas si un hijo ilegítimo saliera a la luz, ¿verdad? Sobre todo si se tratara de un niño mestizo al que abandonó. Sobre todo si la madre era muchísimo más joven que nuestro Giles. Sobre todo si éste arruinó su vida.

—No podremos estar seguros de nada, Havers, hasta ver qué clase de vínculo, si lo hay, estamos forjando entre la ascendencia de Matthew Whateley y su asesinato.

La casa de Byrne se hallaba a escasa distancia de la avenida Superior y del río. Era un edificio Victoriano de tres plantas, construido de ladrillo, sin otro mérito arquitectónico que su pasión por la simetría. Esta pasión se expresaba en la repetición de ventanas, dos por planta, en la equilibrada ornamentación de la fachada y en el diseño de la puerta principal, en la que aldaba, ranura del correo y tirador se alineaban uno sobre otro, con paneles hundidos a cada lado. Lynley observó que la puerta había sufrido daños recientemente, porque la madera estaba hendida en varios sitios y la pintura blanca presentaba manchas de tierra.

La oscuridad aumentaba a cada momento, y brillaban luces en las habitaciones del frente, tanto en la planta baja como más arriba. Cuando Lynley y Havers llamaron a la puerta, ésta se abrió al cabo de unos instantes. No les recibió Giles Byrne, sino una bella paquistaní de unos treinta años de edad. Llevaba un caftán de seda color marfil y un collar de oro. Unos pasadores apartaban su cabello oscuro de la cara, y sus pendientes dorados centellearon a la luz del vestíbulo. No se trataba, obviamente, de una criada.

—¿Qué desean? —preguntó con voz suave y agradable, como un instrumento musical.

Lynley sacó su credencial, que ella examinó.

—¿Está el señor Byrne?

—Por supuesto. —La mujer retrocedió y les indicó con un gesto que entraran. El ademán provocó que la manga del caftán resbalara hacia atrás, revelando su piel oscura y suave—. Si son tan amables de esperarle en la sala de estar, inspector, iré a buscarle. Sírvanse una copa, por favor. —Sonrió. Sus dientes eran pequeños, muy blancos—. Si están de servicio, no se lo contaré a nadie. Les ruego que me disculpen. Giles está trabajando en la biblioteca. —Se marchó, subiendo velozmente la escalera.

—Nuestro señor Byrne no se lo monta nada mal en el campo del amor y la compañía —murmuró Havers cuando estuvieron a solas—. Tal vez le esté dando clases particulares. Él ama la educación. Nuestro Giles es un auténtico pedagogo.

Lynley la atravesó con una mirada y le indicó con la cabeza que entrara en la sala de estar, a la izquierda de la puerta principal. Daba a Rivercourt Road y el mobiliario era cómodo, aunque no ostentoso, compuesto de piezas de buena calidad que soportarían el paso del tiempo y el uso. El color predominante era el verde, presente en el pálido limón de las paredes, en el musgo de los dos sofás y las tres butacas, en el intenso hoja de verano de la alfombra, que de tan espesa ahogaba sus pasos. Una serie de fotos descansaban sobre el piano de nogal situado cerca de la ventana. Lynley se acercó a examinarlas, mientras esperaban la llegada de Giles Byrne.

Las fotos daban fe del toque especial que Byrne aplicaba a su trabajo como anfitrión de un programa de charlas políticas en la BBC. Posaba en ellas con una sucesión de figuras destacadas, que representaban todo el abanico ideológico, desde Margaret Thatcher a Neil Kinnock, desde un envejecido Harold Macmillan al reverendo Ian Paisley y una ceñuda Bernadette Devlin, desde tres secretarios de Estado norteamericanos sucesivos a un antiguo presidente. A su lado, Byrne siempre parecía igual: sardónico, algo divertido, jamás apegado o adicto a alguien. El que Byrne fuera capaz de ocultar sus ideas políticas influía decisivamente en su éxito como entrevistador de la BBC. Atacaba un problema o un personaje público desde todos los ángulos, sin adoptar el papel de abogado en ningún caso. Era un hombre cuyo ácido ingenio y lengua viperina habían hecho trizas a muchos presuntuosos peces gordos de la política.

—Edward Hsu —estaba diciendo la sargento Havers con tono pensativo.

Lynley observó que la mujer se había acercado a la chimenea, sobre la cual colgaban dos acuarelas, sendas vistas del Támesis. Poseían la delicadeza de trazo y el detallismo etéreo propios de la pintura oriental. En una, árboles, orillas y helechos surgían de la niebla a ras del suelo y parecían flotar sin el menor esfuerzo, al igual que la barcaza cercana en el agua, a la luz del amanecer. En el otro, tres mujeres, ataviadas con prendas de tonos pastel, se refugiaban de una súbita lluvia bajo el porche de una casa situada junto al río, dejando abandonada la cesta de la merienda. Ambos cuadros llevaban por firma «E. Hsu».

