Capítulo 8

Emilia Bond nunca se sentía a gusto los días que debía dar clase de química a los alumnos de sexto superior nada más terminar de comer. En el curso de los dos años que llevaba en Bredgar Chambers, había solicitado con frecuencia al rector que le cambiara el horario, a fin de que los alumnos de sexto superior dieran clase con ella por la mañana. Después de comer, explicaba pacientemente, no se concentran bien. Sus cuerpos están dedicados a la digestión. El flujo de sangre que acude al cerebro es insuficiente. ¿Cómo pueden entregarse a fórmulas y experimentos, si una función biológica básica del cuerpo se lo impide?

El rector siempre la escuchaba con falsa simpatía, siempre afirmaba que procuraría remediarlo, y siempre dejaba las cosas exactamente igual que antes. Era exasperante, al igual que su sonrisa, hipócrita y paternal. No ocultaba el hecho de que desaprobaba por completo su presencia en Bredgar Chambers. Con veinticinco años de edad, era la única profesora del equipo docente, y el rector solía actuar como si su presencia fuera a ejercer una influencia perversa en los muchachos con los que trataba. No le importaba que hubiera en el campus noventa chicas entre los dos cursos de sexto, que bastaban para provocar un considerable alboroto. El que Emilia formara parte del equipo parecía convertirla en un tipo de mujer mucho más peligroso.

Era una idea muy poco creíble. Sabía muy bien que un chico de dieciocho años no la iba a convertir en su objeto del deseo. En conjunto, resultaba bastante atractiva, tal vez un poco corpulenta para su estatura, pero de ninguna manera gorda. Hacía demasiado ejercicio para que la gordura constituyera un problema, aunque sabía que, en cuanto dejara de jugar al tenis, hacer excursiones a pie, nadar, jugar al golf, correr e ir en bicicleta, su cuerpo respondería a la falta de atenciones hinchándose como un globo. Sin embargo, ese mismo ejercicio que salvaba su cuerpo perjudicaba el resto de su físico. Era muy rubia. La constante exposición al sol había producido una abundante aparición de pecas sobre su nariz. La constante exposición al viento, si bien conservaba el color natural de sus mejillas, imponía un corte de pelo infantil y, desde su punto de vista, absolutamente desastroso, muy corto y espigado, y tan rubio que era casi blanco. Por lo tanto, era improbable que algún muchacho del colegio la mirase de otra forma que con afecto fraternal. Su maldición consistía en ser la hermana mayor universal, siempre con un consejo en los labios y una amigable palmadita en la espalda. Odiaba ese papel, aunque continuaba interpretándolo con todo el mundo.

Sin embargo, no lo había interpretado con John Corntel. Emilia sentía que un malestar se abría paso en su interior cuando pensaba en John, y trataba de concentrarse en otra cosa. El esfuerzo era inútil. Él se introducía tenazmente en sus pensamientos, obligándola a meditar en el camino que había recorrido desde que eran colegas y conocidos, diecinueve meses atrás, hasta lo que eran ahora. ¿Y qué eran?, se preguntaba. ¿Amigos? ¿Amantes? ¿Dos individuos sin ninguna otra relación, que se entregaban a un momento de debilidad física? ¿O, lo más probable, una broma cósmica, una burla monumental de un sonriente Dios?

Le gustaba creer que todo había empezado entre los dos de una manera inocente, sin más intención por su parte que trabar amistad con un hombre enfermizamente tímido. Pero, desde el principio, para ser sincera, había visto en John Corntel la posibilidad de llegar a casa para estar con lo que deseaba de verdad. Su amistad con él representaba un primer eslabón en la cadena marido, familia, seguridad. De modo que, si bien se había dicho de entrada que sólo quería ayudarle a sentirse menos violento cuando estaba cerca de las mujeres, la verdad era que sólo quería que se sintiera menos violento cuanto estaba con ella. El bienestar reencontrado en presencia de una mujer conduciría, en opinión de Emilia, a una relación más permanente.

