Capítulo 12
—John, hemos de hablar. Ya lo sabes. No podemos seguir evitándonos indefinidamente. No puedo soportarlo.
John Corntel no quiso levantar la vista. No quiso responder a la presión de la mano de Emilia sobre su hombro. Estaba sentado en la capilla erigida en memoria de los estudiantes muertos y no se había movido desde que el servicio matutino había terminado, confiando en que su inmovilidad le aportaría un simulacro de paz interior. Vana esperanza. Antes al contrario, sentía un entumecimiento que parecía nacer en sus entrañas, y no tenía nada que ver con la atmósfera gélida de la capilla. No respondió a las palabras de Emilia. Dejó que sus ojos vagaran desde el ángel de mármol que flotaba sobre el altar hacia los sentidos memoriales alineados frente a las paredes. «Bien amado estudiante —leyó—. Edward Hsu, bien amado estudiante». Era milagroso leer aquellas palabras, reconocer en ellas la relación que podía existir entre dos personas, cuando una quería enseñar y la otra aprender. Pensó que si hubiera amado más a sus estudiantes, si les hubiera dedicado la devoción que había dirigido, estúpidamente, a otras cosas, no se encontraría ahora tan confuso.
—Sé que no tienes clases hasta las diez, John. Hemos de hablar.
Corntel comprendió que no había forma de evitarlo. Esta confrontación final con Emilia se avecinaba desde hacía días. Se habría conformado con demorarla un poco, para tener más tiempo de poner en orden los pensamientos y las palabras que servirían para explicarle lo inexplicable. En una semana, había logrado reunir las energías necesarias para sostener la conversación sin flaquear. Sin embargo, sabía que debería haberse dado cuenta antes de que Emilia no era la clase de mujer que aguardaría, pacientemente, a que él fuera en su busca.
—Ahora no podemos hablar en ningún sitio —le dijo—. No podemos hablar aquí.
—En ese caso, daremos un paseo. No hay nadie en el campo de deportes a esta hora de la mañana, y nadie nos escuchará.
Parecía firme y decidida, pero cuando Corntel la miró, de pie junto al banco en el que estaba sentado, ataviada con su vestido negro de talla demasiado grande, vio que el color natural de su cara había desaparecido, que sus ojos estaban inyectados en sangre, que tenía bolsas bajo ellos. Al observarlo, sintió por primera vez en varios días algo exterior a él, una vaga punzada de solidaridad que, por un momento, atravesó su armadura de desesperación. Después, la sensación se disipó y les dejó como antes, separados por un abismo que las palabras no bastaban para salvar. Ella era tan joven… tan joven. ¿Por qué no se había dado cuenta todavía?
—Ven conmigo, John —dijo Emilia—. Ven conmigo, por favor.
Supuso que le debía, como mínimo, una breve conversación. Tal vez era ridículo suponer que unos días más de preparación, unos días más de esquivarla, lograrían suavizar el dolor de su último encuentro.
—Muy bien —contestó, y se puso en pie.
Salieron de la capilla, cruzaron el patio cuadrangular dejaron atrás la estatua de Enrique Tudor, saludaron a los profesores y a algún alumno ocasional, y atravesaron las puertas que daban al oeste.
Corntel comprobó que Emilia, como de costumbre, tenía razón. Aparte de un jardinero que podaba la hierba bajo el tronco de un castaño que se alzaba al borde del campo deportivo, no había nadie más. Quería que la conversación resultara fácil para ambos, pero, desde tiempo inmemorial, su maldición particular consistía en ser incapaz de entablar una conversación sensata con una mujer. Se esforzó por pensar en una pregunta, un comentario, cualquier cosa. No se le ocurrió nada. Ella fue la primera en hablar, pero sus palabras no suavizaron la tensión que existía entre los dos, si bien habría sucedido lo contrario si las hubiera dirigido a otra clase de hombre.
—Te quiero, John. No soporto ver lo que te estás haciendo. —Caminaba con la cabeza gacha, los ojos clavados en el suelo, en la hierba que hollaban sus pies. Su cabello pálido y lacio le recordó a Corntel el cristal hilado que su madre traía a casa por Navidad para convertir en nubes que disponía alrededor de los ángeles colgados de un trozo retorcido de madera.
—No —repuso él—. No vale la pena. No me lo merezco. Ahora ya lo sabes.
—Eso pensé al principio —corroboró ella—. Me dije que me habías engañado durante un año, que fingías ser un hombre diferente por completo del… viernes por la noche. Pero no he conseguido convencerme de ello, John, por más que lo he intentado. Te quiero.
—No.
—Sé lo que estás pensando, que creo que tú mataste a Matthew Whateley. Al fin y al cabo, encaja. ¿Qué podría encajar mejor? Pero no creo que le mataras, John. Ni siquiera creo que le tocaras. De hecho —le miró y sonrió con ternura—, no estoy segura de que fueras consciente de su existencia. Siempre has sido un poco distraído.