—Excelentes obras —comentó Havers. Cogió una pequeña foto que descansaba sobre la repisa, entre los dos cuadros—. Este debe de ser Edward Hsu. Se le ve un poco menos serio que en la foto de la capilla. —Sus ojos inspeccionaron la habitación varias veces. Volvió a mirar la foto y frunció el ceño—. Inspector, aquí hay algo extraño —dijo poco a poco.

Lynley se reunió con ella y cogió la fotografía. Edward Hsu y un jovencísimo Brian Byrne posaban sonrientes en una barca. El lugar parecía ser el lago Serpentine de Hyde Park. Brian estaba sentado entre las piernas de Edward. Apoyaba sus manitas sobre las de Edward, que sujetaban los remos.

—¿Extraño? —preguntó Lynley.

Havers devolvió la foto a su sitio y se acercó a un buró de cedro que se hallaba al otro lado de la sala, sobre el cual había una copia de la misma foto de Matthew Whateley que habían visto en casa de sus padres. Havers la cogió.

—Tenemos una foto de Edward Hsu. Tenemos una foto de Matthew Whateley. Tenemos —indicó el piano con un ademán—. Media docena de peces gordos. Pero sólo una foto de Brian Byrne, con Edward Hsu en la barca. ¿Cuántos años debía de tener Brian entonces? ¿Tres, cuatro?

—Casi cinco.

Las dos palabras sonaron en la puerta. Giles Byrne estaba de pie, observándoles. La paquistaní, que se encontraba en el vestíbulo detrás de él, semejaba un estudio de luz y sombras gracias a su caftán.

—No es ningún secreto que Brian y yo estamos muy alejados —comentó Byrne, entrando en la sala. Caminaba con parsimonia. Parecía muy cansado—. Él lo ha querido así, no yo. —Dedicó un momento de atención a su acompañante—. No hace falta que te quedes, Rhena. Has de preparar un escrito para el juicio de la semana que viene, ¿verdad?

—Me gustaría quedarme, querido —replicó ella, atravesando la sala en silencio y sentándose en el sofá. Se quitó un delicado par de sandalias y dobló las piernas bajo el cuerpo. Cuatro brazaletes de oro muy finos resbalaron por su brazo. Clavó la mirada en Byrne y no la apartó.

—Como gustes. —El hombre se acercó a una mesilla de ruedas sobre la cual habían botellas de cristal tallado, vasos y un cubo con hielo—. ¿Les apetece una copa? —preguntó a Lynley y a Havers. Cuando los dos rechazaron la invitación, Byrne preparó un whisky puro para él y un combinado para la mujer. Al terminar, conectó el gas de la chimenea, ajustó la llama y transportó las dos bebidas hasta el sofá, donde se sentó al lado de su compañera.

Si se demoró en estas actividades para ganar tiempo, ordenar sus pensamientos, reunir fuerzas o demostrar que iba a controlar la entrevista, también proporcionó a Lynley una buena oportunidad de examinar al hombre. Sabía que Byrne tenía más de cincuenta años. No poseía ninguna belleza física; su apariencia, al contrario, se caracterizaba por curiosas peculiaridades, como si fuera una caricatura de sí mismo. Estaba casi calvo, con una franja de cabello ralo pegoteada a la coronilla y un solitario mechón que resbalaba sobre su frente. La nariz era demasiado larga, la boca y los ojos demasiado pequeños y, de la frente a la barbilla, su cara se estrechaba hasta el punto de adoptar la forma de un triángulo invertido. Era muy alto y delgado, y aunque sus ropas parecían caras, de tweed hecho a mano, si Lynley no se equivocaba, le colgaban como un saco. Sus largos brazos sobresalían de la chaqueta, resaltando las grandes manos de nudillos pronunciados y piel pálida, en particular los dedos, manchados de nicotina.

Cuando Lynley y Havers se sentaron, Byrne tosió como si padeciera un catarro. Se tapó la boca con un pañuelo y encendió un cigarrillo. Rhena cogió un cenicero de la mesa próxima al sofá y lo sostuvo en su mano derecha, posando la izquierda sobre el muslo de Byrne.

