Capítulo 11

Frank Orten vivía en una casita de forma asimétrica, nada más pasadas las puertas del colegio. Un amplio mirador, al que un plátano proporcionaba sombra, se proyectaba hacia el camino privado del colegio. Había una ventana abierta al aire de la mañana. De ella surgía el tenaz berrido de un niño. Fue lo primero que oyeron Lynley y Havers cuando salieron del coche y se acercaron a la entrada de la casita.

Frank Orten abrió la puerta antes incluso de que tocaran el timbre, como si les estuviera esperando. Ya iba vestido para el trabajo, con su uniforme cuasi militar, confeccionado con los colores del colegio. Su porte era muy severo, y sus ojos efectuaron un rápido examen de los recién llegados.

—Inspector, sargento. —Asintió enérgicamente con la cabeza, dando su aprobación, y movió la cabeza en dirección a una desordenada sala de estar que había a su izquierda—. Entren.

Les guió sin esperar contestación y se plantó ante una austera chimenea de piedra, sobre la cual colgaba un espejo de marco dorado, viejo y deslustrado. Reflejaba la nuca de Orten, así como los candelabros metálicos situados al otro lado de la sala, que arrojaban manchas apaisadas de luz sobre las paredes, si bien no lograban dispersar la penumbra creada por la orientación al norte de la sala y su única ventana batiente.

—Hay un poco de follón esta mañana. —Orten indicó con el pulgar los continuos sollozos que surgían de una puerta entreabierta, a la derecha de la entrada—. Los críos de mi hija están pasando unos días conmigo.

Una voz tranquilizadora de mujer trataba de apaciguar la tormenta, pero los chillidos del niño, contraatacados por las coléricas acusaciones de otro, alcanzaron tonos de histeria.

—Un momento, por favor —dijo Orten, dejándoles para ir a mediar en la refriega—. Elaine, ¿puedes hacerle…? —La puerta se cerró detrás de él.

—Pequeños placeres domésticos —comentó Havers, acercándose a la ventana para examinar tres plantas, excesivamente verdosas, que descansaban sobre un arcón. Acarició una hoja con aire de suficiencia—. Plástico —anunció, sacudiéndose el polvo de los dedos.

—Hummm. —Lynley estudiaba la sala. El mobiliario consistía en un pesado sofá con dos butacas a juego, tapizadas de un color a medio camino entre el pardo y el gris, varias mesas que sostenían lámparas, de pantallas torcidas, y adornos de tipo militar en las paredes. Colgaban sobre el sofá, dos mapas y una mención, pero los marcos estaban cubiertos de polvo, y una telaraña oscilaba entre ellos. Había juguetes diseminados por el suelo, así como ejemplares de Country Life, de páginas arrugadas y pegajosas, como si las revistas se hubieran utilizado a modo de esterillas bajo los platos. El conjunto daba a entender que ninguna mujer compartía la vida de Frank Orten en la casita.

No obstante, cuando Orten regresó a la sala de estar, una mujer de edad madura le siguió. El conserje la presentó como señorita Elaine Roly, haciendo hincapié en señorita, y añadió que era el ama de llaves de la residencia Erebus, como si esta información bastara para explicar su presencia en la casa a esta hora de la mañana.

—Frank no es capaz de arreglárselas solo con los nietos —aclaró Elaine Roly, frotándose las manos en la parte delantera del vestido, como si buscara arrugas—. ¿Me marcho, Frank? Parece que ya se han tranquilizado. Envíales a Erebus dentro de un rato, si quieres.

—Quédate. —Orten parecía estar acostumbrado a expresarse en órdenes monosílabas, acostumbrado también a ser obedecido.

Elaine no se hizo de rogar y se sentó junto a la ventana, como sin darse cuenta de que la luz lechosa que bañaba la silla iluminaba su figura de una manera muy poco favorecedora. Parecía austera y monocroma al mismo tiempo, con el aspecto de una cuáquera, como surgida de la pluma de Charlotte Brontë. Llevaba un sencillo vestido gris, con un amplio cuello de encaje. Los zapatos eran negros, de suela arrugada y serios. Unos pequeños pendientes constituían su único adorno, y se había peinado el cabello castaño, que empezaba a teñirse de gris, hacia atrás, recogiéndolo en la nuca con un pasador, al estilo de otro siglo. La nariz, sin embargo, era graciosa y bien proporcionada, y la sonrisa que dirigió a Lynley y Havers desprendía auténtica calidez.

—¿Ya han tomado café? —preguntó, volviéndose en su silla—. Frank, ¿quieres qué…?

—No hace falta —replicó Orten.

Se tocó el galón cosido en la solapa de la chaqueta. Lynley advirtió que estaba rozada en aquel punto, como si Orten repitiera el gesto a menudo.

—El mensaje que recibí anoche indicaba que ha encontrado algunas prendas —le dijo Lynley—. ¿Las ha guardado en casa?

Orten no estaba preparado para un ataque tan directo.

—Diecisiete años, inspector. —Su tono sugirió que iba a enfrascarse en una introducción. Lynley vio que la sargento Havers movía los hombros, impaciente, pero luego se acomodó en el sofá, donde abrió su cuaderno y pasó las páginas, haciendo más ruido del necesario. Orten prosiguió—. He sido conserje del colegio durante diecisiete años. Nunca había ocurrido nada igual. Ninguna desaparición. Ningún asesinato. Nada de nada. Todo ha ido bien en Bredgar Chambers. Es el mejor. No hay duda.