Trataba de aliviar el abatimiento y la tensión, pero sus palabras sonaban a falso.
—Da igual —dijo Corntel—. Yo era responsable de Matthew. Es como si yo le hubiera matado. En cuanto la policía descubra ciertas cosas horribles sobre mí, me costará mucho convencerles de mi inocencia.
—Por mí no lo sabrán, te lo juro.
—No hagas promesas que tal vez sean imposibles de cumplir. Thomas Lynley no es idiota. No tardará en hablar contigo, Em.
Habían llegado al centro del campo de deportes. Emilia dejó de caminar y se plantó frente a él. Una leve brisa agitó su cabello.
—¿No crees que es lo bastante inteligente para comprender que, si fuiste a Londres a solicitar su ayuda, no eres el principal responsable de la desaparición de Matthew? Independientemente de lo que descubra sobre ti, no es fácil que olvide eso, ¿verdad?
—Al contrario, ¿qué mejor coartada? El asesino, para revestirse de inocencia, pide la ayuda de la policía. No tengo la menor duda de que Thomas ya se ha topado con comportamientos semejantes. Ten por seguro que no me ha borrado de su lista de sospechosos por el simple hecho de que fuimos compañeros de colegio. Matthew Whateley fue torturado, Emilia. Torturado.
Ella le cogió por el brazo.
—¿Va a creer que tú sacaste al muchacho del campus, que le torturaste, asesinaste, abandonaste el cadáver en el cementerio de una iglesia y volviste al colegio, sin que se te moviera ni un cabello de sitio, tan carente de escrúpulos que fuiste capaz de ir a la policía a solicitar su ayuda? ¿Eso piensas?
Él miró la mano de la mujer, tan pequeña y blanca comparada con el negro de su toga.
—Tú sabes que sería posible, ¿verdad?
—¡No! Fuiste curioso, John. Nada más. No demuestra nada. El único motivo por el que piensas así es que yo me asusté. Fui muy tonta. Actué como una idiota. No sabía qué hacer.
—No me conocías. Por completo, no. Hasta el viernes por la noche. Bien, ahora ya sabes lo peor, ¿verdad? ¿Cómo quieres que llamemos a esto que tú sabes, Emilia? ¿Enfermedad, perversión? ¿Cómo?
—No lo sé, ni me importa. No tiene nada que ver con Matthew Whateley. Aún más, no tiene nada que ver con nosotros.
Corntel captó la convicción con que hablaba y la admiró por ello, aunque sabía muy bien que nunca más habría un nosotros. Dudaba de que hubiera existido alguna vez. Admiró, como siempre, su franqueza directa. Admiró sus deseos de arriesgarse por él, de arrinconar el orgullo e incluso el sentido común por el bien de lo que ella creía amor. Aun así, sabía que si el amor entre ellos hubiera sido posible (y ella era la mujer que más cerca había estado de lograrlo), habría muerto el viernes. Por más que ahora mintiera al respecto, sintiéndose perdida y necesitada de reconquistar un poco de la amistad que les había unido, su rostro había reflejado la verdad el viernes por la noche. El amor entre un hombre y una mujer no siempre muere poco a poco. A veces, se extingue en un instante. Iba a decírselo en estos términos, pero no tuvo la oportunidad.
—John —dijo ella—. El inspector Lynley se dirige hacia aquí.
Los estudiantes de arte dramático estaban trabajando en el diseño de maquillajes. Habían iniciado el proyecto la semana anterior, en una aula situada en la parte oeste del teatro, y ahora se hallaban diseminados por los cuatro camerinos del complejo, creando una realidad artística a partir de ideas escritas, preparándose para la evaluación crítica del profesor de teatro.
Chas Quilter se encontraba entre ellos, sintiéndose, como de costumbre, algo en desacuerdo con el nivel de entusiasmo y placer con que los demás estudiantes acogían, por lo general, cualquier tarea. Hoy se sentía más frustrado de lo habitual, pues manipular estuches de maquillaje, experimentar con pelucas y barbas, o probar el efecto de un tono concreto de sombra de ojo había estimulado al grupo hasta producir una excitación general que él, simplemente, no podía compartir. De todos modos, comprendía su dedicación al trabajo y su alegría al concluirlo, aunque él no sentía lo mismo. Al fin y al cabo, estaban estudiando arte dramático como parte de su preparación para los exámenes de ingreso en la universidad, decididos a abrirse camino desde las facultades a los escenarios londinenses. Él, por su parte, había elegido teatro como una asignatura opcional, una forma de mantenerle ocupado durante su último año en Bredgar Chambers. Para él, las clases suponían un método de olvidar. Casi siempre había funcionado, pero hoy no ocurría lo mismo.