Lo que no había sospechado, tras lanzarse con toda sangre fría a capturar a un hombre y asegurar su futuro, era que también se enamoraría de él, que iba a preocuparse tanto por todos sus pensamientos, su dolor, su confusión, su pasado, su futuro. Enamorarse de él había sido todo un acto de seducción. Hasta que no se encontró hundida hasta el cuello, no se dio cuenta de lo que le había ocurrido. Cuando por fin comprendió la intensidad de sus sentimientos por John, cuando por fin se decidió a actuar en consecuencia, de aquella manera directa tan típica de ella, todo se derrumbó de la forma más horrible e irreparable.

«No era el hombre que yo pensaba». Rió interiormente de la facilidad con que había llegado a esa conclusión. Sería muy conveniente romper con John Corntel cuanto antes. Un error. Un deplorable malentendido. «Pensé que tú… y tú pensaste que yo… oh, olvidémoslo… volvamos a ser amigos como antes…».

Pero era imposible. Costaba mucho pasar del amor a la amistad. No era como apagar las luces. A pesar de todo lo que había ocurrido entre ellos, sus lágrimas de horror, la mortificación de John, sabía que aún le amaba y le deseaba, aunque ya no le comprendía.

La puerta del laboratorio se abrió, interrumpiendo sus pensamientos. Levantó la vista desde el estrado donde se hallaba y vio que Chas Quilter entraba en clase, con un cuaderno y un libro bajo el brazo. Sonrió, a modo de disculpa por llegar tarde.

—Estaba…

—Lo sé. En este momento nos estamos concentrando en los tres problemas apuntados en la pizarra. Procura seguirnos.

El chico asintió y ocupó su lugar acostumbrado en la segunda mesa. Sólo había ocho estudiantes presentes en aquel momento, tres chicas y cinco chicos, y en cuanto Chas abrió su libreta, dos de ellos susurraron su nombre en tono perentorio.

—¿Qué querían saber? —preguntó uno.

—¿Cómo ha ido? —dijo el otro—. ¿Son fáciles de…?

—Estamos en clase —interrumpió Emilia, que les había oído—. Prestad atención. Todos.

Hubo un instante de sorprendidas quejas, pero a Emilia no le importó. Había consideraciones que sobrepasaban la simple curiosidad, y la primera consideración era el muchacho sentado a la derecha de Chas Quilter.

Brian Byrne era en gran parte responsable de lo que le había sucedido a Matthew Whateley. Era el prefecto de Erebus, el responsable de que la residencia funcionara, de que los chicos se adaptaran a la vida del colegio, de que se cumplieran las normas, se mantuviera la disciplina y se aplicaran los castigos, en caso de necesidad.

Pero Brian Byrne había fallado en algún momento, y Emilia veía que el peso de aquel fracaso se reflejaba en la postura de sus hombros, en sus ojos caídos, en el tic que desviaba la comisura derecha de su boca, como una especie de parálisis.

Brian se enfrentaría al peor de los castigos como resultado de la muerte de Matthew Whateley. Los reproches que se auto dirigiría ya serían enérgicos, pero no peores que los de su padre, hirientes y escogidos con notable crueldad. Giles Byrne sabía muy bien cómo denigrar a la gente, sabía exactamente qué armas utilizar. Sabía, en especial, encontrar todos los puntos débiles de la armadura patéticamente insignificante de su hijo. Emilia le había visto en acción el día de los padres del último trimestre, recorriendo con los ojos el trabajo de historia de Brian, exhibido junto con los demás trabajos y proyectos en el claustro este. Byrne apenas le había dedicado un minuto de examen.

—Diez páginas, ¿eh? —comentó, y luego frunció el entrecejo—. Creo que deberías mejorar la letra, si quieres ir a la universidad algún día, Brian.

Después, siguió caminando, frío e indiferente, como abrumado por un aburrimiento monstruoso. Como miembro de la junta de gobierno, no podía demostrar un interés mayor por el trabajo de su hijo que por el de los demás alumnos.

Emilia, que paseaba por el claustro, había visto la expresión que asomó al rostro de Brian, una mezcla de dolor, rechazo y vergüenza. Iba a acercarse para consolarle, cuando Chas Quilter salió de la capilla. El semblante de Brian se transformó al instante. Se puso a hablar enseguida con Chas, riendo, y le siguió en dirección al comedor.