—Sin embargo, han muerto otros estudiantes. Así lo atestigua la capilla.

—Murieron, sí, pero ¿asesinados? Nunca. Es de mal agüero, inspector. —Hizo una pausa—. No puedo decir que esté sorprendido.

Lynley se decantó por no profundizar en la insinuación.

—De todos modos, el suicidio de un estudiante también es de mal agüero.

La mano de Orten se dirigió al emblema del colegio, bordado en amarillo sobre el bolsillo superior de la chaqueta. Acarició la corona que flotaba sobre la rama de espino. Un hilo dorado descosido amenazaba con destruir todo el dibujo.

—¿Suicidio? —preguntó—. ¿Quiere decir que Matthew Whateley se suicidó?

—En absoluto. Hablaba de otro estudiante. Si lleva aquí diecisiete años, le habrá conocido. Edward Hsu.

Orten y Elaine Roly intercambiaron una mirada. Lynley no supo si su reacción implicaba sorpresa o consternación.

—Tiene que haber conocido a Edward Hsu. ¿Y usted, señorita Roly? ¿Le conoció? ¿Desde cuándo trabaja en el colegio?

Elaine Roly se humedeció los labios.

—Este mes hará veinticuatro años, señor. Empecé como pinche de cocina. Trabajé como camarera en el salón de los profesores. Me fui abriendo camino. He sido el ama de llaves de Erebus durante los últimos dieciocho años, y me siento orgullosa de ello.

—¿Residía Edward Hsu en Erebus?

—Sí. Edward estaba en Erebus.

—Tengo entendido que era protegido de Giles Byrne.

—El señor Byrne daba clases particulares a Edward durante las vacaciones. Lo ha hecho durante muchos años. Siempre elige a un chico de Erebus para echarle una mano. Él mismo vivió en Erebus, y le gusta hacer algo por la residencia cuando le es posible. El señor Byrne es un hombre excelente.

—Amigo íntimo de Edward Hsu, según me dijo Brian Byrne.

—Imagino que Brian se acordará de Edward.

—Usted debe de trabajar estrechamente con Brian, puesto que es el prefecto de Erebus.

—¿Estrechamente? —Su respuesta fue estudiad—. No, yo no lo llamaría estrechamente.

—Pero como él es el prefecto de la residencia y usted el ama de llaves…

—Brian es un poco difícil —le interrumpió ella—. Un poco complicado. Demasiado apegado a… —Vaciló. Los niños iniciaron otro escándalo en la habitación de al lado, menos violento, pero que prometía alcanzar cotas similares—. Los prefectos de las residencias necesitan valerse por sí mismos, inspector.

—¿No es el caso de Brian?

—Los prefectos de las residencias no deberían ser chicos necesitados.

—¿Necesitados de qué?

—De amistad. De aceptación. De ser apreciados. Un prefecto de esas características nunca funciona bien. Ni nunca funcionará. ¿Cómo puede un muchacho imponer disciplina a chicos más jóvenes si se empeña en ser apreciado por todos y cada uno? Ése es Brian. Si hubiera dependido de mí, no le habría nombrado prefecto.

—El hecho de que Brian Byrne fuera elegido prefecto, ¿indica que contaba con el apoyo decidido de alguien?

—No indica nada. —Orten cortó el aire con la mano—. Sólo quién es su padre, y qué hace el rector cuando la junta de gobierno le ordena que salte.

Un objeto de porcelana se estrelló en el suelo de la habitación contigua. Un aullido sonó a continuación. Elaine Roly se puso en pie.

—Ya me encargo yo, Frank —dijo, y se marchó.

Orten volvió a hablar en cuanto la puerta se cerró.

—Elaine trabaja mucho. John Corntel no tiene ni idea de la clase de ama de llaves que tiene en esa mujer. Pero ustedes han venido por esas prendas, no para hablar de John Corntel. Venga conmigo.

Salieron de la casa y recorrieron unos cincuenta metros del camino principal hasta llegar a un sendero secundario, bordeado de abundantes tilos, que se desviaba a la derecha. Orten marchaba en cabeza, con la gorra azul calada sobre la frente. Caminaban en silencio. Havers releía su cuaderno, subrayando algunos puntos con vagos gruñidos, mientras Lynley, a su lado, andaba con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y pensaba en las declaraciones de Frank Orten y Elaine Roly.

La estructura de cualquier institución la convertía en un lugar donde gente de todos los niveles se disputaba la parcela de poder que creía tener a su alcance. Sucedía aquí igual que en el Yard. Si bien parecía razonable pensar que el rector de un colegio ejercía la mayor influencia, las palabras de Orten sugerían lo contrario. La junta de gobierno (y cualquier investigación de la junta conduciría inexorablemente a Giles Byrne) aparentaba decantar de manera decisiva la balanza del poder. Matthew Whateley tenía que encajar en alguna parte del conjunto. Lynley estaba seguro. Al fin y al cabo, le habían elegido para la beca de la junta, tal vez contra los deseos del rector. Le habían asignado la residencia Erebus, donde el propio Byrne había estudiado. Como Edward Hsu. Una pauta rudimentaria empezaba a dibujarse.