El motivo era Clive Pritchard. Chas y él compartían un camerino, por culpa del orden alfabético de sus apellidos, y no había un tercero para aliviar el efecto devastador de la repelente personalidad de Clive.
Su maquillaje constituía la más poderosa ilustración de su naturaleza. Mientras los otros alumnos, siguiendo al pie de la letra las instrucciones del profesor de teatro, habían escogido personajes de las tragedias isabelinas para pintar sus rostros, Clive se había internado en un mundo de su propia invención, transformándose en un cruce entre Quasimodo y el Fantasma de la Ópera. El primero le había dado la oportunidad de exhibir un pendiente repugnantemente largo que colgaba del agujero practicado en su lóbulo en octubre, mediante una aguja de tapicería.
Chas recordaba el incidente, ocurrido en el club social de sexto superior. Clive bebía whisky de una botella que había robado en casa de su abuela, a mediados del primer trimestre. A medida que iba bebiendo, se mostraba más ruidoso, más engreído y más beligerante. Su conducta intentaba atraer la atención general y, al no conseguirlo gracias a fanfarronadas relativas a un tatuaje que se había hecho en la parte interna del brazo durante las recientes vacaciones, con ayuda de un cortaplumas y tinta china, cautivó la atención del público con una exhibición más realista de su propensión a la automutilación. Había montado el espectáculo de antemano, pues no era fácil encontrar una aguja de tapicería entre los pertrechos de un estudiante. Clive extrajo una y la utilizó en sí mismo sin pestañear. Chas recordó la visión de la fina y curva aguja hundiéndose en el lóbulo de Clive y saliendo por el otro lado. No sabía que una oreja podía sangrar tanto. Una chica se desmayó. Dos se marearon. Clive sonrió y sonrió durante todo el proceso, sonriendo como un demente.
—Bien, ya está. ¿Te gusta? —Clive se dio media vuelta y exhibió su obra: una peluca de pelo ralo, dientes podridos, un postizo de carne hinchada y putrefacta bajo el ojo derecho y pequeños corchos que ensanchaban sus fosas nasales hasta dimensiones esqueléticas—. Esto es mucho mejor que tu Hamlet amariconado, Quilter. Admítelo.
Chas no tuvo que admitir lo evidente. Había escogido Hamlet por la facilidad del maquillaje. Requería una transformación muy sencilla, y el color de su piel resultaba bastante aceptable para encarnar al príncipe danés. Lo que había hecho en su cara no implicaba arte ni talento, pero le daba igual. No se había entregado de corazón al ejercicio. Hacía meses que no se entregaba de corazón a nada.
Clive bailó como un boxeador.
—Vamos, Quilter, admítelo. Este careto bastará para que las tías de Galatea se mueran del susto al verme.
Y cuando lo hagan… —Rió y echó hacia adelante la pelvis—. Hacerlo con una tía cuando está inconsciente es un poco necrofílico. No hay nada como eso, Quilter. Pero tú ya lo sabes, ¿verdad?
La mente de Chas procuró hacer caso omiso de las palabras. Se alegró de que Clive no se dirigiera a él por su nombre. Era un signo positivo, y le revelaba que, a pesar de todo, no estaba perdido por completo.
—Puedo dar un buen susto con esto, ¿eh, Quilter? —estaba preguntando Clive. Lo demostró recorriendo la habitación de puntillas, agachándose bajo las mesas de maquillaje, lanzando miradas furtivas a los espejos, agitando una fila de vestidos colgados frente a él y apartándolos de su vista con un manotazo—. Atravesaré el campus. Está oscuro, ¿lo ves? —Cogió una capa del perchero, se la ciñó sobre los hombros y actuó a tenor de la escena que describió—. Podría ir a Galatea para echar un vistazo al viejo Cow Pitt y a su mujer, pero no es eso lo que tengo en mente esta noche. No, esta noche no. —Sonrió. Tenía los colmillos largos, lobunos—. Esta noche quiero espiar al rector. Descubrir la verdad. ¿Es verdad que Lockwood folla vestido de pies a cabeza? ¿Se folla a su mujer, o prefiere a un delicioso conejito de tercero? ¿Escoge una chica diferente de Galatea o Eirene cada noche de la semana? ¿Mientras se las tira como un perro le dicen «¡Oooh, oooh, rector, me encanta cuando me la metes hasta el fondo! ¡Qué hombre!»? Averiguaré de una vez por todas lo que ocurre, Quilter. Y si levantan la vista mientras aúllan y jadean y ven mi cara en la ventana, si ven esta jeta, no sabrán quién les está mirando, ¿verdad? ¡Gritarán como posesos y sabrán que les han pillado por fin!