—Sabrá sin duda que hemos venido a verle para hablar sobre Matthew Whateley —empezó Lynley—. Su nombre ha aparecido como un tema recurrente en todas las fases de la investigación. Sabemos que Matthew fue adoptado, sabemos que usted arregló la adopción, sabemos que Matthew era medio chino. Lo que no sabemos…

La tos de Byrne interrumpió las palabras de Lynley. El hombre respondió con brusquedad después de controlar el acceso.

—¿Qué tiene que ver todo esto con el dato fundamental de que Matthew está muerto? Un niño ha sido asesinado brutalmente. Dios sabe qué clase de pedófilo anda suelto, y usted se dedica a investigar en la genealogía del chico, como si alguno de sus antepasados fuera el responsable. No tiene sentido.

Lynley conocía de sobra los métodos de Byrne y comprendió la trampa. Colocaba al oponente a la defensiva y le bombardeaba con una serie de comentarios a los que, en su opinión, debía dar una respuesta competente. Lynley sabía que, si intentaba entrar en liza con alguno de los comentarios, Byrne le barrería como el hábil espadachín verbal que era, pulverizando sus respuestas con desafíos a su credibilidad y consistencia.

—No sé qué tiene que ver con el asesinato de Matthew —contestó—. Eso es lo que he venido a descubrir. Admito que mi curiosidad se despertó ayer, cuando averigüé que usted fue muy amigo de un estudiante chino que se suicidó. Y aún se despertó más cuando averigüé que, catorce años después de ese suicidio, usted propuso a otro estudiante, medio chino, para una beca, careciendo por otra parte de las cualificaciones óptimas. Y ese estudiante también terminó muerto. Francamente, señor Byrne, en los últimos dos días me he topado con demasiadas coincidencias que, de alguna forma, han de estar relacionadas. Tal vez usted podría aclararme algunos puntos oscuros.

Byrne respondió parapetado tras el humo del cigarrillo, que se elevaba hacia el techo.

—Los hechos que rodean el nacimiento de Matthew Whateley no tienen nada que ver con su muerte, inspector, pero se los contaré, si tanto despiertan su interés. —Hizo una pausa y tiró la ceniza en el cenicero, echando otra calada antes de continuar. Su voz era rasposa—. Supe de la existencia de Matthew Whateley porque conocía, y quería, a su padre: Edward Hsu. —Byrne sonrió como si leyera la reacción en el rostro de Lynley—. No cabe duda de que usted pensaba que yo era el padre, un hombre con una fatal proclividad hacia todo lo chino. Lamento que la verdad le cause una decepción. Matthew Whateley no era hijo mío. Sólo tengo uno. Usted ya le conoce.

—¿Y la madre de Matthew Whateley?

Byrne hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un paquete de Dunhill y encendió un segundo cigarrillo con la colilla medio apagada del primero. Después, aplastó éste en el cenicero y tosió.

—Fue una situación particularmente desagradable, inspector. La madre de Matthew no era una adolescente pura y virginal de la que Edward se hubiera enamorado. Considerando la dedicación exclusiva del chico a sus estudios, un romance con una muchacha de dieciséis o diecisiete años era improbable, como mínimo. Al contrario, la madre fue una mujer mayor que sedujo al chico. Yo diría que por la emoción de la conquista o la gratificación de saber que aún era deseable, o la tremenda satisfacción que proporciona al ego ser poseída por un hombre más joven. Elija la posibilidad que más le guste. Yo tengo bastante con suponer que fue una de ésas.

—¿Conocía usted a la mujer?

—Sólo averigüé lo que conseguí sonsacarle a Edward.

—¿Qué fue?

Byrne bebió su whisky. Rhena permanecía inmóvil a su lado. Unos momentos antes había clavado la vista en la mano posada sobre la pierna del hombre, y no la había apartado de allí.

—Los hechos escuetos. Ella le invitó a tomar el té varias veces. Se interesó en su bienestar. Así empezó todo. Terminó en el dormitorio. Imagino que para la mujer supuso una experiencia muy lujuriosa iniciar a un ser inocente en los ritos de la pasión. Y un gran triunfo ser deseada por un adolescente a las puertas de la edad adulta. Supongo que hizo lo posible por no quedar embarazada de él, pero cuando esto sucedió, utilizó su estado en un fallido intento de sacar dinero a la familia de Eddie. Extorsión. Chantaje. Llámelo como quiera.

—¿Por eso se suicidó?

—Se suicidó porque creía que le expulsarían del colegio si se descubría la verdad. Las normas sobre el libertinaje sexual son muy explícitas. De todos modos, aunque éste no fuera el caso, Eddie creía que había mancillado el buen nombre de su familia. Le habían enviado al extranjero para ser educado a costa de grandes sacrificios, que él había echado a perder.

—¿Cómo sabe tantas cosas, señor Byrne?