El inconfundible olor acre del humo se hizo más pronunciado cuando llegaron a una bifurcación del sendero. Frank Orten se desvió de nuevo a la derecha, pero Lynley se detuvo, escudriñando unos edificios que se alzaban a corta distancia, y a los que se accedía por el ramal desechado. Reconoció la parte posterior del edificio de ciencias y las cuatro residencias masculinas. Calchus era la más próxima.

—Lo que quiere está por aquí, inspector —se impacientó Orten.

El ramal derecho medía unos veinticinco metros de largo, y concluía abruptamente en un amplio cobertizo sin puerta. Albergaba tres minibuses, un pequeño tractor, una camioneta con la parte trasera descubierta y cuatro bicicletas, tres de las cuales tenían las ruedas deshinchadas. Sólo el techo y las paredes protegían a los vehículos del colegio de las inclemencias del tiempo, pues las ventanas carecían de cristales, y las puertas, si las había tenido alguna vez, ya no existían. Era una estructura despojada de todo atractivo.

—La infraestructura está muy abandonada en los últimos tiempos —dijo Orten—. Todo fachada por fuera, pero todo aquello que no dejan ver a los padres es una mierda.

—El colegio está muy descuidado —observó Lynley—. Ayer nos dimos cuenta.

—Pero no el teatro, ni el pabellón deportivo, ni la capilla, o ese precioso jardín de esculturas que a la gente le gusta tanto, ni todo aquello que dejan ver el día de los padres. La cuestión es que no descienda el número de inscripciones. —Lanzó una carcajada sardónica.

—Al parecer, el colegio tiene problemas económicos.

—Ha puesto el dedo en la llaga.

Orten se detuvo y miró hacia el oeste. La capilla iluminada por el sol de la mañana, se divisaba entre los tilos. El sonido hueco de una campana convocaba a los rezos matutinos. Parecía un canto fúnebre. Orten reemprendió la marcha, meneando la cabeza.

—En otros tiempos —dijo—. Bredgar era el mejor de todos. Los alumnos salían hacia Cambridge, o hacia Oxford, a la velocidad del rayo.

—¿Ha cambiado eso?

—Ya lo creo, pero no soy el más indicado para hablar de ello —sonrió con amargura—. Los conserjes saben cuál es su lugar, inspector. El rector se encarga de recordármelo muy a menudo.

Sin esperar la respuesta, Orten se desvió del sendero pavimentado que bordeaba el cobertizo de los vehículos, rodeó la esquina del edificio y les condujo al terreno donde se quemaba la basura del colegio. Toda la zona olía a humo, cenizas húmedas, malas hierbas quemadas y otros desperdicios. Los olores emanaban de un montón de restos de forma cónica. Al lado se veía una carretilla verde, con las prendas en cuestión tiradas dentro.

—Me pareció mejor dejarlas donde estaban —dijo Orten—. Lo más cerca posible del fuego.

Lynley examinó la tierra. Formaba una masa compacta, cubierta de hierbas rotas y pisoteadas. Las huellas de pisadas que observó eran demasiado vagas para extraerles alguna utilidad: la punta de un zapato, un talón, parte de una suela. No había nada de interés.

—Eche un vistazo, señor —dijo la sargento Havers desde el lado de la pila más próximo al cobertizo de los vehículos. Había encendido un cigarrillo, y lo usó para indicar el suelo—. Eso es una huella decente. ¿De mujer?

Lynley se reunió con ella y se agachó para examinar la huella. Se hallaba en la zona más blanda, cerca del fuego, donde una capa de cenizas había formado un lecho de barro. Vio que se trataba de una zapatilla de gimnasia, un calzado típico de todos los habitantes del campus, probablemente.

—Puede que sea de una mujer —admitió—. O de uno de los chicos más jóvenes.

—O de uno mayor que tenga el pie pequeño —suspiró Havers—. ¿Dónde está Holmes cuando usted le necesita? Se arrastraría por el barro y resolvería el caso en un cuarto de hora.

—Repórtese, sargento.

Mientras Havers continuaba examinando la zona, Lynley se dedicó a las prendas amontonadas en la carretilla. Frank Orten, a su lado, miraba hacia el cobertizo. Su casa se alzaba al otro lado de una amplia extensión de campo abierto.

Lynley buscó sus gafas, se las caló y sacó del bolsillo varias bolsas de plástico dobladas. Se puso guantes de látex, aunque sabía que se trataba de una precaución innecesaria. A estas alturas, se habrían introducido tantos contaminantes en las ropas, después de un tiempo en la pila de basura, seguido de una noche en la carretilla, que era ridículo pensar que el equipo forense encontrara alguna prueba.

Había siete prendas. La parte exterior estaba chamuscada y cubierta de suciedad. Lynley examinó primero la chaqueta. No llevaba etiqueta con el nombre, pero los hilos que colgaban del cuello indicaban que había sido arrancada. Lo mismo sucedía con los pantalones y la camisa. Levantó la vista cuando llegó a la corbata y descubrió debajo el par de zapatos.