Chas había sido muy bueno con Brian. Su amistad había servido para que Brian se mostrara mucho más extrovertido, accediendo a un mundo de estudiantes más seguros y confiados. Sin embargo, mientras Emilia observaba ahora a ambos, que tenían los ojos clavados en sus respectivos apuntes, se preguntó si el error de Brian influiría en su amistad con Chas. Desprestigiaba a Chas como prefecto superior. Desprestigiaba a todo el colegio.

En última instancia, también desprestigiaba a su padre. Pasara lo que pasase, Brian tenía las de perder.

Era terriblemente injusto, pensó Emilia.

La puerta del laboratorio se abrió por segunda vez aquella mañana. Emilia sintió que sus músculos se tensaban en una reacción automática, huir o luchar. Era la policía.

Cuando entraron en el laboratorio de química, Lynley comprobó que la sargento Havers no había exagerado al afirmar que el edificio y sus aulas no habían experimentado cambios significativos desde los tiempos de Darwin. El laboratorio no era un ejemplo de modernidad científica. Tuberías de gas corrían a lo largo del techo, había grietas en el suelo de parquet, la iluminación era insuficiente, y la pizarra estaba tan gastada que los problemas escritos en ella parecían fundirse con los fantasmas de cientos de problemas que yacían bajo ellos.

Los ocho alumnos presentes se sentaban en taburetes de madera imposiblemente altos y trabajaban en mesas blancas desportilladas; tenían la superficie de pino agujereada. Sobre las mesas había pequeñas vasijas rectangulares de porcelana, quemadores de hierro oxidados y machos de cobre. A un lado de la zona de trabajo, y alineados frente a una pared, había armarios encristalados, llenos de cilindros graduados, pipetas, frascos, cubetas y un notable surtido de botellas tapadas con corchos, que contenían productos químicos y llevaban etiquetas escritas a mano. Sobre estos armarios había probetas altas, dispuestas sobre pedestales de madera, preparadas para mezclar productos químicos gota a gota. La mezcla se realizaba en la cámara de humos dispuesta sobre una mesa situada al otro lado de la sala; se trataba de una estructura de caoba y vidrio demasiado antigua, provista de un ventilador oxidado que no servía para nada.

Todo el laboratorio tendría que haberse vaciado años antes. El que no se hubiera modernizado daba cuenta de la situación económica del colegio. También hablaba de las múltiples presiones a las que hacía frente Alan Lockwood para lograr que el colegio funcionara, para alentar nuevas solicitudes y, de alguna manera, para conseguir los fondos necesarios para poner al día los servicios.

Como si reconociera la censura implícita en la observación de Lynley, la profesora se dirigió hacia la cámara de humos y bajó la ventanilla delantera. Una tenue capa de residuos oscurecía el cristal. Se volvió hacia los alumnos, que habían dejado de trabajar, uno tras otro, para mirar a Lynley y Havers.

—Hay que terminar los problemas —anunció, caminando hacia la puerta—. Soy Emilia Bond, la profesora de química. ¿En qué puedo ayudarles?

Habló con tono firme, con seguridad, pero Lynley no dejó de advertir un frenético latido en su garganta.

—Inspector Lynley, sargento Havers, del DIC de Scotland Yard —respondió él, aunque el comportamiento de la mujer revelaba que la presentación era innecesaria. Emilia Bond sabía muy bien quiénes eran y, sin duda, para qué habían venido al laboratorio—. Nos gustaría charlar con uno de sus alumnos, si es posible, Brian Byrne.

Todos los ojos, excepto los de la profesora, se volvieron al instante hacia el chico sentado al lado de Chas. En lugar de levantar la vista, siguió concentrando su atención en el cuaderno abierto frente a él, con el lápiz suspendido en el aire, inmóvil.

—Bri —murmuró Chas Quilter.

El chico alzó la cabeza.