—Di clases particulares a Eddie de inglés escrito desde cuarto curso. Pasaba en mi casa casi todas las vacaciones. Le conocía bien. Le tenía mucho aprecio. Comprendí que se sentía deprimido en los últimos meses de sexto superior, y no descansé hasta que me contó toda la historia.

—¿Le reveló la identidad de la mujer?

Byrne negó con la cabeza.

—Eddie consideraba que la postura más honorable era mantener la boca cerrada acerca del tema.

—Me cuesta entender que no comprendiera, o que nadie le dijera, que era mucho más deshonroso quitarse la vida —comentó Lynley—. Sobre todo en una situación de la que no era por completo responsable.

Byrne conservó la calma, a pesar de las acusaciones implícitas en las palabras de Lynley.

—No pretendo discutir de cultura oriental con usted, inspector, o con quien sea. Me limitaré a exponerle los hechos. Esta mujer —subrayó la palabra—. Pudo abortar sin que Eddie se enterara, pero como quería dinero comunicó al chico que, si él era incapaz de decirle la verdad a su familia, ella lo haría, o hablaría con el rector para asegurarse de que Eddie cumpliera su deber como hombre. Tal amenaza conducía irremediablemente a la desgracia y al deshonor.

—Tenían que existir circunstancias atenuantes, incluso en Bredgar Chambers —repuso Lynley.

—Yo se las expliqué. Le dije que toda la culpa no era suya, que no había violado a aquella mujer, que ella le había seducido, que el rector lo tendría en cuenta. Sin embargo, Eddie no pudo ni quiso ver más allá de lo que se había hecho a sí mismo, de lo que había hecho a su familia, al colegio. Era incapaz de estudiar. Era incapaz de trabajar. Lo que yo decía no servía para nada. Creo que decidió matarse cuando supo que ella se había quedado embarazada. Estaba esperando la oportunidad.

—¿Dejó alguna nota?

—No.

—Por lo tanto, usted es el único que sabe la verdad.

—Sé lo que él me contó. No di publicidad a su historia.

—¿Ni a los padres del muchacho? ¿No les dijo que iban a tener un nieto?

La respuesta de Byrne estuvo teñida de desagrado.

—Por supuesto que no. Decírselo habría despojado de más sentido todavía a la muerte de Eddie. Murió para protegerles de saber algo que, en su opinión, les iba a herir. Callarme respetó su deseo de protegerles. Era lo mínimo que podía hacer.

—Pero hizo algo más que eso, ¿verdad? Siguió la pista del niño. ¿Cómo lo encontró?

Byrne alargó su vaso vacío a Rhena, que lo dejó sobre la mesa.

—Lo único que me reveló sobre la mujer fue que se había trasladado a Exeter para tener el niño. Contraté a alguien para que le siguiera los pasos. No fue difícil. Al fin y al cabo, Exeter no es muy grande.

—¿Y la mujer?

—Jamás averigüé el nombre. Tampoco deseaba saberlo. En cuanto descubrí que había entregado al niño para que lo adoptaran, me desentendí por completo de aquella puta.

—¿Trabajaba en el colegio?

—En el colegio, en el pueblo, en la zona. Es lo único que sé. Después de morir Eddie, mi única preocupación fue remediar el desastre en lo posible, procurando que su hijo llevara una vida decente. Conocí a los Whateley y tomé las medidas pertinentes para que adoptaran al niño.

En cualquier caso, había un problema por resolver, una brecha en la historia de Byrne que no era posible pasar por alto.

—Estoy seguro de que había mucha gente con más posibilidades que los Whateley de adoptar un niño. ¿Cómo logró pasarles la mano por la cara?

—¿Un niño mestizo? —Rió despectivamente Byrne—. Sabrá sin duda que el número de personas que desean niños mestizos no se extiende hasta el infinito.

—Aunque así fuera en aquel tiempo, imagino que usted ejerció su influencia para que los Whateley se quedaran con el niño.

Byrne encendió un tercer cigarrillo con la colilla del segundo, Rhena cogió éste de entre sus dedos y lo apagó en el cenicero.

—Lo admito, y no me arrepiento. Eran buenas personas, trabajadoras, sin pretensiones.

—¿Personas a las que no les importó permitir que usted manejara las riendas de la vida de Matthew?

—Si eso significa permitirme que tomara decisiones cruciales respecto a la educación y el futuro del chico, sí, dieron su consentimiento. Al fin y al cabo, querían lo mejor para él. Se sentían muy agradecidos por tenerle. Todos salimos ganando con el compromiso. Yo vigilaba la educación del hijo de Eddie. Los Whateley tenían por fin el hijo que tanto anhelaban. Matthew fue a parar a una familia que le adoraba, y podía aspirar a un futuro que trascendía los límites de esa familia. Nadie perdió.