—¿Cómo encontró todo esto? —preguntó a Frank Orten.

Los ojos de Orten se desviaron rápidamente hacia él, preparando la respuesta.

—Quemo la basura los sábados por la tarde. Siempre lo hago. Siempre me aseguro de que el fuego esté apagado, antes de dedicarme a otras cosas. El sábado por la noche me di cuenta de que se había reavivado. Vine a echar un vistazo.

Lynley se irguió poco a poco.

—¿El sábado por la noche? —repitió—. ¿El sábado por la noche?

—Ya ha tenido tiempo de sobra para hacerlo. Un poco más no mejorará lo que pretenda contarnos. Fíjese en esto.

Sostenía en la palma un solo calcetín, vuelto del revés, y señaló la etiqueta cosida. Estaba muy ennegrecida por el fuego, pero el número 4 aún era legible.

—Entonces son de Matthew Whateley —dijo Havers—. Pero ¿dónde está el otro calcetín?

—O se quemó en la pila de basura antes de que Orten llegara, o estará tirado por las cercanías, si tenemos suerte.

Havers miró a Lynley mientras éste guardaba cada prenda en una bolsa.

—Tenemos entre manos un caso completamente diferente, ¿verdad, señor?

—En parte, sí. Toda la ropa de Matthew está controlada. Prendas de estar por casa, prendas deportivas, prendas del colegio. A menos que queramos dar por sentado que, por extraños motivos, abandonó el campus desnudo un viernes por la tarde, tendremos que llegar a la conclusión de que no abandonó el campus por voluntad propia. Alguien se lo llevó a escondidas.

—¿Vivo o muerto?

—Aún no lo sabemos.

—Pero usted tiene una sospecha, ¿no?

—Sí, tengo una sospecha. Muerto, Havers.

Ella asintió con la cabeza y expulsó el aire con semblante sombrío.

—Por lo tanto, no se fugó.

—No da esa impresión, pero si no huyó de algo, hay un montón de preguntas sin respuesta en este momento. Su padre dijo que había cambiado de unos meses a esta parte, que se mostraba taciturno. Tenemos a Harry Morant y el motivo por el que no quiso hablar con usted. Además, piense en el comportamiento de Wedge, Arlens y Smythe-Andrews cuando les interrogué. —Lynley recogió las bolsas y le pasó dos a Havers. Se quitó las gafas y los guantes de látex—. La cuestión es, si Matthew Whateley no huyó del colegio el viernes pasado por la tarde, ¿qué sucedió en realidad?

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Havers.

Lynley miró hacia la casita del conserje.

—Creo que Frank Orten ya ha tenido bastante tiempo para calmarse.

En lugar de utilizar el sendero, volvieron a la casa bordeando los cien metros de campo abierto que separaban el huerto, el garaje y la casa del conserje del cobertizo de los vehículos y el vertedero. De esta manera, desembocaron en un limpio sendero de ladrillo, entre el huerto y el garaje, que les condujo a la puerta posterior de la casa. Elaine Roly les abrió la puerta de la cocina.

Al contrario que la sala de estar, parecía haberse beneficiado de una reciente limpieza, pues los dinteles de las puertas estaban inmaculados, colgaban cortinas limpias en la ventana y los únicos platos del fregadero eran, obviamente, los del desayuno. Olor a grasa de bacón flotaba en el aire. Procedía de una sartén en la que se freía una rebanada de pan.

Elaine Roly cerró el quemador, pinchó con un tenedor el pan frito y lo depositó en un plato que ya albergaba dos huevos escalfados.

—Está allí, inspector —dijo, indicando que la siguieran al comedor.

Era donde los niños se habían peleado antes, y donde continuaban haciéndolo, uno desde una silla alta que golpeaba insistentemente con una taza de hojalata, y el otro desde un rincón del comedor. Pateaba la alfombra y se machacaba la frente con los puños, sin dejar de aullar «¡No, no, no!». Ninguno aparentaba tener más de cuatro años.

Frank Orten estaba inclinado sobre la silla, intentando secar con un trapo húmedo los últimos restos de desayuno esparcidos sobre la cara de su nieto menor.

—Cómete los huevos, Frank —dijo Elaine Roly—. Ni siquiera has tocado el café. Yo me encargaré de los pequeños. Ya es hora de que se laven un poco.

Sin añadir nada más, alzó a uno del suelo y al otro de la silla. El mayor se aferró al cuello de encaje de su vestido, pero ella ignoró con estoicismo sus dedos pringosos y sacó a los dos niños del comedor.

Orten apartó una silla de la mesa, se sentó y despachó en un abrir y cerrar de ojos los huevos y el pan. Lynley y Havers se sentaron sin decir nada, hasta que el conserje empujó el plato a un lado y bebió un poco de café.

—¿A qué hora se dio cuenta de que el fuego se había reavivado? —preguntó Lynley.

—A las tres y veinte de la madrugada. —Orten alzó su taza de café, que llevaba pintada en alegres colores la palabra «Abuelito»—. Eché un vistazo al reloj antes de acercarme a la ventana.

—¿Le había despertado algo?

—No podía dormir, inspector. Insomnio.

—¿No oyó ningún ruido?