Apartó la capa a un lado con un revoloteo y se quedó con las piernas separadas, los brazos en jarras y la cabeza echada hacia atrás.
La puerta del camerino se abrió, ahorrándole a Chas la respuesta. Brian Byrne entró. Clive se abalanzó aullando sobre él y retrocedió con una carcajada, al observar el sobresalto de Brian.
—¡Por Dios! ¡Si vieras la cara que has puesto! —Clive volvió a ceñirse la capa y adoptó una pose—. ¿Qué opinas, Bri?
Brian meneó la cabeza poco a poco y una sonrisa de admiración se dibujó en su cara.
—Asombroso —contestó.
—¿Por qué no estás en clase, cariñín?
Clive se acercó al espejo y ensayó una serie de miradas ceñudas.
—Estoy en la enfermería —dijo Brian—. Tengo un terrible dolor de cabeza.
—Ah, ¿sobando a nuestra querida señora Laughland, hijo?
—No más que tú, me atrevería a decir.
—No más que nadie. —Clive le dedicó un guiño lascivo y volvió su atención a Chas—. Salvo, tal vez, el joven Quilter, aquí presente. Consagrado al celibato, ¿verdad, tío? Dando buen ejemplo a todos los tíos y tías, como debe hacer un buen prefecto. —Se tiró con fuerza de la piel de debajo de los ojos, sin demostrar dolor—. Demasiado tarde, ¿no crees? Vivimos en un auténtico antro de iniquidad.
Chas bajó la vista hacia la caja de maquillaje que había sobre la mesa, debajo del espejo. Los colores giraron ante sus ojos: una paleta de sombra de ojos, un estuche abierto de colorete, dos tubos de maquillaje. Todo perdió definición por un momento.
—Menuda movida que me marqué el sábado por la noche, Bri —continuó Clive—. Tendrías que haber estado conmigo y echado tú también un polvo. Un conejito llamado Sharon que iba a Cissbury. La encontré en la puerta de la taberna, le bajé las bragas y le enseñé lo que es bueno. «¡Oooh, cariño!», gritaba, «¡Oooh, sí, sí, sí!». Ésa es la marcha que les va. En el suelo, sobre la tierra, y aún pedía más a grito pelado. —Ejecutó un paso de danza—. ¡Daría cualquier cosa por un pito!
Brian sonrió, introdujo la mano en su chaqueta y sacó un paquete de cigarrillos.
—Toma. Puedes quedártelos.
—¡Joder, Bri! ¡Gracias!
Chas encontró la voz.
—Haz el favor de no fumar aquí.
—¿Por qué no? ¿Me denunciarás? ¿Te chivarás a Lockwood?
—Utiliza tu sentido común, si tienes.
Clive se puso rígido. Abrió la boca para hablar, pero Brian intervino.
—Él tiene razón, Clive. Guárdatelos para más tarde, ¿vale?
Clive miró con semblante sombrío a Chas, y luego a Brian.
—Sí, de acuerdo. Me voy, pues. Gracias, Bri. Por los pitos. Ya sabes.
Salió del camerino. Al cabo de un momento, Brian y Chas le oyeron llamar a varios alumnos de teatro que se habían congregado en el escenario. Las chicas chillaron como era de esperar ante su presencia. El maquillaje, evidentemente, había cosechado un rotundo éxito.
Chas se llevó el puño a los labios. Cerró los ojos. Sintió que una oleada de náuseas le invadía.
—¿Cómo puedes soportarle? —preguntó.
Brian acercó un taburete y se sentó. Se encogió de hombros y sonrió con afabilidad.
—No es tan malo como parece. Mucha fachada. Has de comprenderle.
—No quiero comprenderle.
Brian rozó el hombro de la camisa de Chas.
—Polvo —explicó—. Tienes polvo por todas partes, hasta en los bajos de los pantalones. Deja que te lo quite.
Chas se puso en pie con brusquedad y se apartó.
—Falta poco para las vacaciones —dijo Brian—. ¿Ya has decidido si vendrás conmigo a Londres? Mamá se ha ido a Italia con uno de sus ligues, así que tendremos la casa para nosotros solos.
Tenía que haber una excusa aceptable, pensó Chas. Tenía que haber una razón. No podía encontrar una. Cualquiera supondría rechazo, que engendraría irritación a su vez. No podía correr ese riesgo. Pasó revista a una serie de pensamientos, cada vez más difíciles de controlar.
—Brian —consiguió articular por fin—. Hemos de hablar. Aquí no, ni ahora, pero hemos de hablar. Quiero decir, hablar en serio. Has de comprender algunas cosas.
Brian abrió los ojos de par en par.
—¿Hablar? De acuerdo. Por supuesto. Donde quieras y cuando quieras.
Chas se frotó sus manos húmedas contra los pantalones.