—Excepto Matthew. Excepto los Whateley.

Byrne se inclinó hacia adelante con un veloz y colérico movimiento.

—¿Cree que la muerte de este chico no me ha afectado?

—¿Su hijo Brian conoce las circunstancias que rodearon el nacimiento de Matthew Whateley?

Byrne pareció sorprenderse.

—No; sólo que Eddie se suicidó. Y tardó muchos años en saberlo.

—Brian no vive con usted durante las vacaciones, ¿verdad?

El rostro de Giles Byrne se mantuvo impasible.

—Antes vivía conmigo, pero cuando fue al colegio decidió que prefería pasar las vacaciones con su madre, en Knightsbridge. Es algo más elegante que Hammersmith.

—La elegancia no suele dictar las preferencias de un adolescente por el lugar donde vivir. Yo diría que preferiría estar con su padre.

—Otra clase de chico tal vez sí, inspector, pero Brian no. Mi hijo y yo nos distanciamos hace casi cinco años, cuando entró en Bredgar Chambers y descubrió que yo no iba a consentir sus constantes lloriqueos acerca del colegio.

—¿Qué clase de lloriqueos? ¿Le atormentaban?

—Le gastaron novatadas, como a todo el mundo, pero no pudo soportarlas y quiso volver a casa. Quería que le rescataran. Telefoneaba cada noche. Al final, dejé de contestar sus llamadas. Ni siquiera consideré la idea de sacarle del colegio, y eso le sentó mal, de modo que acudió a su madre. Imagino que lo consideró una forma de castigarme, pero tampoco solucionó su problema. Lo último que Pamela deseaba era un chico de trece años deambulando por su piso. Accedió de mala gana a que pasara con ella las vacaciones, pero el resto del tiempo se quedaría en el colegio. Le veo allí de vez en cuando, pero en ningún otro sitio.

La aspereza mal disimulada en las palabras de Byrne impulsó a Lynley a preguntarle cuánto tiempo pasaba con Matthew Whateley y si Brian conocía el profundo interés de Byrne por el muchacho.

La fulminante respuesta de Byrne indicó que comprendía muy bien las implicaciones de las preguntas.

—¿Está insinuando que Brian asesinó a Matthew por celos de mi relación con el chico, como un sustituto de mi propio hijo? —No aguardó contestación—. Vi a Matthew en muy pocas ocasiones… En el parque, o junto al río, donde jugaba. Sus padres me tenían informado de los progresos del muchacho en el colegio, y yo le entrevisté como parte del proceso seguido para que ingresara en Bredgar Chambers gracias a la beca de la junta de gobierno. Hasta ahí llegaba mi relación con él. Hice cuanto pude por él, en memoria de mi cariño hacia Edward. Y no niego que le tuviera cariño a Edward. Era un alumno brillante, merecedor del cariño de cualquiera. Era como un hijo. Más que un hijo, sobre todo, más que el que tengo ahora. Pero está muerto, y no le reemplacé por Matthew. Lo que hice por Matthew, lo hice en memoria de Edward.

—¿Y por Brian?

Byrne apretó los labios.

—He hecho lo que he podido. Lo que él me ha dejado hacer.

—¿Como influir para que le nombraran prefecto de una residencia?

—No lo niego. Pensé que la experiencia sería beneficiosa. Toqué los resortes adecuados. Necesita que conste en su expediente, si quiere ir a la universidad.

—Él confía en ir a Cambridge. ¿Lo sabía usted?

Byrne negó con la cabeza.

—No intercambiamos confidencias. Es obvio que no me considera el más comprensivo de los padres.

Ni tampoco el modelo más accesible, pensó Lynley. Dejando aparte la falta de belleza física, ¿cómo puede soñar un hijo en competir con un padre que posea la experiencia, la reputación y los logros de Giles Byrne, por no mencionar su inexplicable éxito con, como mínimo, una hermosa mujer?

—¿Qué papel jugó en que Alan Lockwood fuera nombrado para el cargo que ocupa en el colegio? —preguntó Lynley, intrigado.

—Presioné a la junta de gobierno para que le ofreciera el puesto —admitió Byrne—. Se necesitaba sangre nueva. Lockwood la tenía.

—Imagino que su presencia le proporciona mucha más autoridad en la junta de gobierno, tal vez más poder del que tendría en caso contrario.

—Es la esencia de cualquier sistema político, inspector. El poder.

—Y a usted le gusta, supongo.