—Nada, pero olí el humo y me acerqué a la ventana. Vi el resplandor. Pensé que el fuego se había vuelto a encender, así que fui a mirar.

—¿Iba vestido?

Vaciló durante una fracción de segundo, en apariencia sin motivo.

—Me vestí —dijo, y continuó sin necesidad de que le alentaran—. Salí por la parte de atrás y atravesé el campo, en lugar de coger el sendero. Llegué allí y vi que surgían llamas. Malditos idiotas, pensé. Alguna broma pesada de los mayores, sin pensar en el peligro que provocan si se levanta viento. Cogí una pala y la utilicé para apagar el fuego.

—¿Hay luces afuera que se puedan encender en caso de necesidad?

—En la fachada del cobertizo, pero estaban apagadas y no hay luces al lado. Estaba oscuro. Ya se lo dije antes, inspector. En aquel momento no vi las ropas. Mi principal preocupación era apagar el fuego.

—¿Vio a alguien, observó algo extraño, aparte del fuego?

—Sólo el fuego.

—¿No le resultó extraño que las luces del cobertizo estuvieran apagadas? ¿No se dejan abiertas por la noche?

—Por lo general, sí.

—¿Qué opina de eso?

Orten miró hacia la cocina, como si pudiera ver a través de las paredes una respuesta en el cobertizo de los vehículos.

—Supongo que si los chicos querían hacer una de las suyas, apagaron las luces para que no les vieran.

—¿Y ahora, sabiendo ya que no era una broma pesada?

Orten alzó una mano y la dejó caer sobre la mesa. El gesto indicaba que aceptaba lo evidente.

—Lo mismo, inspector. Alguien que no deseaba ser visto.

—Pero no un bromista, sino un asesino —dijo Lynley con aire pensativo. Orten no replicó. Cogió la gorra, que descansaba sobre la mesa como un adorno. Las letras B.C. decoraban la parte delantera, amarillo sobre fondo azul, pero estaban manchadas en algunos puntos y necesitaban un lavado para recuperar su color original—. Lleva muchos años en el colegio, señor Orten —siguió Lynley—. Es probable que lo conozca mejor que nadie. Matthew Whateley desapareció el viernes por la tarde. Su cadáver no fue encontrado hasta el domingo por la noche. Tenemos buenas razones para creer que lo abandonaron en Stoke Poges el viernes o el sábado por la noche. Como tenemos las ropas del muchacho, y como su cuerpo estaba desnudo cuando se encontró, podemos concluir que estaba desnudo cuando le sacaron del colegio, y que lo hicieron después de oscurecer. La cuestión es dónde estuvo desde que desapareció el viernes, después de comer, hasta que lo sacaron.

Lynley esperó a ver cómo reaccionaba Orten a su invitación implícita a que participara en la investigación. El conserje miró a Lynley y después a Havers, y se apartó unos centímetros de la mesa. El movimiento le proporcionó, no sólo distancia física, sino también cierto misterioso grado de distancia psicológica.

Sin embargo, respondió con bastante franqueza.

—Supongo que hay zonas en el almacén. Un ala detrás de la cocina, cerca de la sala de los profesores. Hay más en el centro técnico. Más en el teatro. Desvanes en las residencias. Habitaciones para guardar los baúles. Pero todo está cerrado con llave.

—¿Quién guarda las llaves?

—Los profesores tienen algunas.

—¿Y las llevan encima?

Los ojos de Orten centellearon un momento.

—No siempre, sobre todo si han de llevar muchas en los bolsillos de los pantalones.

—¿Qué hacen con ellas, pues?

—Por lo general, las cuelgan en sus casilleros, que están nada más salir de la sala de profesores.

—Ya, pero ésas no serán las únicas llaves de los edificios y las residencias. Tiene que haber duplicados por si se pierden. Incluso llaves maestras.

Orten asintió, pero como si su cabeza hiciera de manera automática lo que su mente trataba de impedirle.

—Tengo un juego de todas las llaves del colegio en mi oficina del patio cuadrangular, pero está cerrada con llave, por si piensa que alguien pudo entrar y cogerlas.

—¿Incluso ahora, por ejemplo? ¿Está cerrada con llave ahora?

—Imagino que la secretaria del rector la habrá abierto. Lo hace cuando llega antes que yo.

—De modo que ella también tiene una llave.

—Exacto, pero no estará insinuando que el chico fue secuestrado por la secretaria del rector, ¿verdad? Y si no fue ella, ¿quién va a entrar en pleno día cuando yo no estoy para coger algunas llaves, sin tener ni idea de qué llave abre cada puerta? No creo que le sirviera de mucho. Las llaves que guardo en mi despacho están marcadas con una sola palabra. Teatro. Técnico. Matemáticas. Ciencias. Cocina. No hay forma de saber qué habitación de un edificio abre la llave. Hay que mirar mi libro de claves. Por lo tanto, si alguien cogió unas llaves, las cogió de los casilleros que hay en la entrada a la sala de los maestros. Y como también está cerrada con llave, la única persona que pudo efectuar el robo fue uno de los profesores.

—U otra persona que tenga acceso a la sala de los profesores —observó Lynley.

Orten replicó de una manera que implicaba una enorme incredulidad sobre sus propias palabras.