—Hemos de hablar —repitió.
Brian se levantó y aferró a Chas por el hombro.
—Hablaremos —contestó—. ¿Para qué, si no, están los amigos?
Emilia Bond se ofreció para buscar a alguien que sustituyera a John Corntel en la clase de inglés que debía dar a los alumnos de quinto a las diez de la mañana. Lynley y el profesor de inglés volvieron a los aposentos privados de la residencia Erebus. En lugar de entrar por la puerta principal que utilizaban los muchachos, lo hicieron por la secundaria, situada en el extremo oeste del edificio. Una placa de metal, grabada con las palabras DIRECTOR DE LA RESIDENCIA, colgaba sobre ella.
La vivienda sorprendió a Lynley. Entrar en ella fue como retroceder al período de la posguerra, cuando los muebles debían parecer «sensatos». Pesados sofás y butacas con fundas en los brazos; mesas de arce desprovistas de la menor gracia; lámparas cuyas pantallas carecían de distinción; cuadros de flores enmarcados en las paredes. No cabía duda de que todas las piezas estaban ejecutadas con destreza, pero el conjunto sugería antigüedad, como si las habitaciones hubieran sido decoradas por ancianas, preocupadas tan sólo de proyectar una imagen de corrección.
En el estudio de Corntel se repetía el mismo tema, con un escritorio achaparrado, un tresillo gigantesco cubierto de cretona floreada y una mesa baja sobre la que descansaban un jarro de cerámica y un cenicero repleto, que llenaba la habitación del olor a tabaco quemado. Este último objeto parecía ser una de las dos contribuciones que Corntel había aportado a la decoración de su hogar. La otra era su colección de libros, que ocupaba mucho espacio. Estaban colocados en estanterías, amontonados bajo el escritorio, apretujados en pequeños huecos que había a cada lado de una chimenea sin decorar.
Corntel descorrió las cortinas, que cubrían en parte las ventanas. Lynley observó que desde el estudio se veía la residencia Calchus y, a menos de seis metros de la ventana, corría un sendero entre ambos edificios. De poca intimidad se gozaría en esta habitación con las cortinas descorridas.
—¿Café? —preguntó Corntel, señalando un aparador empotrado en la pared—. Si quieres probarlo, tengo una cafetera exprés.
—Gracias.
Mientras observaba al otro hombre preparar el café, Lynley recordó las palabras de Elaine Roly: «Esa bruja quiere volverle del revés. Y ya lo ha hecho, si quiere que le diga la verdad». Aplicó las afirmaciones de la mujer al estado actual de John Corntel, preguntándose si existía una relación entre las palabras del ama de llaves y el aspecto del director de la residencia.
Nunca había visto a un hombre protegerse con una coraza tan tenue. Las emociones estallaban justo debajo de la superficie. Se evidenciaban también en sus ojos, que se negaban a entrar en contacto con los de Lynley, en sus manos, que atenazaban los objetos con torpeza, como si recibieran órdenes incorrectas del cerebro, en sus palabras, que no lograba modular, en sus hombros, que se hundían como una concha a su alrededor. Costaba creer que Corntel padeciera una ansiedad tan mal disimulada por el amor de una mujer, correspondido o no. La forma en que Emilia Bond había mirado al hombre cuando Lynley les había encontrado en el campo de deportes sugería que, si el amor dirigía la vanguardia que asaltaba las murallas de la paz de Corntel, era correspondido. Si tal era el caso, el problema consistía en identificar el elemento crucial que afligía el corazón de John Corntel. Lynley pensó que lo reconocía muy bien. Es fácil reconocer los síntomas de la enfermedad en un hermano de sufrimientos.
—¿Cómo se llama aquel chico de Eton que era especialista en burlar al profesor de guardia? —preguntó Lynley—. Ya sabes a quién me refiero. Siempre sabía exactamente cuál iba a ser la rutina, no importa a quién le tocara el turno de noche o de fin de semana… Cuándo se harían las rondas, cuándo se comprobarían las puertas, cuándo se realizaría una visita sorpresa a la residencia. ¿Te acuerdas de él?
Corntel encajó la cazoleta en la máquina exprés.
—Rowton. Decía que tenía percepción extrasensorial.
—Debía de ser verdad —rió Lynley—. Siempre acertaba, ¿verdad?
—Tanto talento malgastado en entrar a escondidas en Windsor para cepillarse un felpudo. ¿Lo sabías? Al final, la dejó embarazada.
—Sólo recuerdo que todos los demás chicos le perseguían para que adivinase los exámenes. Si tenía percepción extrasensorial, maldita sea, ¿por qué no la utilizaba para saber lo que el viejo Jervy iba a poner en el examen de historia del martes siguiente?