Lynley sabía que Brian Byrne, estudiante de sexto superior, tendría diecisiete o dieciocho años, pero parecía muchísimo más viejo y joven al mismo tiempo. La juventud provenía de un rostro redondeado, que carecía de los rasgos definidos, la piel tensa, o las arrugas incipientes alrededor de la boca y los ojos que presagiaban la inminencia de la edad adulta en sus compañeros. Por otra parte, la madurez procedía del perfil del cabello y el físico, que se combinaban de una manera extraña. Empezaba a tener entradas, y probablemente se quedaría calvo antes de los treinta años. Su cuerpo era musculoso, como el de un luchador, desarrollado a fuerza de utilizar las pesas.

Emilia Bond habló cuando Brian empezó a descender del taburete. Movió el cuerpo un poco, como interponiendo una barrera inconsciente entre Brian y la policía.

—¿Es necesario, inspector? Falta menos de media hora para que termine la clase. ¿No puede esperar?

—Me temo que no —contestó Lynley.

Examinó por última vez el aula. Tres chicas, dos atractivas, de piernas largas y pelo largo, y una tercera que parecía una rata atemorizada. Cinco chicos, tres guapos y robustos, uno con gafas, pinta de empollón y espalda algo encorvada, y Brian Byrne, que no encajaba en ninguna de las dos categorías.

Brian se acercó a la puerta. Lynley dio las gracias a Emilia Bond.

—Si nos acompañas a tu habitación —le dijo a Brian—. Creo que podremos hablar en privado.

—Por aquí —se limitó a responder el muchacho, y les precedió por el pasillo hasta salir del edificio.

La residencia Erebus se encontraba justo enfrente del edificio de Ciencias. La residencia Mopsus estaba al este, Calchus al oeste y, detrás, Ion, la sede del club social de sexto. Recorrieron un sendero, cruzaron un tramo de pavimento, que aprovechaban coches, camionetas y furgonetas para realizar las entregas de material a los edificios, y entraron en Erebus por la misma puerta que habían utilizado unas horas antes.

La habitación de Brian estaba en la planta baja, contigua a la puerta que daba acceso a los aposentos privados de John Corntel, el director de la residencia. Como las demás habitaciones del edificio, la de Brian no estaba cerrada con llave. La abrió y dejó pasar a Lynley y Havers.

La habitación era la típica de muchos colegios. El folleto del colegio la describía, eufemísticamente, como «dormitorio y sala de estar», apoyándose en la presencia de una cama individual, una silla, un escritorio y tres estantes para libros, además del habitual armario de conglomerado y una pequeña cómoda. La verdad era que se reducía a poco más que una celda, con una sola ventana batiente emplomada, que tenía un cristal roto. Un calcetín negro servía para tapar la brecha y proteger del frío. La atmósfera olía a lana húmeda.

Brian cerró la puerta a su espalda sin hablar. Descargó el peso de su cuerpo sobre un pie y luego sobre el otro, hundió una mano en el bolsillo del pantalón y esperó, haciendo sonar monedas o llaves.

Lynley no tenía prisa en empezar el interrogatorio. Examinó la decoración del dormitorio, mientras la sargento Havers tomaba asiento en la cama, se quitaba la chaqueta y sacaba su cuaderno.

En las paredes sólo había unas cuantas fotos pegadas. Eran de equipos de atletismo del colegio, el primero de rugby, el primero de criquet y el primero de tenis. Brian no aparecía en ninguna, pero Lynley no tardó en observar el nexo que unía las fotografías, Chas Quilter. El prefecto superior también era el tema central de una cuarta foto, esta vez con una chica al lado, que le rodeaba con los brazos y apoyaba la cabeza en su pecho. El viento revolvía el cabello de la muchacha y empujaba nubes brillantes a través del cielo. Una novia sin duda, pensó Lynley. Resultaba extraño encontrar una foto semejante en el cuarto de otro chico.

Lynley separó la silla del escritorio y le indicó a Brian que se sentara. Él permaneció de pie, apoyado en la pared, cerca de la ventana. Desde ella, sólo se veía un trozo de césped, un aliso que empezaba a florecer y la puerta lateral de Calchus.

—¿Qué hay que hacer para ser miembro del club social de sexto? —preguntó Lynley.