—El rector. Los pinches. Las esposas. ¿Quién más?

El conserje. Lynley no lo dijo, pero comprobó que tampoco era preciso. Las mejillas de Orten se habían cubierto de rubor cuando aún no había terminado de enumerar las posibilidades.

Lynley y Havers se detuvieron junto al Bentley, ella para encender un cigarrillo y Lynley para mirarla con el ceño fruncido al observar su movimiento. Ella levantó la vista, reparó en su expresión y le amonestó con un ademán.

—No hace falta que lo diga —le advirtió—. Sabe que está ardiendo en deseos de quitármelo de la boca y fumarlo hasta el filtro. Al menos, soy sincera respecto a mis vicios.

—Los exhibe —replicó él—. Los retransmite al mundo entero. ¿La palabra virtud forma parte de su vocabulario, sargento?

—La eliminé, acompañada de autocontrol.

—Tendría que haberlo imaginado.

Miró el camino principal, que se curvaba suavemente a la derecha bajo una gigantesca haya, y desde allí al sendero secundario que conducía al cobertizo de los vehículos, a las residencias masculinas y al edificio de ciencias. Meditaba sobre la información que Frank Orten les había proporcionado.

—¿Qué pasa? —preguntó Havers.

Lynley se apoyó en el coche, se acarició la mandíbula con aire pensativo y trató de ignorar el aroma a tabaco.

—Es viernes por la tarde. Usted ha secuestrado a Matthew Whateley. ¿Dónde le escondería, sargento?

Ella tiró la ceniza sobre la acera y la removió con su desgastada abarca.

—Depende de lo que quisiera hacer con él, y cómo.

—Continúe.

—Si quisiera entretenerme sexualmente con él, como le gustaría al pederasta o pedófilo del colegio, le llevaría a un lugar donde no tuviera la menor posibilidad de ser oído si no disfrutaba tanto de la actividad como yo.

—¿Por ejemplo?

Havers examinó el terreno circundante mientras contestaba.

—Viernes por la tarde. Todos los chicos están en el campo de deportes. Se están jugando partidos. Es después de comer, así que me mantendría alejada de la cocina, donde las criadas están lavando los platos. Los chicos entrarán y saldrán de las residencias. Las chicas de Galatea y Eirene también. Me encaminaría a una zona de almacén. Tal vez al teatro, o a los edificios de ciencias o matemáticas.

—¿Pero no a los edificios del patio principal?

—Demasiado cerca del ala administrativa. A menos que…

—Siga.

—La capilla. La sacristía. La sala de actos contigua.

—Demasiado arriesgado para el tipo de encuentro que usted tiene en mente.

—Supongo que sí, pero digamos que es un tipo de encuentro diferente. Digamos que sólo me propongo asustar un poco al chico. Por una apuesta. Para gastarle una broma. En ese caso, le llevaría a un lugar diferente. No tendría que estar tan aislado. Bastaría con que le produjera miedo.

—¿Por ejemplo?

—El tejado del campanario. Es perfecto si le asustan las alturas.

—Pero difícil de controlar si se resiste, ¿no?

—Si se le persuadiera de seguir a alguien en quien confía, alguien a quien admira, o que no despierta su temor, accedería sin problemas. Podrían mandárselo. Podría pensar que le han dado una orden que debe obedecer, sin saber que la persona que se la ha dado tiene planeado algo muy distinto para cuando lleguen a su destino.

—Ése es el punto, ¿eh? El destino. Chas Quilter le enseñó ayer el colegio. ¿Se ha hecho una idea de su distribución?

—Bastante.

—Pues dedíquese a husmear. Intente encontrar un lugar donde habrían podido esconderle unas horas con el mayor secreto, sin que nadie se diera cuenta.

—¿Pensando en un pedófilo?

—En lo que sea, sargento. Voy a buscar a John Corntel.

Ella tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó.

—¿Estaban relacionados esos dos pensamientos? —le preguntó ella.

—Espero que no —contestó Lynley, viéndola alejarse por el camino principal.

Regresó al sendero secundario que le conduciría a Erebus y a los aposentos privados de John Corntel. Apenas había llegado a la bifurcación, cuando oyó que alguien gritaba su nombre. Se volvió y vio que Elaine Roly corría hacia él, arreglándose el cuello de encaje de su vestido mientras se ponía una rebeca negra. Grandes manchas de agua oscurecían el vestido.

—Estaba intentando bañar a los pequeños —explicó, pasando la mano sobre las manchas como si bastara para secarlas—. Me temo que soy un poco torpe con niños tan pequeños. Me las arreglo mejor cuando son un poco mayores.

—Como hace en Erebus —dijo Lynley.

—Sí, exacto. ¿Se dirige allí ahora? Le acompañaré, si no le importa.

Al principio, Lynley no dijo nada, esperando a que ella explicara por qué le había llamado. Su propósito, desde luego, no tenía nada que ver con un súbito deseo de pasear por el sendero en compañía. Tiró de los botones de la rebeca, como si quisiera asegurarse de que estaban bien cosidos. Suspiró.

—Frank no le habló de su hija, inspector —dijo por fin—. Usted pensará que le está ocultando algo. Me he dado cuenta de que es lo bastante inteligente para saber cuándo alguien no es del todo sincero con usted.