—¿Cómo lo explicaba siempre Rowton? —sonrió Corntel—. «No funciona así, tíos. Sólo adivino lo que esos tipos hacen, o van a hacer, pero no lo que piensan». Alguien le respondió diciendo que, si adivinaba lo que iban a hacer, también tenía que adivinar los exámenes, porque escribir un examen es hacer algo, al fin y al cabo.
—Y la contestación de Rowton, si no recuerdo mal, fue realizar una minuciosa descripción de cómo Jervy redactaba el examen, completada con detalles de la irrupción de la señora Jervy en plena faena, luciendo una minifalda de Mary Quant y botas blancas de vinilo.
—Y nada más —rió Corntel—. La señora Jervy siempre vestía con cinco o seis años de retraso, ¿verdad? Señor, cómo nos divertía Rowton con sus historias. Hace años que no pienso en él. ¿Cómo te ha venido a la cabeza?
—Me lo ha sugerido la idea del profesor de guardia. Me estaba preguntando quién fue el profesor de guardia este fin de semana. Me estaba preguntando si serías tú.
Corntel ajustó la cafetera. El vapor empezó a sisear y el café a fluir. No contestó a las observaciones de Lynley hasta que hubo servido dos tazas a medio llenar. Las depositó sobre una bandeja de hojalata, junto con la leche y el azúcar, y la colocó sobre la mesa. Apartó el cenicero a un lado, pero no lo vació.
—Eres muy listo, Tommy. No me esperaba esta salida. ¿Siempre has sido tan hábil en el trabajo policial?
Lynley cogió una taza de café y la llevó hasta una de las butacas. Corntel le siguió. Apartó una guitarra (Lynley observó que tenía dos cuerdas rotas) y se sentó en el sofá. Dejó su tasa sobre la mesa.
—Matthew Whateley era un chico de esta residencia —replicó Lynley—. Tú eres el responsable de su bienestar. El pasado fin de semana, de alguna manera, se te fue de las manos. Eso es verdad, ¿no? Sin embargo, algo me dice que lo que sientes ante esta situación supera la responsabilidad inherente a tu cargo de director de la residencia. Por eso me pregunté si también eras el profesor de guardia este fin de semana, responsable de la seguridad de todo el colegio.
Las manos de Corntel colgaban fláccidamente entre sus piernas. Parecía absolutamente indefenso.
—Sí. Ahora ya sabes lo peor. Sí.
—Deduzco que no patrullaste por el terreno.
—¿Me creerás si te digo que me olvidé? —miró a Lynley a los ojos—. Me olvidé. No me tocaba este fin de semana. Le cambié el turno a Cowfrey Pitt hace unas semanas y me olvidé.
—¿Cowfrey Pitt?
—El profesor de alemán. Director de la residencia femenina Galatea.
—¿Por qué quiso cambiarlo? ¿Fue idea tuya?
—De él. No sé por qué. No se lo pregunté. De todos modos, tampoco me importaba. Siempre estoy aquí, excepto durante las vacaciones, e incluso a veces… No querrás oír esto. Ahora ya lo sabes todo. Me olvidé de patrullar. No me pareció tan mal en aquel momento. La mayoría de los niños se habían ido. Tenían permiso. Había un torneo de hockey. No obstante, si hubiera cumplido mi deber, tal vez habría sorprendido a Matthew Whateley intentando escapar, lo sé. En cualquier caso, no patrullé. Eso es todo.
—¿Cuántas veces hay que patrullar por el colegio durante un fin de semana?
—Tres veces el viernes por la noche y seis el sábado, lo mismo que el domingo.
—¿En horas fijas?
—No, claro que no. Patrullar no tendría sentido si los alumnos supieran exactamente a qué hora apareces.
—¿Todos los estudiantes saben quién es el profesor de guardia?
—Lo saben todos los prefectos. Se les da una lista cada mes. Informan al profesor de guardia si algo va mal, así que han de saber quién es.
—¿Sabían que Cowfrey Pitt y tú habíais cambiado el turno?
—El rector tuvo que decírselo. El cambio se comunicó a su despacho, como dictan las normas. —Corntel se inclinó hacia adelante, apoyando la frente en una mano—. Lockwood ignora que no patrullé, Tommy. Está buscando un chivo expiatorio. Ha de encontrar uno, o las culpas recaerán sobre él.
Lynley evitó mencionar a Alan Lockwood.
—No me queda otra alternativa que formularte la pregunta siguiente, John. No patrullaste por el colegio el viernes por la noche. Tampoco lo hiciste el sábado. ¿En qué estabas ocupado, y dónde?
—Aquí. Te lo juro.
—¿Alguien puede corroborarlo?
La cafetera exprés lanzó un chorro de vapor. Corntel la desconectó. Se quedó en aquel rincón de la habitación, con la cabeza gacha y las manos curvadas alrededor del recipiente de vidrio.