La pregunta sorprendió al muchacho. Sus ojos, de un tono indefinido entre azul y gris, se oscurecieron al tiempo que las pupilas se dilataban. No respondió.

—¿La iniciación? —insistió Lynley.

Brian torció la boca.

—¿Qué tiene eso que ver con…?

—¿La muerte de Matthew Whateley? —sonrió Lynley—. De momento, nada en absoluto. Simple curiosidad. Me preguntaba si los colegios habían cambiado mucho desde que yo estuve en Eton.

—El señor Corntel fue a Eton.

—Fuimos compañeros de clase.

—¿Fueron compañeros de clase? —Los ojos de Brian se desviaron hacia la foto de Chas.

—Amigos íntimos en un tiempo, aunque luego los años nos separaron. No es la circunstancia más apropiada para renovar una vieja amistad, ¿verdad?

—Lo peor es tener que renovarla —dijo Brian—. Los buenos amigos siempre deberían seguir siendo buenos amigos.

—¿Cómo tú y Chas?

—Es mi mejor amigo —reconoció—. Iremos juntos a Cambridge en octubre. Si nos aceptan. Chas, seguro. Saca buenas notas y aprobará el examen de entrada en la universidad el trimestre próximo.

—¿Y tú?

Brian levantó una mano y la agitó de un lado a otro.

—No estoy seguro. Tengo una buena mollera, pero no siempre la utilizo tan bien como podría —parecía la evaluación de un adulto, el análisis que se enviaría a casa de unos padres.

—Supongo que tu padre podría ayudarte a entrar en Cambridge.

—Si quisiera su ayuda, pero resulta que no.

—Entiendo —la determinación de lograrlo por sus propios medios, sin la considerable influencia que un hombre de la reputación de Giles Byrne podía ejercer, era admirable—. ¿Y la iniciación al club social?

—Cuatro pintas de cerveza y… —enrojeció—… Ser pasado por salsa, señor.

Lynley desconocía la expresión. Pidió una explicación y Brian continuó, lanzando una desmañada carcajada.

—Ya sabe. Ponerse salsa picante, o un ungüento muy fuerte, en el… ya sabe. —Desvió los ojos hacia Havers incómodo.

—Entiendo. ¿Eso es ser pasado por salsa? Me parece bastante incómodo. ¿Eres miembro del club? ¿Has superado la iniciación?

—Más o menos. Quiero decir que la superé, pero me puse fatal. En cualquier caso, soy del club —frunció el entrecejo, como sí comprendiera lo que acababa de hacer, al admitir la existencia de la iniciación—. ¿Le pidió el rector que lo averiguara, señor?

—No. Simple curiosidad —sonrió Lynley.

—Se supone que no hacemos este tipo de cosas, pero ya sabe usted cómo son los colegios. En especial éste. No hay muchas cosas que hacer.

—¿Qué hacen los miembros de club social cuando se reúnen?

—Fiestas. Los viernes por la noche, generalmente.

—¿Todos los alumnos de sexto superior son miembros del club?

—No, sólo los que quieren.

—¿Qué hacen los demás?

—Son los perdedores. Quedan aislados. No tienen amigos, ya sabe.

—¿Hubo una fiesta el pasado viernes por la noche?

—Hay fiesta todos los viernes por la noche. Sin embargo, ésa fue menos concurrida. Muchos de sexto superior se habían marchado a pasar el fin de semana fuera, al igual que los de sexto inferior y quinto. Había un torneo de hockey en el norte.

—¿Tú no quisiste ir?

—Demasiados deberes, y un examen que debía preparar para esta mañana.

—Sí, me acuerdo bien de cómo es eso. ¿Te impidió la fiesta de sexto superior que se celebró el viernes por la noche ocuparte de los chicos de Erebus? —mientras formulaba la pregunta, Lynley se detestó por la facilidad con que había atraído al muchacho hacia este punto. No se trataba de una cuestión de ingenio; le había bastado con admitir un pasado y una experiencia similares para crear un vínculo, utilizando cada pregunta para ir despojando a Brian de la coraza protectora que todo el mundo, culpable o inocente, se ponía cuando la policía le interrogaba.