—Pensé que había lagunas en su relato.

—Y las hay, pero están relacionadas con el orgullo. Y su trabajo. Quiere proteger su empleo. Es comprensible, ¿no? El rector no suele perdonar una ausencia en horas de trabajo, aunque se trate de una emergencia grave. —La mujer hablaba atropelladamente.

—¿El sábado por la noche?

—Él no estaba mintiendo, pero no se lo contó todo. Sin embargo, es un buen hombre. Frank es un hombre excelente. No está implicado en la desaparición de Matthew.

Lynley vio a los alumnos que salían de la capilla a través de los árboles que bordeaban el sendero. Algunos traspasaron las puertas del colegio y se dirigieron al sur, hacia el teatro y el centro técnico. Hablaban y reían. Mientras les contemplaba, Lynley pensó que la muerte de un compañero tendría que haberles afectado más, tendría que haberles moderado, tendría que haberles revelado la brevedad del tiempo de que disponían. Sin embargo, no era así. Los jóvenes no podían ser de otra manera. Siempre estaban convencidos de ser inmortales.

—Frank está divorciado, inspector —dijo Elaine Roly—. No creo que se lo haya dicho. A juzgar por lo poco que me ha contado, no fue una situación agradable. Mientras se hallaba destinado en Gibraltar, su mujer se lió con un oficial. Frank era un poco ingenuo en aquel tiempo. Jamás sospechó nada, hasta que ella solicitó el divorcio. Se volvió un amargado. Abandonó el ejército, dejó a sus dos hijas con su mujer en Gibraltar, y regresó a Inglaterra. Vino directamente a Bredgar Chambers.

—¿Cuánto hace?

—Diecisiete años, como le dijo antes. Las chicas ya son mayores, por supuesto. Una vive en España, pero la otra, la menor, Sarah, vive en Tinsley Green, al otro lado de Crawley. Siempre se ha metido en problemas. Dos matrimonios, dos divorcios. Bastante aficionada al alcohol y a las drogas. Frank dice que la culpa es de él, porque la abandonó a ella y a su hermana. No cesa de atormentarse por ello. Sarah telefoneó a Frank el sábado por la noche. Él oyó que los niños lloraban. Ella también lloraba, y le habló de suicidarse. Muy típico de Sarah. Se había peleado con su actual novio, me parece. —Elaine Roly tocó levemente el brazo de Lynley para dar mayor énfasis a sus palabras—. Frank fue a ver a su hija el sábado, inspector. Estaba de servicio. No pensó en decirle al rector adónde iba. Tal vez no quiso, porque ya había estado con ella el martes, que es su día libre, y quizá el rector le habría reprendido por ausentarse otra noche del colegio. Bien, Frank recibió la llamada, se asustó y se marchó. Menos mal.

—¿Por qué?

—Porque cuando llegó a Tinsley Green, Sarah estaba inconsciente. La llevó al hospital justo a tiempo.

La información explicaba las reticencias de Orten por la mañana, pero, a pesar de que podía verificar el relato de Elaine Roly mediante varias llamadas telefónicas, Lynley comprendió que el ama de llaves de Erebus había añadido, sin darse cuenta, otro sesgo a los acontecimientos ocurridos en Bredgar Chambers el pasado fin de semana. Pues Tinsley Green se hallaba a menos de cuatro kilómetros de la M23 y del gran sistema de autopistas que conducían a Stoke Poges.

—¿Han estado los niños con él desde el sábado por la noche?

Elaine reveló más detalles inadvertidamente.

—No exactamente. Después de pedir una ambulancia, me llamó desde la casa de Sarah para pedirme que fuera a buscar a los niños, que había dejado con la vecina de su hija. Es una anciana que quiere mucho a Sarah, pero no le podía pedir que cuidara a los niños toda la noche. Fui a por ellos y se quedaron en mi piso de Erebus hasta el domingo por la tarde.

—¿Fue usted a Tinsley Green?

—Sí, en efecto.

—¿Cómo llegó allí?

—En mi coche. El rector no… —añadió apresuradamente—. El señor Corntel lo sabía. Fui a sus aposentos. Le lo conté todo. El señor Corntel es un hombre estupendo, y me dio permiso para irme al instante, siempre que el prefecto y los chicos mayores lo supieran, por si tenían que atender a alguno de los pequeños que me necesitara. En mi opinión, atribuir una responsabilidad más a Brian Byrne no es una buena idea, pero como se trataba de una emergencia… —Se encogió de hombros, como lamentándolo.

—Por lo que me cuenta, su salida del campus no era ningún secreto. ¿Cómo pretendía el señor Orten ocultar al rector su viaje a Tinsley Green, si usted había dado tanta publicidad al suyo?

—Frank no pretendía mantenerlo en secreto, inspector. Se lo iba a decir al señor Lockwood en cuanto le fuera posible. Todavía quiere hacerlo, pero, cuando Matthew Whateley desapareció, no le parecieron el momento y el lugar oportunos para confesar que se había ausentado unas horas. Supongo que estará de acuerdo conmigo.

Lynley no quiso confirmar su suposición.

—Cuando el sábado por la noche, la madrugada del domingo, en realidad, advirtió que el fuego del vertedero se había reavivado, imagino que acababa de llegar de Tinsley Green.