—¿Emilia Bond? —preguntó Lynley.
Un sonido, primo lejano de un sollozo, brotó de los labios de John Corntel.
—Soy patético. Qué pensarás de mí. Tengo treinta y cinco años. Ella, veinticinco. Esto carece de sentido, y todavía más de futuro. Yo no soy lo que ella piensa. No soy lo que ella desea. No lo comprende. No quiere comprender.
—¿Estuviste con ella el viernes por la noche, y también el sábado?
—Eso es lo peor. Parte del viernes y parte del sábado, pero toda la noche no. Ella no te podrá ayudar. No le hagas preguntas. No la mezcles en esto. La situación entre nosotros ya es bastante mala.
Corntel hablaba con insistencia. El tono de su voz era suplicatorio. Al oírle, Lynley pensó en el castigo que recibiría el director de una residencia si Alan Lockwood averiguaba que una mujer había pasado parte de la noche en su alojamiento. Luego, pensó en el deseo evidenciado por Corntel de no mezclar a Emilia en la situación. Al fin y al cabo, ya no estaban en el siglo XIX, ni Emilia Bond era una mujer cuya virtud necesitara protegerse a costa del futuro profesional de un hombre. Tampoco iba a enfrentarse a la perdición eterna por pasar unas discretas horas en compañía de aquél. Había algo más, algo que trascendía la presencia de la mujer en los aposentos de Corntel. Lynley presentía esa probabilidad, como un peligro evidente y real. Buscó una forma de sacar a la luz lo que el profesor ocultaba. La única esperanza de que Corntel le hablara con franqueza residía en él hecho de que estaban solos. Nadie tomaba notas. El interrogatorio mantenía la apariencia de una conversación entre dos viejos amigos.
—Me da la impresión de que os habéis peleado —dijo Lynley—. La señorita Roly deplora el impacto que Emilia ha causado en tu vida.
Corntel levantó la cabeza.
—Elaine está preocupada. Ha sido la reina de Erebus durante muchos años. El último director también era soltero, y ella no puede soportar el pensamiento de que la mujer de un director usurpe su autoridad. Debí decirle que no tenía motivos para preocuparse. No existe la menor posibilidad de matrimonio en este caso. —Hundió los hombros. Volvió a mirar a Lynley. Tenía los ojos enrojecidos—. No hay relación entre lo que le ha ocurrido a Matthew Whateley y Emilia. Ella no conocía al muchacho.
—Pero ¿admites que ella estuvo aquí, en esta casa?
—Conmigo. Eso es todo.
—Sin embargo, conoce a otros chicos de Erebus. Brian Byrne, por ejemplo, estudia química con ella. Le vi en el laboratorio ayer por la tarde. Y es el prefecto de tu residencia.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—No estoy seguro, John. Tal vez nada. Tal vez todo. Me dijiste que Brian estuvo en la residencia el viernes por la noche. El propio Brian me confesó que había pasado casi toda la noche en el club social de sexto.
—Pensé que estaba aquí. No lo comprobé.
—¿Ni siquiera más tarde, después de que Emilia se marchara?
—Estaba disgustado. No pensé en nada. No me preocupé de nada después de que se fuera.
—¿Sabes si Emilia abandonó el edificio? ¿La viste salir?
El rostro de Corntel, ya teñido de un tono ceniciento, pareció perder aún más color cuando comprendió el significado de la pregunta.
—Santo Dios, no estarás insinuando que Emilia…
—Ayer intentó proteger del interrogatorio al prefecto de tu residencia, John. ¿Qué debo pensar?
—Es su estilo. No cree que nadie sea capaz de hacer el mal. Ni siquiera lo entiende. No es capaz de pensar… —se interrumpió de nuevo con brusquedad.
—¿No es capaz de pensar…? —le urgió Lynley.
Corntel regresó lentamente al sofá y se quedó mirándolo, como dudando entre seguir de pie o sentarse. Alargó la mano hacia un punto raído del brazo.
—¿Cómo vas a entenderlo? —preguntó con voz monótona—. El vizconde de Vacennes. El conde de Asherton. ¿Alguna vez has fracasado en algo?
La injusticia de sus palabras, su monstruosa inexactitud, hirió a Lynley en lo más hondo. La sorpresa le redujo al silencio. Por primera vez desde que había empezado la entrevista, anheló la presencia de la sargento Havers, por su habilidad y empeño en poner freno a los sentimientos y ahondar sin piedad en la verdad.
—Es verdad, ¿no? —estaba preguntando Corntel con amargura.
Lynley recobró la voz.
—Nada más lejos, me temo, pero no puedo esperar que tú lo sepas, John, mediando una distancia de diecisiete años.
—No lo creo.