—Regresé a las once —Brian se puso en guardia con esta respuesta—. No pasé revista. Me fui a la cama.

—Cuando te marchaste del club, ¿seguían allí los demás chicos de sexto superior?

—Algunos.

—¿Permanecieron todo el rato en la fiesta? ¿Alguno se ausentó durante la velada?

Brian no era idiota. Su expresión reveló a Lynley que, aunque tarde, se había dado cuenta de la dirección que tomaban las preguntas.

—Clive Pritchard entró y salió —dijo, tras un momento de vacilación—. Es un tío de Calchus.

—¿Un prefecto?

Brian parecía irónicamente divertido.

—No es carne de prefecto, si sabe a qué me refiero.

—¿Y Chas? ¿Estuvo en la fiesta?

—Sí.

—¿Todo el rato?

Un momento para pensar, para recordar, para decidirse entre la verdad o el engaño.

—Sí. Todo el rato —el espasmo que agitó su labio le traicionó.

—¿Estás seguro? ¿Se quedó Chas todo el rato? ¿Estaba allí cuando te marchaste?

—Estaba allí, sí. ¿Dónde, si no?

—No lo sé. Trato de averiguar lo que ocurrió en el colegio el viernes, cuando Matthew Whateley desapareció.

Los ojos de Brian se nublaron.

—¿Cree que Chas tuvo algo que ver con ello? ¿Por qué?

—Si Matthew se fugó, es que tenía razones para hacerlo, ¿no?

—¿Y piensa que Chas era el motivo? Lo siento, señor, pero eso es una chorrada.

—Tal vez, por eso te pregunto si Chas estuvo en el club social toda la noche. Si fue así, difícilmente pudo ver a Matthew Whateley.

—Estuvo. Estuvo allí. Le vi en todo momento. No le quité la vista de encima ni un instante. Estuvo conmigo la mayor parte del tiempo. Y cuando no estuvo… —Brian se interrumpió bruscamente. Cerró el puño derecho. Apretó los labios hasta que se le pusieron blancos.

—Así que se fue —dijo Lynley.

—¡No! Es que le llamaron por teléfono varias veces. Quizá tres, no me acuerdo. Alguien vino a buscarle, se fue a Ion, donde está el teléfono, y recibió la llamada, pero no se ausentó el tiempo suficiente para hacer algo.

—¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

—No lo sé. Cinco, diez minutos, como máximo. ¿Qué podría haber hecho en ese rato? Nada. ¿Y qué más da? Ninguna de las llamadas se produjo antes de las nueve, y todo el mundo sabe que Matthew Whateley se fugó por la tarde.

Lynley vio que el muchacho estaba perdiendo el control y aprovechó la situación.

—¿Por qué se fugó Matthew? ¿Qué le pasó en el colegio? Tú y yo sabemos que en los colegios, detrás de las puertas cerradas, suceden cosas que el rector y los profesores desconocen, o que prefieren ignorar. ¿Qué ocurrió?

—Nada. No encajaba, sencillamente. Era diferente. Todo el mundo se lo dirá. Todo el mundo lo sabía. Nunca se hizo a la idea de que los compañeros son importantes… Más que importantes, lo más importante… Para él, lo eran las clases, los deberes y prepararse para la universidad, nada más.

—Así que tú le conocías.

—Conozco a todos los chicos de Erebus. Es mi trabajo, ¿no?

—Y, a excepción del viernes pasado, ¿haces bien tu trabajo?

Su cara se tensó.

—Sí.

—Tu padre propuso a Matthew para la beca de la junta de gobierno. ¿Lo sabías?

—Sí.

—¿Qué te pareció?

—¿Por qué iba a tener una opinión? Cada año propone a un estudiante para la beca. Este año ganó su protegido. ¿Y qué?

—Tal vez eso te impidió facilitar la integración de Matthew en el colegio. Era de un medio social diferente al de la mayoría de los chicos, después de todo. Te habría costado un poco que se sintiera a gusto aquí.