—Sí, pero no quiso decírselo, por todo lo que ha ocurrido… Al señor Lockwood no le gusta que la gente falte al trabajo, y está muy nervioso en estos momentos. Dentro de unos días, cuando Frank lo considere oportuno, se lo dirá.

—¿A qué hora se marchó usted a Tinsley Green?

—No estoy segura. Después de las nueve y media. Quizá un poco más tarde.

—¿Y qué hora volvió?

—Eso sí lo sé. A las once y cuarenta.

—¿Regresó directamente desde allí?

Los dedos de la mujer treparon desde su pecho a la garganta y acariciaron el cuello de encaje. La formalidad de su respuesta indicó que captaba el significado y la sospecha agazapados tras las preguntas de Lynley.

—Vine directamente. Me paré a poner gasolina, pero eso es normal, ¿no?

—¿Y el viernes por la tarde? ¿El viernes por la noche?

No cabía duda de que Elaine Roly consideraba las preguntas un insulto.

—¿Qué quiere decir? —preguntó con frialdad.

—¿Dónde estuvo usted?

—Por la tarde, lavando ropa en Erebus. Por la noche, viendo la televisión en mi piso.

—¿Sola?

—Completamente sola, inspector.

—Ya. —Lynley se detuvo para examinar el edificio frente al que pasaban. Sobre la puerta estaba tallado RESIDENCIA CALCHUS—. Les han dado nombres muy extraños a las residencias —observó—. Calchus, el que persuadió a Agamenón de que sacrificara a su propia hija a cambio de viento favorable. El heraldo de la muerte.

Elaine Roly tardó unos momentos en contestar. Habló de nuevo con voz cordial, como si hubiera tomado la decisión de pasar por alto las insultantes preguntas anteriores de Lynley.

—Heraldo de la muerte o no, Calchus murió de mortificación cuando Mopsus demostró que era mejor hombre.

—¿Siempre se aprende una lección cuando se mira cualquier lugar de Bredgar Chambers?

—Es parte de la filosofía del colegio. Ha funcionado bien.

—Sin embargo, creo que me sentiría más feliz en Erebus que en Calchus. Prefiero las tinieblas primordiales al heraldo de la muerte. Dice que lleva aquí diecisiete años.

—Sí.

—¿Desde cuándo es John Corntel director de la residencia?

—Éste es su primer año. Y el señor Corntel ha hecho un buen trabajo. Y habría seguido haciéndolo de no ser por… —Se interrumpió. Lynley la miró y vio que su rostro se había calmado.

—¿De no ser porque Matthew Whateley apareció en escena? —preguntó.

Ella meneó la cabeza.

—Matt, no. El señor Corntel estaba haciendo un buen trabajo con Matt, con todos los chicos, hasta que empezó a descuidar la atención. —Pronunció la última palabra como si fuera una abominación, y no necesitó estímulos para continuar—. La señorita Bond. Le echó el ojo al señor Corntel desde el primer día que llegó al campus, el año pasado. Lo noté en cuanto la vi. Él es carne de matrimonio, en lo que a ella respecta, y tiene la intención de cazarle. No lo dude. Esa pequeña bruja quiere ponerle del revés. Y ya lo ha conseguido, si quiere que le diga la verdad.

—Pero usted ha dicho que, a pesar de Emilia Bond, el señor Corntel ha logrado hacer un buen trabajo. ¿Tuvo problemas con Matthew?

—Ninguno.

—¿Conocía usted a Matthew?

—Conozco a todos mis muchachos, señor. Soy el ama de llaves. Hago mi trabajo.

—¿Puede contarme algo especial sobre Matthew, algo que usted observó y los demás pasaron por alto?

La mujer reflexionó sólo un momento antes de contestar.

—Los colores, supongo. Todas esas etiquetas que su mamá le cosía para ayudarle a elegir el color de sus ropas.

—¿Los números de las prendas? Ya me di cuenta. Tiene que haberse preocupado mucho por su apariencia para tomarse tantas molestias. Imagino que la mayoría de los chicos ni siquiera se fijan en lo que se ponen. ¿Seguía Matthew las directrices de su madre cuando se vestía?

El ama de llaves le miró con cierta sorpresa.

—Tenía que hacerlo, inspector. No distinguía los colores.

—¿No distinguía…?

—Lo llaman daltonismo. No distinguía bien los colores, sobre todo los colores del colegio. Le causaban enormes problemas. Su mamá me lo dijo el día de los padres del primer trimestre. Le preocupaba que las etiquetas se descosieran al lavar las ropas, porque Matthew no sabría qué ponerse por la mañana. Es evidente que utilizaron durante años el sistema numérico en su casa, sin que nadie se enterase.

—¿Alguien del colegio se dio cuenta?

—Sólo yo, me parece. Quizá los chicos del dormitorio de Matthew, si veían cómo se vestía por las mañanas.

Y si era así… El problema del chico con los colores podía ser origen de penosas burlas, más hirientes cuanto más disfrazadas de camaradería se produjeran. Un detalle más que diferenciaba a Matthew Whateley de sus compañeros. «Una diferencia demasiado pequeña para provocar un asesinato», pensó Lynley.