—Tu incredulidad no altera la verdad.
Los ojos de Corntel se desviaron de él. Después, le miró de nuevo. Un temblor convulso agitó su cuerpo.
—Empezamos el año pasado, como simples amigos —dijo—. Nunca me he entendido bien con las mujeres, pero con Emilia era diferente. Me resultaba fácil hablar con ella. Escuchaba. Siempre tenía los ojos clavados en mi cara. Nunca me había pasado con ninguna mujer. Siempre parecían perseguir algo. Hablaban conmigo, sí, pero con la mente concentrada en otra cosa; al poco rato de iniciar la conversación, era incapaz de pensar en decirles algo que retuviera su atención. Pero Emilia… —Adoptó una expresión reflexiva, menos tensa—. Imagino que si Emilia perseguía algo, era mi alma. Creo que no deseaba otra cosa que conocerme a fondo. Incluso nos escribimos durante las vacaciones. Me resulta más fácil expresarme por escrito, mostrarme cómo soy en realidad. En mi caso es así, desde luego. Le escribía y hablaba con ella. Sobre mi padre, sobre la novela que tanto deseo escribir y probablemente nunca escribiré, sobre la música que me gusta, sobre cosas que parecen importantes en mi vida, aunque no sobre todas. Sólo las que me hacen parecer bueno. Incluso ahora pienso que si le hubiera contado todo, todos esos pequeños desagradables secretos íntimos que solemos ocultar, no me habría querido.
—Los pequeños secretos desagradables carecen de toda importancia, excepto en el amor.
—No, eso no es cierto. —Corntel hablaba en tono resignado, aunque sin autocompasión, considerando lo que vino a continuación—. No es verdad, Tommy. Bueno, tal vez sí en tu caso. Tienes muchas más cosas que ofrecer a una mujer que yo. En mi caso, cuando la mente, el espíritu y el cuerpo han demostrado su total insuficiencia, no queda mucho más.
Lynley recordó al muchacho que corría por el patio de Eton sacándole una cabeza de ventaja a los demás, un becado de una fundación real a quien se auguraba un brillante porvenir.
—Me cuesta creerlo —contestó.
Corntel pareció leerle la mente.
—¿De veras? ¿Tan espléndida ha sido mi actuación? ¿Voy a enterrar algunos de tus fantasmas?
—Si te sirve de algo. Si quieres.
—Nada me sirve. No quiero. Pero Emilia no tiene nada que ver con la muerte de Matthew Whateley, y si enterrar fantasmas es la única forma de convencerte, que así sea. —Apartó sus ojos desolados—. Ella estuvo aquí el viernes por la noche. Debí comprender al instante por qué había venido y qué deseaba, pero no lo hice, no con bastante rapidez para controlar la situación y evitarnos a ambos tristeza y amargura.
—Supongo que vino para hacer el amor contigo.
—Tengo treinta y cinco años. Treinta y cinco años. ¿Sabes lo que eso significa?
Lynley comprendió la única relación posible y la verbalizó.
—¿Nunca has hecho el amor con una mujer?
—Treinta y cinco. Qué patético, pueril y obsceno.
—Nada de eso. Un simple hecho.
—Fue desastroso. Intenta imaginar los detalles, para que no los tenga que pormenorizar. ¿Me harás ese favor? Después, me sentí humillado. Ella estaba disgustada. Lloraba, pero trataba de echarse la culpa. Créeme, Tommy, en su estado de ánimo sólo podía volver a su alojamiento. No la vi salir de Erebus, pero no se me ocurre por qué habría hecho algo diferente.
—¿Dónde se aloja?
—Es preceptora de la residencia Galatea.
—¿Cowfrey Pitt podría corroborar sus idas y venidas?
—Si no me crees, sí, pregúntale a Cowfrey, aunque el alojamiento de Emilia no está cerca de los aposentos privados. Es posible que Cowfrey no tenga idea de dónde estaba ella.
—¿Y el sábado por la noche? ¿Volvió aquí otra vez?
Corntel asintió con la cabeza.
—Intentó arreglar las cosas. Intentó… ¿Cómo es posible volver a ser amigos después de una escena como aquélla, Tommy? ¿Cómo es posible recuperar lo que veinte minutos de infructuosos esfuerzos en una cama ha destruido por completo? Por eso volvió. Por eso me olvidé de mis deberes como profesor de guardia este fin de semana. Por eso no supe que Matthew Whateley había huido. Porque no pude comportarme como un hombre la primera vez en mi vida que tuve la oportunidad.
«Matthew Whateley había huido». Era la segunda vez que Corntel lo decía, y el error sólo se explicaba de dos maneras: o no sabía nada sobre las ropas que Frank Orten había encontrado en el vertedero, o se aferraba a la historia oficial, hasta que la policía estableciera una nueva.