Byrne sacó el paquete de cigarrillos y encendió otro.

—No se engañe acerca del poder, inspector. A todo el mundo le gusta.

La lluvia arreció cuando Kevin Whateley pasó bajo el puente de Hammersmith y desembocó en la avenida Inferior. El día había amenazado con chubascos desde la mañana, y el aire estaba cargado de humedad. Sin embargo, las gotas esporádicas que suelen presagiar una tormenta no habían empezado a mojar a los peatones y al pavimento hasta que, a las cinco y media, Kevin salió del metro y vagó hacia el río. Ni siquiera entonces dio la impresión de que el tiempo iba a empeorar, pero cuando se internó en la calle Queen Caroline el viento cobró virulencia, las nubes cubrieron el cielo y, a los pocos momentos, un prodigioso aguacero cubrió calzadas y aceras con una fina capa de agua.

Kevin salió del refugio que le proporcionaba el puente y levantó la cara hacia la lluvia. Provenía del noreste, transportaba el frío de los implacables vientos del mar del Norte y se clavaba como alfileres de hielo en su piel agrietada y curtida por la intemperie. El dolor era agradable.

Cargaba bajo el brazo una losa de mármol rosa veteada de crema. La había visto el día anterior por la mañana, apoyada en un enorme bloque de granito, destinada a una lápida que sería erigida en la pequeña iglesia cercana al castillo de Hever. No le había quitado el ojo en todo el día, decidido a encontrar el momento adecuado para llevársela sin que nadie se diera cuenta. Durante muchos años se había llevado a casa fragmentos descartados de mausoleos. La mayoría de sus esculturas procedían de piezas o fragmentos estropeados por el manejo descuidado de un taladro o el resbalón de un escoplo. Ésta, no obstante, era la primera vez que se apoderaba de una piedra en perfectas condiciones. Si le hubieran sorprendido en el acto, le habría costado su trabajo. El peligro aún subsistía, si se demostraba que el mármol había desaparecido, después de registrar el polvoriento cobertizo y el patio de trabajo. Pero a Kevin ya no le importaba que le despidieran. Había trabajado muchos años tallando lápidas sólo por Mattie. Por su bien, por su futuro. Ahora que ya no estaba, ¿qué más daba si su padre continuaba trabajando o no?

El mármol se volvió resbaladizo con la lluvia. Kevin lo apretó con más fuerza bajo el brazo. Las altas y negras farolas de la calle astillaban la oscuridad con una luz que las gotas de lluvia difractaban como prismas. Pasó bajo ellas, pisando los charcos con sus pesadas botas, indiferente al frío, indiferente al agua que empapaba su cabeza y hombros y reptaba bajo sus ropas. Estaba calado de pies a cabeza cuando llegó a la puerta de su casa.

No estaba cerrada con llave, ni asegurada con el cerrojo. Kevin, sin soltar el mármol, aplicó el hombro a la puerta y entró en la casa. Vio que su mujer estaba sentada en la vieja butaca, con la foto de Mattie en el regazo y la vista clavada en ella. Ni siquiera alzó los ojos cuando él entró. En la mesilla de café había un plato con unos bocadillos mordisqueados y tres galletas de jengibre. Al verlas, una oleada de ira sacudió a Kevin. Que aún pudiera pensar en comer… Que aún quisiera prepararse un bocadillo… Amargas palabras de censura se formaron en su garganta, pero se obligó a ahogarlas.

—Kev…

No tenía sentido que su voz sonara tan débil. Ya se había cuidado bien de reponer sus fuerzas, todo el día arriba y abajo con bocadillos. Pasó frente a su mujer sin hablar y se dirigió a la escalera, al otro lado de la chimenea.

—Kev…

Sus pies provocaron un ruido sordo en la madera desnuda. Sus ropas empapadas chorreaban agua por todas partes. De pronto, el mármol resbaló y arañó la pared, pero él continuó subiendo hasta la segunda planta, hasta el dormitorio de Matthew, una pequeña habitación situada bajo los aleros, con una sola ventana de gablete por la que se filtraba la luz procedente del malecón y caía sobre la escultura Nautilus, que Kevin había trasladado a esta habitación la noche antes, colocándola sobre la cómoda de Matthew. No sabía por qué lo había hecho, pero consideraba que la habitación, ahora que Matthew ya no estaba, debía acomodarse lo máximo posible a los gustos del chico. Subir el Nautilus era el primer paso, al que seguían otros.

Bajó la losa de mármol hasta el suelo y la apoyó contra la cómoda. Se irguió, se encaró con el Nautilus de nuevo y tocó la piedra. Recorrió con el pulgar la curva de la concha y cerró los ojos al sentir el contacto de la suave y fría superficie. Palpó toda la forma del molusco, reconociendo la diferencia entre la concha terminada y el mármol toscamente trabajado que lo rodeaba.