—Lo que usted está diciendo, en realidad, es que yo estaba celoso de Matthew por el interés que mi padre había demostrado hacia él, y que no moví un dedo para facilitar su adaptación. De hecho, se las hice pasar tan putas desde el primer momento que al final no pudo aguantarlo, se fugó y murió como resultado. ¿No es eso? —Brian meneó la cabeza—. Si me dedicara a molestar a todos los chicos por los que mi padre se interesa, no daría abasto. Está buscando otro Eddie Hsu, inspector. No descansará hasta que lo encuentre.

—¿Eddie Hsu?

—Un antiguo bredgardiano que mi padre apadrinó —Brian sonrió, con una expresión de amargo placer—. Hasta que se suicidó. En 1975. Justo antes del examen de entrada en la universidad. ¿No ha visto en la capilla el memorial que mi padre dedicó a Eddie? Es difícil pasarlo por alto: «Eddie Hsu… Bienamado estudiante». Mi padre busca un sustituto desde entonces. Papá es como el rey Midas, sólo que todo cuanto toca muere.

Sonó un fuerte golpe en la puerta.

—¡Byrne! ¡Vamos a ello! ¡Vamos!

Lynley no reconoció la voz. Dio permiso a Brian con un cabeceo.

—Únete a la fiesta, Clive —dijo el muchacho.

—Eh, tío, vamos a… —el chico se quedó petrificado al ver a Havers y a Lynley, pero se recobró enseguida y saludó—. ¡Oh, oh! Aquí tenemos a la pasma, si no me equivoco. Al fin te han echado el guante, ¿eh, Bri? —Giró sobre sus talones.

—Clive Pritchard —dijo Brian, a modo de introducción—. El mejor espécimen de Calchus.

Clive sonrió. Su ojo izquierdo estaba un poco más bajo que el derecho, y el párpado se cerraba con cierta pereza. Combinado con la sonrisa, daba la sensación de que estaba un poco borracho.

—Ya lo sabes, tío —no prestó más atención a la policía—. Hemos de estar en el campo dentro de diez minutos, tío, y ni siquiera te has cambiado. ¿Qué pasa contigo? He apostado cinco libras a que machacamos a Ion y Mopsus, y tú aquí sentado, dando cháchara a la poli.

Clive no iba vestido con el uniforme del colegio, sino con un chándal azul y un jersey a rayas amarillas y blancas. Ambos eran muy ajustados, destacando su figura delgada y fuerte, aunque no musculosa. Parecía un esgrimista y se movía con agilidad, como un esgrimista.

—No sé si… —Brian miró a Lynley con aire interrogativo.

—Ya tenemos bastante información por ahora —replicó Lynley—. Puedes irte.

Cuando el sargento Havers se levantó y avanzó hacia la puerta, Brian abrió su aparador y sacó un chándal, zapatillas de gimnasia y un jersey azul y blanco que escogió entre los tres que colgaban de los ganchos.

—Ése no, Bri —dijo Clive—. Me parece que te estás agilipollando, ¿eh? Hoy vamos de amarillo, a menos que quieras unirte al equipo de Ion. Ya sé que tú y Quilter sois como culo y mierda, pero sé un poco leal a la residencia, ¿vale?

Brian, como idiotizado, miró las prendas que sostenía. Frunció el entrecejo. Se quedó inmóvil. Clive, con un gruñido de impaciencia, le quitó de las manos el jersey, sacó del aparador el amarillo y blanco y se lo tendió.

—No puedes estar con Quilter esta tarde, cariñín. Venga, coge tu equipo. Cámbiate en el pabellón deportivo. Hay unos cuantos pavos esperando recibir una paliza. Ya no queda tiempo para preocuparse por ellos. Con un palo de hockey en la mano soy la hostia. ¿No te lo había dicho? Ion y Mopsus son los pecadores, y van a recibir su castigo, al estilo Pritchard —Clive hizo ademán de patear las espinillas de Brian.

Brian fingió una mueca de dolor y sonrió.

—Vamos a ello —dijo, y permitió que Clive le sacara a rastras de la habitación.

Lynley les vio marchar. No pasó por alto el hecho de que ninguno de los dos le miró a los ojos cuando se fueron.