«Será como un fósil, papá. Fíjate en esta foto. Como algo que se desentierra, o te encuentras empotrado en la pared de un acantilado. ¿Qué opinas? ¿Te parece una buena idea? ¿Me darás un trozo de piedra para hacerlo?».

Podía oír su voz, tan cariñosa, tan clara. Era como si el chico estuviera con él en la habitación, como si nunca se hubiera marchado de Hammersmith. Tan cerca de él. Mattie se encontraba tan cerca.

Kevin aferró los tiradores del cajón superior y lo abrió. Sus manos temblaban. Consiguió impedirlo asiendo con fuerza el cajón, pero no logró aplacar su respiración entrecortada. La lluvia golpeaba contra el tejado de la casa y se filtraba por las tuberías de desagüe. Durante unos segundos se concentró en estos sonidos, borrando todo lo demás de su mente. Luchó por recuperar el control y salió triunfante al enfocar su atención en una leve corriente de aire que se introducía por debajo de la ventana cerrada y enfriaba su nuca.

Tanteó ciegamente los escasos objetos que contenía el cajón. Los sacó, los examinó, los dobló y volvió a doblar, alisó las arrugas. Todo era viejo, fuera de uso, inadecuado o impropio para el colegio. Tres deshilachados jerséis que Mattie utilizaba cuando paseaba por las orillas del Támesis; dos pares de calzoncillos cuya goma elástica se había aflojado; una señal de ferrocarril en miniatura; un viejo par de calcetines; un cinturón de vinilo barato; una gorra de punto deformada. Las manos de Kevin se demoraron en esta última prenda, tirando de los bordes de lana. Se imaginó sin esfuerzo a Mattie tocado con ella, inclinada sobre la frente, las cejas ocultas y la nariz fruncida por el roce de la lana contra su piel. Sería en invierno, cuando el viento aullaba desde el río y golpeaba las paredes, pero ellos saldrían sin temor, ellos dos solos, arropados en sus chaquetones de marinero, en dirección al muelle.

«¡Papá! ¡Papá! ¡Cojamos un barco!».

«¿Con este tiempo? Tú estás loco, chaval».

«¡No, hagámoslo! ¡Di que sí, papá! ¡Di que sí!».

Kevin se apretó los ojos cerrados, como si así pudiera enmudecer aquella voz alegre que sonaba en sus oídos, superponiéndose a la lluvia, el viento y el torrente de agua que se precipitaba por las tuberías. Se apartó con movimientos rígidos de la cómoda y se acercó a la cama de Matthew. Se sentó en el borde, sin pensar en sus ropas mojadas, cogió la almohada y la apretó contra su cara. Respiró hondamente contra ella, deseando captar el olor de su hijo, pero tanto la funda de la almohada como las sábanas se habían lavado, y si olían a algo era a limones, un residuo aromático del detergente que Patsy utilizaba.

Kevin experimentó una oleada de resentimiento. Era como si Patsy hubiera intuido que su hijo iba a morir y se hubiera esforzado en tenerlo todo a punto, lavando la ropa de cama, barriendo la habitación y guardando sus prendas de vestir en los cajones. ¡Maldita fuera la obsesión de la mujer por mantener la vida limpia y ordenada! De no haberse preocupado tanto por la limpieza de todas las cosas, incluido Mattie, quedaría algo del chico en la habitación, siquiera una sombra de su olor. Maldita mujer.

—¿Kev?

Se hallaba de pie en la puerta, un espectro deforme embutido en una bata arrugada. El borde era irregular, y se alzaba sobre una rodilla. La parte delantera cedía bajo el peso de los pechos y quedaba abierta. La seda estaba salpicada de manchas. No parecía la misma prenda que Matthew le había regalado la pasada Navidad.

«El coronel Bonnamy y Jean dijeron que te sentaría bien, mamá. Dijeron que te gustaría mucho. ¿Te gusta? ¿Te gusta, mamá? También te he comprado estas enaguas, pero no sé si hacen juego con los dragones».

Kevin buscó en su interior una dureza que fuera impenetrable a la memoria. El chico estaba muerto. Muerto. Nada podría devolvérselo.

Vio que su esposa entraba en la habitación con paso vacilante.

—La policía vino otra vez —dijo.

—¿Y qué? —Kevin notó la cólera que embargaba su voz.

—Mattie no se escapó, Kev.

Kevin pensó discernir cierto alivio en sus palabras, una leve suspensión del dolor. No podía creer que una información tan ínfima cambiara el hecho de que su hijo estaba muerto, y que ella lo aceptara. No había huido del colegio. No había ido de visita a casa de unos amigos. Estaba muerto. Desaparecido. Ausente para siempre.

—¿Me has oído, Kev? Mattie no…

—¡Maldita seas, mujer! ¿Crees que me importa? ¿En qué cambia lo sucedido?

Ella retrocedió, pero continuó hablando.

—Le dijimos a la policía que no se había escapado, ¿verdad? Teníamos razón, Kev. Mattie no se fugó. Nuestro Matt nunca haría eso. —Avanzó otro paso. Sus zapatillas produjeron ruidos sordos sobre el piso de madera—. Encontraron sus ropas en el colegio. Creen que seguía allí cuando… cuando…

Los músculos de Kevin se contrajeron. Su pecho se tensó. Una enorme presión martilleaba su cerebro.

—La policía sabe todo acerca de Matt. Lo adivinaron al saber que no distinguía los colores. Saben que… Saben que no era nuestro, Kev. Les dije cómo había llegado a ser nuestro hijo. Les hablé del señor Byrne, de…

—¿Que no era nuestro? —estalló él—. ¿Que no era nuestro? Si no era nuestro, ¿de quién era, mujer? El nacimiento de Matt no les importa una mierda. ¿Me has oído, Pats? ¡No les importa una puta mierda!

—Pero necesitan saber todo lo que…

—¡No necesitan saber nada! ¿Para qué? El chico ha muerto. ¡Nunca volverá! Haga lo que haga la policía, la situación no va a cambiar en nada. ¿Me has oído? En nada.

—Han de averiguar quién le asesinó, Kev. Han de hacerlo.

—¡Eso no le devolverá a la vida! Maldita sea, ¿no lo entiendes? ¿Has perdido el poco sentido común que tenías? ¡Maldita imbécil! ¡Imbécil!

La mujer emitió un grito inarticulado, el quejido de un animal inocente al ser golpeado.

—Quería ayudar.

—¿Ayudar? Joder, mujer, ¿querías ayudar?

Kevin estrujó la almohada. Sus manos sucias dibujaron manchas oscuras sobre la tela blanca, al igual que sus tejanos sobre el cubrecama.

—Estás ensuciando la cama de Mattie —dijo la mujer, con voz quejumbrosa, de anciana—. Tendré que lavarlo todo otra vez.

—¿Por qué? —preguntó Kevin, alzando la cabeza. Como ella no contestó, el hombre empezó a gritar, presa de una violencia incontenible—. ¿Por qué, Pats? ¿Por qué?

Patsy, en lugar de responder, retrocedió hacia la puerta. Se llevó la mano a la nuca, un gesto que su marido reconoció al instante, un preámbulo a fingir confusión, un preámbulo a la huida. Se negó a permitirlo.

—Te he hecho una pregunta. Contéstame.

Ella le miró. En las sombras, sus ojos parecían oscuras depresiones formadas en su rostro, indescifrables, carentes de sentimiento y profundidad. Que estuviera de pie ante él, hablando de ropa de cama sucia, que hasta se atreviera a hablar de lavarla, que preparara bocadillos, que bebiera té, que hablara con la policía… mientras el cuerpo de su hijo yacía en el depósito de Slough, aguardando la disección, ofreciendo su belleza al bisturí…

—Contéstame, mujer.

Ella se dio la vuelta para marcharse. Kevin se levantó de la cama como una exhalación, cruzó la habitación en tres zancadas, la agarró del brazo y la obligó a mirarle.

—No me dejes con la palabra en la boca cuando te hablo. No lo vuelvas a hacer nunca más. No lo vuelvas a hacer nunca.

Ella se soltó de un tirón.

—¡Déjame en paz! —Brotó saliva de sus labios—. Estás loco, Kevin. Enfermo, loco y…

El hombre la abofeteó con la palma de la mano. Patsy gritó, luchando para liberarse de su presa.

—¡No! No te…

Él volvió a golpearla, esta vez con el puño, sintiendo el brutal contacto de sus nudillos contra la mandíbula de su mujer. La cabeza de Patsy salió disparada hacia atrás. Habría caído al suelo, de no ser porque él siguió aferrándola por el brazo.

Patsy emitió un único grito.

—¡Kev!

Kevin la empujó contra la pared y arremetió con la cabeza contra su pecho, golpeando salvajemente sus costillas. Le abrió la bata, descargó puñetazos contra sus muslos, pellizcó sus pechos.

Estremeció el aire con las maldiciones más soeces que se le ocurrieron. Pero no lloró.